Edward me llevó a casa en brazos, ya que supuso que no iba a
ser capaz de aguantar el viaje de vuelta agarrada a su espalda. Debí de
quedarme dormida por el camino.
Al despertar, me encontraba en mi cama. Una luz mortecina entraba
por las ventanas en un extraño ángulo, casi como si estuviera atardeciendo.
Bostecé y me estiré. Le busqué a tientas en la cama, pero
mis dedos sólo encontraron las sábanas vacías.
—¿Edward? —musité.
Seguí palpando y esta vez encontré algo frío y suave. Era su
mano.
—¿Ahora sí estás despierta de verdad? —murmuró.
—Aja —asentí con un suspiro—. ¿He dado muchas falsas
alarmas?
—Has estado muy inquieta, y no has parado de hablar en todo
el día.
—¿En todo el día?—pestañeé y volví a mirar hacia las
ventanas.
—Ha sido una noche muy larga —repuso en tono
tranquilizador—. Te has ganado un día entero en la cama.
Me incorporé. La cabeza me daba vueltas. La luz que entraba
por la ventana venía del oeste.
-—¡Guau!
—¿Tienes hambre? —me preguntó—. ¿Quieres desayunar en la
cama?
—Me voy a levantar —dije con un gruñido, y volví a
desperezarme—. Necesito ponerme en pie y moverme un poco.
Me llevó a la cocina de la mano sin quitarme el ojo de encima,
como si temiera que fuera a caerme. O a lo mejor creía que andaba como una
sonámbula.
No me compliqué, y metí un par de rebanadas en la tostadora.
Al hacerlo, me vi reflejada en la superficie cromada del aparato.
—¡Buf! Vaya pinta que tengo.
—Ha sido una noche muy larga —volvió a decirme—. Deberías
haberte quedado aquí durmiendo.
—Sí, claro. Y perdérmelo todo. Tienes que empezar a aceptar
el hecho de que ahora formo parte de la familia.
Edward sonrió.
—Puede que me acostumbre a la idea.
Me senté a desayunar y él se puso a mi lado. Al levantar la
tostada para darle el primer bocado, me di cuenta de que Edward estaba
observando mi mano. Al mirarla, vi que todavía llevaba puesto el regalo que
Jacob me había dado en la fiesta.
—¿Puedo? —preguntó, señalando el pequeño lobo de madera.
Engullí haciendo bastante ruido.
—Claro.
Puso la mano bajo la pulsera y sostuvo el dije sobre la
pálida piel de su palma abierta. Por un instante me dio miedo, ya que la menor
presión de sus dedos podía convertirla en astillas.
No, él no haría algo así. Me sentí avergonzada sólo de
pensarlo. Edward sopesó el lobo en la mano unos segundos y luego lo dejó caer.
La figurilla se quedó colgando de mi muñeca con un leve balanceo.
Traté de leer su mirada. Su expresión era seria y pensativa;
todo lo demás lo mantenía oculto, si es que había algo más.
—Así que Jacob Black puede hacerte regalos.
No era una pregunta ni una acusación, sólo la constatación
de un hecho. Pero sabía que se refería a mi último cumpleaños y a cómo me había
empeñado en que no quería regalos, y menos aún de Edward. No era un
comportamiento del todo lógico, y además nadie me había hecho caso.
—Tú me has hecho regalos —le recordé—. Sabes que me gustan
los objetos hechos a mano.
Edward frunció los labios.
—¿Y qué pasa con los objetos usados? ¿Puedes aceptarlos?
—¿A qué te refieres?
—Este brazalete... —trazó un círculo con el dedo alrededor
de mi muñeca—. ¿Piensas llevarlo puesto mucho tiempo?
Me encogí de hombros.
—Es porque no quieres herir sus sentimientos, ¿no? —insinuó
con perspicacia.
—Supongo que no.
—Entonces —me preguntó, observando mi mano mientras hablaba;
me la puso boca arriba y recorrió con el dedo las venas de mi muñeca—, ¿no
crees que sería justo que yo también tuviera una pequeña representación?
—¿Una representación?
—Un amuleto, algo que te recuerde a mí.
—Tú estás siempre en mis pensamientos. No necesito
recordatorios.
—Si yo te diera algo, ¿lo llevarías? —insistió.
—¿Algo usado? —aventuré.
—Sí, algo que yo haya llevado puesto una temporada —dijo,
poniendo su sonrisa angelical.
Pensé que si ésa era su única reacción al regalo de Jacob,
la aceptaba de buen grado.
—Lo que tú quieras.
—¿Te has dado cuenta de la injusticia? —me preguntó,
cambiando a un tono acusador—. Porque yo sí, desde luego.
—¿Qué injusticia?
Edward entrecerró los ojos.
—Todo el mundo puede regalarte cosas, menos yo. Me habría
encantado hacerte un regalo de graduación, pero no lo hice, porque sabía que te
molestaría más que si te lo hacía cualquier otra persona. Es injusto. ¿Cómo me
explicas eso?
—Es fácil —dije, encogiéndome de hombros—. Para mí, tú eres
más importante que nadie en el mundo, y el regalo que me has entregado eres tú
mismo. Eso es mucho más de lo que merezco, y cualquier cosa que me des
desequilibra aún más la balanza entre nosotros.
Edward procesó esta información un instante y después puso
los ojos en blanco.
—Es ridículo. Me estimas en mucho más de lo que valgo.
Mastiqué con calma. Sabía que si le decía que se pasaba de
modesto no me haría caso.
Su móvil sonó. Antes de abrirlo, miró el número.
—¿Qué pasa, Alice?
Mientras él escuchaba, yo esperé su reacción. De pronto me
sentí muy nerviosa, pero a Edward no pareció sorprenderle lo que le contaba
Alice, fuese lo que fuese, y se limitó a resoplar unas cuantas veces.
—Yo también lo creo —le dijo a su hermana mientras me miraba
a los ojos enarcando una ceja en gesto de desaprobación—. Ha estado hablando en
sueños.
Me sonrojé. ¿Qué se me había escapado ahora?
Edward me lanzó una mirada furiosa al cerrar el teléfono.
—¿Hay algo de lo que quieras hablar conmigo?
Reflexioné unos instantes. Dada la advertencia de Alice la
noche anterior, era fácil suponer la razón de la llamada. Luego, recordé los
sueños que había tenido durante el día, unos sueños agitados en los que corría
detrás de Jasper, intentando seguirle entre el laberinto de árboles para llegar
al claro donde sabía que encontraría a Edward. También a los monstruos que
querían matarme, cierto, pero no me importaba porque ya había tomado mi dicisión.
También era fácil suponer que Edward me había oído mientras hablaba
dormida.
Fruncí los labios por un momento, incapaz de aguantarle la
mirada. Esperé.
—Me gusta la idea de Jasper —dije por fin.
Edward emitió un gruñido.
—Quiero ayudar. Tengo que hacer algo —insistí.
—Ponerte en peligro no es ninguna ayuda.
—Jasper cree que sí. Y en esta área él es el experto.
Edward me dirigió una mirada furibunda.
—No puedes impedírmelo —le amenacé—. No pienso esconderme en
el bosque mientras todos vosotros os arriesgáis por mí.
Casi se le escapó una sonrisa.
—Alice no te ve dentro del claro, Bella. Te ve extraviada y
dando tumbos por la espesura. No serás capaz de encontrarnos. Sólo vas a
conseguir que pierda más tiempo buscándote luego.
Traté de mantenerme tan fría como él.
—Eso es porque Alice no ha tenido en cuenta a Seth
Clearwater —dije sin levantar la voz—. Y en todo caso, de haberlo hecho, no
habría podido ver nada en absoluto, pero parece que Seth quiere estar allí
tanto como yo. No será muy difícil convencerle para que me enseñe el camino.
Un relámpago de ira recorrió su cara, pero enseguida respiró
hondo y recuperó la compostura.
—Eso podría haber funcionado... si no me lo hubieras dicho.
Ahora tendré que pedirle a Sam que le dé a Seth ciertas instrucciones. Aunque
no quiera, Seth no puede negarse a acatar ese tipo de órdenes.
Sin perder mi sonrisa apacible, le pregunté:
—¿Y por qué tendría que darle esas instrucciones? ¿Y si le
digo a Sam que me conviene ir al claro? Apuesto a que prefiere hacerme un favor
a mí que a ti.
Edward tuvo que controlarse de nuevo para no perder la
compostura.
—Tal vez tengas razón, pero seguro que Jacob está más que
dispuesto a dar esas mismas instrucciones.
Fruncí el ceño.
—¿Jacob?
—Jacob es el segundo al mando. ¿No te lo ha dicho nunca? Sus
órdenes también han de ser obedecidas.
Me tenía pillada, y su sonrisa indicaba que lo sabía.
Arrugué la frente. No dudaba de que Jacob se pondría de su parte, aunque sólo
fuera por esta vez. Y además, Jacob nunca me había contado eso.
Edward se aprovechó de mi momento de vacilación, y prosiguió
en un tono suave y conciliador:
—Anoche me asomé a la mente de la manada. Fue mucho mejor
que un culebrón. No tenía ni idea de lo compleja que es la dinámica de una
manada tan numerosa. Cada individuo tratando de resistirse a la psique colectiva...
Es absolutamente fascinante.
Le miré furiosa: era obvio que intentaba distraerme.
—Jacob te ha ocultado un montón de secretos —me dijo con una
sonrisa sarcástica.
No le contesté, y me limité a mirarle con fijeza, aferrada a
mi argumento y esperando un resquicio para utilizarlo.
—Por ejemplo, ¿te fijaste anoche en el pequeño lobo gris?
Asentí con la barbilla rígida. Edward soltó una carcajada.
—Se toman muy en serio todas sus leyendas. Pero resulta que hay
cosas que no aparecen en ellas y para las que no están preparados.
Suspiré.
—Está bien, picaré el anzuelo. ¿A qué te refieres?
—Siempre han aceptado, sin cuestionarlo, que sólo los nietos
directos del lobo original tienen el poder de transformarse.
—¿Así que alguien que no es descendiente directo de ese lobo
se ha transformado?
—No. Ella es descendiente directa, hasta ahí va bien.
Pestañeé y abrí unos ojos como platos.
—¡¿Ella?!
Edward asintió.
—Ella te conoce. Se llama Leah Clearwater.
—¿Leah es una mujer lobo? —exclamé—. ¿Cómo? ¿Desde cuándo?
¿Por qué no me lo ha dicho Jacob?
—Hay cosas que no le está permitido compartir con nadie. Por
ejemplo, cuántos son en realidad. Como te he dicho hace un momento, cuando Sam
da una orden la manada no puede ignorarla. Jacob procura pensar en otras cosas
cuando está cerca de mí, pero después de lo de anoche ya no tiene remedio.
—No puedo creerlo. ¡Leah Clearwater!
De pronto recordé a Jacob hablando de Leah y de Sam. Había
reaccionado como si se hubiese ido de la lengua cuando mencionó que Sam tenía
que mirar a Leah a la cara «todos los días» sabiendo que había roto sus
promesas. También me acordé de Leah sobre el barranco, y de la lágrima que le
brillaba en la mejilla cuando el Viejo Quil habló de la carga y el sacrificio
que compartían los hijos de los quíleute. Pensé en Billy, que pasaba tanto
tiempo con Sue porque ella tenía problemas con sus hijos. ¡Y el verdadero problema
era que los dos se habían convertido en licántropos!
Nunca había pensado demasiado en Leah Clearwater; sólo para
compadecer su pérdida cuando Harry murió. Más tarde, había vuelto a sentir
lástima por ella cuando Jacob me contó su historia y me explicó cómo la extraña
imprimación entre Sam y su prima Emily le había roto el corazón.
Y ahora Leah formaba parte de la manada de Sam, compartía
los pensamientos de él... y era incapaz de ocultar los suyos.
«Es algo que todos odiamos —me había dicho Jacob—. No tener
privacidad ni secretos es atroz. Todo lo que te avergüenza queda expuesto para
que todos lo vean».
—Pobre Leah —susurré.
Edward resopló.
—Les está haciendo la vida imposible a los demás. No estoy
seguro de que merezca tu compasión.
—¿Qué quieres decir?
—Es bastante duro para ellos tener que compartir todos sus
pensamientos. La mayoría intenta cooperar y hacer las cosas más fáciles. Pero
basta con que un solo miembro sea malévolo de forma deliberada para que todos
sufran.
—Ella tiene razones de sobra —murmuré, aún de parte de Leah.
—Lo sé —me dijo—. El impulso de imprimación es de lo más
extraño que he visto en mi vida, y mira que he visto cosas raras —sacudió la
cabeza, perplejo—. Resulta imposible describir la forma en que Sam está ligado
a su Emily. O mejor debería decir «su Sam». En realidad, él no tenía otra
opción. Me recuerda a El sueño de una
noche de verano y al caos que desatan los hechizos de amor de las hadas. Es
una especie de magia —sonrió—. Casi tan fuerte como lo que yo siento por ti.
—Pobre Leah —dije de nuevo—. Pero ¿a qué te refieres con “malévolo”?
—Leah les recuerda constantemente cosas en las que ellos preferirían
no pensar —me explicó—. Por ejemplo, a Embry.
—¿Qué pasa con Embry? —le pregunté, sorprendida.
—Su madre se fue de la reserva de los makah hace diecisiete años,
cuando estaba embarazada de él. Ella no es una quileute, y todo el mundo dio
por hecho que había dejado a su padre con los makah. Pero después él se unió a
la manada.
—¿Y?
—Que los principales candidatos a ser el padre de Embry son Quil
Ateara sénior, Joshua Uley y Billy Black. Y todos ellos estaban casados en
aquella época, por supuesto.
—¡No! —dije, boquiabierta. Edward tenía razón: era igual que
un culebrón.
—Ahora Sam, Jacob y Quil se preguntan cuál de ellos tiene un
hermanastro. Todos quieren pensar que es Sam, ya que su viejo nunca fue un buen
padre, pero ahí está la duda. Jacob nunca se ha atrevido a preguntarle a Billy
sobre el asunto.
—¡Guau! ¿Cómo has averiguado tanto en una sola noche?
—La mente de la manada es algo hipnótico. Todos piensan
juntos y por separado al mismo tiempo. ¡Hay tanto que leer...!
Edward sonaba casi compungido, como quien ha tenido que
soltar una buena novela justo antes del momento culminante. Me eché a reír.
—Sí, la manada resulta fascinante —coincidí—. Casi tanto
como tú cuando intentas cambiar de tema.
Su expresión volvió a ser cortés: una perfecta cara de
póquer.
—Tengo que ir a ese claro, Edward.
—No —dijo en tono concluyente.
Entonces se me ocurrió otro rumbo distinto.
No era tanto que yo tuviese que ir al claro como que tenía,
que estar en el mismo lugar que Edward.
Eres cruel, me
dije a mí misma. ¡Egoísta, egoísta, más
que egoísta! ¡No se te ocurra hacer eso!
Ignoré mis impulsos bondadosos, pero aun así fui incapaz de
mirarle mientras hablaba. La culpa mantenía mis ojos clavados a la mesa.
—Mira, Edward —susurré—, la cuestión es ésta: ya me he
vuelto loca una vez. Sé cuáles son mis límites. Y si me vuelves a dejar, no
podré soportarlo.
Ni siquiera levanté la mirada para ver su reacción, temiendo
comprobar el dolor que le estaba infligiendo. Oí que tomaba aire de repente, y
luego siguió un silencio. Seguí mirando la madera oscura de la mesa, deseando
ser capaz de retractarme de mis palabras. Pero sabía que probablemente no lo
haría. Y menos si aquello funcionaba.
De pronto sus brazos me rodearon, y sus manos me acariciaron
la cara y los brazos, Él me estaba consolando a mí. Mi culpa pasó a modo de
torbellino, pero mi instinto de supervivencia era más fuerte, y no cabía duda
de que Edward resultaba imprescindible para que yo sobreviviera.
—Sabes que no es así, Bella —murmuró—. No estaré lejos, y
pronto habrá acabado todo.
—No puedo —insistí, con la mirada aún fija en la mesa—. No
soporto la idea de no saber si volverás o no. Por muy pronto que se acabe, no
puedo vivir con eso.
Edward suspiró.
—Es un asunto sencillo, Bella. No hay razón para que tengas
miedo.
—¿Seguro?
—Ninguna razón.
—¿A nadie le va a pasar nada?
—A nadie —me prometió.
—¿Así que no hay ninguna razón para que yo esté en ese
claro?
—Desde luego que no. Alice me ha dicho que tienen menos de
diecinueve años. Los manejaremos sin problemas.
—Está bien. Me dijiste que era tan fácil que alguien podía
quedarse fuera —repetí sus palabras de la noche anterior—. ¿Hablabas en serio?
—Sí.
Estaba tan claro que no sé cómo no lo vio venir.
—Si es tan fácil —añadí—, ¿por qué no puedes quedarte fuera
tú?
Tras un largo rato en silencio, me decidí a levantar la
mirada para observar su expresión.
Había vuelto a poner cara de póquer.
Respiré hondo.
—Así que, una de dos: o es más peligroso de lo que quieres
reconocerme, en cuyo caso será mejor que yo esté allí para ayudaros, o bien va
a ser tan fácil que se las pueden arreglar sin ti. ¿Cuál de las dos opciones es
la correcta?
No respondió.
Sabía en qué estaba pensando. En lo mismo que yo: Carlisle, Esme,
Emmett, Rosalie, Jasper. Y... me obligué a pensar en el último nombre. Alice.
¿Soy un monstruo?,
me pregunté. No del tipo que el propio Edward creía ser, sino un monstruo de
verdad, de los que dañan a la gente. Esa clase de monstruos que no conocen
límites para conseguir lo que quieren.
Lo que yo quería era que él estuviese a salvo conmigo.
¿Existía algún límite a lo que estaba dispuesta a hacer o a sacrificar por ese
propósito? No estaba segura.
—¿Me estás pidiendo que deje que luchen sin mi ayuda? —me
preguntó en voz baja.
—Sí —me sorprendía hablar en un tono tan ecuánime cuando en
el fondo me sentía una miserable—. Eso, o que me dejes ir. Me da igual, siempre
que estemos juntos.
Respiró hondo, y luego espiró el aire muy despacio. Me puso
las manos a ambos lados de la cara, obligándome a aguantarle la mirada, y clavó
sus ojos en los míos durante largo rato. Me pregunté qué buscaba en ellos y qué
estaba encontrando, y si la culpa era tan palpable en mi rostro como en mi
estómago, que se me había revuelto.
Sus ojos lucharon por contener alguna emoción que no pude
leer. Después apartó una mano de mi cara para sacar de nuevo el móvil.
—Alice —dijo, con un suspiro—. ¿Puedes venir un rato para
hacer de canguro con Bella? —enarcó una ceja, desafiándome a ponerle pegas a lo
de «canguro»—. Necesito hablar con Jasper.
No oí nada, pero era evidente que Alice aceptaba. Edward
soltó el teléfono y volvió a mirarme a la cara.
—¿Qué vas a decirle a Jasper? —le pregunté.
—Voy a discutir... la posibilidad de que yo me quede fuera.
Me fue fácil leer en su rostro lo difícil que le resultaba
pronunciar aquellas palabras.
—Lo lamento.
Y era cierto. Odiaba obligarle a hacer esto, pero no tanto
como para fingir una sonrisa y decirle que siguiera adelante sin mí. No; me
sentía mal, pero no hasta tal punto.
—No te disculpes —me dijo, esbozando apenas una sonrisa—.
Nunca temas decirme lo que sientes, Bella. Si eso es lo que necesitas... —se
encogió de hombros—. Tú eres mi prioridad número uno.
—No me refería a eso. No se trata de que elijas entre tu
familia o yo.
—Ya lo sé. Además, no es eso lo que me has pedido. Me has ofrecido
las dos opciones que puedes soportar tú, y he escogido la que puedo soportar
yo. Así es como se supone que funciona el compromiso.
Me incliné hacia delante y apoyé la frente contra su pecho.
—Gracias —le susurré.
—En cualquier momento —me respondió, dándome un beso en el
pelo—. Cualquier cosa.
Nos quedamos un buen rato sin movernos. Mientras mantenía mi
cara escondida contra su camisa, dos vocecillas luchaban en mi interior: la
buena me decía que fuera valiente, y la mala le decía a la buena que cerrara el
pico.
—¿Quién es la tercera esposa? —me preguntó de repente.
—¿Cómo? —me hice la tonta. No recordaba haber vuelto a tener
ese sueño.
—Anoche murmuraste algo sobre «la tercera esposa». Lo demás
tenía algo de sentido, pero con eso me perdí del todo.
—Ah, ya. Es una de las leyendas que escuché junto al fuego,
la otra noche —me encogí de hombros—. Se me debió de quedar grabada.
Edward se apartó un poco de mí y ladeó la cabeza, tal vez
confundido por el matiz ominoso de mi voz. Antes de que pudiera preguntar nada,
Alice apareció en la puerta de la cocina con cara de pocos amigos.
—Te vas a perder la diversión —gruñó.
—Hola, Alice —la saludó Edward.
Después me puso un dedo bajo la barbilla y me levantó la
cara para darme un beso de despedida.
—Volveré esta misma noche —me prometió—. He de reunirme con los
demás para solucionar este asunto y reorganizarlo todo.
—Vale.
—No hay mucho que reorganizar —dijo Alice—. Ya se lo he
contado. Emmett está encantado.
Edward exhaló un suspiro.
—Ya me lo imagino.
Salió por la puerta y me dejó a solas con Alice.
Ella me miró echando chispas por los ojos.
—Lo siento —volví a disculparme—. ¿Crees que esto lo hará
más peligroso para vosotros?
Alice soltó un bufido.
—Te preocupas demasiado, Bella. Te van a salir canas antes
de tiempo.
—Entonces, ¿por qué estás enfadada?
—Edward es un cascarrabias cuando no se sale con la suya. Me
estoy imaginando cómo va a ser aguantarle durante los próximos meses —hizo una
mueca—. Supongo que, si sirve para que mantengas la cordura, merece la pena,
pero me gustaría que no fueras tan pesimista, Bella. Resulta innecesario.
—¿Dejarías que Jasper fuera sin ti? —le pregunté.
Alice hizo otro mohín.
—Eso es diferente.
—Sí, claro.
—Ve a ducharte —me ordenó—. Charlie llegará a casa en quince
minutos, y si te ve con esa pinta no creo que te deje salir otra vez.
Había perdido el día entero. ¡Qué desperdicio! Me alegraba
saber que no siempre tendría que seguir malgastando mi tiempo de vida con horas
de sueño.
Cuando Charlie llegó a casa yo estaba perfectamente presentable:
me había vestido, me había arreglado el pelo y le estaba sirviendo la cena en
la mesa de la cocina. Alice se sentó en el sitio habitual de Edward, lo cual
pareció terminar de alegrarle el día.
—¡Hola, Alice! ¿Cómo estás, cariño?
—Muy bien, Charlie, gracias.
—Veo que por fin has decidido salir de la cama, dormilona
—me dijo mientras me sentaba a su lado. Después se dirigió de nuevo a Alice—.
Todo el mundo habla de la fiesta que dieron tus padres anoche. Supongo que aún
no habréis terminado de recoger todo el lío.
Alice se encogió de hombros. Conociéndola, seguro que ya lo
había hecho todo.
—Mereció la pena —repuso ella—. Fue una fiesta genial.
—¿Dónde está Edward? —preguntó Charlie, casi a
regañadientes—. ¿Ayudando con la limpieza?
Ella suspiró con gesto trágico. Probablemente estaba
fingiendo, pero lo hacía tan bien que no supe qué pensar.
—No. Está con Emmett y Carlisle, haciendo planes para el fin
de semana.
—¿Otra excursión?
Alice asintió, con rostro apesadumbrado.
—Sí, se van todos, menos yo. Siempre hacemos una marcha para
celebrar el fin de curso, pero este año he decidido que me apetece más ir de
compras que al campo. Ninguno de ellos quiere quedarse a acompañarme. Me han
abandonado.
Alice hizo un puchero. Al verla tan desconsolada, Charlie se
inclinó hacia ella y le tendió la mano sin pensarlo, buscando alguna forma de
ayudarla. La miré con recelo, sin saber qué pretendía.
—Alice, cariño, ¿por qué no te quedas con nosotros? —le
ofreció Charlie—. No me gusta pensar que te vas a quedar sola en esa casa tan
grande.
Ella suspiró. Algo me aplastó el pie bajo la mesa.
—¡Ay! —protesté.
Charlie se volvió hacia mí.
—¿Qué pasa?
Alice me lanzó una mirada de frustración. Sin duda estaba
pensando que esa noche yo andaba muy lenta de reflejos.
—Me he dado un golpe en un dedo —mascullé.
—Ah —Charlie volvió a mirar a Alice—. Bueno, ¿qué te parece?
Ella volvió a pisarme, pero esta vez no tan fuerte.
—Esto... —dije—, la verdad es que no tenemos mucho sitio,
papá. No creo que a Alice le apetezca dormir en el suelo de mi habitación...
Charlie frunció los labios, y Alice volvió a poner gesto de
desconsuelo.
—A lo mejor Bella puede irse contigo —sugirió Charlie—. Sólo
hasta que vuelvan tus hermanos.
—Oh, Bella, ¿no te importa? —me preguntó Alice, con una
sonrisa radiante—. No te importa venir de compras conmigo, ¿verdad?
—Claro —asentí—. De compras. Genial.
—¿Cuándo se van los demás? —preguntó Charlie.
Alice hizo otra mueca.
—Mañana.
—¿Para cuándo me necesitas? —pregunté.
—Para después de cenar, supongo —respondió, y después se
acarició la barbilla con gesto pensativo—. ¿Tienes algún plan para el sábado?
Me apetece ir de compras a la ciudad, así que tendríamos que echar todo el
día...
—A Seattle, no —dijo Charlie, frunciendo el ceño.
—No, claro que no —se apresuró a añadir Alice, aunque ambas
sabíamos que el sábado Seattle sería una ciudad de lo más segura—. Estaba
pensando, por ejemplo, en Olympia...
—Eso te gustará, Bella —dijo Charlie, aliviado—. ¡Ve con
ella y hártate de ciudad!
—Sí, papá. Será genial.
En unas cuantas frases, Alice había conseguido despejar mi
agenda para la batalla.
Edward volvió poco después. No le sorprendió que Charlie le
deseara un buen viaje y le aclaró que saldrían por la mañana temprano. Dio las
buenas noches antes de lo habitual y Alice se marchó con él.
Poco después de que se fueran, me excusé.
—Pero no puedes estar cansada... —protestó Charlie.
—Sí, un poco —mentí.
—No me extraña que te guste escaparte de las fiestas —me
dijo—. Con lo que te cuesta recuperarte...
Cuando llegué arriba, Edward yacía atravesado encima de mi cama.
—¿Cuándo vamos a reunimos con los lobos? —susurré al
acercarme a él.
—Dentro de una hora.
—Eso está bien. Jake y sus amigos necesitan dormir un poco.
—No tanto como tú —señaló.
Cambié de tema, porque sospechaba que me iba a decir que me
quedara en casa.
—¿Te ha dicho Alice que va a secuestrarme otra vez?
Edward sonrió.
—En realidad no va a hacerlo.
Me quedé mirándole, y él se rió en voz baja ante mi cara de
desconcierto.
—Soy el único que tiene permiso para retenerte como rehén,
lo recuerdas? —me dijo—. Alice se va de caza con el resto —suspiró—. Supongo
que yo ahora ya no tengo por qué hacerlo.
—¿Así que eres tú quien va a secuestrarme?
Edward asintió.
Me lo imaginé durante unos instantes. Nada de tener a Charlie
en el piso de abajo escuchando o subiendo a asomarse cada poco rato a mi
cuarto. Ni tampoco una casa llena de vampiros insomnes con su aguzado y
entrometido sentido del oído. Solos él y yo. Solos de verdad.
—¿Te parece bien? —me preguntó, preocupado por mi silencio.
—Bueno... sí, salvo por una cosa.
—¿Qué cosa? —me preguntó, nervioso. Era increíble, pero por
alguna razón aún parecía albergar dudas respecto a su control sobre mí. Quizá
tenía que dejárselo más claro.
—¿Por qué no le ha dicho Alice a Charlie que os ibais esta
noche? —pregunté.
Edward se rió, aliviado.
Disfruté más del viaje al claro que la noche anterior.
Seguía sintiéndome culpable y asustada, pero ya no estaba tan aterrorizada y
podía desenvolverme. Era capaz de ver más allá de lo que iba a pasar, y casi
podía creer que las cosas tal vez saldrían bien. Al parecer, Edward no llevaba
demasiado mal la idea de perderse esta pelea... lo cual me hacía más fácil
aceptar sus palabras cuando decía que iba a ser pan comido: si él mismo no se
lo creyera, no abandonaría a su familia. Quizás Alice tenía razón y yo me
preocupaba demasiado.
Al fin, llegamos al claro.
Jasper y Emmett ya estaban luchando; a juzgar por sus risas,
era un simple calentamiento. Alice y Rosalie los observaban, repantigadas en el
suelo. Mientras, a unos cuantos metros, Esme y Carlisle estaban charlando con
las cabezas juntas y los dedos entrelazados, sin prestar atención a nada más.
Esa noche había mucha más luz. La luna brillaba a través de
un fino velo de nubes, y pude ver sin problemas a los tres lobos sentados al
borde del cuadrilátero de prácticas, separados entre sí para observar la lucha
desde diferentes ángulos.
También me resultó fácil distinguir a Jacob. Le habría
reconocido de inmediato, aunque no hubiese levantado la cabeza al oír que nos
acercábamos.
—¿Dónde están los demás lobos? —pregunté.
—No hace falta que vengan todos. Con uno bastaría para hacer
el trabajo, pero Sam no se fiaba de nosotros tanto como para enviar sólo a
Jacob, aunque éste quería hacerlo así. Quil y Embry son sus... Supongo que
podrían llamarse sus copilotos habituales.
—Jacob confía en ti.
Edward asintió.
—Confía en que no intentaremos matarle. Eso es todo.
—¿Vas a participar esta noche? —pregunté, indecisa. Sabía
que esto iba a resultar casi tan duro para él como lo habría sido para mí que
me dejara atrás. Tal vez incluso más.
—Ayudaré a Jasper cuando lo necesite. Quiere ensayar con
grupos desiguales y enseñarles cómo actuar contra múltiples atacantes.
Se encogió de hombros.
Y una nueva oleada de pánico hizo pedazos mi confianza, ya
de por sí escasa.
Seguían siendo inferiores en número, y yo lo estaba
empeorando aún más.
Me quedé mirando al campo de batalla, tratando de ocultar
mis emociones.
No era el lugar más adecuado en el que posar la mirada,
teniendo en cuenta que estaba intentando engañarme a mí misma y convencerme de
que todo iba a salir bien y a la medida de mis necesidades. Porque cuando me
obligué a apartar los ojos de los Cullen, de aquel combate de entrenamiento que
en cuestión de días se convertiría en una batalla mortal, Jacob captó mi mirada
y me sonrió.
Era la misma sonrisa lobuna de la noche anterior, y
entrecerraba los ojos igual que lo hacía cuando era humano.
Me resultaba difícil creer que poco tiempo atrás los hombres
lobo me daban miedo, y que había llegado a tener pesadillas con ellos.
Supe, sin preguntarlo, quién de los otros dos era Embry y
quién era Quil. Sin duda, el lobo gris, más delgado y con manchas oscuras en el
lomo, que estaba sentado observándolo todo con paciencia se trataba de Embry;
mientras que Quil, de pelaje color chocolate en el cuerpo y algo más claro en
la cara, daba constantes respingos, como si estuviera deseando unirse a aquel
combate amistoso. No eran monstruos, ni siquiera en esta situación. Eran mis
amigos.
Unos amigos que no parecían ni mucho menos tan
indestructibles como Emmett y Jasper, quienes se movían rápidos como cobras
mientras la luna bañaba su piel de granito. Unos amigos que, por lo visto, no
entendían el peligro que estaban corriendo. Unos amigos que seguían siendo en
cierto modo mortales, que podían sangrar, que podían morir...
La confianza de Edward me tranquilizaba, ya que era evidente
que no estaba preocupado por su familia, pero me pregunté si también se
sentiría afectado en el caso de que los lobos sufrieran algún daño. Si esa
posibilidad no le preocupaba, ¿había alguna razón para que estuviera nervioso?
La confianza de Edward sólo servía para aplacar una parte de mis temores.
Intenté sonreír a Jacob y tragué saliva para deshacer el
nudo que tenía en la garganta. Pero no sirvió de mucho.
Jacob se incorporó con una agilidad increíble en una
criatura tan enorme y se acercó trotando hacia donde nos encontrábamos, al
borde del claro.
—Hola, Jacob —saludó Edward con cortesía.
Jacob le ignoró y clavó sus ojos oscuros en mí. Bajó la
cabeza hasta mi altura, como había hecho el día anterior, ladeó el hocico y
dejó escapar un sordo gemido.
—Estoy bien —le respondí, sin esperar a la traducción de mi
novio—. Sólo estoy preocupada.
Jacob seguía mirándome.
—Quiere saber por qué estás preocupada —dijo Edward.
Jacob emitió un gruñido. No fue un sonido amenazante, sino
de irritación. Edward contrajo los labios.
—¿Qué? —pregunté.
—Cree que mis traducciones dejan bastante que desear. Lo que
ha dicho en realidad es: «Eso es una estupidez. ¿Por qué hay que preocuparse?».
Le he corregido un poco porque me parecía una grosería.
Sonreí, pero sólo a medias, porque estaba demasiado nerviosa
para divertirme.
—Hay muchos motivos para estar preocupada —le dije a Jacob—.
Por ejemplo, que unos cuantos lobos estúpidos acaben malheridos.
Jacob se rió con un áspero ladrido.
Edward suspiró.
—Jasper quiere ayuda. ¿Puedes prescindir de mis servicios
como traductor?
—Me las apañaré.
Edward me dirigió una mirada melancólica, difícil de
interpretar, y después me dio la espalda y se encaminó al lugar donde le
esperaba Jasper.
Me senté en el mismo sitio en que me encontraba. El suelo
estaba duro y frío.
Jacob también dio un paso hacia delante; después se volvió
hacia mí y emitió un gemido bajo y gutural, mientras aventuraba otro paso.
—Adelante, ve tú —le dije—. No quiero verlo.
Jacob volvió a ladear la cabeza y, con un ronco suspiro, se
acurrucó en el suelo a mi lado.
—En serio, vete —le animé.
No respondió, y se limitó a apoyar la cabeza sobre las
garras.
Me quedé mirando las nubes plateadas; no quería ver la
pelea. Ya tenía material de sobra para alimentar mi imaginación. Una brisa
atravesó el claro, y me dio un escalofrío.
Jacob se acercó arrastrándose y apoyó su pelaje cálido
contra mi costado izquierdo.
—Eh... Gracias —murmuré.
Pasado un rato, me recliné sobre su amplio hombro. Así
estaba mucho más cómoda.
Las nubes desfilaban lentamente por el cielo, y sus gruesos
jirones se iluminaban al pasar por delante de la luna y volvían a sumirse en
sombras al dejarla atrás.
Distraída, me dediqué a pasar los dedos por el pelaje que
recubría el cuello de Jacob. Su garganta retumbó con el mismo canturreo extraño
que había escuchado el día anterior. Era un sonido casi hogareño, más áspero y
salvaje que el ronroneo de un gato, pero que transmitía la misma sensación de
comodidad.
—Nunca he tenido perro —dije—. Siempre he querido tener uno,
pero Reneé les tiene repelús.
Jacob se rió, y su cuerpo se estremeció bajo mis dedos.
—¿No te preocupa lo del sábado? —le pregunté.
Volvió su enorme cabeza hacia mí, y pude ver cómo ponía los ojos
en blanco.
—Me gustaría sentirme tan optimista como tú.
Jacob apoyó la cabeza en mi pierna y empezó a ronronear otra
vez. Eso me hizo sentirme un poco mejor.
—Así que mañana nos espera una buena caminata, supongo.
Jacob emitió un gruñido de entusiasmo.
—Puede ser un paseo largo —le advertí—. El concepto de distancia
de Edward no es el mismo que el de una persona normal.
Jacob emitió otro ladrido a modo de risa.
Hundí más los dedos en su pelaje y apoyé mi cabeza en su
cuello.
Era extraño. Aunque ahora Jake tenía forma de lobo, sentía
que entre nosotros volvía a haber una relación más parecida a la de antes (una
amistad tan sencilla y natural como el hecho de respirar) que las últimas veces
que habíamos estado juntos y Jacob seguía siendo humano. Resultaba curioso
descubrir de nuevo aquella sensación que creía haber perdido por culpa de su
naturaleza de licántropo.
En el claro seguían jugando a matarse, mientras yo me
dedicaba a contemplar las nubes que pasaban sobre la luna.
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