En
mi sueño reinaba una oscuridad muy densa, y aquella luz mortecina parecía
proceder de la piel de Edward. No podía verle el rostro, sólo la espalda,
mientras se alejaba de mi lado, dejándome sumida en la negrura. No lograba
alcanzarlo por más que corriera; no se volvía por muy fuertemente que le
llamara. Apenada, me desperté en medio de la noche y no pude volver a conciliar
el sueño durante un tiempo que se me hizo eterno. Después de aquello, estuvo en
mis sueños casi todas las noches, pero siempre en la distancia, nunca a mi
alcance.
El
mes siguiente al accidente fue violento, tenso y, al menos al principio,
embarazoso.
Para
mi desgracia, me convertí en el centro de atención durante el resto de la
semana. Tyler Crowley se puso insoportable, me seguía a todas partes,
obsesionado con compensarme de algún modo. Intenté convencerle de que lo único
que quería era que olvidara lo ocurrido, sobre todo porque no me había sucedido
nada, pero continuó insistiendo. Me seguía entre clase y clase y en el almuerzo
se sentaba a nuestra mesa, ahora muy concurrida. Mike y Eric se comportaban con
él de forma bastante más hostil que entre ellos mismos, lo cual me llevó a
considerar la posibilidad de que hubiera conseguido otro admirador no deseado.
Nadie
pareció preocuparse de Edward, aunque expliqué una y otra vez que el héroe era
él, que me había apartado de la trayectoria de la furgoneta y que había estado
a punto de resultar aplastado. Intenté ser convincente. Jessica, Mike, Eric y
todos los demás comentaban siempre que no le habían visto hasta que apartaron
la furgoneta.
Me
preguntaba por qué nadie más había visto lo lejos que estaba antes de que me salvara
la vida de un modo tan repentino como imposible. Con disgusto, comprendí que la
causa más probable era que nadie estaba tan pendiente de Edward como yo. Nadie
más le miraba de la forma en que yo lo hacía. ¡Lamentable!
Edward
jamás se vio rodeado de espectadores curiosos que desearan oír la historia de
primera mano. La gente lo evitaba como de costumbre. Los Cullen y los Hale se
sentaban en la misma mesa, como siempre, sin comer, hablando sólo entre sí.
Ninguno de ellos, y él menos, me miró ni una sola vez.
Cuando
se sentaba a mi lado en clase, tan lejos de mí como se lo permitía la mesa, no
parecía ser consciente de mi presencia. Sólo de forma ocasional, cuando cerraba
los puños de repente, con la piel, tensa sobre los nudillos, aún más blanca, me
preguntaba si realmente me ignoraba tanto como aparentaba.
Deseaba
no haberme apartado del camino de la furgoneta de Tyler. Esa era la única
conclusión a la que podía llegar.
Tenía
mucho interés en hablar con él, y lo intenté al día siguiente del accidente. La
última vez que le vi, fuera de la sala de urgencias, los dos estábamos
demasiado furiosos. Yo seguía enfadada porque no me confiaba la verdad a pesar
de que había cumplido al pie de la letra mi parte del trato. Pero lo cierto es
que me había salvado la vida, sin importar cómo lo hiciera, y de noche, el
calor de mi ira se desvaneció para convertirse en una respetuosa gratitud.
Ya
estaba sentado cuando entré en Biología, mirando al frente. Me senté, esperando
que se girara hacia mí. No dio señales de haberse percatado de mi presencia.
—Hola,
Edward —dije en tono agradable para demostrarle que iba a comportarme.
Ladeó
la cabeza levemente hacia mí sin mirarme, asintió una vez y miró en la
dirección opuesta.
Y
ése fue el último contacto que había tenido con él, aunque todos los días
estuviera ahí, a treinta centímetros. A veces, incapaz de contenerme, le miraba
a cierta distancia, en la cafetería o en el aparcamiento. Contemplaba cómo sus
ojos dorados se oscurecían de forma evidente día a día, pero en clase no daba
más muestras de saber de su existencia que las que él me mostraba a mí. Me
sentía miserable. Y los sueños continuaron.
A
pesar de mis mentiras descaradas, el tono de mis correos electrónicos alertó a
Renée de mi tristeza y telefoneó unas cuantas veces, preocupada. Intenté
convencerla de que sólo era el clima, que me aplanaba.
Al
menos, a Mike le complacía la obvia frialdad existente entre mi compañero de
laboratorio y yo. Noté que le preocupaba que me hubiera impresionado el
atrevido rescate de Edward. Quedó muy aliviado cuando se dio cuenta de que
parecía haber tenido el efecto opuesto. Su confianza aumentó hasta sentarse al
borde de mi mesa para conversar antes de que empezara la clase de Biología,
ignorando a Edward de forma tan absoluta como él a nosotros.
Por
fortuna, la nieve se fundió después de aquel peligroso día. Mike quedó
desencantado por no haber podido organizar su pelea de bolas de nieve, pero le
complacía que pronto pudiéramos hacer la excursión a la playa. No obstante,
continuó lloviendo a cántaros y pasaron las semanas.
Jessica
me hizo tomar conciencia de que se fraguaba otro acontecimiento. El primer
martes de marzo me telefoneó y me pidió permiso para invitar a Mike en la
elección de las chicas para el baile de primavera que tendría lugar en dos
semanas.
—
¿Seguro que no te importa? ¿No pensabas pedírselo? —insistió cuando le dije que
no me importaba lo más mínimo.
—No,
Jess, no voy a ir —le aseguré.
Bailar
se encontraba claramente fuera del abanico de mis habilidades.
—Va
a ser realmente divertido.
Su
esfuerzo por convencerme fue poco entusiasta. Sospechaba que Jessica disfrutaba
más con mi inexplicable popularidad que con mi compañía.
—Diviértete
con Mike —la animé.
Me
sorprendió que al día siguiente no mostrara su efusivo ego de costumbre en
clase de Trigonometría y español. Permaneció callada mientras caminaba a mi
lado entre una clase y otra, y me dio miedo preguntarle la razón. Si Mike la
había rechazado yo era la última persona a la que se lo querría contar.
Mis
temores se acrecentaron durante el almuerzo, cuando Jessica se sentó lo más
lejos que pudo de Mike y charló animadamente con Eric. Mike estuvo inusualmente
callado.
Mike
continuó en silencio mientras me acompañaba a clase. El aspecto violento de su
rostro era una mala señal, pero no abordó el tema hasta que estuve sentada en
mi pupitre y él se encaramó sobre la mesa. Como siempre, era consciente de que
Edward se sentaba lo bastante cerca para tocarlo, y tan distante como si fuera
una mera invención de mi imaginación.
—Bueno
—dijo Mike, mirando al suelo—, Jessica me ha pedido que la acompañe al baile de
primavera.
—Eso
es estupendo —conferí a mi voz un tono de entusiasmo manifiesto—. Te vas a
divertir un montón con ella.
—Eh,
bueno... —se quedó sin saber qué decir mientras estudiaba mi sonrisa; era obvio
que mi respuesta no le satisfacía—. Le dije que tenía que pensármelo.
—
¿Por qué lo hiciste?
Dejé
que mi voz reflejara cierta desaprobación, aunque me aliviaba saber que no le
había dado a Jessica una negativa definitiva. Se puso colorado como un tomate y
bajó la vista. La lástima hizo vacilar mi resolución.
—Me
preguntaba si... Bueno..., si tal vez tenías intención de pedírmelo tú.
Me
tomé un momento de respiro, soportando a duras penas la oleada de culpabilidad
que recorría todo mi ser, pero con el rabillo del ojo vi que Edward inclinaba
la cabeza hacia mí con gesto de reflexión.
—Mike,
creo que deberías aceptar la propuesta de Jess —le dije.
—
¿Se lo has pedido ya a alguien?
¿Se
había percatado Edward de que Mike posaba los ojos en él?
—No
—le aseguré—. No tengo intención de acudir al baile.
—
¿Por qué? —quiso saber Mike.
No
deseaba ponerle al tanto de los riesgos que bailar suponía para mi integridad,
por lo que improvisé nuevos planes sobre la marcha.
—Ese
sábado voy a ir a Seattle —le expliqué. De todos modos, necesitaba salir del
pueblo y era el momento perfecto para hacerlo.
—
¿No puedes ir otro fin de semana?
—Lo
siento, pero no —respondí—. No deberías hacer esperar a Jessica más tiempo. Es
de mala educación.
—Sí,
tienes razón —masculló y, abatido, se dio la vuelta para volver a su asiento.
Cerré
los ojos y me froté las sienes con los dedos en un intento de desterrar de mi
mente los sentimientos de culpa y lástima.
El señor Banner comenzó a hablar. Suspiré y abrí los ojos.
Edward
me miraba con curiosidad, aquel habitual punto de frustración de sus ojos
negros era ahora aún más perceptible.
Le
devolví la mirada, esperando que él apartara la suya, pero en lugar de eso,
continuó estudiando mis ojos a fondo y con gran intensidad. Me comenzaron a
temblar las manos.
—
¿Señor Cullen? —le llamó el profesor, que aguardaba la respuesta a una pregunta
que yo no había escuchado.
—El
ciclo de Krebs —respondió Edward; parecía reticente mientras se volvía para
mirar al señor Banner.
Clavé
la vista en el libro en cuanto los ojos de Edward me liberaron, intentando
centrarme. Tan cobarde como siempre, dejé caer el pelo sobre el hombro derecho
para ocultar el rostro. No era capaz de creer el torrente de emociones que
palpitaba en mi interior, y sólo porque había tenido a bien mirarme por primera
vez en seis semanas. No podía permitirle tener ese grado de influencia sobre
mí. Era patético; más que patético, era enfermizo.
Intenté
ignorarle con todas mis fuerzas durante el resto de la hora y, dado que era
imposible, que al menos no supiera que estaba pendiente de él. Me volví de
espaldas a él cuando al fin sonó la campana, esperando que, como de costumbre,
se marchara de inmediato.
—
¿Bella?
Su
voz no debería resultarme tan familiar, como si la hubiera conocido toda la
vida en vez de tan sólo unas pocas semanas antes.
Sin
querer, me volví lentamente. No quería sentir lo que sabía que iba a sentir
cuando contemplase aquel rostro tan perfecto. Tenía una expresión cauta cuando
al fin me giré hacia él. La suya era inescrutable. No dijo nada.
—
¿Qué? ¿Me vuelves a dirigir la palabra? —le pregunté finalmente con una
involuntaria nota de petulancia en la voz. Sus labios se curvaron, escondiendo
una sonrisa.
—No,
en realidad no —admitió.
Cerré
los ojos e inspiré hondo por la nariz, consciente de que me rechinaban los
dientes. El aguardó.
—Entonces,
¿qué quieres, Edward? —le pregunté sin abrir los ojos; era más fácil hablarle
con coherencia de esa manera.
—Lo
siento —parecía sincero—. Estoy siendo muy grosero, lo sé, pero de verdad que
es mejor así.
Abrí
los ojos. Su rostro estaba muy serio.
—No
sé qué quieres decir —le dije con prevención.
—Es
mejor que no seamos amigos —me explicó—, confía en mí.
Entrecerré
los ojos. Había oído eso antes.
—Es
una lástima que no lo descubrieras antes —murmuré entre dientes—. Te podías
haber ahorrado todo ese pesar.
—
¿Pesar? —La palabra y el tono de mi voz le pillaron con la guardia baja, sin
duda—. ¿Pesar por qué?
—Por
no dejar que esa estúpida furgoneta me hiciera puré.
Estaba
atónito. Me miró fijamente sin dar crédito a lo que oía. Casi parecía enfadado
cuando al fin habló:
—
¿Crees que me arrepiento de haberte salvado la vida?
—Sé que es así —repliqué con
brusquedad.
—No
sabes nada.
Definitivamente,
se había enfadado. Alejé bruscamente mi rostro del suyo, mordiéndome la lengua
para callarme todas las fuertes acusaciones que quería decirle a la cara.
Recogí los libros y luego me puse en pie para dirigirme hacia la puerta.
Pretendí hacer una salida dramática de la clase, pero, cómo no, se me enganchó
una bota con la jamba de la puerta y se me cayeron los libros. Me quedé allí un
momento, sopesando la posibilidad de dejarlos en el suelo. Entonces suspiré y
me agaché para recogerlos. Pero él ya estaba ahí, los había apilado. Me los entregó
con rostro severo.
—Gracias
—dije con frialdad.
Entrecerró
los ojos.
—
¡No hay de qué! —replicó.
Me
enderecé rápidamente, volví a apartarme de él y me alejé caminando a clase de
Educación física sin volver la vista atrás.
La
hora de gimnasia fue brutal. Cambiamos de deporte, jugamos a baloncesto. Mi
equipo jamás me pasaba la pelota, lo cual era estupendo, pero me caí un montón
de veces, y en ocasiones arrastraba a gente conmigo. Ese día me movía peor de
lo habitual porque Edward ocupaba toda mi mente. Intentaba concentrarme en mis
pies, pero él seguía deslizándose en mis pensamientos justo cuando más
necesitaba mantener el equilibrio.
Como
siempre, salir fue un alivio. Casi corrí hacia el monovolumen, ya que había
demasiada gente a la que quería evitar. El vehículo había sufrido unos daños
mínimos a raíz del accidente. Había tenido que sustituir las luces traseras y
hubiera realizado algún retoque en la chapa de haber dispuesto de un equipo de
pintura de verdad. Los padres de Tyler habían tenido que vender la furgoneta
por piezas.
Estuvo
a punto de darme un patatús cuando, al doblar la esquina, vi una figura alta y
oscura reclinada contra un lateral del coche. Luego comprendí que sólo se
trataba de Eric. Comencé a andar de nuevo.
—Hola,
Eric —le saludé.
—Hola,
Bella.
—
¿Qué hay? —pregunté mientras abría la puerta. No presté atención al tono
incómodo de su voz, por lo que sus siguientes palabras me pillaron
desprevenida.
—Me
preguntaba... si querrías venir al baile conmigo.
La
voz se le quebró al pronunciar la última palabra.
—Creí
que era la chica quien elegía —respondí, demasiado sorprendida para ser
diplomática.
—Bueno,
sí —admitió avergonzado.
Recobré
la compostura e intenté ofrecerle mi sonrisa más cálida.
—Te
agradezco que me lo pidas, pero ese día voy a estar en Seattle.
—Oh.
Bueno, quizás la próxima vez.
—Claro
—acepté, y entonces me mordí la lengua. No quería que se lo tomara al pie de la
letra.
Se
marchó de vuelta al instituto arrastrando los pies. Oí una débil risita.
Edward
pasó andando delante de mi coche, con la vista al frente y los labios
fruncidos. Abrí la puerta con un brusco tirón, entré de un salto y la cerré con
un sonoro golpe detrás de mí. Aceleré el motor en punto muerto de forma
ensordecedora y salí marcha atrás hacia el pasillo. Edward ya estaba en su
automóvil, a dos coches de distancia, deslizándose con suavidad delante de mí,
cortándome el paso. Se detuvo ahí para esperar a su familia. Pude ver a los
cuatro tomar aquella dirección, aunque todavía estaban cerca de la cafetería. Consideré
seriamente la posibilidad de embestir por detrás a su flamante Volvo, pero
había demasiados testigos. Miré por el espejo retrovisor. Comenzaba a formarse
una cola. Inmediatamente detrás de mí, Tyler Crowley me saludaba con la mano
desde su recién adquirido Sentra de segunda mano. Estaba demasiado fuera de mis
casillas para saludarlo.
Oí
a alguien llamar con los nudillos en el cristal de la ventana del copiloto
mientras permanecía allí sentada, mirando a cualquier parte excepto al coche
que tenía delante. Al girarme, vi a Tyler. Confusa, volví a mirar por el
retrovisor. Su coche seguía en marcha con la puerta izquierda abierta. Me
incliné dentro de la cabina para bajar la ventanilla. Estaba helado hasta el
tuétano. Abrí el cristal hasta la mitad y me detuve.
—Lo
siento, Tyler —seguía sorprendida, ya que resultaba evidente que no era culpa
mía——. El coche de los Cullen me tiene atrapada.
—Oh,
lo sé. Sólo quería preguntarte algo mientras estábamos aquí bloqueados.
Esbozó
una amplia sonrisa. No podía ser cierto.
—
¿Me vas a pedir que te acompañe al baile de primavera? —continuó.
—No
voy a estar en el pueblo, Tyler.
Mi
voz sonó un poquito cortante. Intenté recordar que no era culpa suya que Mike y
Eric ya hubieran colmado el vaso de mi paciencia por aquel día.
—Ya,
eso me dijo Mike —admitió.
—Entonces,
¿por qué...?
Se
encogió de hombros.
—Tenía
la esperanza de que fuera una forma de suavizarle las calabazas.
Vale,
eso era totalmente culpa suya.
—Lo
siento, Tyler —repliqué mientras intentaba esconder mi irritación—, pero me voy
de verdad.
—Está
bien. Aún nos queda el baile de fin de curso.
Caminó
de vuelta a su coche antes de que pudiera responderle. Supe que mi rostro
reflejaba la sorpresa. Miré hacia delante y observé a Alice, Rosalie, Emmett y
Jasper dirigiéndose al Volvo. Edward no me quitaba el ojo de encima por el
espejo retrovisor. Resultaba evidente que se estaba partiendo de risa, como si
lo hubiera escuchado todo. Estiré el pie hacia el acelerador, un golpecito no
heriría a nadie, sólo rayaría el reluciente esmalte de la carrocería. Aceleré
el motor en punto muerto.
Pero
ya habían entrado los cuatro y Edward se alejaba a toda velocidad. Regresé a
casa conduciendo despacio y con precaución, sin dejar de hablar para mí misma
todo el camino.
Al
llegar, decidí hacer enchiladas de pollo para cenar. Era un plato laborioso que
me mantendría ocupada. El teléfono sonó mientras cocía a fuego lento las
cebollas y los chiles. Casi no me atrevía a contestar, pero podían ser mamá o
Charlie.
Era
Jessica, que estaba exultante. Mike la había alcanzado después de clase para
aceptar la invitación. Lo celebré con ella durante unos instantes mientras
removía la comida. Jessica debía colgar, ya que quería telefonear a Angela y a
Lauren para decírselo. Le sugerí por «casualidad» que quizás Angela, la chica
tímida que iba a Biología conmigo, se lo podía pedir a Eric. Y Lauren, una
estirada que me ignoraba durante el almuerzo, se lo podía pedir a Tyler; tenía
entendido que estaba disponible. Jess pensó que era una gran idea. De hecho,
ahora que tenía seguro a Mike, sonó sincera cuando dijo que deseaba que fuera
al baile. Le mencioné el pretexto del viaje a Seattle.
Después
de colgar, intenté concentrarme en la cocina, sobre todo al cortar el pollo. No
me apetecía hacer otro viaje a urgencias. Pero la cabeza me daba vueltas de
tanto analizar cada palabra que hoy había pronunciado Edward. ¿A qué se refería
con que era mejor que no fuéramos amigos?
Sentí
un retortijón en el estómago cuando comprendí el significado. Debía de haber
visto cuánto me obsesionaba y no quería darme esperanzas, por lo que no
podíamos siquiera ser amigos. ..., porque él no estaba nada interesado en mí.
Naturalmente
que no le interesaba, pensé con enfado mientras me lloraban los ojos —reacción
provocada por las cebollas—. Yo no era interesante y él sí. Interesante... y
brillante, misterioso, perfecto..., y guapo, y posiblemente capaz de levantar
una furgoneta con una sola mano.
Vale,
de acuerdo. Podía dejarle tranquilo. Le dejaría solo. Soportaría la sentencia
que me había impuesto a mí misma aquí, en el purgatorio; luego, si Dios quería,
alguna universidad del sudeste, o tal vez Hawai, me ofrecería una beca.
Concentré la mente en playas soleadas y palmeras mientras terminaba las
enchiladas y las metía en el horno.
Charlie
parecía receloso cuando percibió el aroma a pimientos verdes al llegar a casa.
No le podía culpar, la comida mexicana comestible más cercana se encontraba
probablemente al sur de California. Pero era un poli, aunque fuera en aquel
pequeño pueblecito, de modo que tuvo suficientes redaños para tomar el primer
bocado. Pareció gustarle. Resultaba divertido comprobar lo despacio que
empezaba a confiar en mí en los asuntos culinarios. Cuando estaba a punto de
acabar, le pregunté:
—
¿Papá?
—
¿Sí?
—Esto...
Quería que supieras que voy a ir a Seattle el sábado de la semana que viene...,
si te parece bien.
No
le pedí permiso, era sentar un mal precedente, pero me sentí maleducada.
Intenté arreglarlo con ese fin de frase.
—
¿Por qué?
Parecía
sorprendido, como si fuera incapaz de imaginar algo que Forks no pudiera
ofrecer.
—Bueno,
quiero conseguir algunos libros porque la librería local es bastante pequeña, y
tal vez mire algo de ropa.
Tenía
más dinero del habitual, ya que no había tenido que pagar el coche gracias a
Charlie, aunque me dejaba un buen pellizco en las gasolineras.
—Lo
más probable es que el monovolumen consuma mucha gasolina —apuntó, haciéndose
eco de mis pensamientos.
—Lo
sé. Pararé en Montessano y Olympia, y en Tacorna si fuera necesario.
—
¿Vas a ir tú sola? —preguntó. No sabía si sospechaba que tenía un novio secreto
o si se preocupaba por el tema del coche.
—Sí.
—Seattle
es una ciudad muy grande, te podrías perder —señaló preocupado.
—Papá,
Phoenix es cinco veces más grande que Seattle y sé leer un mapa, no te
preocupes.
—
¿No quieres que te acompañe?
Intenté
ser astuta al tiempo que ocultaba mi pánico.
—No
te preocupes, papá. Voy a ir de tiendas y me pasaré el día en los probadores...
Será aburrido.
—Oh,
vale.
La
sola de idea de sentarse en tiendas de ropa femenina por un periodo de tiempo
indeterminado le hizo desistir de inmediato.
—Gracias
—le sonreí.
—
¿Estarás de vuelta a tiempo para el baile?
Maldición.
Sólo en un pueblo tan pequeño, un padre sabe cuándo tienen lugar los bailes del
instituto.
—No,
yo no bailo, papá.
Él
por encima de todos los demás debería entenderlo. No había heredado de mi madre
mis problemas de equilibrio. Lo comprendió.
—Ah,
vale —había caído en la cuenta.
A
la mañana siguiente, cuando me detuve en el aparcamiento, dejé mi coche lo más
lejos posible del Volvo plateado. Quise apartarme del camino de la tentación
para no acabar debiéndole a Edward un coche nuevo. Al salir del coche jugueteé
con las llaves, que cayeron en un charco cercano. Mientras me agachaba para
recogerlas, surgió de repente una mano nivea y las tomó antes que yo. Me erguí
bruscamente. Edward Cullen estaba a mi lado, recostado como por casualidad
contra mi automóvil.
—
¿Cómo lo haces? —pregunté, asombrada e irritada.
—
¿Hacer qué?
Me
tendió las llaves mientras hablaba y las dejó caer en la palma de mi mano
cuando las fui a coger.
—Aparecer
del aire.
—Bella,
no es culpa mía que seas excepcionalmente despistada.
Como
de costumbre, hablaba en calma, con voz pausada y aterciopelada. Fruncí el ceño
ante aquel rostro perfecto. Hoy sus ojos volvían a relucir con un tono profundo
y dorado como la miel. Entonces tuve que bajar los míos para reordenar mis
ideas, ahora confusas.
—
¿A qué vino taponarme el paso ayer noche? —Quise saber, aún rehuyendo su
mirada—. Se suponía que fingías que yo no existía ni te dabas cuenta de que
echaba chispas.
—Eso
fue culpa de Tyler, no mía —se rió con disimulo—. Tenía que darle su
oportunidad.
—Tú...
—dije entrecortadamente.
No
se me ocurría ningún insulto lo bastante malo. Pensé que la fuerza de mi rabia
lo achantaría, pero sólo parecía divertirse aún más.
—No
finjo que no existas —continuó.
—
¿Quieres matarme a rabietas dado que la furgoneta de Tyler no lo consiguió?
La
ira destelló en sus ojos castaños. Frunció los labios y desaparecieron todas
las señales de alegría.
—Bella,
eres totalmente absurda —murmuró con frialdad.
Sentí
un hormigueo en las palmas de las manos y me entró un ansia de pegar a alguien.
Estaba sorprendida. Por lo general, no era una persona violenta. Le di la espalda
y comencé a alejarme.
—Espera
—gritó. Seguí andando, chapoteando enojada bajo la lluvia, pero se puso a mi
altura y mantuvo mi paso con facilidad.
—Lo
siento. He sido descortés —dijo mientras caminaba. Le ignoré—. No estoy
diciendo que no sea cierto —prosiguió—, pero, de todos modos, no ha sido de
buena educación.
—
¿Por qué no me dejas sola? —refunfuñé.
—Quería
pedirte algo, pero me desviaste del tema —volvió a reír entre dientes. Parecía
haber recuperado el buen humor.
—
¿Tienes un trastorno de personalidad múltiple? —le pregunté con acritud.
—Y
lo vuelves a hacer.
Suspiré.
—Vale,
entonces, ¿qué me querías pedir?
—Me
preguntaba si el sábado de la próxima semana, ya sabes, el día del baile de
primavera...
—
¿Intentas ser gracioso? —lo
interrumpí, girándome hacia él.
Mi
rostro se empapó cuando alcé la cabeza para mirarle. En sus ojos había una
perversa diversión.
—Por
favor, ¿vas a dejarme terminar?
Me
mordí el labio y junté las manos, entrelazando los dedos, para no cometer
ninguna imprudencia.
—Te
he escuchado decir que vas a ir a Seattle ese día y me preguntaba si querrías
dar un paseo.
Aquello
fue totalmente inesperado.
—
¿Qué? —no estaba segura de adonde quería llegar.
—
¿Quieres dar un paseo hasta Seattle?
—
¿Con quién? —pregunté, desconcertada.
—Conmigo,
obviamente —articuló cada sílaba como si se estuviera dirigiendo a un
discapacitado.
Seguía
sin salir de mi asombro.
—
¿Por qué?
—Planeaba
ir a Seattle en las próximas semanas y, para ser honesto, no estoy seguro de
que tu monovolumen lo pueda conseguir.
—Mi
coche va perfectamente, muchísimas gracias por tu preocupación.
Hice
ademán de seguir andando, pero estaba demasiado sorprendida para mantener el
mismo nivel de ira.
—
¿Puede llegar gastando un solo depósito de gasolina?
Volvió
a mantener el ritmo de mis pasos.
—No
veo que sea de tu incumbencia.
Estúpido propietario de un flamante Volvo.
—El
despilfarro de recursos limitados es asunto de todos.
—De
verdad, Edward, no te sigo —me recorrió un escalofrío al pronunciar su nombre;
odié la sensación—. Creía que no querías ser amigo mío.
—Dije
que sería mejor que no lo fuéramos, no que no lo deseara.
—Vaya,
gracias, eso lo aclara todo —le
repliqué con feroz sarcasmo.
Me
di cuenta de que había dejado de andar otra vez. Ahora estábamos al abrigo del
tejado de la cafetería, por lo que podía contemplarle el rostro con mayor
comodidad, lo cual, desde luego, no me ayudaba a aclarar las ideas.
—Sería
más... prudente para ti que no fueras mi amiga —explicó—, pero me he cansado de
alejarme de ti, Bella.
Sus
ojos eran de una intensidad deliciosa cuando pronunció con voz seductora
aquella última frase. Me olvidé hasta de respirar.
—
¿Me acompañarás a Seattle? —preguntó con voz todavía vehemente.
Aún
era incapaz de hablar, por lo que sólo asentí con la cabeza. Sonrió levemente y
luego su rostro se volvió serio.
—Deberías
alejarte de mí, de veras —me previno—. Te veré en clase.
Se
dio la vuelta de forma brusca y desanduvo el camino que habíamos recorrido.
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