viernes, 4 de febrero de 2005

Declaración



—No puedes hablar en serio —dije el miércoles por la tarde—. ¡A ti se te ha ido la olla! ¡Te has vuelto loca!
—Puedes ponerme a caldo —replicó Alice—, pero no se suspende la fiesta.
La miré fijamente, con ojos tan desorbitados por la incredulidad que pensé que se me salían de las cuencas y caían sobre la bandeja de la comida.
—¡Venga, Bella, tranquila! No hay razón para no celebrarla. Además, ya están enviadas las invitaciones.
—Tú... estás... tocada... del... ala... como... una cabra —farfullé.
—Encima, ya te he comprado mi regalo —me recordó—. Basta con abrirlo.
Hice un esfuerzo para conservar la calma.
—Una fiesta es lo menos apropiado del mundo con la que se nos viene encima.
—Lo más inmediato es la graduación, y dar una fiesta es tan apropiado que casi parece pasado de moda.
—¡Alice!
Ella suspiró e intentó ponerse seria.
—Nos va a llevar un poco de tiempo poner en orden las cosas pendientes. Podemos aprovechar el compás de espera para celebrarlo. Vas a graduarte en el instituto por primera y única vez en la vida. No volverás a ser humana, Bella. Esta oportunidad es irrepetible.
Edward, que había permanecido en silencio durante nuestra pequeña discusión, le lanzó a su hermana una mirada de advertencia y ella le sacó la lengua. Su tenue voz jamás se había dejado oír por encima del murmullo de voces de la cafetería y en cualquier caso, nadie comprendería el significado oculto detrás de sus palabras.
—¿Qué es lo que hemos de poner en orden? —pregunté, negándome a cambiar de tema.
—Jasper cree que un poco de ayuda nos vendría bien —respondió Edward en voz baja—. La familia de Tanya no es nuestra única alternativa. Carlisle está intentando averiguar el paradero de algunos viejos amigos y Jasper ha ido a visitar a Peter y Charlotte. Ha sopesado incluso la posibilidad de hablar con María, pero a nadie le apetece involucrar a los sureños —Alice se estremeció levemente—. No iba a sernos difícil convencerlos de que echaran una mano —prosiguió—, pero ninguno queremos recibir visitas desde Italia.
—Pero esos amigos... Esos amigos no son «vegetarianos», ¿verdad? —protesté, utilizando en tono de burla el apodo con el que los Cullen se designaban a sí mismos.
—No —contestó Edward, súbitamente inexpresivo.
—¿Los vais a traer a Forks?
—Son amigos —me aseguró Alice—. Todo va a salir bien, no te preocupes. Luego, Jasper debe enseñarnos unas cuantas formas de eliminar neófitos...
Al oír eso, una sonrisilla iluminó el rostro de Edward y los ojos le centellearon. Sentí una punzada en el estómago, que parecía repleto de esquirlas de hielo.
—¿Cuándo os marcháis? —pregunté con voz apagada.
La idea de que alguno no regresara me resultaba insoportable. ¿Qué pasaba si era Emmett, tan valeroso e inconsciente que jamás tomaba la menor precaución? ¿Y si era Esme, tan dulce y maternal que ni siquiera la imaginaba luchando? ¿Y si caía Alice, tan minúscula y de apariencia tan frágil? ¿Y si...? No podía pensar su nombre ni sopesar la posibilidad.
—Dentro de una semana —replicó Edward con indiferencia.
Los fragmentos de hielo se agitaron de forma muy molesta en mi estómago y de repente sentí náuseas.
—Te has puesto verde, Bella —comentó Alice.
Edward me rodeó con el brazo y me estrechó con fuerza contra su costado.
—Va a ir bien, Bella. Confía en mí, tranquila.
¡Y un cuerno!, pensé en mi fuero interno. Confiaba en él, pero era yo quien se iba a quedar sentada en la retaguardia, preguntándome si la razón de mi existencia iba o no a regresar.
Fue entonces cuando se me ocurrió que quizá no fuera necesario que me sentara a esperar. Una semana era más que de sobra.
—Estáis buscando ayuda —anuncié despacio.
—Sí.
Alicia ladeó la cabeza al percibir un cambio de tono en mi voz. La miré sólo a ella cuando hice mi sugerencia con un hilo de voz poco más audible que un susurro.
—Yo puedo ayudar.
De repente, Edward se envaró y me sujetó con más fuerza. Espiró con un siseo, pero fue Alice quien respondió sin perder la calma.
—En realidad, eso sería de poca utilidad.
—¿Por qué? —repliqué. Detecté una nota de desesperación en mi voz—. Ocho es mejor que siete y da tiempo de sobra.
—No hay suficientes días para que puedas ayudarnos —repuso ella con aplomo—. ¿Recuerdas la descripción de los jóvenes que hizo Jasper? No serías buena en una pelea. No podrías con trolar tus instintos y eso te convertiría en un blanco fácil, y Edward resultaría herido al intentar protegerte.
Alice se cruzó de brazos, satisfecha de su irrefutable lógica. Estaba en lo cierto. Siempre se ponía así cuando tenía razón. Me hundi en el asiento cuando se vino abajo mi fugaz ilusión. Edward, que estaba a mi lado, se relajó y me habló al oído.
—No mientras tengas miedo —me recordó.
—Ah —comentó Alice con rostro carente de expresión, pero luego se volvió hosca—: Odio las cancelaciones en el último minuto, y ésta rebaja la lista de asistentes a la fiesta a sesenta y cinco.
—¡Sesenta y cinco! —los ojos se me salieron de las órbitas otra vez. Yo no tenía tantos amigos, es más, ¿conocía a tanta gente?
—¿Quién ha cancelado su asistencia? —preguntó Edward, ignorándome.
—Renée.
—¿Qué? —exclamé con voz entrecortada.
—Iba a acudir a tu fiesta de graduación para darte una sorpresa, pero algo ha salido mal. Encontrarás un mensaje suyo en el contestador cuando llegues a casa.
Me limité a disfrutar de la sensación de alivio durante unos instantes. Ignoraba qué le había salido mal a mi madre, pero fuera lo que fuera, le guardaba gratitud eterna. Si ella hubiera venido a Forks ahora..., no quería ni imaginarlo, me hubiera estallado la cabeza.

La luz del contestador parpadeaba cuando regresé a casa. Mi sensación de alivio volvió a aumentar cuando oí describir a mi madre el accidente de Phil en el campo de béisbol. Se enredó con el receptor mientras hacía una demostración de deslizamiento y se rompió el fémur, por lo que dependía de ella por completo y no le podía dejar solo. Mi madre seguía disculpándose cuando se acabó el tiempo del mensaje.
—Bueno, ahí va una —suspiré.
—¿Una? ¿Una qué? —inquirió Edward.
—Una persona menos por la que preocuparse de que la maten la semana próxima —puso los ojos en blanco—. ¿Por qué Alice y tú no os tomáis en serio este asunto? —exigí saber—. Es grave.
Él sonrió.
—Confianza.
—Genial —refunfuñé.
Descolgué el auricular y marqué el número de Renée a sabiendas de que me aguardaba una larga conversación, pero también preveía que no iba a tener que participar mucho.
Me limité a escuchar y asegurarle cada vez que me dejaba meter baza que no estaba decepcionada ni enfadada ni dolida. Ella debía centrarse en ayudar a la recuperación de Phil, con quien me puso para que le dijera «que te mejores», y prometí llamarla para cualquier nuevo detalle de la graduación del instituto. Al final, para lograr que colgara, me vi obligada a apelar a mi necesidad de estudiar para los exámenes finales.
El temple de Edward era infinito. Esperó con paciencia durante toda la conversación, jugueteando con mi pelo y sonriendo cada vez que yo alzaba los ojos. Probablemente, era superficial fijarse en ese tipo de cosas mientras tenía tantos asuntos importantes en los que pensar, pero su sonrisa aún me dejaba sin aliento. Era tan guapo que en ocasiones me resultaba extremadamente difícil pensar en otra cosa, como las tribulaciones de Phil, las disculpas de Renée o la tropa enemiga de vampiros. La carne es débil.
Me puse de puntillas para besarle en cuanto colgué. Me rodeó la cintura con los brazos y me llevó en volandas hasta la encimera de la cocina, ya que yo no hubiera podido llegar tan lejos. Eso jugó a mi favor, ya que enlacé mis brazos alrededor de su cuello y me fundí con su frío pecho.
El me apartó demasiado pronto, como de costumbre.
Hice un mohín de contrariedad. Edward se rió de mi expresión una vez que se hubo zafado de mis brazos y mis piernas. Se inclinó sobre la encimera a mi lado y me rozó los hombros con el brazo.
—Sé que me consideras capaz de un autocontrol perfecto y persistente, pero lo cierto es que no es así.
—Qué más quisiera yo.
Suspiré; él hizo lo mismo y luego cambió de tema.
—Mañana después del instituto voy a ir de caza con Carlisle, Esme y Rosalie —anunció—. Serán sólo unas horas y vamos a estar cerca. Alice, Jasper y Emmett se las arreglarían para mantenerte a salvo si fuera necesario.
—¡Puaj! —refunfuñé. Mañana era el primer día de los exámenes finales y el instituto cerraba por la tarde. Tenía exámenes de Cálculo e Historia, los dos puntos débiles a la hora de conseguir la graduación, por lo que iba a estar casi todo el día sin él ni otra cosa que hacer que preocuparme—. Me repatea que me cuiden.
—Es provisional —me prometió.
—Jasper va a aburrirse y Emmett se burlará de mí.
—Van a portarse mejor que nunca.
—Vale —rezongué. Entonces se me ocurrió que tenía otra alternativa distinta a los canguros—. Sabes..., no he estado en La Push desde el día de las hogueras —observé con cuidado su rostro en busca del menor gesto, pero sólo los ojos se tensaron levemente—. Allí estaría a salvo —le recordé.
Lo consideró durante unos instantes.
—Es probable que tengas razón.
Mantuvo el rostro en calma, quizá estuviera demasiado impermeable para ser sincero. Estuve a punto de preguntarle si prefería que me quedara en casa, pero luego imaginé a Emmett tomándome el pelo a diestro y siniestro, razón por la que cambié de tema.
—¿Ya tienes sed? —pregunté mientras estiraba la mano para acariciar la leve sombra de debajo de sus ojos. Su mirada seguía siendo de un dorado intenso.
—En realidad, no.
Parecía reacio a responder, y eso me sorprendió. Aguardé una explicación que me dio a regañadientes.
—Queremos estar lo más fuertes posible. Quizá volvamos a cazar durante el camino de cara al gran juego.
—¿Eso os dará más fuerza?
Estudió mi rostro, pero sólo halló curiosidad.
—Sí —contestó al final—. La sangre humana es la que más vitalidad nos proporciona, aunque sea levemente. Jasper ha estado dándole vueltas a la idea de hacer trampas. Es un tipo realista aunque la idea no le agrade, pero no la va a proponer. Conoce cuál sería la respuesta de Carlisle.
—¿Eso os ayudaría? —pregunté en voz baja.
—Eso no importa. No vamos a cambiar nuestra forma de ser.
Puse mala cara. Si había algo que aumentara las posibilidades... Estaba favorablemente predispuesta a aceptar la muerte de un desconocido para protegerle a él. Me aborrecí por ello, pero tampoco era capaz de rechazar la posibilidad.
Él volvió a cambiar de tema.
—He ahí la razón por la que son tan fuertes. Los neófitos están llenos de sangre humana, su sangre, que reacciona a la transformación. Hace crecer los tejidos, los fortalece. Sus cuerpos consumen de forma lenta esa energía y, como dijo Jasper, la vitalidad comienza a disminuir pasado el primer año.
—¿Cuánta fuerza tendré?
Sonrió.
—Más que yo.
—¿Y más que Emmett?
La sonrisa se hizo aún mayor.
—Sí. Hazme el favor de echarle un pulso. Le conviene una cura de humildad.
Me eché a reír. Sonaba tan ridículo.
Luego, suspiré y me dejé caer de la encimera. No podía aplazarlo por más tiempo. Debía empollar, y empollar de verdad. Por fortuna, contaba con la ayuda de Edward, que era un tutor excelente y lo sabía absolutamente todo. Suponía que mi mayor problema iba a ser concentrarme durante los propios exámenes. Si no me controlaba, iba a ser capaz de terminar escribiendo un ensayo sobre la historia de las guerras de los vampiros en el sur.
Me tomé un respiro para telefonear a Jacob. Edward pareció tan cómodo como cuando llamé a Renée y volvió a juguetear con mi pelo.
Mi telefonazo despertó a Jacob a pesar de que era bien entrada la tarde. Acogió con júbilo la posibilidad de una visita al día siguiente. La escuela de los quileute ya había concedido las vacaciones de verano, por lo que podía recogerme tan pronto como me conviniera. Me complacía mucho tener una alternativa a la de los canguros. Pasar el día en compañía de un amigo era un poquito más decoroso...
...pero una parte de esa dignidad se perdió cuando Edward insistió en dejarme en la misma divisoria, como un niño que se confía a la custodia de sus tutores.
—Bueno, ¿cómo te han ido los exámenes? —me preguntó Edward durante el camino para darme conversación.
—El de Historia era fácil, pero el de Cálculo, no sé, no sé. Me parece que tenía sentido, lo cual quiere decir que lo más probable es que me haya equivocado.
Él se carcajeó.
—Estoy convencido de que lo has hecho bien, pero puedo sobornar al señor Varner para que te ponga sobresaliente si estás tan preocupada.
—Gracias, gracias, pero no.
Se echó a reír de nuevo, pero las carcajadas se detuvieron en cuanto doblamos la última curva y vio estacionado el coche rojo.
Suspiró pesadamente.
—¿Pasa algo? —inquirí, ya con la mano en la puerta.
Sacudió la cabeza.
—Nada.
Entornó los ojos y clavó la mirada en el otro coche a través del parabrisas. Ya conocía esa mirada.
—No leas la mente de Jacob, ¿vale? —le acusé.
—Resulta difícil ignorar a alguien que va pegando voces.
—Ah —cavilé durante unos segundos—. ¿Y qué es lo que grita? —inquirí en un susurro.
—Estoy absolutamente seguro de que va a contártelo él mismo —repuso Edward con tono irónico.
Le habría presionado sobre el tema, pero Jacob se puso a tocar el claxon. Sonaron dos rápidos bocinazos de impaciencia.
—Es un comportamiento descortés —refunfuñó Edward.
—Es Jacob.
Suspiré y me apresuré a salir del coche antes de que hiciera algo que sacara de sus casillas a Edward.
Me despedí de él con la mano antes de entrar en Volkswagen Golf y desde lejos me pareció que los bocinazos o los pensamientos de Jacob le habían alterado de verdad, pero tampoco es que yo tuviera una vista de lince y cometía errores todo el tiempo.
Deseé que Edward se acercara, que ambos salieran de los coches y se estrecharan las manos como amigos, que fueran Edward y Jacob en vez de vampiro y licántropo. Tenía la sensación de tener en las manos dos imanes obstinados y estar intentando acercarlos para obligarlos a actuar contra los dictados de la naturaleza.
Suspiré y entré en el coche de Jacob.
—Hola, Bella.
El tono de Jake era normal, pero hablaba arrastrando las sílabas. Estudié su rostro mientras comenzaba a descender por la carretera de regreso a La Push, conduciendo algo más deprisa que yo, pero bastante más lento que Edward.
Jacob parecía diferente, quizás incluso enfermo. Se le cerraban los párpados y tenía el rostro demacrado. Llevaba el pelo desgreñado, con los mechones disparados en todas direcciones, hasta casi el punto de llegarle a la barbilla en algunos sitios.
—¿Te encuentras bien, Jacob?
—Sólo un poco cansado —consiguió decir antes de verse desbordado por un descomunal bostezo. Cuando acabó, preguntó—: ¿Qué quieres hacer hoy?
Le contemplé durante un instante.
—Por ahora —sugerí—, vamos a dejarnos caer por tu casa —no tenía aspecto de tener cuerpo para mucho más que eso—. Ya montaremos en moto más tarde.
—Vale, vale —dijo.
Y bostezó de nuevo.
Me sentí extraña al no encontrar a nadie en la casa. Entonces comprendí que consideraba a Billy como parte del mobiliario, siempre presente.
—¿Dónde está tu padre?
—Con los Clearwater. Suele pasar mucho rato allí desde la muerte de Harry. Sue se siente un poco sola.
Jacob se sentó en el viejo sofá, no mucho más grande que un canapé, y se arrastró dando tumbos para hacerme sitio.
—Ah, bien hecho. Pobre Sue.
—Sí... Ella está teniendo... —vaciló—. Tiene problemas con los chicos.
—Normal. Debe de ser muy duro para Seth y Leah haber perdido a su padre.
—Ajajá —coincidió él con la mente sumida en sus pensamientos.
Echó mano al mando a distancia y empezó a hacer zapping sin prestar la menor atención. Bostezó de nuevo.
—¿Qué te ocurre? Pareces un zombi, Jake.
—Esta noche no he dormido más de dos horas, y la anterior, sólo cuatro —me dijo. Estiró sus largos brazos lentamente y pude oír chasquear las articulaciones mientras se flexionaba. Dejó caer el brazo izquierdo sobre el respaldo del sofá, detrás de mí, y reclinó la cabeza contra la pared.
—Estoy reventado.
—¿Por qué no duermes? —le pregunté.
Hizo un mohín.
—Sam tiene problemas. No confía en tus chupasangres y en lo que yo hablé con Edward. He hecho turnos dobles durante las dos últimas semanas sin que nadie me haya ayudado, aun así, él no lo tiene en cuenta. Así que de momento voy por libre.
—¿Turnos dobles? ¿Y lo haces para vigilar mi casa? Jake, eso es una equivocación. Necesitas dormir. Estaré bien.
—Sí, claro... —de pronto, abrió un poco los ojos, más alerta—. Eh, ¿habéis averiguado quién estuvo en tu habitación? ¿Hay alguna novedad?
Ignoré la segunda pregunta.
—No, aún no sabemos nada de mi... visitante.
—Entonces, seguiré rondando por ahí —insistió mientras se le cerraban los párpados.
—Jake... —comencé a quejarme.
—Eh, es lo menos que puedo hacer... Te ofrecí servidumbre eterna, recuerda, ser tu esclavo de por vida.
—¡No quiero un esclavo!
No abrió los ojos.
—Entonces, ¿qué quieres, Bella?
—Quiero a mi amigo Jacob..., y no me apetece verle medio muerto, haciéndose daño por culpa de alguna insensatez...
—Míralo de este modo —me atajó—. Estoy esperando la oportunidad de rastrear a un vampiro al que se me permite matar, ¿vale?
No le contesté. Entonces, me miró, estudiando mi reacción.
—Estoy de broma, Bella.
No aparté la vista del televisor.
—Bueno, ¿y tienes algún plan especial para la próxima semana? Vas a graduarte. Guau, qué bien —hablaba con voz apagada y su rostro, ya demacrado, estaba ojeroso cuando cerró los ojos, aunque en esta ocasión no era a causa de la fatiga, sino del rechazo. Comprendí que esa graduación tenía un significado especial para él, aunque ahora mis intenciones se habían trastocado.
—No tengo ningún plan «especial» —respondí cuidadosamente con la esperanza de que mis palabras le tranquilizaran sin necesidad de ninguna explicación más detallada. No quería abordar eso en aquel momento. Por un lado, él no tenía aspecto de poder sobrellevar conversaciones difíciles; y por otra, iba a percatarse de mis muchos reparos—. Bueno, debo asistir a una fiesta de graduación. La mía —hice un sonido de disgusto—. A Alice le encantan las fiestas y esa noche ha invitado a todo el pueblo a su casa. Va a ser horrible.
Abrió los ojos mientras yo hablaba y una sonrisa de alivio atenuó su aspecto cansado.
—No he recibido ninguna invitación. Me siento ofendido —bromeó.
—Considérate convidado. Se supone que es mi fiesta, por lo que estoy en condiciones de invitar a quien quiera.
—Gracias —contestó con sarcasmo mientras cerraba los ojos una vez más.
—Me gustaría que vinieras —repuse sin ninguna esperanza—. Sería más divertido, para mí, quiero decir.
—Vale, vale... —murmuró—. Sería de lo más... prudente.
Se puso a roncar pocos segundos después.
Pobre Jacob. Estudié su rostro mientras dormía y me gustó lo que vi, pues no estaba a la defensiva y había desaparecido todo atisbo de amargura. De pronto, apareció el chico que había sido mi mejor amigo antes de que toda esa estupidez de la licantropía se hubiera interpuesto en el camino. Parecía mucho más joven. Parecía mi Jacob.
Me acomodé en el sofá para esperar a que se despertara, con la esperanza de que durmiera durante un buen rato y recuperase el sueño atrasado. Fui cambiando de canal, pero no echaban nada potable, así que lo dejé en un programa culinario, sabedora de que yo nunca sería capaz de emular semejante despliegue en la cocina de Charlie. Mi amigo siguió roncando cada vez más fuerte, por lo que subí un poco el volumen de la tele.
Estaba sorprendentemente relajada, incluso soñolienta también. Me sentía más segura en aquella casa que en la mía, puede que porque nadie había acudido a buscarme a ese lugar. Me aovillé en el sofá y pensé en echar un sueñecito yo también. Quizá lo habría logrado, pero era imposible conciliar el sueño con los ronquidos de Jake. Por eso, dejé vagar mi mente en lugar de dormir.
Había terminado los exámenes finales. La mayoría estaban tirados con la excepción de Cálculo, en el que aprobar o suspender estaba ahí, ahí, por los pelos. Mi educación en el instituto había concluido y no sabía cómo sentirme en realidad. Era incapaz de contemplarlo con objetividad al estar ligada al fin de mi existencia como mortal.
Me pregunté cuánto tiempo pensaba Edward usar su pretexto «no mientras tengas miedo». Iba a tener que ponerme firme alguna vez.
Pensándolo desde un punto de vista práctico, sabía que tenía más sentido pedirle a Carlisle que me transformara en el momento de recibir la graduación. Forks estaba a punto de convertirse en un pueblo tan peligroso como si fuera zona de guerra. No. Forks era ya zona de guerra, sin mencionar que sería una excusa perfecta para perderme la fiesta de graduación. Sonreí para mis adentros cuando pensé en la más trivial de las razones para la conversión, estúpida, sí, pero aun así, convincente.
Pero Edward tenía razón. Todavía no estaba preparada.
No deseaba ser práctica. Quería que fuera él quien me transformara. No era un deseo racional, de eso no tenía duda. Dos segundos después de que cualquiera me mordiera y la ponzoña corriera por mis venas dejaría de preocuparme quién lo hubiera hecho, por lo que no habría diferencia alguna.
Resultaba difícil explicar en palabras, incluso a mí misma, por qué tenía tanta importancia. Guardaba relación con el hecho de que él hiciera la elección. Si me quería lo bastante para conservarme como era, también debería impedir que me transformara otra persona. Era una chiquillada, pero quería que sus labios fueran el último placer que sintiera; aún más ‑y más embarazoso, algo que no diría en voz alta‑, deseaba que fuera su veneno el que emponzoñara mi cuerpo. Eso haría que le perteneciera de un modo tangible y cuantificable.
Pero sabía que se iba a aferrar al plan de la boda como una garrapata. Estaba segura de que buscaba forzar una demora y se afanaba en conseguirla. Intenté imaginarme anunciando a mis padres que me casaba ese verano, y también a Angela, Ben, Mike. No podía. No se me ocurría qué decir. Resultaría más sencillo explicarles que iba a convertirme en vampiro. Y estaba segura de que al menos mi madre, sobre todo si era capaz de contarle todos los detalles de la historia, iba a oponerse con más denuedo a mi matrimonio que a mi vampirización. Hice una mueca en mi fuero interno al imaginar la expresión horrorizada de Renée.
Entonces, tuve por un segundo otra visión: Edward y yo, con ropas de otra época, en una hamaca de un porche. Un mundo donde a nadie le sorprendería que yo llevase un anillo en el dedo, un lugar más sencillo donde el amor se encauzaba de forma simple, donde uno más uno sumaban dos.
Jacob roncó y rodó de costado. Su brazo cayó desde lo alto del respaldo del sofá y me fijó contra su cuerpo.
¡Toma ya, cuánto pesaba! Y calentaba. Resultó sofocante al cabo de unos momentos.
Intenté salir de debajo de su brazo sin despertarle, pero me vi en la necesidad de empujarle un poquito y abrió los ojos bruscamente. Se levantó de un salto y miró a su alrededor con ansiedad.
—¿Qué? ¿Qué? —preguntó, desorientado.
—Sólo soy yo, Jake. Lamento haberte despertado.
Se giró para mirarme, parpadeando confuso.
—¿Bella?
—Hola, dormilón.
—¡Jo, tío! ¿Me he dormido? Lo siento. ¿Cuánto tiempo he estado grogui?
—Unas cuantas horas por lo menos. He perdido la cuenta.
Se dejó caer en el sofá, a mi lado.
—¡Vaya! Cuánto lo siento, Bella.
Le atusé ligeramente la melena en un intento de alisar un poco aquel lío.
—No lo lamentes. Estoy contenta de que hayas dormido algo.
Bostezó y se desperezó.
—Últimamente, soy un negado. No me extraña que Billy se pase el día fuera. Estoy hecho un muermo.
—Tienes buen aspecto —le aseguré.
—Puaj, vamos fuera. Necesito dar un paseo por ahí o voy a quedarme frito otra vez.
—Vuelve a dormir, Jacob. Estoy bien. Llamaré a Edward para que venga a recogerme —palmeé mis bolsillos mientras hablaba y descubrí que los tenía vacíos—. ¡Mecachis! Voy a tener que pedirte prestado el teléfono. Creo que me he dejado el mío en el coche.
Comencé a enderezarme.
—¡No! —insistió Jacob al tiempo que me aferraba la mano—. No, quédate. No puedo creerme que haya desperdiciado tanto tiempo.
Tiró de mí para levantarme del sofá mientras hablaba y abrió camino hacia el exterior, agachando la cabeza al llegar a la altura del marco de la puerta. Había refrescado de modo notable durante su sueño. El aire era anormalmente frío para aquella época del año. Debía de haber una tormenta en ciernes, pues parecíamos estar en febrero en lugar de mayo.
El viento helado pareció ponerle más alerta. Caminaba de un lado para otro delante de la casa, llevándome a rastras con él.
—¿Qué te pasa? Sólo te has quedado dormido —me encogí de hombros.
—Quería hablar contigo. No me lo puedo creer...
—Pues habla ahora.
Jacob buscó mis ojos durante un segundo y luego desvió la mirada deprisa hacia los árboles. Casi daba la impresión de haber enrojecido, pero resultaba difícil de asegurarlo al tener la piel oscura.
De pronto, recordé lo que me había dicho Edward cuando vino a dejarme, que Jacob me diría lo que estaba gritando en su mente. Empecé a morderme el labio.
—Mira, planeaba hacer esto de un modo algo diferente —soltó una risotada, y pareció que se reía de sí mismo—. De un modo más sencillo —añadió—, preparando el terreno, pero... —miró a las nubes—. No tengo tiempo para preparativos...
Volvió a reírse, nervioso, aún caminábamos, pero más despacio.
—¿De qué me hablas? —inquirí.
Respiró hondo.
—Quiero decirte algo que ya sabes, pero creo que, de todos modos, debo decirlo en voz alta para que jamás haya confusión en este tema.
Me planté y él tuvo que detenerse. Le solté de la mano y crucé los brazos sobre el pecho. De repente, estuve segura de lo que iba a decir y no quería saber lo que estaba preparando.
Jacob frunció el ceño de modo que las cejas casi se tocaron, proyectando una profunda sombra sobre los ojos, oscuros como boca de lobo cuando perforaron los míos con la mirada.
—Estoy enamorado de ti, Bella —dijo con voz firme y decidida—. Te quiero, y deseo que me elijas a mí en vez de a él. Sé que tú no sientes lo mismo que yo, pero necesito soltar la verdad para que sepas cuáles son tus opciones. No me gustaría que la falta de comunicación se interpusiera en nuestro camino.

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