martes, 22 de febrero de 2005

La corta segunda vida de Bree Tanner





El titular del periódico me fulminaba desde una peque­ña máquina expendedora metálica: SEATTLE EN ES­TADO DE SITIO - VUELVE A ASCENDER EL NÚME­RO DE VÍCTIMAS MORTALES. Éste no lo había visto aún. Algún repartidor habría pasado a reponer la má­quina. Afortunadamente para él, no se encontraba ya por los alrededores.
Genial. Riley se iba a poner hecho una furia. Ya me aseguraría yo de no estar a su alcance cuando viese el pe­riódico y que fuera a otro a quien le arrancase el brazo.
Me hallaba de pie en la sombra que proporcionaba la esquina de un destartalado edificio de tres pisos, en un intento por pasar desapercibida mientras aguardaba a que alguien tomase una decisión. No deseaba cruzar la mirada con nadie, tenía los ojos clavados en la pared que había a mi lado. Los bajos del edificio habían alber­gado una tienda de discos cerrada hacía mucho; los cristales de las ventanas, víctimas del tiempo o de la vio­lencia callejera, habían sido sustituidos por tableros de contrachapado. En la parte alta había apartamentos, va­cíos -supuse-, dada la ausencia de los habituales soni­dos de los humanos cuando duermen. No me sorpren­dió, aquel lugar parecía que fuese a venirse abajo al primer golpe de viento. Los edificios al otro lado de la oscura y estrecha calle se hallaban en un estado igual­mente lamentable.
El escenario habitual de una salida nocturna por la ciudad.                                                                     
No quería abrir la boca y llamar la atención, pero deseaba que alguien decidiese algo. Estaba realmen­te sedienta y no me importaba mucho que fuésemos a la derecha, a la izquierda o por la azotea, lo único que quería era encontrar a algún desafortunado al que no le diese tiempo siquiera de pensar «el peor lugar, en el peor momento».
Por desgracia, Riley me había hecho salir esa noche con los dos vampiros más inútiles sobre la faz de la tie­rra; nunca parecía importarle a quién mandaba en los grupos de caza, ni tampoco se le veía particularmente molesto cuando el hecho de enviar juntos a los integran­tes equivocados suponía que un menor número de gen­te regresase a casa. Esa noche me habían encasquetado a Kevin y a un chico rubio cuyo nombre desconocía. Am­bos formaban parte del grupo de Raoul; por tanto, ni que decir tiene que eran estúpidos. Y peligrosos. Pero en aquel momento, principalmente estúpidos.
En lugar de escoger una dirección para irnos de caza, de repente se hallaban inmersos en una discusión acer­ca de qué superhéroe sería el mejor cazador de entre los favoritos de cada uno de ellos. Era el rubio sin nombre quien ahora exponía su alegato a favor de Spiderman y ascendía deslizándose por el muro de ladrillo del ca­llejón mientras tarareaba la sintonía de los dibujos ani­mados. Suspiré de frustración. ¿Llegaríamos a irnos de caza en algún momento?
A mi izquierda, un leve indicio de movimiento cap­tó mi atención. Era el otro integrante del grupo de caza enviado por Riley: Diego. No sabía mucho de él, sólo que era mayor que casi todos los demás. La «mano de­recha» de Riley, ése sería el término apropiado. Eso no hacía que él me gustase más que el resto de aquellos im­béciles.
Diego me estaba mirando. Tuvo que haber oído el suspiro. Desvié la mirada.
Mantén la cabeza baja y la boca bien cerrada: ésa era la forma de seguir vivo con la gente de Riley.
-Spiderman es un llorón fracasado -gritó Kevin al chico rubio-. Yo te enseñaré cómo caza un verdadero superhéroe -añadió con una amplia sonrisa, y sus dien­tes centellearon con el brillo de la luz de las farolas.
Kevin cayó de un salto en mitad de la calle justo cuando los faros de un coche giraban para iluminar el pavimento agrietado con un destello azul blanquecino. Abrió los brazos, flexionados hacia abajo, y a continua­ción los fue cerrando lentamente como hacen los pro­fesionales de la lucha libre para lucirse. El coche siguió avanzando, quizás en la suposición de que se quitaría de en medio de una puñetera vez como haría una per­sona normal. Como debería.
-¡Hulk se enfada! -vociferó Kevin-. ¡Y Hulk va... y MACHACA!
Dio un salto hacia delante para toparse con el coche antes de que éste pudiese frenar, lo agarró por el para­choques delantero y lo giró por encima de su cabeza de manera que golpeó boca abajo contra el pavimento en un estruendo de metal retorcido y cristales hechos añi­cos. En el interior, una mujer comenzó a gritar.
-Venga ya, tío -dijo Diego meneando la cabeza. Era guapo, con un denso y oscuro pelo rizado, ojos grandes y muy abiertos, y unos labios realmente carnosos, pero bueno, ¿quién no era guapo allí? Incluso Kevin y el res­to de los imbéciles de Raoul eran guapos-. Kevin, se su­pone que tenemos que pasar inadvertidos. Riley ha di­cho que...
-¡Riley ha dicho! -le imitó Kevin con una desagrada­ble voz de pito-. Ten agallas, Diego. Riley no está aquí ahora.
Kevin dio la vuelta al Honda de forma brusca y rom­pió de un puñetazo la ventanilla del conductor, que, no se sabe muy bien cómo, había permanecido intacta has­ta ese momento. Metió la mano a través del cristal roto y el airbag desinflado en busca de la conductora.
Le di la espalda y contuve la respiración en el mayor esfuerzo que pude hacer para conservar la capacidad de pensar.
No podía ver a Kevin alimentarse, estaba demasiado sedienta para eso y bajo ningún concepto deseaba ini­ciar una pelea con él. Tampoco me hacía ninguna falta ingresar en la lista de objetivos de Raoul.
El chico rubio no tenía los mismos problemas. Se soltó de los ladrillos de lo alto y aterrizó con suavidad a mi espalda. Oí los gruñidos que Kevin y él se dedicaban mutuamente y, a continuación, el sonido viscoso de un desgarrón al tiempo que cesaban los gritos de la mujer. Lo más probable es que la hubieran partido por la mitad.
Intenté no pensar en ello, aunque podía sentir el calor y escuchar cómo se desangraba a mi espalda y aque­llo hacía que me quemase la garganta de un modo terri­ble, por mucho que contuviese la respiración.
-Me largo de aquí -oí mascullar a Diego.
Se metió por una abertura que había entre los oscu­ros edificios y de inmediato seguí sus pasos. Si no me alejaba rápido de allí, me iba a meter en una pelea con los matones de Raoul por un cuerpo al que, de todas formas, no le podía quedar mucha sangre ya. Y enton­ces tal vez fuese yo quien no regresase a casa.
Ah, pero ¡me ardía la garganta! Apreté con fuerza los dientes para evitar un grito de dolor.
Diego atravesó veloz un callejón lateral repleto de basura y, a continuación -cuando llegamos al fondo sin salida-, prosiguió muro arriba. Fui hundiendo los de­dos en los surcos entre los ladrillos y me apresuré a se­guirle.
Una vez en la azotea, Diego se elevó en el aire y se desplazó en ligeros saltos por los tejados camino de las luces que brillaban resplandecientes en la ensenada. Me mantuve cerca. Era más joven que él, y por tanto más fuerte; estaba muy bien que los más jóvenes fuése­mos los más fuertes, de otro modo no habríamos sobre­vivido a nuestra primera semana en la casa de Riley. Po­día haberle adelantado con facilidad, pero quería ver adonde se dirigía y no deseaba tenerlo detrás de mí.
Diego no se detuvo en kilómetros; casi habíamos lle­gado a los muelles de carga. Podía percibir cómo mas­cullaba en un tono prácticamente inaudible.
-¡Idiotas! Como si Riley no nos hubiese dado ins­trucciones por un buen motivo. Instinto de superviven­cia, por ejemplo. ¿Es mucho pedir un simple ápice de sentido común?
-Eh -levanté la voz-. ¿Vamos a tardar mucho en ir de caza? Me quema la garganta.
Diego aterrizó en el alero del tejado de una enorme nave industrial y se giró. Retrocedí varios metros de un salto, en guardia, pero no realizó ningún movimiento agresivo hacia mí.
-Sí-me dijo-. Sólo quería alejarme un poco de esos pirados.
Sonrió de un modo del todo amistoso, y yo le miré fijamente.
Este tal Diego no era como los demás. Era... tranqui­lo, supongo que sería la expresión. Normal. No ahora -normal quiero decir-, sino como antes. Sus ojos eran de un rojo más oscuro que los míos. Debía de llevar una buena temporada por aquí, tal y como había oído.
Desde abajo, en la calle, llegaban los sonidos noc­turnos de los barrios más bajos de Seattle. Algún coche, música con unos graves potentes, un par de personas que caminaban a paso ligero y nervioso, el canturreo de­safinado de algún borrachuzo en la distancia.
-Eres Bree, ¿verdad? -me preguntó Diego-. Una novata.
No me gustaba eso. Novata. Qué más daba.
-Sí, soy Bree. Pero no he venido con el último gru­po. Tengo casi tres meses.
-Cuánta elegancia para tan sólo tres meses -me dijo-. No muchos habrían sido capaces de largarse así de la escena del accidente -añadió a modo de cumpli­do, como si estuviese realmente impresionado.
-No quería liarme a golpes con la panda de zumba­dos de Raoul.
Diego asintió.
-Amén, hermana. Los de su clase no traen más que problemas.
Extraño. Diego era extraño. Que sonase como una persona que mantenía una conversación normal y co­rriente, de las de antes. Sin hostilidad, sin recelos; como si no estuviese valorando lo fácil o difícil que le resul­taría matarme allí mismo. Estaba charlando conmigo, sin más.
-¿Cuánto tiempo hace que estás con Riley? -le pre­gunté con curiosidad.
-Va para los once meses ya.
-¡Vaya! Eso es más tiempo del que lleva Raoul.
Diego puso los ojos en blanco y escupió ponzoña por encima del bordillo del edificio.
-Sí, recuerdo cuando Riley trajo a esa basura. Las cosas no han dejado de empeorar desde entonces.
Permanecí en silencio por un instante, peguntándome si consideraría una basura a todo aquel que fue­se más joven que él. No es que me importase. Ya no me preocupaba lo que pensara nadie. No tenía por qué. Tal y como dijo Riley, ahora era un dios. Más fuerte, más rá­pida, mejor. No contaba nadie más.
Entonces Diego susurró un silbido.
-Allá vamos. Sólo se requiere un poco de cerebro y de paciencia -dijo y señaló hacia abajo, al otro lado de la calle.
Medio escondido a la vuelta de la esquina de un ca­llejón oscuro, un hombre insultaba y abofeteaba a una mujer mientras que otra observaba en silencio. Por su vestimenta supuse que se trataba de un chulo y dos de sus empleadas.
Eso era lo que Riley nos había dicho que hiciéra­mos: que cazásemos de entre la escoria, que cayésemos sobre los humanos a los que nadie iba a echar en falta,
Quienes no se dirigían de vuelta a un hogar donde los aguardaba una familia, aquellos cuya desaparición no fuera a ser denunciada.
Era el mismo modo en que él nos eligió a nosotros: alimento y dioses, ambos procedentes de la escoria.
A diferencia de algunos otros, yo seguía haciendo lo que Riley me había dicho. No porque él me gusta­se. Aquel sentimiento había desaparecido mucho tiem­po atrás. Era porque sus indicaciones sonaban lógicas. ¿Qué sentido tenía llamar la atención sobre el hecho de que una panda de vampiros novatos reclamase Seat-tle para sí como coto de caza? ¿Cómo iba a servimos de ayuda tal cosa?
Yo ni siquiera creía en vampiros antes de serlo, de manera que, si en el resto del mundo tampoco se creía en vampiros, el resto de los vampiros debía de estar ca­zando con inteligencia, al modo en que Riley nos ha­bía indicado. Es probable que tuviesen sus buenas ra­zones.
Y como había dicho Diego, para cazar con inteligen­cia bastaba con un poco de cerebro y con ser paciente.
Por supuesto que todos nosotros metíamos mucho la pata, y Riley nos leía la cartilla, se quejaba, nos grita­ba y rompía cosas como la consola de videojuegos favo­rita de Raoul, por ejemplo. Entonces Raoul se ponía he­cho una fiera, se llevaba a alguien aparte y le prendía fuego. A continuación, Riley se mosqueaba y hacía una búsqueda para confiscar todos los mecheros y las ceri­llas. Unas pocas rondas de este tipo, y Riley traía a casa a otro grupo de chavales de entre el despojos, conver­tidos en vampiros para sustituir a los que había perdido. Era un ciclo interminable.
Diego tomó aire por la nariz una larga inhalación, grande-y vi cambiar su cuerpo. Se agazapó sobre el te­jado con una mano asida al alero. Toda aquella mis­teriosa simpatía había desaparecido y ahora era un ca­zador.
Eso era algo que yo reconocía, algo con lo que me sentía cómoda porque lo entendía.
Desconecté el cerebro. Era el momento de cazar. Respiré profundamente y atraje el aroma de la sangre del interior de los humanos de allá abajo. No eran los únicos que había en la zona, pero sí los que se encontra­ban más próximos. A quién ibas a dar caza era el tipo de decisión que tenías que tomar antes de olfatear a tu pre­sa. Ahora era ya demasiado tarde para escoger nada.
Diego se dejó caer desde el borde sin ser visto. El so­nido de su aterrizaje fue demasiado contenido como para llamar la atención de la prostituta que gritaba, de la que estaba como ausente o del iracundo chulo.
Un gruñido soterrado se escapó de entre mis dien­tes. Mía. La sangre era mía. El ardor se avivaba en mi gar­ganta y no era capaz de pensar en otra cosa.
Me lancé desde el tejado para llegar al otro lado de la calle, de manera que aterricé junto a la rubia que llo­riqueaba. Pude sentir a Diego muy cerca, detrás de mí, así que le lancé un gruñido de aviso al tiempo que aga­rraba a la sorprendida chica por el pelo. Me la llevé a tirones hacia la pared del callejón para apoyar allí mi espalda. A la defensiva, por si acaso.
Entonces me olvidé por completo de Diego, porque podía sentir el calor bajo la dermis de la chica, oír el so­nido de su pulso que martillaba a flor de piel.
Abrió la boca para gritar, pero mis dientes le destrozaron  la tráquea antes de que pudiese emitir sonido algu­no. Tan sólo el gorgoteo del aire y la sangre en sus pulmo­nes y los leves gemidos que no fui capaz de controlar.
La sangre era cálida y dulce, sofocó la quemazón en mi garganta, aplacó el acuciante vacío que me irritaba el estómago. Absorbí y tragué, con la sola vaga concien­cia de cualquier otra cosa.
Oí el mismo sonido procedente de Diego, que esta­ba con el hombre. La otra mujer se encontraba incons­ciente en el suelo. Ninguno había hecho ruido, Diego era bueno.
El problema con los humanos era que nunca había en ellos la suficiente sangre. Apenas me pareció que hu­biesen transcurrido unos segundos cuando la chica se agotó. Frustrada, sacudí su malogrado cuerpo. La gar­ganta ya comenzaba a arderme de nuevo.
Lancé el cadáver exhausto al suelo y me encorvé contra el muro; me preguntaba si sería capaz de agarrar a la chica inconsciente y largarme con ella antes de que Diego pudiese echarme el guante.
El ya había terminado con el hombre. Me miró con una expresión que sólo podría describir como... com­pasiva. Pero también me podía estar equivocando de plano. No conseguía recordar que nadie hubiese senti­do jamás compasión por mí, de manera que no estaba muy segura de la apariencia que tenía.
-Adelante -me dijo con un gesto de asentimiento en dirección al cuerpo tullido de la chica, tendida en el asfalto.
-¿Me estás tomando el pelo?
-Qué va, yo estoy bien por ahora. Tenemos tiempo de cazar alguno más esta noche.
Sin dejar de observarle con atención en busca de al­guna señal de que se tratase de una trampa, salí dispara­da y enganché a la chica. Diego no movió un dedo para detenerme. Se volvió ligeramente y elevó la mirada al cielo negro.
Hundí los dientes en el cuello de la chica sin quitar­le ojo a él. Esta fue aún mejor que la anterior. Su sangre estaba del todo limpia. La de la rubia dejaba el amargo regusto que acompaña a las drogas; tan acostumbra­da estaba yo a aquello que apenas me había percatado. Me resultaba raro conseguir sangre verdaderamente lim­pia, ya que me atenía a la norma de los bajos fondos, y Diego parecía seguir también las reglas: tuvo que haber percibido el olor de lo que me estaba cediendo.
¿Por qué lo había hecho?
Sentí mejor la garganta cuando el segundo cuerpo se quedó vacío. Había una gran cantidad de sangre en mi organismo. Era probable que no me volviese a que­mar de verdad en unos pocos días.
Diego aún aguardaba; susurraba un silbido entre dientes. Cuando dejé caer el cuerpo al suelo con un gol­pe seco, se volvió hacia mí y me sonrió.
-Mmm, gracias -le dije.
El asintió.
-Tenías pinta de necesitarlo más que yo. Recuerdo lo duro que resulta al principio. -¿Se vuelve más fácil? Se encogió de hombros.
-En ciertos aspectos. -Nos quedamos mirándonos el uno al otro durante un segundo-. ¿Qué te parece si nos deshacemos de estos cuerpos en la ensenada? -su­girió. Me incliné hacia delante, agarré a la rubia muerta y me eché su cadáver al hombro. Estaba a punto de ir has­ta la otra, pero Diego ya se encontraba allí, cargado con el chulo a la espalda.
-Ya la tengo -me dijo.
Le seguí muro del callejón arriba y, a continuación, nos desplazamos por las vigas bajo la autopista. Las lu­ces de los coches que cruzaban más abajo no nos alcan­zaban. Pensé en lo estúpida que era la gente, cuan aje­na vivía, y me alegré de no formar parte del grupo de los ignorantes.
Ocultos en la oscuridad, hicimos nuestro recorrido hasta un muelle vacío, cerrado durante la noche. Diego no vaciló un instante al llegar al final del hormigón, fue directo a saltar por encima del bordillo con su corpulen­ta carga y desapareció en el agua. Me zambullí tras él.
Nadó con la elegancia y la velocidad de un tiburón, cada vez más lejos y más profundo en la total oscuridad de la ensenada. Se detuvo de forma repentina cuando encontró lo que estaba buscando: una roca gigantesca cubierta de limo en el lecho del océano, con estrellas de mar y basura que colgaba de los costados. Debíamos de es­tar a más de treinta metros de profundidad, y aquí un humano se encontraría en la oscuridad más absoluta. Diego soltó sus cadáveres, que se bambolearon con par­simonia junto a él, al son de la corriente, mientras es­carbaba con la mano en la arena asquerosa de la base de la roca. Un instante después, halló donde agarrarse y arrancó la roca del lugar en el que descansaba. El peso de la mole hizo que se hundiese hasta la cintura en el oscuro fondo marino.
Levantó la vista y me hizo un gesto con la cabeza.
Descendí nadando hasta él y enganché con una mano sus cadáveres por el camino. Metí a la rubia de un empujón en el negro agujero bajo la roca, después em­pujé a la otra chica y, tras ella, metí al chulo. Les di unos ligeros toques con los pies para asegurarme de que es­taban bien adentro y me quité de en medio. Diego de­jó caer la roca, que se tambaleó un poco al ajustarse al nuevo desnivel de su asiento. Luego se liberó a coces de la mugre del fondo, nadó hasta la parte superior de la roca y la empujo hacia abajo con el objeto de allanar las irregularidades sobre las que se apoyaba.
Retrocedió a nado unos pocos metros para observar su obra.
«Perfecto», articulé moviendo los labios. Aquellos tres cuerpos nunca reflotarían. Riley jamás se enteraría de su historia a través de las noticias.
Diego sonrió y sostuvo la mano en alto. Me costó un minuto comprender que esperaba a que se la chocase. Nadé hacia él sin saber a qué atenerme, choqué la pal­ma de mi mano contra la suya y me alejé a golpes de pierna para poner algo de distancia entre nosotros.
El rostro de Diego adoptó una expresión rara, y se dirigió como un tiro hacia la superficie. Arranqué dis­parada detrás de él, confusa. Cuando salí a cielo abier­to, él casi se estaba ahogando de la risa.
-¿Qué?
No pudo responderme al menos durante un minu­to. Por fin, me soltó:
-El peor «choca esos cinco» de la historia. Irritada, le dije con desdén:
-No podía estar segura de que no me fueses a arran­car el brazo o algo así.
Diego resopló. -Yo no haría eso.
-Cualquier otro sí lo haría -contesté.
-Eso es cierto -reconoció, repentinamente no tan divertido-. ¿Te hace un poco más de caza?
-¿Es que hace falta que lo preguntes?
Salimos del agua debajo de un puente y tuvimos la fortuna de toparnos con dos mendigos que dormían en unos sacos viejos y asquerosos sobre un colchón de pe­riódicos que compartían. Ninguno de los dos se desper­tó. Su sangre estaba agriada por el alcohol, pero seguía siendo mejor que nada. También los enterramos en la ensenada, debajo de otra roca diferente.
-Bueno, me he saciado para unas semanas -dijo Diego cuando volvimos a salir del agua y chorreábamos al final de otro muelle vacío.
Suspiré.
-Me imagino que esa parte es la más fácil, ¿verdad? En un par de días volveré a sentir que me quemo y pro­bablemente Riley me hará salir de nuevo con más de esos monstruos de Raoul.
-Yo puedo ir contigo, si quieres. Riley me deja hacer bastante lo que quiero.
Medité sobre la oferta, recelosa por un instante, pero Diego no se parecía de verdad a ninguno de los otros. Con él me sentía distinta, como si no tuviese tan­ta necesidad de guardarme las espaldas.
-Eso me gustaría -admití.
Decir aquello me hizo sentir incómoda. Demasiado vulnerable o algo por el estilo.
Pero Diego apenas respondió con un «vale» y me sonrió.
-¿Y cómo es que Riley te deja la correa tan suelta? -le pregunté con la mente puesta en la relación que ha­bría entre ellos.
Cuanto más tiempo pasaba con Diego, más difícil me resultaba imaginármelo como íntimo de Riley. Die­go era tan... agradable. Nada que ver con Riley, aunque quizá fuese uno de esos rollos de la atracción de los po­los opuestos.
-Riley sabe que puede confiar en que yo me encar­go de arreglar mis líos. Y ahora que hablamos de esto, ¿te importa si hacemos un recado rápido?
Este chico tan extraño estaba empezando a entrete­nerme. Despertaba mi curiosidad. Quería ver qué iba a hacer.
-Claro -dije.
Atravesó el muelle en dirección a la carretera que recorría el puerto. Y yo fui detrás. Percibí el olor de algu­nos humanos, pero sabía que estaba muy oscuro y que éramos demasiado rápidos para que pudiesen vernos.
Escogió de nuevo ir por los tejados y, tras unos po­cos saltos, reconocí nuestros olores. Estaba desandando nuestro anterior recorrido.
Y entonces nos hallamos de vuelta en aquel primer callejón, donde Kevin y el otro chico se habían puesto a hacer el imbécil con el coche.
-Increíble -gruñó Diego.
Cuadro de texto:
Al parecer, Kevin y compañía acababan de marchar­se. Otros dos coches estaban apilados sobre el techo del primero, y unos cuantos observadores se habían añadi­do a la lista de víctimas. La policía aún no había llegado, tal vez porque cualquiera que hubiese podido informar de aquel caos ya estaba muerto.
-¿Me ayudas a arreglar esto? -preguntó Diego.
-Vale. Nos dejamos caer y de inmediato Diego lanzó los coches en una disposición diferente, para que en cierto modo pareciese que habían chocado los unos contra  los otros en lugar de haber sido apilados por un bebé gigante enrabietado. Yo agarré los cuerpos sin vida aban­donados sobre el pavimento y los embutí en el lugar del supuesto impacto.
-Un golpe muy feo -comenté.
Diego sonrió. Extrajo un mechero de una bolsa de plástico con cierre a presión que llevaba en el bolsillo y comenzó a prender fuego a la ropa de las víctimas. Yo tomé el mío -Riley los repartía de nuevo cuando íba­mos de caza; de hecho, Kevin debió de haber usado el suyo- y me puse con la tapicería. Los cadáveres, secos e impregnados de ponzoña inflamable, prendieron con mucha rapidez.
-Atrás -me advirtió Diego, y vi que había dejado abierta la trampilla de la gasolina del primer coche y ha­bía desenroscado el tapón del depósito.
Ascendí de un salto la pared más cercana y me apos­té un piso por encima para observar. Retrocedieron unos pasos y encendió una cerilla. Con una puntería perfec­ta, la introdujo por el pequeño orificio. En el mismo instante, dio un salto para situarse a mi lado.
El estruendo de la explosión sacudió toda la calle y comenzaron a encenderse luces a la vuelta de la es­quina.
-Bien hecho -le dije.
-Gracias por tu ayuda. ¿Volvemos a casa de Riley? Fruncí el ceño. La casa de Riley era el último sitio donde quería pasar lo que me quedaba de noche. No deseaba ver la estúpida expresión del rostro de Raoul ni oír el constante chillar y pelear. No quería tener que apretar los dientes y esconderme detrás de Fred elFreaky para que la gente me dejase en paz. Y me había queda­do sin libros.
-Aún tenemos tiempo -dijo Diego al leerme la expre­sión de la cara-. No tenemos por qué ir ahora mismo.
-Podría hacerme con algo para leer.
-Y yo con algo de música -sonrió-. Vamonos de compras.
Nos desplazamos rápidamente por la ciudad -de nuevo por los tejados y a toda prisa por la penumbra de las calles cuando los edificios distaban mucho unos de otros- camino de una barriada más agradable. No nos llevó demasiado tiempo encontrar un centro comercial con una tienda de las grandes cadenas de librerías. Hi­ce saltar el candado de la trampilla de acceso del tejado para poder entrar. El centro estaba vacío y las únicas alarmas se hallaban en las ventanas y en las puertas. Me fui directa a la «h» mientras que Diego se dirigió a la sección de música, al fondo. Acababa de terminar con Hale, y me hice con la siguiente docena de libros de la lista: eso me mantendría ocupada un par de días.
Miré alrededor en busca de Diego y lo vi sentado a una de las mesas de la cafetería, estudiando la contra­portada de sus nuevos CD. Hice una pausa y después me uní a él.
Me sentía rara por lo familiar que resultaba, de un modo inquietante, incómodo. Me había sentado antes de esa manera, con alguien enfrente, al otro lado de la mesa; había mantenido una charla informal con aquella persona, había pensado en cosas que no fueran la vida y la muerte o la sed y la sangre. Pero eso había sido en otra vida, diferente, borrosa.
La última vez que me había sentado a una mesa con alguien, ese alguien había sido Riley. Resultaba difícil recordar aquella noche por multitud de razones.
-¿Cómo es que nunca te veo por la casa? -preguntó Diego de sopetón-. ¿Dónde te escondes?
Me reí e hice una mueca al mismo tiempo.
-Me suelo meter detrás de Fred el Freaky vaya por donde vaya.
Arrugó la nariz.
-¿Lo dices en serio? ¿Cómo lo soportas?
-Te acostumbras. Detrás de él no es tan terrible co­mo delante. De todas formas, es el mejor escondite que he encontrado, nadie se acerca a Fred.
Diego asintió, sin perder aún el aspecto de estar as­queado.
-Eso es cierto. Es una forma de seguir vivo. -Me en­cogí de hombros, y él prosiguió-: ¿Sabías que Fred es uno de los preferidos de Riley? -me preguntó.
-¿En serio? ¿Cómo?
Nadie podía soportar a Fred el Freaky. Yo era la única que lo había intentado y sólo por puro instinto de su­pervivencia.
Diego se inclinó hacia mí con aire conspiratorio. Ya estaba tan acostumbrada a su misteriosa conducta que ni me inmuté.
-Le oí hablar por teléfono con ella. -Sentí un esca­lofrío-. Ya lo sé -prosiguió, de nuevo en tono compren­sivo. Por supuesto que no había misterio alguno en el hecho de que pudiéramos compadecernos mutuamente en lo que a ella se refería-. Fue hace unos meses. El caso es que Riley estaba hablando de Fred, muy emocio­nado. Por lo que decían, deduje que algunos vampiros son capaces de hacer cosas. Más cosas aparte de lo que podemos hacer los vampiros normales, quiero decir. Yeso es bueno... algo que ella está buscando. Vampi­ros con habilidades.
Arrastró el sonido de la «s» de modo que pudiera oír cómo la pronunciaba mentalmente.
-¿Qué tipo de habilidades?
-De todo tipo, según parece. Leer la mente, rastrear e incluso ver el futuro. -Venga ya.
-No estoy bromeando. Me da la sensación de que, de algún modo, Fred puede repeler a la gente a propó­sito. Está todo metido en nuestra cabeza, hace que sin­tamos repulsión ante la idea de hallarnos cerca de él.
Fruncí el ceño.
-¿Cómo va a ser eso algo bueno? -Le mantiene vivo, ¿no crees? Y me parece que tam­bién te mantiene viva a ti. Asentí.
-Supongo que sí. ¿Dijo algo sobre alguien más?
Intenté pensar en cualquier cosa extraña que hu­biera visto o sentido, pero Fred era único. Los payasos del callejón de esta noche que fingían ser superhéroes no habían hecho nada que no pudiésemos hacer los demás.
-Habló de Raoul -dijo Diego torciendo el gesto de la boca.
-¿Qué habilidad tiene Raoul? ¿Superestupidez? Diego resopló.
-si
-Eso sin duda. Pero Riley piensa que posee alguna forma de magnetismo: la gente se siente atraída por él, le sigue.
-Sólo quienes van justitos de capacidades mentales.
-Sí, Riley hizo referencia a eso. No parecía causar efecto en los -adoptó un tono que imitaba de un modo bastante decente la voz de Riley- «más mansos».
-¿Mansos?
-Deduje que se refería a gente como nosotros, los que somos capaces de pensar de vez en cuando.
No me gustaba que me llamasen «mansa». No sona­ba como algo bueno dicho así, sin más. La interpreta­ción de Diego sonaba mejor.
-Era como si Riley necesitase del mando de Raoul por algún motivo... Algo se cuece, creo yo.
Un extraño hormigueo me recorrió la espalda cuan­do dijo aquello, y me enderecé en la silla.
-¿Como qué?
-¿Has pensado alguna vez en por qué Riley va siem­pre detrás de nosotros para que no llamemos la aten­ción?
Vacilé durante apenas medio segundo antes de res­ponder. No era ésta la línea de interrogatorio que me hu­biera esperado de la mano derecha de Riley. Era prácti­camente como si estuviese cuestionando lo que Riley nos había dicho. A menos que Diego lo estuviese preguntan­do para Riley, como un espía, para saber qué pensaban de él los «chicos». Pero no me daba esa impresión. Los oscuros ojos de Diego se mostraban bien abiertos y con­fiados. ¿Y por qué iba a importarle a Riley? Puede que la manera en que los demás se referían a Diego no tuviese ninguna base real, que tan sólo fuesen habladurías.
Le respondí con sinceridad.
-Sí, en realidad estabajusto pensando en eso.
-No somos los únicos vampiros en el mundo -afir­mó Diego con solemnidad.
-Ya lo sé. Riley suelta cosas a veces, pero tampoco puede haber muchos. Quiero decir, ¿no nos habríamos dado cuenta antes?
Diego asintió.
-Eso es lo que yo creo, también. Y ésa es la razón de que resulte tan extraño que ella siga haciendo más de no­sotros, ¿no te parece?
Fruncí el ceño.
-Aja, porque no es que le gustemos precisamente a Riley ni nada por el estilo... -Hice una nueva pausa, a la espera de ver si él me contradecía. No lo hizo. Se limi­tó a esperar con un leve gesto de asentimiento, así que proseguí-: Y ella ni siquiera se ha presentado. Tienes ra­zón. No lo había contemplado desde ese punto. Bueno, en realidad ni siquiera había pensado en ello. Pero en­tonces, ¿para qué nos quieren?
Diego levantó una ceja.
-¿Quieres saber lo que pienso?
Asentí con cautela, pero mi inquietud nada tenía que ver con él en ese momento.
-Como he dicho antes, algo se está cociendo. Creo que ella quiere protección y ha puesto a Riley a cargo de la creación de la primera línea del frente.
Valoré aquello con un hormigueo que de nuevo me recorría la espalda.
-¿Y por qué no nos lo iban a decir? ¿No nos manten­dría eso, no sé, alerta o algo parecido?
-Eso sería lo más lógico -reconoció él.
Nos miramos en silencio durante unos intermina­bles segundos. No se me ocurría nada más y no parecía que se le ocurriese a él tampoco.
Finalmente, hice una mueca y dije:
-No sé si me lo trago... la parte esa de que Raoul sea bueno en nada, eso es todo.
Diego se rió.
-Eso es difícil de rebatir. -Y entonces dirigió la mira­da a las ventanas, al final de la oscura noche-. Se acabó el tiempo. Será mejor que volvamos antes de que nos quedemos tiesos.
-Cenizas, cenizas, todos caemos -canturreé para el cuello de mi camisa mientras me ponía en pie y recogía mi montón de libros.
Diego soltó una risotada.
Hicimos una nueva parada rápida en nuestro cami­no: nos metimos en la puerta de al lado, en los grandes almacenes Target -que estaban desiertos- en busca de bolsas de plástico con cierre hermético y dos mochilas. Protegí todos mis libros con bolsas dobles, me fastidia­ba mucho que el agua estropease las páginas.
Nos dirigimos entonces de regreso hacia el agua, por los tejados, principalmente. El cielo estaba empe­zando a teñirse de un tenue gris por el este. Nos zambu­llimos en la ensenadajusto delante de las narices de dos incautos vigilantes nocturnos junto al gran ferry -qué bueno para ellos que estuviese saciada, o habrían esta­do demasiado cerca para mi autocontrol- y nos despla­zamos a toda prisa por el agua turbia camino de la casa de Riley.
Al principio no sabía que se tratase de una carrera. Nadaba rápido tan solo por que el cielo estaba clareando.No tenía la costumbre de apurar tanto el tiempo. Si había de ser sincera conmigo misma, en menudo peda­zo de vampira pringada me había convertido: seguía las normas, no causaba problemas, iba por ahí con el chico más impopular del grupo y siempre llegaba a casa tem­prano.
Pero entonces Diego sí que cambió de marcha. Me sacó varios cuerpos de ventaja, se volvió hacia mí con una sonrisa que venía a decir: « ¿Qué pasa, es que no puedes mantener el ritmo?». Y se puso de nuevo a darle caña.
Bien, yo no iba a aceptar aquello. No era capaz de recordar si había sido competitiva antes -todo parecía tan lejano e irrelevante-, pero puede que lo fuera, por­que respondí de inmediato a su desafío. Diego era un buen nadador, pero yo era más fuerte, en especial justo después de haberme nutrido.
«Nos vemos», gesticulé con los labios al adelantarle, aunque no estaba segura de que lo hubiese visto.
Lo dejé atrás en la oscuridad del agua, y no perdí ni un instante en detenerme a ver por cuánto le ganaba. Atravesé la ensenada a toda velocidad hasta que alcancé el extremo de la isla donde se encontraba el más recien­te de nuestros hogares. El anterior había consistido en una gran cabana en medio de la nada, rodeada de nie­ve, en la ladera de una montaña en la cordillera de las Cascadas. Al igual que aquella casa, la actual estaba ais­lada, contaba con un amplio sótano y sus propietarios habían fallecido recientemente.
Me apresuré a llegar a la playa rocosa y poco profun­da, y a continuación hundí los dedos en el acantilado de arenisca y salí volando. Oí a Diego salir del agua jus­to al tiempo que me agarraba del tronco de un pino descolgado y pasaba por encima del borde del acan­tilado.
Cuando aterricé con suavidad sobre los dedos de los pies, dos cosas me llamaron la atención. Primera: había mucha luz allí fuera. Segunda: la casa había desapa­recido.
Bueno, no había desaparecido del todo, parte de ella aún era visible, pero el espacio que antes ocupaba la casa estaba ahora vacío. El techo se había venido aba­jo y se había convertido en porciones irregulares y an­gulosas de madera negra, carbonizada, hundida por de­bajo de la altura que antes tenía la puerta principal.
Estaba amaneciendo con rapidez. Los oscuros pinos dejaban entrever rastros de su verde perenne. Las copas más pálidas pronto destacarían contra la oscuridad del fondo y, llegados a ese punto, yo estaría muerta.
O muerta de verdad, o quién sabe qué. Esta sedienta segunda vida de superhéroe se iría al garete en una sú­bita llamarada. Y lo único que me imaginaba era que se­ría muy, muy dolorosa.
No era la primera vez que veía nuestro refugio des­truido -con tanta pelea y tanto fuego en los sótanos, la mayoría sólo duraba unas semanas-, pero era la prime­ra vez que me encontraba ante la escena de la destruc­ción con la amenaza de los primeros y débiles rayos de la luz del sol.
Aspiré en un jadeo de aturdimiento cuando Diego aterrizó a mi lado.
-¿Y si nos metemos bajo el tejado? -susurré-. ¿Sería eso lo bastante seguro o...?
-No te ralles, Bree -me dijo Diego, que sonaba de­masiado tranquilo-. Conozco un sitio. Vamos.
Dio una voltereta muy elegante hacia atrás por enci­ma del borde del acantilado.
Yo no pensaba que el agua fuese filtro suficiente para la luz del sol, aunque tal vez no pudiésemos arder si nos encontrábamos sumergidos, ¿no? A mí me pare­cía un plan realmente pobre.
No obstante, en lugar de escarbar un túnel bajo la chamuscada estructura de la casa siniestrada, me lancé detrás de él por el acantilado. No estaba en absoluto se­gura de mi razonamiento, y ésa era una sensación extra­ña. Por lo general hacía siempre lo mismo: seguía la ru­tina, actuaba según la lógica.
Alcancé a Diego en el agua. Volvía a echar una ca­rrera, pero esta vez no era porque sí. Una carrera con­tra el sol.
A toda velocidad, dobló un cabo de la pequeña isla y se sumergió muy profundo. Me sorprendió que no se golpease contra el fondo rocoso de la ensenada, y me sorprendí aún más cuando pude sentir el flujo de una corriente más cálida. Surgía de lo que había pensado que no era sino un saliente en la roca.
Muy hábil por parte de Diego el contar con un sitio como éste. Sin duda, no iba a resultar divertido quedar­nos sentados en una cueva submarina todo el día -el he­cho de no respirar provocaba irritación pasada unas horas-, pero era mejor que reventar hecha cenizas. Te­nía que haber pensado como Diego. Pensar en algo más aparte de la sangre, quiero decir. Tenía que haber esta­do preparada para lo inesperado.
Diego continuó avanzando a través de una estrecha grieta en las rocas. Allí dentro estaba oscuro, negro como el carbón. A salvo. No podía seguir nadando -el espacio era demasiado estrecho-, así que avancé como pude, igual que Diego, trepando por la tortuosa abertura. Se­guí esperando a que se detuviese, pero no lo hizo. De re­pente me percaté de que estábamos ascendiendo de ver­dad, y entonces oí a Diego salir a la superficie.
Yo salí apenas medio segundo después que él.
La cueva apenas era algo más que un pequeño agu­jero, una madriguera del tamaño de un Volkswagen Es­carabajo, aunque no tan alta. Una segunda abertura con­ducía al exterior desde el fondo, y podía percibir el aire fresco procedente de aquella dirección. Distinguí la for­ma de los dedos de Diego repetida una y otra vez en la textura de las paredes de piedra caliza.
-Bonito lugar -le dije.
Diego sonrió.
-Mejor que la espalda de Fred elFreaky. -Eso no te lo discuto. Mmm. Gracias. -De nada.
Nos miramos en la oscuridad durante un minuto. Su semblante, relajado y tranquilo. Con cualquier otro, Kevin, Kristie o quien fuese de entre los demás, habría sido aterrador: el espacio reducido, la proximidad for­zosa. El modo en que podía oler su rastro a todo mí al­rededor. Eso habría significado una muerte rápida y do-lorosa en cualquier instante. Pero Diego era tan sereno. Nada parecido a ningún otro.
-¿Qué edad tienes? -me preguntó de pronto.
-Tres meses, ya te lo he dicho.
-No me refería a eso. Supongo que la forma apro­piada de preguntártelo sería... mmm, ¿ qué edad tenías?
Me aparté, incómoda, cuando me di cuenta de que me estaba preguntad por rollos humanos. Nadie  hablaba de eso. Nadie quería pensar en ello. Pero yo tam­poco quería poner fin a la conversación. Se trataba de que mantener siquiera una conversación era una expe­riencia nueva y distinta. Vacilé, y él aguardó con una ex­presión de curiosidad.
-Tenía, mmm, quince años, creo. Casi dieciséis. No me acuerdo del día... ¿había pasado mi cumpleaños? -Intenté hacer memoria, pero aquellas últimas sema­nas de hambre eran como una gran mancha borrosa, y los esfuerzos por conseguir aclararlas hacían que la ca­beza me doliese de un modo muy extraño. Negué con un gesto, lo dejé-. ¿Y tú?
-Acababa de cumplir los dieciocho -me dijo él-. Qué cerca.
-¿Cerca de qué?
-De salir -me dijo, pero no continuó. Durante un minuto se produjo un silencio incómodo y a continua­ción cambió de tema-. Lo has hecho realmente bien desde que llegaste -me dijo conforme iba recorriendo con la mirada mis brazos cruzados, las piernas encogi­das-. Has sobrevivido, has evitado atraer la atención inapropiada, estás entera.
Hice un gesto de indiferencia y me remangué la ca­miseta hasta el hombro, de forma que pudiese ver la lí­nea delgada e irregular que me circundaba el brazo.
-Este me lo arrancaron una vez -admití-. Me lo vol­vieron a poner antes de quejen lo pudiese flambear. Riley me enseñó cómo recolocármelo.
Diego sonrió de forma irónica y se tocó la rodilla de­recha con un dedo. Sus vaqueros oscuros cubrían la ci­catriz que debía de haber ahí.
-Le pasa a todo el mundo.
-Ouch -dije yo. El asintió.
-En serio. Pero como te estaba diciendo, eres una vampira bastante decente.
-¿Se supone que debería darte las gracias?
-Sólo estoy pensando en voz alta, intentando hallar­le el sentido a las cosas.
-¿A qué cosas?
Frunció ligeramente el ceño.
-A lo que está pasando en realidad. A qué pretende Riley, por qué sigue trayéndole a ella unos chicos tan al azar. Por qué a Riley no parece importarle si se trata de alguien como tú o de alguien como ese idiota de Kevin.
Sonaba como si él no conociese a Riley mejor que yo en absoluto.
-¿Qué quieres decir con alguien como yo? -le pregunté.
-Tú eres del tipo que Riley debería estar buscando, i de los listos, y no esa banda de malotes estúpidos que no deja de traer Raoul. Apostaría a que tú no ibas de buscona drogata cuando eras humana.
Me sentí incómoda ante la última palabra. Diego se quedó esperando mi respuesta, como si no hubiera dicho nada raro. Respiré hondo y volví a pensar.
-No andaba muy lejos -admití tras unos segundos de paciente observación por su parte-. No había llegado a eso, pero en unas pocas semanas más... -Me encogí de hombros-. Ya sabes, no me acuerdo de mucho, pero sí recuerdo que pensaba que no había nada más fuerte en este planeta que el hambre de antes. Ahora  resulta que la sed es peor.
Se rió.
-Ni que lo digas, hermana.
-¿Y qué hay de tí? ¿No eras tú un jovencito fugitivo y problemático como el resto de nosotros?
-Oh, sí que era problemático, a base de bien. Dejó de hablar.
Pero yo también sabía quedarme sentada y esperar las respuestas a unas preguntas inapropiadas. Me limité a mirarle fijamente.
Suspiró. El olor de su aliento era agradable. Todo el mundo olía dulce, pero Diego tenía una pizca de algo más: alguna especia como la canela o el clavo.
-Intenté mantenerme lejos de toda esa mierda. Es­tudié mucho. Iba a salir del gueto, ya sabes, ir a la uni­versidad. Convertirme en alguien. Pero había un tío no muy diferente de Raoul: únete o muere, ése era su lema. Yo no quería ninguna de las dos opciones, así que me mantenía lejos de su grupo, tenía cuidado, seguía vivo.
Se detuvo y cerró los ojos.
Yo no había terminado de presionarle.
-¿Y?
-Mi hermano menor no tuvo el mismo cuidado. Estaba a punto de preguntarle si su hermano se ha­bía unido o había muerto, pero la expresión de su ros­tro hizo innecesaria la pregunta. Desvié la mirada, no sabía cómo reaccionar. La verdad es que no podía en­tender su pérdida, el dolor que aún le hacía sentir de una forma tan clara. Yo no había dejado atrás nada que añorase todavía. ¿Era ésa la diferencia? ¿Era ésa la razón por la cual él se detenía a pensar en unos recuerdos que los demás rehuíamos?
Seguía sin ver cómo encajaba Riley en todo aquello. Riley y la dolorosa hamburguesa con queso. Quería oír  aquella parte de la historia, pero entonces me sentí mal por empujarle a responder.
Afortunadamente para mi curiosidad, Diego prosi­guió un minuto después.
-Me descontrolé, digámoslo así. Le robé un arma a un amigo y me fui de caza. -Se rió de forma siniestra-. No se me daba tan bien por aquel entonces, pero acabé con el tío que se cargó a mi hermano antes de que él me liquidase a mí. El resto de su gente me tenía acorralado en un callejón. Y luego, de repente, allí estaba Riley, en­tre ellos y yo. Recuerdo haber pensado que era el tipo más pálido que jamás había visto. Ni siquiera miró a los otros cuando le dispararon, como si las balas fueran mos­cas. ¿Sabes lo que me dijo? Pues esto:
« ¿Quieres una nue­va vida, chaval?».
-¡Ja! -Me reí-. Eso es mucho mejor que lo mío. To­do lo que yo obtuve fue: «Eh, chica, ¿quieres una ham­burguesa?».
Aún me acordaba del aspecto que Riley tenía aque­lla noche, aunque la imagen estuviese toda borrosa por­que mi vista era un asco en aquella época. Era el tío más bueno que había visto nunca, alto, rubio y tan perfecto, cada rasgo. Sabía que sus ojos habían de ser igual de bo­nitos debajo de las gafas de sol oscuras que no se quitó en ningún momento, y su voz tan agradable, tan dulce. Creí que sabía lo que deseaba a cambio de la comida, y también se lo habría dado. No porque fuese tan agrada­ble a la vista, sino porque no había comido nada excep­to basura en dos semanas. Y sin embargo, resultó que lo que quería era otra cosa.
Diego se rió con la frase de la hamburguesa.
-Debías de estar bastante hambrienta.
-Que te mueres.
-¿Y por qué pasabas tanta hambre?
-Porque fui estúpida y me largué huyendo antes de sacarme el carné de conducir. No podía conseguir un trabajo de verdad, y era una ladrona penosa.
-¿De qué estabas huyendo?
Vacilé. Los recuerdos se iban aclarando poco a poco conforme me iba concentrando en ellos, y no estaba se­gura de desear tal cosa.
-Venga, vamos -insistió-. Yo te he contado lo mío.
-Es cierto, lo has hecho. Vale. Estaba huyendo de mi padre, que solía zurrarme bastante. Es probable que le hiciese lo mismo a mi madre antes de que ella se larga­se. Yo era muy pequeña entonces y apenas me enteraba de nada. La cosa fue a peor y pensé que si esperaba de­masiado acabaría muerta. El me decía que si alguna vez me iba, me moriría de hambre. En eso tenía razón, lo único en lo que acertó en cuanto a mí se refiere. No pienso mucho en ello.
Diego hizo un gesto de asentimiento.
-Es duro recordar ese rollo, ¿verdad? Es todo tan confuso y oscuro.
-Es como intentar ver con barro en los ojos.
-Una buena comparación -me halagó; entrecerró los ojos como si estuviese intentando ver, y se los frotó.
Nos volvimos a reír juntos. Muy raro.
-Me parece que no me he reído con nadie desde que conocí a Riley -dijo él dando así voz a mis pensamien­tos-. Es agradable. Tú eres agradable, no como los otros. ¿Has intentado alguna vez mantener una conversación con alguno de ellos?
-No, en absoluto.
-No te estás perdiendo nada, que es a donde yo voy. ¿No disfrutaría Riley de un nivel de vida un poco más alto si se rodease de vampiros decentes? Si se supone que hemos de protegerla a ella, ¿no debería él buscárse­los listos?
-Así que Riley no necesita cerebros -razoné-. Nece­sita cantidad.
Diego frunció los labios al valorarlo.
-Si se tratase de ajedrez, no estaría creando alfiles y caballos.
-No somos más que peones -caí en la cuenta.
Nos quedamos mirándonos el uno al otro durante un minuto eterno.
-Yo no quiero pensar eso -afirmó Diego.
-¿Qué hacemos entonces? -le pregunté, utilizando el plural de manera automática, como si ya formásemos un equipo.
Meditó sobre mi pregunta un instante, con aspec­to de estar incómodo, y lamenté aquella primera perso­na del plural. Pero entonces dijo:
-¿Qué vamos a poder hacer si no sabemos lo que está pasando?
Así que no le importaba lo del equipo, y eso me hizo sentir realmente bien, de un modo que no recordaba haberme sentido nunca.
-Supongo que mantener los ojos bien abiertos, pres­tar atención, intentar deducirlo.
Asintió.
-Tenemos que pensar en todo lo que nos haya di­cho Riley, en todo lo que ha hecho. -Hizo una pausa, pensativo-. Una vez intenté hablar con él sobre esto, pero a Riley no pudo haberle importado menos. Me dijo que me centrase en cuestiones de mayor relevan­cia, como la sed. Que por otro lado era lo único en lo que podía pensar entonces, por supuesto. Me hizo salir de caza y dejé de preocuparme...
Observé cómo pensaba en Riley. Tenía la mirada perdida mientras revivía el recuerdo, y yo tenía mis du­das. Diego era mi primer amigo en esta vida, pero yo no era el suyo.
De golpe, me volvió a sobresaltar su razonamiento.
-¿Qué hemos aprendido de Riley, entonces?
Me concentré y fui recorriendo mentalmente los tres últimos meses.
-La verdad es que no nos cuenta mucho, ya lo sabes. Sólo los fundamentos de los vampiros.
-Tenemos que escuchar con mayor atención.
Permanecimos sentados en silencio, valorando aque­llo último. Yo pensaba en lo mucho que aún ignoraba, principalmente, y en por qué no me había preocupado hasta ahora por todo lo que no sabía. Era como si hablar con Diego me hubiese aclarado las ideas. Por primera vez en tres meses, la sangre no era lo más importante.
El silencio se prolongó durante un rato. El orificio negro a través del cual yo había notado que entraba aire fresco en la cueva ya no era tan negro. Ahora era de co­lor gris oscuro y a cada segundo que pasaba se iba acla­rando de manera infinitesimal. Diego se percató de que lo observaba nerviosa.
-No te preocupes -me dijo-. En los días soleados se cuela aquí una luz muy tenue. No te hace nada -e hizo un gesto de indiferencia.
Escruté más de cerca la abertura en el suelo, donde el agua iba desapareciendo a medida que la marea bajaba.
-En serio, Bree. Ya he estado aquí abajo otras veces durante el día. Le hablé a Riley de esta cavidad y de que estaba llena de agua en su mayoría, y él dijo que era un buen sitio para cuando necesitase salir de esa casa de lo­cos. De todas formas, ¿tengo aspecto de haberme cha­muscado?
Vacilé al pensar en lo diferente que era su relación con Riley de la mía. Arqueó las cejas a la espera de una respuesta.
-No -dije finalmente-. Pero...
-Mira -me interrumpió con impaciencia. Reptó ve­loz para llegar al túnel y metió allí el brazo hasta el hom­bro-. Nada.
Asentí una vez.
-¡Tranquilízate! ¿Quieres que pruebe a ver hasta qué altura puedo llegar?
Fue metiendo la cabeza en el conducto conforme hablaba y empezó a ascender.
-No lo hagas, Diego. -Había desaparecido ya de mi vista-. Estoy tranquila, lo juro.
Se estaba riendo, y sonaba como si ya hubiese avan­zado varios metros por el túnel. Quería ir tras él, aga­rrarle del pie y tirar de él para traerlo de vuelta, pero es­taba petrificada por la ansiedad. Sería estúpido arriesgar mi vida para salvar la de un completo extraño. Pero no había tenido nada semejante a un amigo en la eterni­dad. A esas alturas ya iba a resultarme duro volver a es­tar sin nadie con quien hablar, tras una sola noche.
-No me estoy quemando1 -voceó desde arriba en tono de guasa- Espera... ¿Qué...? ¡Ah!
-¿Diego?
Atravesé la cueva de un salto e introduje la cabeza en el túnel. Su rostro estaba allí mismo, a centímetros del mío.
-¡Bu!
Retrocedí de un respingo ante su proximidad; un acto reflejo sin más, un viejo hábito.
-Muy divertido -dije con sequedad al tiempo que me apartaba y él se deslizaba de nuevo en el interior de la cueva.
-Chica, necesitas relajarte. Esto ya lo he investigado, ¿vale? La luz indirecta del sol no causa ningún daño.
-¿Me estás diciendo entonces que me puedo poner a la maravillosa sombra de un árbol sin que me pase nada?
Dudó unos instantes, como si se estuviese debatien­do entre contarme algo o no hacerlo, y entonces me di­jo en voz baja:
-Yo lo hice una vez.
Me quedé mirándole, a la espera de su sonrisa, por­que aquello era una broma. Ni rastro de ella.
-Riley dijo... -arranqué yo, y entonces mi voz se fue apagando.
-Sí, ya sé lo que dijo Riley -admitió-. Puede que Ri­ley no sepa tanto como él dice.
-Pero ¿y Shelly y Steve? ¿Doug y Adam? ¿Aquel chi­co pelirrojo? Todos ellos. Ya no están porque no regre­saron a tiempo. Riley vio las cenizas. -Las cejas de Die­go se juntaron en un gesto de tristeza-. Todo el mundo sabe que los vampiros de antaño tenían que permane­cer en ataúdes durante el día -proseguí- para proteger­se del sol. Eso es saber común, Diego.
-Tienes razón. Todos los relatos recogen eso, sin duda.
-Y de todas formas, ¿qué ganaría Riley encerrándo­nos en un sótano donde no llegase la luz, un gran ataúd colectivo, durante todo el día?
En español en el original (tv del t)

 Lo que hacemos es de­moler la casa, y él tiene que ocuparse de las peleas, es un caos constante. No me puedes estar diciendo que Ri­ley disfruta con ello.
Algo de lo que dije le sorprendió. Se quedó sentado con la boca abierta durante un segundo; entonces la cerró.
-¿Qué?
-Saber común -repitió él-. ¿Qué hacen los vampi­ros metidos en ataúdes todo el día?
-Mmm... Ya, claro, se supone que dormir, ¿no? Aun­que yo me imagino que lo más probable es que se que­den ahí tumbados y aburridos, porque nosotros no... Vale, entonces esa parte es incorrecta.
-Exacto. En los relatos no están simplemente dor­midos, están totalmente inconscientes. No se pueden despertar. Un humano puede llegar tan campante y cla­varles una estaca, sin problema ninguno. Y ésa es otra: las estacas. ¿De verdad crees que alguien puede atrave­sarte  con un trozo de madera?
Me encogí de hombros.
-La verdad es que no he pensado en ello. Es decir, supongo que no con un trozo normal de madera, obvia­mente. Puede que la madera afilada tenga algún tipo de... yo qué sé. Propiedades mágicas o algo así.
Diego resopló.
-Por favor.
-Vale, no lo sé. De todas formas, yo no me quedaría ahí quieta  mientras un humano viene corriendo hacia mí con un palo de escoba afilado.
Diego -todavía con una especie de gesto de asco en el rostro, como si la magia fuera realmente algo tan le­jano siendo un vampiro- se puso de rodillas y empezó a rascar con los dedos la piedra caliza que había sobre él. Se le llenó el pelo de fragmentos minúsculos de piedra, pero él no se inmutó.
-¿Qué haces?
-Experimentar.
Escarbó con ambas manos hasta que pudo ponerse en pie, y siguió adelante.
-Diego, sal a la superficie y explota. Para ya.
-No estoy intentando... Ah, allá vamos.
Se produjo un fuerte crujido, y otro más a continua­ción, pero no hubo nada de luz. Se volvió a agachar, has­ta donde yo pudiera verle la cara, con el trozo de la raíz de un árbol en la mano blanca, muerta y seca bajo los te­rrones de arena. El extremo por donde la había partido formaba una punta afilada y desigual. Me la tiró.
-Clávamela.
Se la tiré de vuelta.
-Olvídalo.
-Lo digo en serio. Sabes que no puede hacerme nin­gún daño.
Volvió a lanzarme la raíz, describiendo un arco. En lugar de atraparla, le di un golpe para devolverla.
La agarró al vuelo y masculló:
-¡Cómo puedes ser tan... supersticiosa!
-Soy un vampiro. Si eso no demuestra que la gente supersticiosa tiene razón, entonces no sé yo qué lo de­mostrará.
-Muy bien, yo lo haré.
Sostuvo la raíz apartada de sí en un gesto dramático, el brazo extendido, como si se tratase de una espada y estuviese a punto de atravesarse.
-Venga ya -le dije inquieta-. Esto es estúpido.
-Ahí voy yo. A que no hay nada en juego.
Destrozó la raíz contra su pecho justo en el lugar donde antes le latía el corazón, con la fuerza suficiente como para atravesar un bloque de granito. Me quedé helada de pánico hasta que se rió.
-Tendrías que verte la cara, Bree.
Jugueteó con las astillas de madera rota entre los de­dos. La raíz destrozada cayó al suelo en añicos. Diego se sacudió la camisa, aunque ya estaba demasiado sucia de tanto nadar y excavar para que el esfuerzo le sirviese de algo. Ambos tendríamos que robar más ropa en la próxima oportunidad que se nos presentase.
-Quizá sea diferente cuando lo hace un humano.
-¿Lo dices por lo mágica que tú te sentías cuando eras humana?
-No lo sé, Diego -dije con exasperación-. Yo no me inventé todas esas historias.
Asintió, ahora más serio de repente.
-¿Y si las historias son exactamente eso? Un invento.
Suspiré.
-¿Y eso qué cambiaría?
-No estoy seguro, pero si vamos a analizar con dete­nimiento por qué estamos aquí, por qué Riley nos llevó hasta ella, por qué sigue haciendo más de nosotros, en­tonces tenemos que ser capaces de comprender tanto como nos sea posible -concluyó, y arrugó la frente, de­saparecido ya de su semblante todo rastro de risa alguna.
Yo sólo pude mirarlo fijamente. No tenía respuestas.
La expresión de sus facciones se suavizó un poco.
-Esto es de una gran ayuda, ¿sabes? Hablar de ello me ayuda a concentrarme.
-A mí también -le dije-. No sé por qué no había pen­sado jamás en esto. Parece tan obvio. Pero si nos ponemos juntos en ello... no sé. Me mantiene más encarrilada.
-Exacto. -Diego me sonrió-. Me alegro mucho de que salieses esta noche.
-No te pongas pasteloso conmigo ahora.
-¿Qué? ¿No quieres que seamos -abrió desmesura­damente los ojos y el tono de su voz se volvió una octava más agudo- IAEs? -y se partió de risa tras aquella expre­sión tan torpe.
Puse los ojos en blanco sin estar completamente se­gura de si se estaba riendo de lo que había dicho o de mí.
-Venga, Bree, por favor, sé mi íntima amiga para la eternidad.
Seguía de broma, pero su amplia sonrisa era natural y... optimista. Me ofreció la mano extendida.
Esta vez fui de verdad a chocarle los cinco y, has­ta que me cogió la mano y la sostuvo, no me percaté de que él había pretendido algo distinto.
Resultaba sorprendentemente extraño tocar a otra persona después de toda una vida -porque los últimos tres meses eran toda mi vida- de evitar todo tipo de con­tacto. Igual que tocar una línea de alta tensión caída, entre chispas, sólo para descubrir que la sensación era agradable.
Pude sentir que la sonrisa en mi cara estaba un poco torcida.
-Cuenta conmigo.
-Excelente. Nuestro propio club privado. -Muy exclusivo -coincidí.
El aún tenía mi mano. No la movía como en un apretón, pero tampoco la sujetaba exactamente. -Necesitamos un saludo secreto. -Eso lo dejo a tu elección.
-Por lo tanto, el club súper secreto de los íntimos amigos es llamado al orden, todos presentes, el saludo secreto habrá de ser ideado en una fecha posterior -di­jo-. Primer orden del día: Riley. ¿Ignorante? ¿Mal infor­mado? ¿O mentiroso?
Sus ojos se hallaban fijos sobre los míos conforme hablaba, abiertos de par en par y sinceros. No hubo nin­gún cambio en el momento en que pronunció el nom­bre de Riley. En aquel instante estuve segura de que no había fundamento en las historias sobre Diego y Riley. Tan sólo era que Diego llevaba más tiempo allí que el resto, nada más. Podía confiar en él.
-Añádase esto a la lista -le dije-. Planes. En lo refe­rente a ¿cuáles son los suyos?
-Has dado en el blanco. Eso es exactamente lo que hemos de averiguar. Pero antes, otro experimento.
-Esa palabra me pone nerviosa.
-La confianza es un componente esencial de la parafernalia del club secreto.
Se puso en pie ocupando el espacio extra en el te­cho que él mismo había abierto, y se puso a excavar de nuevo. En un instante sus pies se tambaleaban en el aire mientras se sujetaba con una mano y escarbaba con la otra.
-Más te vale estar buscando ajos -le advertí, y retro­cedí en dirección al túnel que conducía al mar.
-Las historias no son ciertas, Bree -me dijo a voces.
Continuó ascendiendo dentro del agujero que ha­cía, y seguía lloviendo tierra. A ese ritmo iba a rellenar todo su escondite, o a inundarlo de luz, lo cual lo con­vertiría en algo más inútil aún.
Me deslicé casi entera en el interior del conducto de escape, apenas asomaba las yemas de los dedos y los ojos por encima del borde. El agua me llegaba sólo hasta la cadera. Me bastaría con una mínima fracción de segun­do para desaparecer en la oscuridad que había debajo de mí, y podía pasar un día sin respirar.
Nunca había sido una entusiasta del fuego. El moti­vo de ello podía hallarse en algún recuerdo enterrado de mi infancia, o quizá se trataba de algo más reciente. Ya había tenido fuego de sobra con mi conversión en vampiro.
Diego tenía que estar ya cerca de la superficie. Una vez más, tuve que combatir la idea de perder a mi nue­vo y único amigo.
-Diego, para ya, por favor -susurré, consciente de que lo más probable era que él se riese, en el convenci­miento de que no me escucharía.
-Confía, Bree.
Aguardé, inmóvil.
-Casi... -masculló él-. Muy bien.
Me tensé a la espera de la luz, o de una chispa, o de la explosión, pero Diego se dejó caer mientras conti­nuaba oscuro. En la mano llevaba una raíz más larga, un palo grueso y retorcido casi tan alto como yo. Me de­dicó una mirada en plan «ya te lo he dicho».
-No soy un completo insensato -me dijo. Señaló la raíz con la mano que tenía libre-. ¿Lo ves? Precauciones.
Dicho aquello, metió la raíz en el agujero que había hecho y la clavó en la parte alta. Se produjo una avalan­cha final de grava y arena al tiempo que Diego retroce­día de rodillas para apartarse. Y entonces un haz de luz brillante -un rayo del grosor del brazo de Diego- perfo­ró la oscuridad de la cueva. La luz formaba una colum­na desde el techo hasta el suelo, que resplandecía al atravesarla el polvo a la deriva. Yo estaba petrificada, asi­da al borde, lista para hundirme.
Diego no salió despedido ni se puso a gritar de do­lor. No había ningún olor a humo. La cueva estaba cien veces más iluminada que antes pero a él no parecía afec­tarle, así que quizá fuera verdad su historia sobre la som­bra del árbol. Observé con atención cómo permanecía arrodillado junto a la columna de luz, inmóvil, mirán­dola fijamente. Se encontraba bien en apariencia, pero en su piel había un ligero cambio, una especie de movi­miento que reflejaba el brillo, quizás a causa del polvo que caía. Casi parecía como si él mismo estuviese bri­llando.
Quizá no fuese el polvo, quizá se estuviese queman­do. Quizá no doliese y él se daría cuenta demasiado tarde...
Pasaron los segundos y seguíamos con la mirada fija en la luz del sol, inmóviles.
Entonces, en un movimiento que se antojaba abso­lutamente esperado y a la vez por completo impensa­ble, Diego abrió una mano con la palma hacia arriba y extendió el brazo en dirección al haz de luz.
Me moví más rápido de lo que podía siquiera pen­sar, que ya era rápido de narices. Más veloz de lo queja-más me había movido.
Arrollé a Diego de espaldas contra el muro de la co­vacha repleta de tierra antes de que pudiese atravesar ese último centímetro que expondría su piel a la luz.
La cavidad se llenó de un fulgor repentino, y sentí el calor en mi pierna en el preciso momento en que me percaté de que no había espacio suficiente para poder contener a Diego contra la pared sin que alguna parte de mi cuerpo tocase la luz.
-¡Bree! -exclamó en un grito ahogado.
Me aparté de él de manera automática y me revolví para apretarme contra la pared. Duró menos de un se­gundo, y todo ese tiempo me quedé esperando a que el dolor se apoderase de mí. A que prendiesen las llamas y a continuación se extendiesen igual que la noche que la conocí a ella, sólo que más rápido. El fogonazo de luz cegadora había desaparecido. De nuevo, sólo quedaba allí la columna de sol.
Dirigí la mirada al rostro de Diego; tenía los ojos como platos y la boca abierta de par en par. Estaba total­mente quieto, señal segura de alarma. Quería mirarme la pierna, pero me daba miedo ver lo que quedaba; no era como cuando Jen me arrancó el brazo, si bien aque­llo me dolió más. No iba a ser capaz de curarme esto.
Seguía sin dolerme.
-Bree, ¿has visto eso?
Hice un rápido gesto negativo con la cabeza.
-¿Está muy mal?
-¿Mal?
-Mi pierna -mascullé entre dientes-. Dime solamen­te cuánta pierna queda.
-A mí me parece que está perfecta.
Bajé la vista rápidamente y, en efecto, allí estaba mi  pie, con mi  pantorrilla, justo igual que antes. Moví los dedos de los pies. Perfecto.
-¿Te duele? -me preguntó.
Me incorporé del suelo y me puse de rodillas.
-Todavía no.
-¿Has visto lo que ha pasado? ¿La luz? Negué con la cabeza.
-Observa esto -dijo mientras se arrodillaba de nue­vo frente al haz de luz-. Y no me vuelvas a apartar de un empujón. Tú ya has demostrado que estoy en lo cierto.
Extendió la mano. Quedarse mirando volvía a resul­tar casi igual de duro esta vez, aunque no notase ningún cambio en la pierna.
En el instante en que sus dedos atravesaron el haz de luz, la cueva se llenó con un millón de brillantes re­flejos iridiscentes. Había tanta claridad como en un in­vernadero a mediodía: luz por todas partes. Di un res­pingo y me estremecí. La luz del sol me envolvía por completo.
-Irreal -susurró Diego.
Introdujo el resto de la mano en la luz y la cueva se iluminó aún más. Giró la mano para mirarse el anverso y después la volvió a poner boca arriba. Los reflejos dan­zaron como si Diego estuviese girando un prisma.
No había ningún olor a quemado, y era patente que no le dolía. Observé su mano más de cerca y me pareció como si tuviese millones de espejos minúsculos sobre la piel, demasiado pequeños para distinguirlos de forma independiente, que reflejaban la luz con el doble de in­tensidad que un espejo normal.
-Ven aquí, Bree... tienes que probar esto.
No pude pensar en una razón para negarme, y sentía curiosidad, pero aún me notaba reacia al acercarme a su lado.
-¿No quema?
-Nada. La luz no nos quema, sólo... se refleja en no­sotros. Me imagino que decir eso es quedarse un poco corto.
Con la lentitud propia de un humano, renuente, al­cancé la luz con los dedos. Mi piel comenzó de inmedia­to a centellear con los reflejos, y la cavidad se iluminó tanto que, en comparación, el día en el exterior hubie­ra parecido oscuro. No obstante, no eran exactamente reflejos, la luz era refractada y de colores, algo más pa­recido a un cristal. Metí la mano entera y la cavidad se iluminó aún más.
-¿Crees que Riley lo sabe? -susurré.
-Puede que sí, puede que no.
-Si lo supiese, ¿por qué no nos lo iba a contar? ¿Qué sentido tendría? Así que somos bolas de discoteca an­dantes -me encogí de hombros.
Diego se rió.
-Ya veo de dónde provienen las historias. Imagínate que hubieras visto esto en alguien cuando eras huma­na, ¿no pensarías que el tío se estaba quemando?
-Si no se acercase a charlar un rato, quizás.
-Esto es increíble -dijo Diego.
Con un dedo trazó una línea que atravesaba la res­plandeciente palma de mi mano. Entonces se puso en pie de un salto bajo el haz y la cueva se convirtió en un festival de luz.
-Venga, salgamos de aquí.
Estiró los brazos y ascendió por el agujero que había abierto hacia la superficie.
Se podría pensar que debería haberlo asumido, pe­ro aún estaba nerviosa al seguirle. Me mantuve pegada a sus talones, no quería parecer una completa cobarde, pero fui todo el camino con el estómago encogido; Ri-ley había sido muy claro en lo de arder al sol, en mi men­te eso iba asociado al rato de quemazón tan horrible que pasé al convertirme en vampiro, y no era capaz de escapar al pánico instintivo que se apoderaba de mí ca­da vez que pensaba en ello.
Diego había salido ya del agujero, y yo me encontré a su lado medio segundo después. Permanecimos en pie en una zona de hierba silvestre, a tan sólo unos po­cos pasos de los árboles que cubrían la isla. A nuestra es­palda había un par de metros hasta un acantilado bajo y, a continuación, el agua. A nuestro alrededor, todo brillaba a causa de los colores y a la luz que emitíamos.
-Guau -mascullé.
Diego me dedicó una amplia sonrisa cargada con la belleza de su rostro bajo la luz y, de repente, en medio de un profundo vuelco que me dio el estómago, me percaté de que todo eso de los I A Es distaba mucho de la realidad. Para mí, al menos. Así de rápido iba.
Se suavizó la amplitud de su sonrisa y se transformó en un rostro amable. Tenía los ojos tan abiertos como yo, todo asombro y luz. Me tocó la cara del mismo modo en que me había tocado la mano, como si estuviera in­tentando comprender aquel brillo.
-Cuánta belleza -murmuró, y dejó la mano sobre mi mejilla.
No estoy segura de cuánto tiempo nos quedamos allí de pie, sonriendo como dos verdaderos idiotas, re­fulgiendo como antorchas de cristal. No había barcos en la ensenada, lo cual probablemente fue una suer­te. De ningún modo habríamos pasado inadvertidos, ni siquiera para un humano con los ojos llenos de barro. Tampoco hubiesen podido hacernos nada, pero no tenía sed, y los gritos me habrían estropeado el buen ánimo.
Una gruesa nube ocultó finalmente el sol y, de pron­to, éramos de nuevo nosotros aunque con una ligera luminosidad, si bien no la suficiente para que se percata­se alguien con la vista más torpe que la de un vampiro.
En cuanto desapareció el brillo, se me aclararon las ideas y pude pensar en lo que vendría a continuación. No obstante, aunque Diego presentase de nuevo su as­pecto normal -no hecho de una luz resplandeciente, al menos-, supe que ante mis ojos no volvería a parecer el mismo. Aquel cosquilleo en la boca del estómago se­guía ahí, y me daba la sensación de que podría quedar­se de manera permanente.
-¿Se lo contamos a Riley? ¿Hemos decidido que no lo sabe? -le pregunté.
Diego suspiró y dejó caer la mano.
-No lo sé. Pensemos en ello mientras los rastreamos.
-Vamos a tener que ser cuidadosos al rastrearlos de día. Ya sabes, al parecer se nos nota un poco cuando nos da el sol.
Sonrió.
-Seremos ninjas. Asentí.
-Club ninja supe secreto mola mucho más que el rollo ese de los IA  Es. -Muchísimo más.
Apenas nos bastaron unos pocos segundos para dar con el punto desde donde el grupo al completo había abandonado la isla. Ésa era la parte fácil. Dar con el lu­gar donde habían puesto el pie en la costa continental ya era otro problema bien distinto. Valoramos por un segundo la posibilidad de separarnos, pero desestima­mos la idea por unanimidad. Nuestra lógica era de una solidez aplastante -al fin y al cabo, si uno de los dos en­contraba algo, ¿cómo se lo iba a contar al otro?-, pero se trataba sobre todo de que no quería alejarme de él, y notaba que él sentía lo mismo. Ambos nos habíamos pa­sado toda nuestra vida sin ninguna clase de buena com­pañía, y era algo         demasiado agradable como para mal­gastar ni un solo minuto de ella.
En cuanto adonde podían haber ido, había dema­siadas opciones: al territorio continental de la penínsu­la o a otra isla, o de regreso a las afueras de Seattle, o al norte, a Canadá. Siempre que demolíamos o quemába­mos uno de nuestros refugios, Riley estaba preparado, siempre parecía saber con exactitud adonde nos dirigi­ríamos a continuación. Debía de tener planes de ante­mano para estos temas, pero no nos hacía partícipes de éstos a ninguno de nosotros.
Podrían estar en cualquier parte.
Nos ralentizó mucho tener que andar sumergiéndo­nos en el agua y volviendo a la superficie para evitar a los barcos y a la gente, y transcurrió el día sin que la for­tuna nos sonriera, pero a ninguno de los dos nos impor­tó. Lo estábamos pasando mejor que nunca.
Qué día tan extraño. En lugar de sentarme triste en la oscuridad de mi escondite y de tragarme el asco in­tentando no prestar atención al caos, estaba jugando a los ninjas con mi reciente íntimo amigo, o puede que algo más. Nos reímos mucho mientras recorríamos las sombras y nos tirábamos piedras el uno al otro como si fueran estrellas con cuchillas.
Entonces se puso el sol y de repente la inquietud se apoderó de mí. ¿Nos buscaría Riley? ¿Deduciría que nos habíamos carbonizado? ¿Sabría lo que había pasado?
Comenzamos a movernos a mayor velocidad. A mu­cha más velocidad. Ya habíamos recorrido todas las is­las cercanas, así que nos concentramos en el territorio continental. Alrededor de una hora después del ocaso, percibí un olor familiar y en cuestión de segundos nos hallamos sobre su pista. Una vez localizada la senda del olor, resultaba tan sencillo como seguir a una manada de elefantes por la nieve recién caída.
Hablamos sobre cómo procederíamos, más en serio ahora, sin parar de correr.
-No creo que debamos contárselo a Riley -dije yo-. Digamos que hemos pasado todo el día en tu cueva an­tes de ir a buscarlos. -Mi paranoia iba en aumento con­forme hablaba-. Mejor aún, contémosles que tu cueva estaba llena de agua y que ni siquiera hemos podido hablar.
-Crees que Riley es un mal tipo, ¿verdad? -me pre­guntó en voz baja pasado un minuto.
Mientras hablaba, me cogió de la mano.
-No lo sé, pero prefiero actuar como si lo fuera, por si acaso. -Vacilé, y entonces añadí-: Tú no quieres creer que sea mala gente.
-No -admitió Diego-. Es algo parecido a un amigo. Es decir, no como lo eres tú -me apretó la mano-, pero más que cualquiera de los demás. No quiero pensar... -No terminó la frase.
Le devolví el apretón en la mano.                                                                                                       -Quizá sea decente del todo. El hecho de que no­sotros actuemos con cautela no va a cambiarle.
-Es verdad. O sea, me refiero a la historia de la cue­va submarina. Al menos el principio... podría hablar con él del tema del sol más adelante. De todas formas preferiría hacerlo durante el día, cuando pueda demos­trar mi afirmación de manera inmediata. Y por si acaso él ya lo sabe pero hay alguna buena razón por la cual nos haya contado otra cosa, se lo diré cuando él y yo es­temos solos. Lo pillaré al amanecer, cuando esté de re­greso de dondequiera que él se va...
Me percaté de la gran cantidad de primeras perso­nas del singular y no del plural que contenía aquel pe­queño discurso de Diego, y eso me preocupó. Aunque al mismo tiempo, yo no quería tener mucho que ver con lo de informar a Riley. No tenía en él la misma fe que Diego.
-¡Ataque ninja al amanecer! -dije para hacerle reír.
Funcionó. Comenzamos de nuevo a contar chistes mientras rastreábamos a nuestra manada de vampiros, pero podía notar que, debajo de tanta broma, Diego es­taba pensando en cosas serias, justo igual que yo.
Y mientras corríamos, lo único que hice fue inquie­tarme más, porque íbamos a gran velocidad y, aunque no había forma de que hubiésemos seguido el rastro equivocado, estábamos tardando demasiado. Nos está­bamos alejando mucho de la costa, habíamos ascendi­do y pasado al otro lado de las montañas cercanas, nos adentrábamos en un nuevo territorio. Aquél no era el patrón habitual.
Todas las casas que habíamos ocupado, ya se encon­trasen en lo alto de una montaña, en medio de una isla u ocultas en una granja enorme, tenían poco en co­mún: los propietarios fallecidos, el entorno aislado y todas, de un modo u otro, se concentraban en torno a Seattle, situadas alrededor de la gran ciudad como lu­nas en órbita. Seattle era siempre el centro, siempre el objetivo.
Ahora nos encontrábamos fuera de órbita, y daba mala espina. Quizá no significase nada, tal vez era tan sólo cuestión de que hoy habían cambiado demasiadas cosas. Todas las verdades que daba por sentadas habían quedado patas arriba y no estaba de humor para más ca­taclismos. ¿Por qué no podía Riley haber escogido un si­tio normal?
-Resulta curioso que estén tan lejos -murmuró Die­go, y pude percibir la tensión en su voz. -O temible -musité. Me apretó la mano.
-Está bien. El club ninja puede arreglárselas en cual­quier situación.
-¿Tienes ya un saludo secreto?
-Estoy trabajando en ello -me prometió él.
Algo empezó a incomodarme, como si pudiera sen­tir un extraño punto ciego: sabía que había algo que no estaba viendo, pero era incapaz de señalarlo con el de­do. Algo obvio...
Y entonces dimos con la casa, a unos cien kilóme­tros al oeste de nuestro perímetro habitual. Era imposi­ble confundir el ruido, el bum, bum, bumde los graves, la musiquilla de videojuego, los gruñidos. Típico de nues­tra gente.
Solté mi mano y Diego me miró.
-Eh, que ni siquiera te conozco -le dije en tono jocoso-. Apenas hemos cruzado cuatro palabras por cul­pa del agua en la que hemos estado metidos durante todo el día. Hasta donde yo sé, bien podrías ser un ninja o un vampiro.
Sonrió de oreja a oreja.
-Lo mismo te digo, desconocida. -Y entonces cam­bió a un tono más bajo y más rápido-: Haz exactamen­te lo mismo que ayer. Mañana
por la noche saldremos juntos.
Quizás hagamos algún reconocimiento; averi­guaremos más sobre lo que está pasando.
-Suena como si fuera un plan. Quedará entre tú y yo.
Se inclinó hacia mí y me besó... apenas un roce, pe­ro en los labios. El sobresalto ante aquello me recorrió todo el cuerpo como un latigazo. Y entonces dijo:
-Manos a la obra.
Y descendió por la falda de la montaña camino del origen del ruido estridente sin volver la vista atrás. Ya es­taba interpretando el papel.
Un poco aturdida, seguí sus pasos a unos metros de distancia, sin olvidarme de mantener entre nosotros el mismo espacio de separación que dejaría respecto de cualquier otro.
La casa era del estilo de una gran cabaña de troncos de madera, arropada por pinos en una depresión del te­rreno y sin rastro de vecinos en kilómetros a la redonda. Las ventanas estaban a oscuras, como si la casa estuviese vacía, pero la estructura entera temblaba a causa de los potentes graves que provenían del sótano.
Diego entró primero, y yo intenté moverme detrás de él como si se tratase de Kevin o de Raoul, titubeante, guardando la distancia de seguridad. Encontró las esca­leras y descendió a la carga con paso firme.
-¿Intentabais dejarme atrás, panda de fracasados? -preguntó.
-Eh, mirad, Diego está vivo -oí responder a Kevin con una patente falta de entusiasmo.
-No gracias a vosotros -dijo Diego mientras yo me colaba en el oscuro sótano.
La única luz provenía de las diversas pantallas de te­levisión, pero aun así era mucho más de lo que cual­quiera de nosotros necesitaba. Me apresuré a llegar has­ta el fondo, donde Fred disfrutaba de un sofá para él solo, y me alegré de que cuadrase conmigo el hecho de parecer inquieta ya que no había forma de disimular mi estado. Tragué mucha saliva cuando me golpeó la re­pulsión y me aovillé en mi sitio habitual, en el suelo, detrás del sofá. Una vez allí tirada pareció que la fuerza repelente de Fred se debilitaba un poco. O quizá sólo era que me estaba acostumbrando a ella.
El sótano se encontraba más que medio vacío, ya que estábamos en plena noche, y todos los chicos que había allí lucían unos ojos iguales que los míos: de color rojo brillante, recién alimentados.
-Me llevó un rato arreglar tu estúpido desastre -le dijo Diego a Kevin-. Para cuando llegué a lo que queda­ba de la casa, ya casi había amanecido. He tenido que pasar todo el día sentado en una cueva llena de agua.
-Y a mí qué. Ve a chivarte a Riley.
-Veo que la cría también ha conseguido llegar-dijo una voz nueva, y me estremecí al constatar que era la de Raoul.
Sentí un ligero alivio por que no supiese mi nombre, pero por encima de todo me horrorizó que hubiese si­quiera reparado en mí.
-Sí, me ha seguido.
No podía ver a Diego, pero estaba segura de que su expresión era de indiferencia.
-Qué día más heroico el tuyo, ¿eh? -dijo Raoul con insidia.
-No nos dan puntos extra por ser unos capullos.
Recé por que Diego no se enfrentase a Raoul. Espe­raba que Riley regresase pronto, sólo él podía refrenar a Raoul.
Pero Riley probablemente se encontrase cazando chavales barriobajeros para llevárselos a ella. O dedicán­dose a lo que fuese que hiciera cuando salía.
-Interesante pose la tuya, Diego. Crees que le caes tan bien a Riley como para que le importe si yo te mato. Creo que te equivocas. De cualquier modo, en lo que a esta noche se refiere, él ya cree que estás muerto.
Pude oír que los demás se movían. Algunos proba­blemente para respaldar a Raoul, otros sólo para quitar­se de en medio. Titubeé en mi escondite, consciente de que no iba a dejar que Diego se enfrentase a ellos solo, pero preocupada por estropear nuestra tapadera si es que se llegaba a ese punto. Tuve la esperanza de que Die­go hubiese sobrevivido tanto tiempo por poseer algún tipo de habilidad bestial en el combate. Yo no podía ofre­cerle mucho en ese aspecto. Allí había tres miembros del grupo de Raoul y algunos otros que podrían ayudar­le tan sólo para ganarse sus simpatías. ¿Regresaría Riley antes de que les diese tiempo de quemarnos?
Cuando Diego le respondió, en su voz había calma.
-¿Tanto miedo tienes de enfrentarte conmigo a so­las? Típico.
Raoul resopló.
-¿Ha funcionado eso alguna vez? Quiero decir apar­te de en las películas. ¿Por qué habría de enfrentarme contigo a solas? No me preocupa en absoluto quedar por encima de ti. Lo que quiero es acabar contigo.
Cambié de postura, y me giré para ponerme en cu­clillas, en tensión para saltar.
Raoul seguía hablando. Le gustaba mucho el soni­do de su voz.
-Aunque para ocuparnos de ti, no va a ser necesario que participemos todos. Esos dos se ocuparán de la otra prueba de tu desafortunada supervivencia, la pequeña como-se-llame.
Sentí que se me helaba el cuerpo, congelado, como una piedra. Intenté sacudirme aquella sensación para poder darlo todo en la pelea. Tampoco eso hubiera cam­biado nada.
Y entonces sentí algo más, algo totalmente inespera­do: una ola de repulsión tan inaguantable que no pude mantenerme en cuclillas, y me derrumbé al suelo bo­queando horrorizada.
No fui la única que reaccionó. Oí los gruñidos de as­co y las arcadas que provenían de las cuatro esquinas del sótano. Algunos se fueron retirando hasta el fondo de la habitación, donde pude verlos. Luchaban en tensión contra las paredes y estiraban el cuello para apartar­lo, como si pudiesen escapar de aquella horrible sensa­ción. Al menos, uno de ellos era del grupo de Raoul.
Oí el inconfundible gruñido de Raoul, y a continua­ción se desvaneció a toda prisa escaleras arriba. No fue el único que salió pitando de allí. Aproximadamente la mitad de los vampiros que había en el sótano huyeron.
Yo no tuve esa opción. Apenas era capaz de moverme, y entonces caí   en la cuenta de cuál debía de ser el motivo: hallarme tan cerca de Fred e El Freaky. El era el res­ponsable de lo que estaba pasando y, por muy mal que me sintiese, aún era capaz de percatarme de que proba­blemente me acababa de salvar la vida. ¿Por qué? La sensación de asco remitió poco a poco. En cuan­to pude, me agarré al sofá, me incorporé hasta el borde y observé con detenimiento las consecuencias. Todo el grupo de Raoul había desaparecido, pero Diego aún se­guía allí, en el extremo opuesto de la gran estancia, jun­to al televisor. Los vampiros que quedaban empezaban a relajarse, si bien todo el mundo tenía aspecto de estar aturdido. La mayoría de ellos lanzaba miradas caute­losas a Fred. Yo también le miré, desde su nuca, aun­que no pude ver nada. Aparté los ojos de él ensegui­da, ya que el hecho de mirarle reproducía en parte las náuseas.
-Haya calma.
La voz profunda provenía de Fred. Jamás le había oído hablar. Todos le miraron fijamente y de inmediato apartaron la vista por el retorno de la repulsión.
Entonces, eso era lo que Fred quería: su paz y su tranquilidad. Muy bien, qué más me daba, yo seguía vi­va gracias a eso. Con toda probabilidad, cualquier otra molestia distraería a Raoul antes del amanecer y descar­garía su ira con quien pasase por allí. Y Riley siempre regresaba al final de la noche; se enteraría entonces de que Diego había estado metido en su cueva y no al aire libre, que no había sido víctima del sol, y así Raoul no dispondría de una excusa para atacarle a él, o a mí.
Esa era la situación, como mínimo, en el mejor de
los casos. Mientras tanto, quizás a Diego y a mí se nos ocurriera algún plan para evitar a Raoul.
De nuevo tuve la fugaz sensación de que estaba pa­sando por alto una solución obvia y, antes de poder discernidla, mis pensamientos se vieron interrumpidos.
-Lo siento.
Aquel mascullar profundo, casi silencioso, sólo po­día provenir de Fred. Era como si yo fuese la única que estuviese lo bastante cerca para llegar a oírle de verdad. ¿Estaba hablando conmigo?
Le volví a mirar y no sentí nada. No podía verle la cara, aún me daba la espalda. Tenía el pelo rubio, ondu­lado y abundante. Nunca había reparado en ello, a pe­sar de la cantidad de días que había pasado escondida a su sombra. Riley hablaba en serio cuando dijo que Fred era especial; repulsivo, pero especial de veras. ¿Se había imaginado Riley que Fred fuese tan... tan poderoso? Tan­to, que había sido capaz de arrasar en un segundo una habitación llena de vampiros.
Aunque no podía ver la expresión de su rostro, me daba la sensación de que Fred aguardaba una respuesta.
-Mmm, no te disculpes. -Respiré prácticamente sin hacer ruido-. Gracias.
Fred se encogió de hombros.
Y entonces me encontré con que no pude seguir mi­rándole.
Las horas transcurrieron con mayor lentitud de lo normal mientras esperaba que Raoul volviese a apare­cer. De vez en cuando intentaba mirar de nuevo a Fred -ver algo más allá de la protección que había creado para sí-, pero siempre me veía repelida. Si lo intentaba con demasiadas ganas, me sobrevenían arcadas.
Pensar en Fred resultó ser una buena distracción para no pensar en Diego. Cuando él se hallaba en la habitación, intentaba fingir que me daba igual. No le miraba, pero me concentraba en el sonido de su respi­ración -su inconfundible ritmo- para controlarlo. Se sentó en el extremo de la habitación opuesto al mío, a escuchar sus CD en un ordenador portátil. O quizá fin­gía escuchar música, igual que yo simulaba leer los li­bros de la mochila empapada que llevaba a la espalda. Pasaba las páginas a mi ritmo habitual, pero no presta­ba atención a nada. Estaba esperando a Raoul.
Afortunadamente, Riley llegó antes.
Raoul y su co­horte se encontraban justo detrás de él, si bien no tan alborotadores y odiosos como de costumbre. Quizá Fred les hubiese enseñado a mostrar un poco de respeto.
Aunque era probable que no. Lo más factible era que Fred los hubiese cabreado. Deseaba fervientemen­te que Fred nunca bajase la guardia.
Riley se fue directo hacia Diego; yo escuché dándo­les la espalda, con los ojos clavados en mi libro. Con mi visión periférica distinguí a varios de los idiotas de Raoul deambular buscando sus videojuegos favoritos o lo que fuese que estuvieran haciendo antes de que Fred los echase de allí. Kevin era uno de ellos, pero parecía estar buscando algo más específico que un pasatiempo. Sus ojos intentaron varias veces centrarse en el lugar donde yo me encontraba, pero el aura de Fred lo mantuvo a raya. Abandonó tras unos minutos, con aspecto de estar un poco mareado.
-Me han dicho que has conseguido volver -dijo Ri­ley con una voz que sonaba a sincero agrado-. Siempre puedo contar contigo, Diego.
-Sin problema ninguno -dijo Diego en tono relaja­do-. A no ser que me quites puntos por aguantar la res­piración un día entero.
Riley se rió.
-No apures tanto la próxima vez. Hay que dar ejem­plo a los pequeños.
Diego se rió con él, sin más. Me pareció ver con el rabillo del ojo que Kevin se había relajado un poco. ¿Tan preocupado estaba por la posibilidad de que Diego le metiese en problemas? Tal vez Riley escuchase más a Die­go de lo que yo había creído ver. Me pregunté si ésa era la razón por la cual Raoul se había mosqueado antes.
¿Se trataba de algo bueno, al fin y al cabo, si es que Diego estaba tan próximo a Riley? Tal vez Riley fuera buena gente. Aquella relación no comprometía lo nues­tro, ¿no?
El tiempo no pasó más rápido en absoluto cuando salió el sol. El sótano estaba atestado y el ambiente era inestable, como todos los días. Si los vampiros pudieran quedarse roncos, Riley se habría quedado sin voz de tanto gritar. Un par de chicos perdieron algún miem­bro de forma temporal, pero no se prendió fuego a na­die. La música entabló una batalla con la banda sonora de los juegos, y yo me alegré de no sufrir dolores de ca­beza. Intenté leer mis libros, pero acabé pasando las pá­ginas de uno tras otro sin preocuparme demasiado por forzar la vista para que se centrara en las palabras. Los dejé en un extremo del sofá, en una pila ordenada para Fred. Siempre le dejaba mis libros, aunque nunca pu­diese saber si los leía. No tenía la posibilidad de mirarle con la suficiente atención para ver, con exactitud, lo que él hacía con su tiempo.
Al menos Raoul nunca miraba en mi dirección. Ni tampoco Kevin o   cualquiera de los otros. Mi escondite era tan eficaz como siempre. No podía ver si Diego esta­ba siendo lo bastante inteligente como para ignorarme; yo sí le estaba ignorando a él por completo. Nadie hu­biera podido sospechar que formábamos un equipo, excepto Fred, tal vez. ¿Se había fijado Fred cuando yo me preparaba para pelear junto a Diego? Aunque lo hu­biese hecho, el tema no me preocupaba demasiado. De haber albergado Fred alguna mala intención en parti­cular respecto a mí, me podía haber dejado morir ano­che. Habría sido sencillo.
Según el sol descendía, el bullicio iba in crescendo. Allí, bajo tierra y con todas las ventanas tapadas por si acaso, no podíamos ver como la luz se desvanecía, pero el haber pasado tantos interminables días esperando te daba una idea bastante acertada de cuándo terminaban éstos. Los chicos empezaban a inquietarse e importuna­ban a Riley preguntándole si ya podían salir.
-Kristie, tú ya saliste anoche -dijo Riley, y en su voz se podía notar como se le agotaba la paciencia-. Heather, Jim, Logan: adelante. Warren, tienes los ojos oscuros, ve con ellos. Eh, Sara, que no estoy ciego, vuelve aquí.
Los chicos que dejó en tierra se enfurruñaron en las esquinas, algunos de ellos a la espera de que Riley se marchara para poder escaparse a pesar de las normas de éste.
-Mmm, Fred, debe de ser ya tu turno -dijo Riley sin mirar en nuestra dirección.
Oí como Fred suspiraba al tiempo que se ponía en pie. Todo el mundo se iba encogiendo en actitud servil conforme Fred avanzaba hacia el centro de la sala, incluso Riley, pero al contrario que los demás, Riley esbo­zaba una leve sonrisa para sí. Le gustaba su vampiro con habilidades especiales.
Me sentí desnuda sin Fred. Ahora cualquiera se po­día fijar en mí. Me quedé absolutamente quieta, cabiz­baja, haciendo todo lo que estaba en mi mano por no atraer la atención sobre mi persona.
Por fortuna para mí, Riley tenía prisa esa noche. Apenas se detuvo a fulminar con la mirada a los que de un modo muy claro se aproximaban poco a poco a la puerta, y no digamos ya a amenazarles, mientras él mis­mo se dirigía al exterior. Normalmente nos obsequiaba con alguna variante de su habitual discurso acerca de pasar inadvertidos, pero esa noche no lo hizo. Parecía preocupado, inquieto. Me la hubiera jugado a que iba a verla a ella, y eso hacía que no me emocionase tanto la idea de reunimos con él al amanecer.
Aguardé a que Kristie y otros tres de sus compañe­ros habituales se dirigiesen al exterior, y me escabullí detrás de ellos en un intento por parecer un miembro de su séquito pero sin molestarlos. No miré a Raoul, ni a Diego. Me concentré en parecer intrascendente, que nadie reparase en mí. Una vampira cualquiera.
Una vez nos encontramos fuera de la casa, me sepa­ré inmediatamente de Kristie y me apresuré a adentrar­me en el bosque con la esperanza de que sólo Diego se molestase en seguir mi olor. A la mitad de la ascensión por la ladera de la montaña más cercana, me encaramé en las ramas más altas de un gran abeto que superaba a sus vecinos en varios metros. Me ofrecía una visión bas­tante buena de quienquiera que intentase rastrearme.
Resultó que estaba pecando de ser excesivamente cautelosa. Tal vez me había pasado todo el día siéndolo. Diego fue el único que vino a buscarme. Lo vi en la dis­tancia y desanduve mis pasos para encontrarme con él.
-Qué día más largo -dijo mientras me abrazaba-. Tu plan es duro.
Le correspondí en el abrazo y me maravillé ante lo agradable que era.
-Quizá me esté comportando como una paranoica.
-Siento lo de Raoul. Estuvo cerca.
Hice un gesto de asentimiento.
-Qué bien que Fred dé tanto asco.
-Me pregunto si Riley es consciente de la fuerza que tiene ese chico.
-Lo dudo. Nunca le había visto hacer eso antes, y he pasado mucho tiempo cerca de él.
-Bueno, eso es problema de Fred el Freaky. Nosotros ya tenemos nuestro propio secreto que contarle a Riley.
Sentí un escalofrío.
-Todavía no estoy segura de que sea una buena idea. -No lo sabremos hasta que veamos cómo reacciona Riley.
-Por lo general, no me gusta nada no conocer las cosas.
Diego entrecerró los ojos en un gesto especulativo. -¿Qué opinión tienes de ir a la aventura? -Depende.
-Vale, estaba pensando en las prioridades del club. Ya sabes, sobre lo de averiguar tanto como nos sea po­sible.
-¿Y...?
-Creo que deberíamos seguir a Riley, averiguar qué está haciendo.


Le miré fijamente.
-Pero sabrá que le hemos seguido. Percibirá nues­tros olores.
-Ya lo sé. Así es como yo lo veo: yo sigo su rastro; tú te alejas a unos cientos de metros de distancia y sigues el ruido que yo haga. Entonces Riley sólo sabrá que yo le he seguido, y le puedo contar que lo he hecho porque tengo algo importante que compartir con él. Ahí es cuando yo le descubro el gran pastel con el efecto de la bola de discoteca. Entonces veré qué dice al respecto. -Sus ojos se iban entrecerrando mientras me examina­ba-. Pero tú... por ahora no sueltes prenda, ¿vale? Yo te contaré si le ha entrado bien el tema.
-¿Y si vuelve temprano de adondequiera que se diri­ja? ¿No querías que fuese próximo al amanecer para po­der mostrarle el brillo?
-Sí... ése es un posible inconveniente, sin duda, y puede afectar al desarrollo de la conversación.
Pero creo que deberíamos arriesgarnos. Parecía como si esta noche tuviese prisa, ¿no crees? Como si necesitase toda la noche para lo que sea que esté haciendo.
-Tal vez. O quizá tuviese muchísima prisa por ir a verla a ella. Ya sabes, podríamos evitar darle ninguna sorpresa a Riley si es que ella anda cerca.
Ambos hicimos un gesto de dolor.
-Cierto. Aun así... -Arrugó la frente-. ¿No te da la impresión de que sea lo que fuere que se esté cociendo es algo inminente? Como si no contásemos con toda la eternidad para averiguarlo.
Asentí con tristeza.
-Sí, así es.
-Aprovechemos, pues, nuestras oportunidades. Riley confía en mí, y yo tengo un buen motivo para querer hablar con él.
Pensé en su estrategia. Aunque sólo le conocía de un día, en realidad, era sin embargo consciente de que aquel nivel de paranoia no resultaba típico de Diego.
-Este enrevesado plan tuyo... -dije.
-¿Qué le pasa? -me preguntó.
-Suena a una especie de plan en solitario, no tanto a la aventura de un club; al menos, en lo que a la parte peligrosa se refiere.
Su cara adoptó una expresión que me indicaba que le había pillado.
-Mi idea es ésta: es en mí en quien... -vaciló, duda­ba en encontrar la palabra exacta- confía Riley. Yo soy el único que se va a arriesgar a caer en desgracia con él si es que me equivoco.
Miedosa como era, aquello no me iba para nada.
-Los clubes no funcionan así.
Asintió con una expresión nada clara.
-Muy bien, lo pensamos durante el trayecto. -No creí que quisiera decir eso realmente-. Quédate en los árbo­les, sigue mi rastro desde arriba, ¿de acuerdo? -concluyó.
-Sí.
Se encaminó de vuelta a la cabaña a gran velocidad. Le seguí por entre las ramas, la mayoría de ellas tan jun­tas unas de otras que rara vez me fue necesario realmen­te saltar de un árbol a otro. Reduje al máximo la brus­quedad de mis movimientos con la esperanza de que las ramas, al ceder bajo mi peso, pareciesen mecidas por el viento. Era una noche de brisa, lo cual ayudaría. Hacía frío para ser verano, pero la temperatura tampoco me importaba demasiado.
Diego captó el rastro de Riley en el exterior de la casa sin mayores problemas y a continuación salió tras él en un trote rápido mientras que yo avanzaba unos cuantos metros por detrás y a unos cien metros al norte, en una zona más elevada de la pendiente. Cuando el fo­llaje era realmente espeso, frotaba de vez en cuando y de forma leve el tronco de un árbol para que yo no per­diese el rastro.
Seguimos avanzando, él corriendo y yo como la per­sonificación de una ardilla voladora, durante quince minutos aproximadamente, antes de que Diego amino­rara la marcha. Debíamos de estar acercándonos. Me desplacé a una zona más alta de las ramas, en busca de un árbol desde donde pudiera disfrutar de una buena vista. Escalé a uno que se alzaba sobre los de alrededor, y escruté la escena.
A menos de un kilómetro de distancia había un enor­me claro entre los árboles, un campo abierto que cubría una extensión de más de una hectárea. Cerca del centro del claro, más próximo a los árboles de la zona oriental, se emplazaba lo que parecía una casita de caramelo agi­gantada. En pintura brillante de color rosa, verde y blan­ca, estaba recargada hasta el punto de llegar a la ridi­culez, con unos elaborados adornos y florones en cada arista imaginable. En una situación sin tanta tensión, sin duda me hubiera reído.
No se veía a Riley por ninguna parte pero, allá aba­jo, Diego se había detenido, así que asumí que aquél era el punto final de nuestra persecución. Tal vez se tra­tase de la casa de repuesto que Riley estaba preparando para cuando la gran cabana de troncos se viniese abajo, excepto porque era más pequeña que cualquiera de las otras casas donde nos habíamos quedado, y no tenía as­pecto de contar con un sótano. Además, se encontraba mucho más lejos aún de Seattle que la última.
Diego levantó la vista hacia mí, y le hice una señal para que se me uniera. Asintió y desanduvo parte de su camino. Dio entonces un enorme salto -me pregunté si yo hubiera sido capaz de llegar tan alto aun siendo joven y fuerte como era- y se agarró a una rama a media altura del árbol más cercano. A menos que alguien hubiese estado extraordinariamente atento, nadie habría repa­rado en que Diego se desvió de su senda. Aún más: fue saltando por las copas de los árboles para asegurarse de que su rastro no conducía directamente al mío.
Cuando por fin decidió que ya era seguro unirse a mí, me tomó de la mano enseguida. En silencio, hice un gesto con la cabeza en dirección a la casa de la tarta. Él contrajo una de las comisuras de sus labios.
De forma simultánea, comenzamos a desplazarnos lentamente hacia el costado oriental de la casa, mante­niéndonos en lo alto de los árboles. Nos acercamos tan­to como nos atrevimos -dejamos algunos árboles entre la casa y nosotros a modo de cobertura- y nos queda­mos allí sentados, en silencio, escuchando.
La brisa colaboró amainando un poco, y pudimos oír algo: el extraño sonido de unos tics y unos roces. Al principio no reconocí lo que estaba oyendo, pero en­tonces Diego esbozó otra leve sonrisa, frunció los labios y me lanzó un beso silencioso.
En el caso de los vampiros, los besos no sonaban igual que los humanos. Nada de células esponjosas, blandas, repletas de líquido, que se apretujasen las unas contra las otras. Labios pétreos tan sólo, sin elasticidad.
Ya había oído antes el sonido de un beso entre vampiros -el roce de los labios de Diego sobre los míos anoche-, pero yo jamás lo habría relacionado. Era algo demasia­do lejano de lo que esperaba encontrarme allí.
Este descubrimiento le dio la vuelta a todo lo que te­nía en la cabeza. Había asumido que Riley iba a verla a ella, bien para recibir instrucciones o para llevarle nue­vos reclutas, eso no lo sabía. Pero jamás me había imagi­nado tropezarme con aquel... nidito de amor. ¿Cómo era Riley capaz de besarla, a ella? Me estremecí y miré a Diego, que también parecía ligeramente horrorizado, aunque se encogió de hombros.
Mis pensamientos regresaron a aquella última no­che de humanidad, y me convulsioné al ir recordando el ardor tan vivido. Intenté atravesar tanta falta de ni­tidez y recuperar en mi mente los momentos previos a aquello... En primer lugar, el acuciante temor que me invadió cuando Riley detuvo el coche frente a la casa os­cura; la sensación de seguridad que me había dado aquel pedazo de hamburguesa se había disuelto por comple­to. No sabía qué hacer, me apartaba poco a poco, y en­tonces me agarró del brazo con una fuerza férrea y me sacó del coche de un tirón, como si fuera un muñeco, in­grávida. El terror y la incredulidad que sentí cuando se plantó frente a la puerta en un salto de diez metros. El terror y el dolor que ya no dejaban espacio a la incredu­lidad cuando me fracturó el brazo a tirones, al hacerme atravesar la puerta para adentrarnos en la oscuridad de la casa. Y entonces aquella voz.
Pude oírla de nuevo al concentrarme en el recuer­do. Aguda y cantarína, como la de una niña pequeña, pero protestona. Una cría con una pataleta.
Recordé sus palabras:
-¿Y ésta, por qué la has traído siquiera? Es demasia­do pequeña.
Fue algo parecido a eso, pensé. Tal vez no fueran las palabras exactas, pero sí el sentido.
Estaba segura de que Riley había sonado deseoso de complacerla con su respuesta, temiendo decepcionarla.
-Pero es otro cuerpo más. Otra distracción, al menos.
Creo que entonces gimoteé, y él me sacudió de un modo doloroso, pero no me había vuelto a hablar. Co­mo si yo fuese un perro, no una persona.
-Toda esta noche ha sido un desperdicio -se había quejado la voz aniñada-. Los he matado a todos. ¡Ah!
Recordé que entonces la casa se estremeció, como si un coche hubiese chocado contra su estructura. Ahora me daba cuenta de que, probablemente, ella le había dado una patada a algo para evidenciar su frustración.
-Muy bien. Supongo que incluso una pequeña es mejor que nada, si esto es todo lo que eres capaz de ha­cer. Y ya estoy tan llena que debería poder parar.
Entonces, la fuerza de los dedos de Riley desapare­ció y me dejó a solas con la voz, en ese instante estaba demasiado aterrorizada como para emitir ningún soni­do. Me limité a cerrar los ojos, aunque ya estaba total­mente a ciegas en la oscuridad. No grité hasta que algo me cortó en el cuello, me quemó como una cuchilla ba­ñada en ácido.
Me encogí con aquel recuerdo e hice un esfuerzo para desterrar la siguiente escena de mi mente. En su lugar, intenté concentrarme en aquella breve conversa­ción. Ella no sonaba como si estuviese hablando con su amante o incluso con un amigo. Más bien como si lo estuviese haciendo con un subordinado, uno que no le cayese especialmente bien y a quien podría despedir pronto.
No obstante, el extraño sonido del besuqueo de los vampiros proseguía. Alguien dejó escapar un suspiro de satisfacción.
Miré a Diego con el ceño fruncido. Aquel intercam­bio no nos decía mucho. ¿Cuánto tiempo teníamos que quedarnos?
El continuaba con la cabeza ladeada, escuchando con atención.
Y tras unos pocos minutos más de paciencia, los soni­dos románticos, apagados, se interrumpieron de golpe.
-¿Cuántos?
La voz sonaba amortiguada por la distancia, pero aún era clara. Y reconocible. Aguda, casi un trino, como una cría consentida.
-Veintidós -respondió Riley, que sonaba orgulloso.
Diego y yo intercambiamos una mirada brusca. No­sotros éramos veintidós, en el último recuento al menos. Debían de estar hablando sobre nosotros.
-Creía que había perdido a otros dos por culpa del sol, pero uno de mis chicos mayores es... obediente -prosiguió Riley. Su voz reflejaba un tono casi afectuoso cuando habló de Diego como de uno de sus chicos-. Tie­ne un refugio subterráneo: se escondió allí con la otra más joven.
-¿Estás seguro?
Se produjo una larga pausa, sin sonidos románticos esta vez. Aun en la distancia, pensé que podía sentir cierta tensión.
-Claro. Es un buen chico, estoy seguro.
Otra pausa tensa. No entendí aquella pregunta. ¿Qué quería decir con «estás seguro»? ¿Pensaba ella que Riley se había enterado de la historia a través de un tercero en lugar de haberlo visto con sus propios ojos?
-Veintidós está bien -musitó ella, y la tensión pare­ció relajarse-. ¿Cómo está evolucionando su conducta? Algunos tienen ya casi un año. ¿Siguen aún los patrones normales?
-Sí. Todo lo que me dijiste que hiciera funciona a la perfección. No piensan, se limitan a hacer lo que siem­pre han hecho. Y los puedo distraer con la sed en cual­quier momento. Eso los mantiene bajo control.
Volví a mirar a Diego con el ceño fruncido. Riley no quería que pensáramos. ¿Por qué?
-Qué bien lo has hecho -le arrulló nuestra creado­ra, y entonces se oyó otro beso-. ¡Veintidós!
-¿Ha llegado la hora? -preguntó Riley, ansioso.
La respuesta se produjo de inmediato, como una bo­fetada.
-¡No! Aún no he decidido cuándo. -No lo entiendo.
-Ni falta que hace. Te basta con saber que nuestros enemigos poseen grandes poderes. Cualquier precau­ción es poca. -Su voz se suavizó y se tornó dulzona otra vez-. Pero bueno, tenemos a veintidós aún vivos, nada más y nada menos. Ni con lo que ellos son capaces de ha­cer... ¿De qué iba a servirles contra veintidós?
Dejó escapar el tintineo de una leve risa.
Diego y yo no habíamos dejado de mirarnos durante aquella conversación, y en sus ojos podía ver entonces que estaba pensando lo mismo que yo. Sí, nos habían creado con una finalidad, como habíamos supuesto. Teníamos un enemigo, o más bien, nuestra creadora tenía un enemigo. ¿Importaba acaso el matiz?
-Decisión, decisión -mascullaba-. Todavía no. Tal vez un grupo más, sólo para asegurarnos.
-Traer más podría provocar que nuestro número en realidad descendiese -advirtió Riley titubeante, como si fuese con cuidado para no contrariarla-. La situación siempre se vuelve inestable cuando introducimos un gru­po nuevo.
-Cierto -admitió ella, y yo me imaginé a Riley en un suspiro de alivio al ver que no se había enfadado.
Bruscamente, Diego dejó de mirarme y clavó los ojos más allá de la pradera. Yo no había oído ningún movimiento procedente de la casa, pero quizás ella hu­biese salido al exterior. Mi cabeza giraba con espasmos al tiempo que el resto de mi ser se había convertido en una estatua, y vi lo que había alertado a Diego.
Cuatro siluetas cruzaban el espacio abierto en direc­ción a la casa. Se habían adentrado en el claro desde el oeste, el punto más lejano al lugar donde nos ocultába­mos nosotros. Todos vestían unas largas capas oscuras con grandes capuchas, así que en un principio pensé que eran humanos. Gente rara, pero humanos al fin y al cabo, porque ninguno de los vampiros que yo conocía vestía ropa gótica y a juego. Y ninguno se desplazaba de un modo tan suave, controlado y... elegante. Pero en­tonces me percaté de que ninguno de los humanos que había conocido era capaz de moverse así, es más, tam­poco lo podían hacer de una forma tan silenciosa. Las oscuras túnicas se deslizaron por la hierba en un silen­cio absoluto. De manera que, o bien eran vampiros, o bien eran cualquier otra cosa sobrenatural. Fantasmas, quizá. Pero si eran vampiros, se trataba de vampiros pa­ra mí desconocidos, y eso significaba que bien podrían ser los enemigos de quien ella hablaba. De ser así, tenía­mos que salir pitando de allí a la voz de ya, porque no contábamos con otros veinte vampiros de nuestro lado en aquel preciso instante.
Estuve a punto de largarme en ese momento, pero temía demasiado atraer la atención de las siluetas enca­puchadas.
Observé por tanto como avanzaban con suavidad y reparé en otras cosas acerca de ellos: como permane­cían en una perfecta formación en rombo que no se desviaba en absoluto con independencia de los cam­bios en el terreno bajo sus pies; como el de la punta del rombo era mucho más pequeño que los demás, y su tú­nica era también más oscura. Como aparentaban no ir rastreando su recorrido, no intentaban seguir el rastro de ningún olor. Simplemente, sabían cómo llegar. Qui­zá los hubiesen invitado.
Se desplazaron directos hacia la casa y, cuando em­pezaron a subir en silencio los escalones de acceso a la puerta principal, entonces sentí que podía volver a res­pirar. Al menos, no venían a por Diego ni a por mí. Cuan­do se hallasen fuera del alcance de nuestra vista, po­dríamos desaparecer con el sonido del siguiente soplo de brisa entre los árboles, y nunca sabrían que había­mos estado allí.
Miré a Diego y moví ligeramente la cabeza en la di­rección por la que habíamos venido. El entrecerró los ojos y levantó un dedo. Ah, genial, quería quedarse. Le puse los ojos en blanco y me sorprendí de ser aún capaz de llegar al sarcasmo a pesar del miedo que tenía.
Ambos volvimos a observar la casa. Los encapucha­dos habían entrado sin hacer ruido, pero me di cuenta de que ni ella ni Riley habían hablado desde que avista­mos a los visitantes. Tenían que haber oído algo o sabi­do de algún otro modo que se hallaban en peligro.
-No os toméis la molestia -ordenó con dejadez una voz monótona y muy clara. No era tan aguda como la de nuestra creadora, pero a mis oídos seguía sonando femenina-. Creo que sabéis quiénes somos, de manera que debéis ser conscientes de que carece de todo senti­do intentar sorprendernos. U ocultaros de nosotros. O enfrentaros a nosotros. O huir.
Una risotada profunda, masculina, que no pertene­cía a Riley, resonó amenazadora por toda la casa.
-Relajaos -indicó la primera voz carente de infle­xión, la chica encapuchada. Su voz poseía el inconfun­dible timbre que me aseguraba su condición de vampi­ro, no de fantasma ni de cualquier otra pesadilla-. No hemos venido a destruiros. Aún.
Se produjo un instante de silencio y, a continuación, una serie de movimientos apenas audibles. Un cambio de posiciones.
-Si no habéis venido a matarnos, entonces... ¿a qué? -preguntó nuestra creadora, tensa y estridente.
-Deseamos conocer vuestras intenciones. Más con­cretamente, si incluyen... a cierto clan local -explicó la chica encapuchada-. Nos preguntamos si tienen algu­na relación con el caos que habéis creado aquí. Creado ilegalmente.
Diego y yo fruncimos el ceño de forma simultánea. Nada de aquello tenía sentido, pero la última parte era la más extraña. ¿Qué podría ser ilegal para los vampiros? ¿Qué policía, qué juez, qué cárcel podría tener po­der sobre nosotros?
-Sí -siseó nuestra creadora-. Mis planes consisten en ellos, pero aún no podemos movernos, es complicado.
Un deje petulante se apoderó de su voz al final.
-Créeme, conocemos las dificultades mejor que tú. Resulta notable que hayáis conseguido manteneros tan­to tiempo fuera del alcance del radar, por así decirlo. Y dime -una brizna de interés tiñó su monotonía-, ¿có­mo lo estáis logrando?
Nuestra creadora titubeó y arrancó a hablar de for­ma apresurada. Casi como si se hubiese producido algu­na clase de intimidación silenciosa.
-No he tomado la decisión -soltó ella. Luego añadió con más lentitud, de un modo involuntario-: De atacar. No he decidido hacer nada con ellos.
-Burdo, pero efectivo -dijo la chica encapuchada-. Desafortunadamente, vuestro período de reflexión ha llegado a su fin. Debes decidir, ahora, qué vas a hacer con tu pequeño ejército. -Los ojos de Diego y los míos se abrieron de par en par ante aquel término-. De otro modo, será nuestra obligación castigaros como exige la ley. Este aplazamiento, si bien breve, me atribula. No es nuestra costumbre. Te sugiero que nos ofrezcáis cuanta tranquilidad esté en vuestras manos... pronto.
-¡Iremos ahora mismo! -se ofreció Riley ansioso, y se produjo un nítido siseo.
-Iremos lo antes posible -corrigió furiosa nuestra creadora-. Hay mucho que hacer. Entiendo que deseáis nuestro éxito, ¿no? Necesitaré entonces algo de tiempo para entrenarlos, instruirlos, ¡nutrirlos!
Hubo una breve pausa.
-Cinco días. A continuación vendremos a por voso­tros, y no hay piedra bajo la cual podáis ocultaros ni ve­locidad a la que seáis capaces de volar que os salve. Si para el momento en que vengamos no habéis lanzado vuestro ataque, arderéis -dijo esto sin más amenaza que la absoluta certeza.
-¿Y si ya hubiera lanzado mi ataque? -quiso saber nuestra creadora, impresionada.
-Ya veremos -respondió la chica encapuchada en un tono de voz más animado que hasta entonces-. Su­pongo que todo depende del éxito que obtengáis. Esfuérzate en complacernos.
Dio aquella última orden en un tono plano, duro, que me produjo un extraño escalofrío en lo más hondo de mi cuerpo.
-Sí -gruñó nuestra creadora.
-Sí -repitió Púley en un susurro.
Un segundo más tarde, los vampiros de las túnicas salían sin ruido alguno de la casa. Ni Diego ni yo respi­ramos siquiera hasta pasados cinco minutos de su de­saparición. En el interior de la casa, nuestra creadora y Riley estaban igual de silenciosos. Transcurrieron otros diez minutos en una quietud absoluta.
Toqué el brazo de Diego. Aquélla era nuestra opor­tunidad de salir de allí. Había dejado de tener miedo de Riley. Quería alejarme tanto como pudiese de aquellas túnicas oscuras. Deseaba la seguridad de la multitud que me aguardaba allá en la cabana de madera, y supuse que así era exactamente como nuestra creadora se sentía también. El motivo por el cual había creado a tantos de nosotros en primera instancia. Ahí fuera había algunas cosas más aterradoras de lo que yo había imaginado. Diego vaciló, aún a la escucha, y un segundo más tarde su paciencia se vio recompensada.
-Bueno -susurró ella dentro de la casa-. Ahora ya lo saben.
¿Se refería a los encapuchados o al misterioso clan? ¿Cuál de ellos era el enemigo que había mencionado antes de la escena de terror?
-Eso no importa. Somos más que...
-¡Toda advertencia importa! -gruñó, cortándole en seco-. Hay mucho por hacer. ¡Sólo cinco días! -se que­jó-. No le demos más vueltas. Empiezas esta noche.
-No te fallaré -prometió Riley.
Mierda. Diego y yo nos movimos al tiempo, saltamos de nuestro escondite en lo alto al árbol siguiente, de re­greso por donde habíamos venido. Ahora Riley tenía prisa, y si captaba el rastro de Diego después de todo lo que había pasado con los encapuchados y no había nin­gún Diego al final del mismo...
-Tengo que volver y estar allí esperando -me susu­rró Diego mientras corríamos-. Por suerte, no se ve des­de la casa. No quiero que sepa que lo he oído.
-Deberíamos ir juntos a hablar con él.
-Demasiado tarde para eso. Se habrá dado cuenta de que tu olor no estaba en el rastro. Parece sospechoso.
-Diego...
Me la había jugado para apartarme de aquello.
Regresamos al punto donde nos habíamos unido. Habló en un susurro precipitado.
-Cíñete al plan, Bree. Le contaré lo que había pla­neado contarle. Aún falta para que amanezca, pero es así como ha de ser. Si no me cree... -Diego se encogió de hombros-. Tiene preocupaciones mucho más serias que mi febril imaginación. Tal vez haya más posibilida­des de que me escuche ahora: al parecer necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir, y tener la posibi­lidad de salir durante el día no puede ser malo.
-Diego... -repetí, sin saber qué más decir.
Me miró a los ojos, y esperé a que sus labios adopta­sen aquella sonrisa relajada, a que hiciese alguna bro­ma sobre ninjas o IA Es.
Pero lo hizo. En cambio, se inclinó hacia mí lenta­mente, sin apartar sus ojos de los míos en ningún momen­to, y me besó. Sus labios suaves presionaron los míos durante un segundo eterno, mientras nos mirábamos fijamente el uno al otro.
Entonces se separó de mí y suspiró.
-Vuelve a casa, escóndete detrás de Fred y actúa co­mo si no supieras nada. Yo estaré ahí mismo, detrás de ti.
-Ten cuidado.
Tomé su mano, la apreté con fuerza y la solté. Riley había hablado de Diego con afecto. Ahora tendría que mantener la esperanza de que tal afecto fuese real. No me quedaba otra opción.

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