En
realidad, cuando me senté en mi habitación e intenté concentrarme en la lectura
del tercer acto de Macbeth, estaba
atenta a ver si oía el motor de mi coche. Pensaba que podría escuchar el rugido
del motor por encima del tamborileo de la lluvia, pero, cuando aparté la
cortina para mirar de nuevo, apareció allí de repente.
No
esperaba el viernes con especial interés, sólo consistía en reasumir mi vida
sin expectativas. Hubo unos pocos comentarios, por supuesto. Jessica parecía
tener un interés especial por comentar el tema, pero, por fortuna, Mike había
mantenido el pico cerrado y nadie parecía saber nada de la participación de
Edward. No obstante, Jessica me formuló un montón de preguntas acerca de mi
almuerzo y en clase de Trigonometría me dijo:
—
¿Qué quería ayer Edward Cullen?
—No
lo sé —respondí con sinceridad—. En realidad, no fue al grano.
—Parecías
como enfadada —comentó a ver si me sonsacaba algo.
—
¿Sí? — mantuve el rostro inexpresivo.
—Ya
sabes, nunca antes le había visto sentarse con nadie que no fuera su familia.
Era extraño.
—Extraño
en verdad —coincidí.
Parecía
asombrada. Se alisó sus rizos oscuros con impaciencia. Supuse que esperaba
escuchar cualquier cosa que le pareciera una buena historia que contar.
Lo
peor del viernes fue que, a pesar de saber que él no iba a estar presente, aún
albergaba esperanzas. Cuando entré en la cafetería en compañía de Jessica y
Mike, no pude evitar mirar la mesa en la que Rosalie, Alice y Jasper se
sentaban a hablar con las cabezas juntas. No pude contener la melancolía que me
abrumó al comprender que no sabía cuánto tiempo tendría que esperar antes de
volverlo a ver.
En
mi mesa de siempre no hacían más que hablar de los planes para el día
siguiente. Mike volvía a estar animado, depositaba mucha fe en el hombre del
tiempo, que vaticinaba sol para el sábado. Tenía que verlo para creerlo, pero
hoy hacía más calor, casi doce grados. Puede que la excursión no fuera del todo
espantosa.
Intercepté
unas cuantas miradas poco amistosas por parte de Lauren durante el almuerzo,
hecho que no comprendí hasta que salimos juntas del comedor. Estaba justo
detrás de ella, a un solo pie de su pelo rubio, lacio y brillante, y no se dio
cuenta, desde luego, cuando oí que le murmuraba a Mike:
—No
sé por qué Bella —sonrió con desprecio al pronunciar mi nombre— no se sienta
con los Cullen de ahora en adelante.
Hasta
ese momento no me había percatado de la voz tan nasal y estridente que tenía, y
me sorprendió la malicia que destilaba. En realidad, no la conocía muy bien;
sin duda, no lo suficiente para que me detestara..., o eso había pensado.
—Es
mi amiga, se sienta con nosotros —le replicó en susurros Mike, con mucha
lealtad, pero también de forma un poquito posesiva. Me detuve para permitir que
Jessica y Angela me adelantaran. No quería oír nada más.
Durante
la cena de aquella noche, Charlie parecía entusiasmado por mi viaje a La Push del día siguiente.
Sospecho que se sentía culpable por dejarme sola en casa los fines de semana,
pero había pasado demasiados años forjando unos hábitos para romperlos ahora.
Conocía los nombres de todos los chicos que iban, por supuesto, y los de sus
padres y, probablemente, también los de sus tatarabuelos. Parecía aprobar la
excursión. Me pregunté si aprobaría mi plan de ir en coche a Seattle con Edward
Cullen. Tampoco se lo iba a decir.
—Papá
—pregunté como por casualidad—, ¿conoces un lugar llamado Goat Rocks, o algo
parecido? Creo que está al sur del monte Rainier.
—Sí...
¿Por qué?
Me
encogí de hombros.
—Algunos
chicos comentaron la posibilidad de acampar allí.
—No
es buen lugar para acampar —parecía sorprendido—. Hay demasiados osos. La
mayoría de la gente acude allí durante la temporada de caza.
—Oh
—murmuré—, tal vez haya entendido mal el nombre.
Pretendía
dormir hasta tarde, pero un insólito brillo me despertó. Abrí los ojos y vi
entrar a chorros por la ventana una límpida luz amarilla. No me lo podía creer.
Me apresuré a ir a la ventana para comprobarlo, y efectivamente, allí estaba el
sol. Ocupaba un lugar equivocado en el cielo, demasiado bajo, y no parecía tan
cercano como de costumbre, pero era el sol, sin duda. Las nubes se congregaban
en el horizonte, pero en el medio del cielo se veía una gran área azul. Me
demoré en la ventana todo lo que pude, temerosa de que el azul del cielo
volviera a desaparecer en cuanto me fuera.
La
tienda de artículos deportivos olímpicos de Newton se situaba al extremo norte
del pueblo. La había visto con anterioridad, pero nunca me había detenido allí
al no necesitar ningún artículo para estar al aire libre durante mucho tiempo.
En el aparcamiento reconocí el Suburban de Mike y el Sentra de Tyler. Vi al
grupo alrededor de la parte delantera del Suburban mientras aparcaba junto a
ambos vehículos. Eric estaba allí en compañía de otros dos chicos con los que
compartía clases; estaba casi segura de que se llamaban Ben y Conner. Jess también
estaba, flanqueada por Angela y Lauren. Las acompañaban otras tres chicas,
incluyendo una a la que recordaba haberle caído encima durante la clase de
gimnasia del viernes. Esta me dirigió una mirada asesina cuando bajé del coche,
y le susurró algo a Lauren, que se sacudió la dorada melena y me miró con
desdén.
De
modo que aquél iba a ser uno de esos días.
Al
menos Mike se alegraba de verme.
—
¡Has venido! —gritó encantado—. ¿No te dije que hoy iba a ser un día soleado?
—Y
yo te dije que iba a venir —le recordé.
—Sólo
nos queda esperar a Lee y a Samantha, a menos que tú hayas invitado a alguien
—agregó.
—No
—mentí con desenvoltura mientras esperaba que no me descubriera y deseando al
mismo tiempo que ocurriese un milagro y apareciera Edward.
Mike
pareció satisfecho.
—
¿Montarás en mi coche? Es eso o la minifurgoneta de la madre de Lee.
—Claro.
Sonrió
gozoso. ¡Qué fácil era hacer feliz a Mike!
—Podrás
sentarte junto a la ventanilla —me prometió. Oculté mi mortificación. No
resultaba tan sencillo hacer felices a Mike y a Jessica al mismo tiempo. Ya la
veía mirándonos ceñuda.
No
obstante, el número jugaba a mi favor. Lee trajo a otras dos personas más y de
repente se necesitaron todos los asientos. Me las arreglé para situar a Jessica
en el asiento delantero del Suburban, entre Mike y yo. Mike podía haberse
comportado con más elegancia, pero al menos Jess parecía aplacada.
Entre
La Push y Forks
había menos de veinticinco kilómetros de densos y vistosos bosques verdes que
bordeaban la carretera. Debajo de los mismos serpenteaba el caudaloso río
Quillayute. Me alegré de tener el asiento de la ventanilla. Giré la manivela
para bajar el cristal —el Suburban resultaba un poco claustrofóbico con nueve
personas dentro— e intenté absorber tanta luz solar como me fue posible.
Había
visto las playas que rodeaban La
Push muchas veces durante mis vacaciones en Forks con
Charlie, por lo que ya me había familiarizado con la playa en forma de media
luna de más de kilómetro y medio de First Beach. Seguía siendo impresionante.
El agua de un color gris oscuro, incluso cuando la bañaba la luz del sol,
aparecería coronada de espuma blanca mientras se mecía pesadamente hacia la
rocosa orilla gris. Las paredes de los escarpados acantilados de las islas se
alzaban sobre las aguas del malecón metálico. Estos alcanzaban alturas
desiguales y estaban coronados por austeros abetos que se elevaban hacia el
cielo. La playa sólo tenía una estrecha franja de auténtica arena al borde del
agua, detrás de la cual se acumulaban miles y miles de rocas grandes y lisas
que, a lo lejos, parecían de un gris uniforme, pero de cerca tenían todos los
matices posibles de una piedra: terracota, verdemar, lavanda, celeste grisáceo,
dorado mate. La marca que dejaba la marea en la playa estaba sembrada de
árboles de color ahuesado —a causa de la salinidad marina— arrojados a la costa
por las olas.
Una
fuerte brisa soplaba desde el mar, frío y salado. Los pelícanos flotaban sobre
las ondulaciones de la marea mientras las gaviotas y un águila solitaria las
sobrevolaban en círculos. Las nubes seguían trazando un círculo en el
firmamento, amenazando con invadirlo de un momento a otro, pero, por ahora, el
sol seguía brillando espléndido con su halo luminoso en el azul del cielo.
Elegimos
un camino para bajar a la playa. Mike nos condujo hacia un círculo de lefios
arrojados a la playa por la marea. Era obvio que los habían utilizado antes
para acampadas como la nuestra. En el lugar ya se veía el redondel de una
fogata cubierto con cenizas negras. Eric y el chico que, según creía, se
llamaba Ben recogieron ramas rotas de los montones más secos que se apilaban al
borde del bosque, y pronto tuvimos una fogata con forma de tipi encima de los
viejos rescoldos.
—
¿Has visto alguna vez una fogata de madera varada en la playa? —me preguntó
Mike.
Me
sentaba en un banco de color blanquecino. En el otro extremo se congregaban las
demás chicas, que chismorreaban animadamente. Mike se arrodilló junto a la
hoguera y encendió una rama pequeña con un mechero.
—No
—reconocí mientras él lanzaba con precaución la rama en llamas contra el tipi.
—Entonces,
te va a gustar... Observa los colores.
Prendió
otra ramita y la depositó junto a la primera. Las llamas comenzaron a lamer con
rapidez la lefia seca.
—
¡Es azul! —exclamé sorprendida.
—Es
a causa de la sal. ¿Precioso, verdad?
Encendió
otra más y la colocó allí donde el fuego no había prendido y luego vino a
sentarse a mi lado. Por fortuna, Jessica estaba junto a él, al otro lado. Se
volvió hacia Mike y reclamó su atención. Contemplé las fascinantes llamas
verdes y azules que chisporroteaban hacia el cielo.
Después
de media hora de cháchara, algunos chicos quisieron dar una caminata hasta las
marismas cercanas. Era un dilema. Por una parte, me encantan las pozas que se
forman durante la bajamar. Me han fascinado desde niña; era una de las pocas
cosas que me hacían ilusión cuando debía venir a Forks, pero, por otra, también
me caía dentro un montón de veces. No es un buen trago cuando se tiene siete
años y estás con tu padre. Eso me recordó la petición de Edward, de que no me
cayera al mar.
Lauren
fue quien decidió por mí. No quería caminar, ya que calzaba unos zapatos nada
adecuados para hacerlo. La mayoría de las otras chicas, incluidas Jessica y
Angela, decidieron quedarse también en la playa. Esperé a que Tyler y Eric se
hubieran comprometido a acompañarlas antes de levantarme con sigilo para unirme
al grupo de caminantes. Mike me dedicó una enorme sonrisa cuando vio que
también iba.
La
caminata no fue demasiado larga, aunque me fastidiaba perder de vista el cielo
al entrar en el bosque. La luz verde de éste difícilmente podía encajar con las
risas juveniles, era demasiado oscuro y aterrador para estar en armonía con las
pequeñas bromas que se gastaban a mí alrededor. Debía vigilar cada paso que daba
con sumo cuidado para evitar las raíces del suelo y las ramas que había sobre
mi cabeza, por lo que no tardé en rezagarme. Al final me adentré en los
confines esmeraldas de la foresta y encontré de nuevo la rocosa orilla. Había
bajado la marea y un río fluía a nuestro lado de camino hacia el mar. A lo
largo de sus orillas sembradas de guijarros había pozas poco profundas que
jamás se secaban del todo. Eran un hervidero de vida.
Tuve
buen cuidado de no inclinarme demasiado sobre aquellas lagunas naturales. Los
otros fueron más intrépidos, brincaron sobre las rocas y se encaramaron a los
bordes de forma precaria. Localicé una piedra de apariencia bastante estable en
los aledaños de una de las lagunas más grandes y me senté con cautela,
fascinada por el acuario natural que había a mis pies. Ramilletes de brillantes
anémonas se ondulaban sin cesar al compás de la corriente invisible. Conchas en
espiral rodaban sobre los repliegues en cuyo interior se ocultaban los
cangrejos. Una estrella de mar inmóvil se aferraba a las rocas, mientras una
rezagada anguila pequeña de estrías blancas zigzagueaba entre los relucientes
juncos verdes a la espera de la pleamar. Me quedé completamente absorta, a
excepción de una pequeña parte de mi mente, que se preguntaba qué estaría haciendo
ahora Edward e intentaba imaginar lo que diría de estar aquí conmigo.
Finalmente,
los muchachos sintieron apetito y me levanté con rigidez para seguirlos de
vuelta a la playa. En esta ocasión intenté seguirles el ritmo a través del
bosque, por lo que me caí unas cuantas veces, cómo no. Me hice algunos rasguños
poco profundos en las palmas de las manos, y las rodillas de mis vaqueros se
riñeron de verdín, pero podía haber sido peor.
Cuando
regresamos a First Beach, el grupo que habíamos dejado se había multiplicado.
Al acercarnos pude ver el lacio y reluciente pelo negro y la piel cobriza de
los recién llegados, unos adolescentes de la reserva que habían acudido para
hacer un poco de vida social.
La
comida ya había empezado a repartirse, y los chicos se apresuraron para pedir
que la compartieran mientras Eric nos presentaba al entrar en el círculo de la
fogata. Angela y yo fuimos las últimas en llegar y me di cuenta de que el más
joven de los recién llegados, sentado sobre las piedras cerca del fuego, alzó
la vista para mirarme con interés cuando Eric pronunció nuestros nombres. Me
senté junto a Angela, y Mike nos trajo unos sandwiches y una selección de
refrescos para que eligiéramos mientras el chico que tenía aspecto de ser el
mayor de los visitantes pronunciaba los nombres de los otros siete jóvenes que
lo acompañaban. Todo lo que pude comprender es que una de las chicas también se
llamaba Jessica y que el muchacho cuya atención había despertado respondía al
nombre de Jacob.
Resultaba
relajante sentarse con Angela, era una de esas personas sosegadas que no
sentían la necesidad de llenar todos los silencios con cotorreos. Me dejó
cavilar tranquilamente sin molestarme mientras comíamos. Pensaba de qué forma
tan deshilvanada transcurría el tiempo en Forks; a veces pasaba como en una
nebulosa, con unas imágenes únicas que sobresalían con mayor claridad que el
resto, mientras que en otras ocasiones cada segundo era relevante y se grababa
en mi mente. Sabía con exactitud qué causaba la diferencia y eso me perturbaba.
Las
nubes comenzaron a avanzar durante el almuerzo. Se deslizaban por el cielo azul
y ocultaban de forma fugaz y momentánea el sol, proyectando sombras alargadas
sobre la playa y oscureciendo las olas. Los chicos comenzaron a alejarse en
duetos y tríos cuando terminaron de comer. Algunos descendieron hasta el borde
del mar para jugar a la cabrilla lanzando piedras sobre la superficie agitada
del mismo. Otros se congregaron para efectuar una segunda expedición a las
pozas. Mike, con Jessica convertida en su sombra, encabezó otra a la tienda de
la aldea. Algunos de los nativos los acompañaron y otros se fueron a pasear.
Para cuando se hubieron dispersado todos, me había quedado sentada sola sobre
un leño, con Lauren y Tyler muy ocupados con un reproductor de CD que alguien
había tenido la ocurrencia de traer, y tres adolescentes de la reserva situados
alrededor del fuego, incluyendo al jovencito llamado Jacob y al más adulto, el
que había actuado de portavoz.
A
los pocos minutos, Angela se fue con los paseantes y Jacob acudió andando
despacio para sentarse en el sitio libre que aquélla había dejado a mi lado. A
juzgar por su aspecto debería tener catorce, tal vez quince años. Llevaba el
brillante pelo largo recogido con una goma elástica en la nuca. Tenía una
preciosa piel sedosa de color rojizo y ojos oscuros sobre los pómulos
pronunciados. Aún quedaba un ápice de la redondez de la infancia alrededor de
su mentón. En suma, tenía un rostro muy bonito. Sin embargo, sus primeras
palabras estropearon aquella impresión positiva.
—Tú
eres Isabella Swan, ¿verdad?
Aquello
era como empezar otra vez el primer día del instituto.
—Bella
—dije con un suspiro.
—Me
llamo Jacob Black —me tendió la mano con gesto amistoso—. Tú compraste el coche
de mi papá.
—Oh—dije
aliviada mientras le estrechaba la suave mano—. Eres el hijo de Billy.
Probablemente debería acordarme de ti.
—No,
soy el benjamín... Deberías acordarte de mis hermanas mayores.
—Rachel
y Rebecca —recordé de pronto.
Charlie
y Billy nos habían abandonado juntas muchas veces para mantenernos ocupadas
mientras pescaban. Todas éramos demasiado tímidas para hacer muchos progresos
como amigas. Por supuesto, había montado las suficientes rabietas para terminar
con las excursiones de pesca cuando tuve once años.
—
¿Han venido? —inquirí mientras examinaba a las chicas que estaban al borde del
mar preguntándome si sería capaz; de
reconocerlas ahora.
—No
—Jacob negó con la cabeza—. Rachel tiene una beca del Estado de Washington y
Rebecca se casó con un surfista samoano. Ahora vive en Hawai.
—
¿Está casada? Vaya —estaba atónita. Las gemelas apenas tenían un año más que
yo.
—
¿Qué tal te funciona el monovolumen? —preguntó.
—Me
encanta, y va muy bien.
—Sí,
pero es muy lento —se rió—. Respiré aliviado cuando Charlie lo compró. Papá no
me hubiera dejado ponerme a trabajar en la construcción de otro coche mientras
tuviéramos uno en perfectas condiciones.
—No
es tan lento —objeté.
—
¿Has intentado pasar de sesenta?
—No.
—Bien.
No lo hagas.
Esbozó
una amplia sonrisa y no pude evitar devolvérsela.
—Eso
lo mejora en caso de accidente —alegué en defensa de mi automóvil.
—Dudo
que un tanque pudiera con ese viejo dinosaurio —admitió entre risas.
—Así
que fabricas coches... —comenté, impresionada.
—Cuando
dispongo de tiempo libre y de piezas. ¿No sabrás por un casual dónde puedo
adquirir un cilindro maestro para un Volkswagen Rabbit del ochenta y seis?
—añadió jocosamente. Tenía una voz amable y ronca.
—Lo
siento —me eché a reír—. No he visto ninguno últimamente, pero estaré ojo
avizor para avisarte.
Como
si yo supiera qué era eso. Era muy fácil conversar con él. Exhibió una sonrisa
radiante y me contempló en señal de apreciación, de una forma que había
aprendido a reconocer. No fui la única que se dio cuenta.
—
¿Conoces a Bella, Jacob? —preguntó Lauren desde el otro lado del fuego con un
tono que yo imaginé como insolente.
—En
cierto modo, hemos sabido el uno del otro desde que nací —contestó entre risas,
y volvió a sonreírme.
—
¡Qué bien!
No
parecía que fuera eso lo que pensara, y entrecerró sus pálidos ojos de besugo.
—Bella
—me llamó de nuevo mientras estudiaba con atención mi rostro—, le estaba
diciendo a Tyler que es una pena que ninguno de los Cullen haya venido hoy.
¿Nadie se ha acordado de invitarlos?
Su
expresión preocupada no era demasiado convincente.
—
¿Te refieres a la familia del doctor Carlisle Cullen? —preguntó el mayor de los
chicos de la reserva antes de que yo pudiera responder, para gran irritación de
Lauren. En realidad, tenía más de hombre que de niño y su voz era muy grave.
—Sí,
¿los conoces? —preguntó con gesto condescendiente, volviéndose en parte hacia
él.
—Los
Cullen no vienen aquí —respondió en un tono que daba el tema por zanjado e
ignorando la pregunta de Lauren.
Tyler
le preguntó a Lauren qué le parecía el CD que sostenía en un intento de
recuperar su atención. Ella se distrajo.
Contemplé
al desconcertante joven de voz profunda, pero él miraba a lo lejos, hacia el
bosque umbrío que teníamos detrás de nosotros. Había dicho que los Cullen no
venían aquí, pero el tono empleado dejaba entrever algo más, que no se les
permitía, que lo tenían prohibido. Su actitud me causó una extraña impresión
que intenté ignorar sin éxito. Jacob interrumpió el hilo de mis cavilaciones.
—
¿Aún te sigue volviendo loca Forks?
—Bueno,
yo diría que eso es un eufemismo —hice una mueca y él sonrió con comprensión.
Le
seguía dando vueltas al breve comentario sobre los Cullen y de repente tuve una
inspiración. Era un plan estúpido, pero no se me ocurría nada mejor. Albergaba
la esperanza de que el joven Jacob aún fuera inexperto con las chicas, por lo
que no vería lo penoso de mis intentos de flirteo.
—
¿Quieres bajar a dar un paseo por la playa conmigo? —le pregunté mientras
intentaba imitar la forma en que Edward me miraba a través de los párpados. No
iba a causar el mismo efecto, estaba segura, pero Jacob se incorporó de un
salto con bastante predisposición.
Las
nubes terminaron por cerrar filas en el cielo, oscureciendo las aguas del
océano y haciendo descender la temperatura, mientras nos dirigíamos hacia el
norte entre rocas de múltiples tonalidades, en dirección al espigón de madera.
Metí las manos en los bolsillos de mi chaquetón.
—De
modo que tienes... ¿dieciséis años? —le pregunté al tiempo que intentaba no
parecer una idiota cuando parpadeé como había visto hacer a las chicas en la
televisión.
—Acabo
de cumplir quince —confesó adulado.
—
¿De verdad? —mi rostro se llenó de una falsa expresión de sorpresa—. Hubiera
jurado que eras mayor.
—Soy
alto para mi edad —explicó.
—
¿Subes mucho a Forks? —pregunté con malicia, simulando esperar un sí por
respuesta. Me vi como una tonta y temí que, disgustado, se diera la vuelta tras
acusarme de ser una farsante, pero aún parecía adulado.
—No
demasiado —admitió con gesto de disgusto—, pero podré ir las veces que quiera
en cuanto haya terminado el coche. .. y tenga el carné —añadió.
—
¿Quién era ese otro chico con el que hablaba Lauren? Parecía un poco viejo para
andar con nosotros —me incluí a propósito entre los más jóvenes en un intento
de dejarle claro que le prefería a él.
—Es
Sam y tiene diecinueve años —me informó Jacob.
—
¿Qué era lo que decía sobre la familia del doctor? —pregunté con toda
inocencia.
—
¿Los Cullen? Se supone que no se acercan a la reserva.
Desvió
la mirada hacia la Isla
de James mientras confirmaba lo que creía haber oído de labios de Sam.
—
¿Por qué no?
Me
devolvió la mirada y se mordió el labio.
—Vaya.
Se supone que no debo decir nada.
—Oh,
no se lo voy a contar a nadie. Sólo siento curiosidad.
Probé
a esbozar una sonrisa tentadora al tiempo que me preguntaba si no me estaba
pasando un poco, aunque él me devolvió la sonrisa y pareció tentado. Luego
enarcó una ceja y su voz fue más ronca cuando me preguntó con tono agorero:
¿—Te gustan las historias de miedo?
—Me
encantan —repliqué con entusiasmo, esforzándome para engatusarlo.
Jacob
paseó hasta un árbol cercano varado en la playa cuyas raíces sobresalían como
las patas de una gran araña blancuzca. Se apoyó levemente sobre una de las
raíces retorcidas mientras me sentaba a sus pies, apoyándome sobre el tronco.
Contempló las rocas. Una sonrisa pendía de las comisuras de sus labios carnosos
y supe que iba a intentar hacerlo lo mejor que pudiera. Me esforcé para que se
notara en mis ojos el vivo interés que yo sentía.
¿—Conoces alguna de nuestras leyendas
ancestrales? —comenzó—. Me refiero a nuestro origen, el de los quileutes.
—En
realidad, no —admití.
—Bueno,
existen muchas leyendas. Se afirma que algunas se remontan al Diluvio.
Supuestamente, los antiguos quileutes amarraron sus canoas a lo alto de los
árboles más grandes de las montañas para sobrevivir, igual que Noé y el arca
—me sonrió para demostrarme el poco crédito que daba a esas historias—. Otra
leyenda afirma que descendemos de los lobos, y que éstos siguen siendo nuestros
hermanos. La ley de la tribu prohíbe matarlos.
»Y
luego están las historias sobre los fríos.
—
¿Los fríos? —pregunté sin esconder mi curiosidad.
—Sí.
Las historias de los fríos son tan antiguas como las de los lobos, y algunas
son mucho más recientes. De acuerdo con la leyenda, mi propio tatarabuelo
conoció a algunos de ellos. Fue él quien selló el trato que los mantiene
alejados de nuestras tierras.
Entornó
los ojos.
—
¿Tu tatarabuelo? —le animé.
—Era
el jefe de la tribu, como mi padre. Ya sabes, los fríos son los enemigos
naturales de los lobos, bueno, no de los lobos en realidad, sino de los lobos
que se convierten en hombres, como nuestros ancestros. Tú los llamarías
licántropos.
—
¿Tienen enemigos los hombres lobo?
—Sólo
uno.
Lo
miré con avidez, confiando en hacer pasar mi impaciencia por admiración. Jacob
prosiguió:
—Ya
sabes, los fríos han sido tradicionalmente enemigos nuestros, pero el grupo que
llegó a nuestro territorio en la época de mi tatarabuelo era diferente. No
cazaban como lo hacían los demás y no debían de ser un peligro para la tribu,
por lo que mi antepasado llegó a un acuerdo con ellos. No los delataríamos a
los rostros pálidos si prometían mantenerse lejos de nuestras tierras.
Me
guiñó un ojo.
—Si
no eran peligrosos, ¿por qué...? —intenté comprender al tiempo que me esforzaba
por ocultarle lo seriamente que me estaba tomando esta historia de fantasmas.
—Siempre
existe un riesgo para los humanos que están cerca de los fríos, incluso si son
civilizados como ocurría con este clan —instiló un evidente tono de amenaza en
su voz de forma deliberada—. Nunca se sabe cuándo van a tener demasiada sed
como para soportarla.
—
¿A qué te refieres con eso de «civilizados»?
—Sostienen
que no cazan hombres. Supuestamente son capaces de sustituir a los animales
como presas en lugar de hombres.
Intenté
conferir a mi voz un tono lo más casual posible.
—
¿Y cómo encajan los Cullen en todo esto? ¿Se parecen a los fríos que conoció tu
tatarabuelo?
—No
—hizo una pausa dramática—. Son los mismos.
Debió
de creer que la expresión de mi rostro estaba provocada por el pánico causado
por su historia. Sonrió complacido y continuó:
—Ahora
son más, otro macho y una hembra nueva, pero el resto son los mismos. La tribu
ya conocía a su líder, Carlisle, en tiempos de mi antepasado. Iba y venía por
estas tierras incluso antes de que llegara tu gente.
Reprimió
una sonrisa.
—
¿Y qué son? ¿Qué son los fríos?
Sonrió
sombríamente.
—Bebedores
de sangre —replicó con voz estremecedora—. Tu gente los llama vampiros.
Permanecí
contemplando el mar encrespado, no muy segura de lo que reflejaba mi rostro.
—Se
te ha puesto la carne de gallina —rió encantado.
—Eres
un estupendo narrador de historias —le felicité sin apartar la vista del
oleaje.
—El
tema es un poco fantasioso, ¿no? Me pregunto por qué papá no quiere que
hablemos con nadie del asunto.
Aún
no lograba controlar la expresión del rostro lo suficiente como para mirarle.
—No
te preocupes. No te voy a delatar.
—Supongo
que acabo de violar el tratado —se rió.
—Me
llevaré el secreto a la tumba —le prometí, y entonces me estremecí.
—En
serio, no le digas nada a Charlie. Se puso hecho una furia con mi padre cuando
descubrió que algunos de nosotros no íbamos al hospital desde que el doctor
Cullen comenzó a trabajar allí.
—No
lo haré, por supuesto que no.
—
¿Qué? ¿Crees que somos un puñado de nativos supersticiosos? —preguntó con voz
juguetona, pero con un deje de precaución. Yo aún no había apartado los ojos
del mar, por lo que me giré y le sonreí con la mayor normalidad posible.
—No.
Creo que eres muy bueno contando historias de miedo. Aún tengo los pelos de
punta.
—Genial.
Sonrió.
Entonces el entrechocar de los guijarros nos alertó de que alguien se acercaba.
Giramos las cabezas al mismo tiempo para ver a Mike y a Jessica caminando en
nuestra dirección a unos cuarenta y cinco metros.
—Ah,
estás ahí, Bella —gritó Mike aliviado mientras movía el brazo por encima de su
cabeza.
—
¿Es ése tu novio? —preguntó Jacob, alertado por los celos de la voz de Mike. Me
sorprendió que resultase tan obvio.
—No,
definitivamente no —susurré.
Le
estaba tremendamente agradecida a Jacob y deseosa de hacerle lo más feliz
posible. Le guiñé el ojo, girándome de espaldas con cuidado antes de hacerlo.
El sonrió, alborozado por mi torpe flirteo.
—Cuando
tenga el carné... —comenzó.
—Tienes
que venir a verme a Forks. Podríamos salir alguna vez —me sentí culpable al
decir esto, sabiendo que lo había utilizado, pero Jacob me gustaba de verdad.
Era alguien de quien podía ser amiga con facilidad.
Mike
llegó a nuestra altura, con Jessica aún a pocos pasos detrás. Vi cómo evaluaba
a Jacob con la mirada y pareció satisfecho ante su evidente juventud.
—
¿Dónde has estado? —me preguntó pese a tener la respuesta delante de él.
—Jacob
me acaba de contar algunas historias locales —le dije voluntariamente—. Ha sido
muy interesante.
Sonreí
a Jacob con afecto y él me
devolvió la sonrisa.
—Bueno
—Mike hizo una pausa, reevaluando la situación al comprobar nuestra complicidad——.
Estamos recogiendo. Parece que pronto va a empezar a llover.
Todos
alzamos la mirada al cielo encapotado. Sin duda, estaba a punto de llover.
—De
acuerdo —me levanté de un salto—, voy.
—Ha
sido un placer volver a verte
—dijo Jacob, mofándose un poco de Mike.
—La
verdad es que sí. La próxima vez que Charlie baje a ver a Billy, yo
también vendré —prometí.
Su
sonrisa se ensanchó.
—Eso
sería estupendo.
—Y
gracias —añadí de corazón.
Me
calé la capucha en cuanto empezamos a andar con paso firme entre las rocas
hacia el aparcamiento. Habían comenzado a caer unas cuantas gotas, formando
marcas oscuras sobre las rocas en las que impactaban. Cuando llegamos al coche
de Mike, los otros ya regresaban de vuelta, cargando con todo. Me deslicé al
asiento trasero junto a Angela y Tyler, anunciando que ya había gozado de mi
turno junto a la ventanilla. Angela se limitó a mirar por la ventana a la
creciente tormenta y Lauren se removió en el asiento del centro para copar la
atención de Tyler, por lo que sólo pude reclinar la cabeza sobre el asiento,
cerrar los ojos e intentar no pensar con todas mis fuerzas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario