A pesar de que me hallaba dentro de la tienda, había mucha
luminosidad cuando me desperté por la mañana y la luz del sol me hirió en los
ojos. Sudaba la gota gorda, tal y como había predicho Jacob, que roncaba
suavemente junto a mi oreja y mantenía los brazos enlazados alrededor de mi
cuerpo.
Aparté la cabeza de su pecho caliente, casi enfebrecido, y
sentí el aguijonazo de la mañana fría en mi mejilla bañada en sudor. El suspiró
en sueños y apretó los brazos en torno a mí de forma inconsciente.
Incapaz de aflojar su abrazo, me retorcí en mi esfuerzo por
elevar la cabeza lo suficiente para que mi mirada...
...se encontrase con la de Edward, que me contempló con
expresión serena, aunque el dolor en sus ojos era incuestionable.
—¿Se está caliente ahí fuera? —murmuré.
—Sí. Dudo que hoy necesitemos la estufa.
Intenté alcanzar la cremallera, pero no logré liberar los
brazos. Me estiré, luchando contra el peso inerte de Jacob, que susurró algo
pese a estar por completo dormido, y me estrechó aún con más fuerza.
—¿Y si me ayudas? —le pregunté con calma.
Edward sonrió.
—¿Quieres que le aparte los brazos?
—No, gracias. Sólo libérame. Me va a dar un golpe de calor.
Edward abrió la cremallera del saco de dormir con un
movimiento brusco y veloz. Jacob cayó hacia atrás dándose con la espalda
desnuda en el suelo helado de la tienda.
—¡Eh! —se quejó, abriendo los ojos de golpe.
Se retorció y saltó por instinto para apartarse del frío. Al
rodar, terminó cayendo sobre mí. Jadeé cuando su peso me dejó sin respiración,
pero de pronto dejó de aplastarme. Sentí el impacto cuando Jacob salió volando
contra uno de los palos de la tienda y ésta se sacudió.
Los gruñidos brotaron desde todas partes a mi alrededor.
Edward se agazapaba delante de mí; no podía verle el rostro, pero los rugidos
surgían enfurecidos de su pecho. Jacob también se había encorvado, con todo el
cuerpo sacudido por los estremecimientos, mientras gruñía entre los dientes
apretados. Las rocas devolvieron el eco de los feroces sonidos que Seth
Clearwater emitía fuera de la tienda.
—¡Estaos quietos! ¡Parad! —grité, incorporándome con torpeza
para interponerme entre los dos. El espacio era tan reducido que no necesité
estirarme mucho para poner una mano en el pecho de cada uno de ellos. Edward
enroscó un brazo alrededor de mi cintura preparado para apartarme del camino de
un empujón—. ¡Deteneos ahora mismo! —les avisé.
Jacob comenzó a calmarse cuando notó el contacto de mi mano.
Disminuyó la frecuencia de sus convulsiones, pero no dejó de exhibir los
dientes ni apartó los enfurecidos ojos de Edward. Seth no dejó de proferir su
aullido interminable, un violento contrapunto para el repentino silencio que se
hizo en la tienda.
—¿Jacob? —le pregunté y me mantuve a la espera, hasta que
finalmente bajó la mirada y la depositó en mí—. ¿Te has hecho daño?
—¡Claro que no! —masculló.
Me volví hacia Edward, que me miraba con una expresión dura
y furiosa.
—Eso no ha estado bien. Deberías disculparte.
Sus ojos se dilataron de disgusto.
—Debes estar de broma. ¡Te estaba aplastando!
—¡Porque le tiraste al suelo! Ni lo hizo a propósito ni me
ha hecho daño.
Edward refunfuñó y puso cara de asco, pero luego, con
lentitud, elevó la mirada hacia Jacob con ojos claramente hostiles.
—Mis excusas, perro.
—No ha pasado nada —replicó Jacob, con un borde afilado y
provocador en su voz.
Todavía hacía frío, aunque nada comparable a la helada
nocturna. Crucé los brazos sobre el pecho.
—Ven —dijo Edward, tranquilo de nuevo. Tomó el anorak del
suelo y me lo envolvió alrededor del abrigo.
—Es de Jacob —protesté.
—Él tiene un abrigo de pieles —insinuó Edward.
—Si no os importa, yo prefiero el saco de dormir —Jacob
ignoró a Edward, nos eludió y se metió dentro—. No me apetece levantarme aún.
No pasará a la historia por ser la noche en que mejor he dormido, desde luego.
—Fue idea tuya —repuso Edward, impasible.
Jacob se acurrucó, con los ojos ya cerrados, y bostezó.
—No he dicho que haya sido una mala noche, sino que he
dormido poco. Pensé que Bella no iba a callarse nunca.
Me dio algo de vergüenza, preguntándome qué cosas habría
podido decir en sueños. Las perspectivas eran horribles.
—Me alegro de que lo hayas disfrutado tanto —murmuró Edward.
Los ojos oscuros de Jacob parpadearon y se abrieron.
—Entonces, ¿tú no has pasado una buena noche? —preguntó, muy
pagado de sí mismo.
—No ha sido la peor noche de mi vida.
—Pero ¿entra al menos entre las diez peores? —inquirió Jacob
con un disfrute perverso.
—Posiblemente.
Jacob sonrió y entornó los párpados.
—Ahora bien —continuó Edward—, no figuraría entre las diez
mejores si hubiera podido ocupar tu lugar. Sueña con eso.
Los ojos de Jacob se abrieron con una mirada hostil. Se
sentó rígido y con los hombros tensos.
—¿Sabes qué? Creo que hay demasiada gente aquí dentro.
—No podría estar más de acuerdo.
Propiné un codazo a Edward en las costillas; probablemente
iba a costarme un buen cardenal.
—En tal caso, supongo que ya me echaré luego una cabezada
—Jacob puso mala cara—. De todos modos, debo hablar con Sam.
Se arrodilló y echó mano al deslizador de la cremallera.
Un dolor repentino zigzagueó por mi columna vertebral y se
alojó en mi vientre en cuanto me di cuenta de que quizá no volviera a verle.
Regresaba con Sam para luchar contra una horda de vampiros neófitos sedientos
de sangre.
—Jacob, espera.
Estiré el brazo para retenerle, pero mi mano se escurrió por
su brazo, y él lo agitó antes de que lograra aferrarlo.
—Jacob, por favor, ¿no podrías quedarte?
—No.
La negativa sonó dura y fría. Supe que mi rostro denotaba
pena porque él espiró y una media sonrisa endulzó su expresión.
—No te preocupes por mí, Bella. Estaré bien, como siempre
—soltó una risa forzada—. Además, ¿crees que voy a dejar que Seth ocupe mi
lugar, se quede con toda la diversión y me robe la gloria? ¡Seguro! —bufó.
—Ten cuidado...
Salió de la tienda antes de que pudiera terminar la frase.
—Dame un respiro, Bella —le oí murmurar mientras cerraba la
cremallera.
Agucé el oído para percibir el sonido de sus pasos al
alejarse, pero no se oía nada. Ni el viento. Sólo escuché el canto matutino de
los pájaros en las lejanas montañas. Jacob se movía ahora con sigilo.
Me acurruqué en mis ropas de abrigo y me dejé caer contra el
hombro de Edward. Nos quedamos quietos un buen rato.
—¿Cuánto nos queda? —pregunté.
—Alice le ha dicho a Sam que tardarían alrededor de una hora
—repuso Edward con voz sombría.
—Quiero que estemos juntos. Pase lo que pase.
—Pase lo que pase —asintió él, con los ojos fuertemente
cerrados.
—Lo sé —comenté—. A mí también me aterroriza.
—Ellos saben cómo apañárselas —me aseguró Edward, haciendo
que su voz sonara divertida a propósito —. Me fastidia perderme la diversión,
eso es todo.
Otra vez con la diversión. Se me dilataron las ventanillas
de la nariz.
Me pasó el brazo por los hombros.
—No te preocupes —me rogó; después, me besó en la frente.
Como si hubiera algo que pudiera impedirlo.
—Vale, vale.
—¿Quieres que te distraiga? —musitó él mientras deslizaba
los dedos helados por mi pómulo.
Sin querer, me estremecí al sentir el roce gélido de sus
dedos en la mejilla. Con semejante temperatura, no era momento para caricias
tan frías.
—Quizá no sea la mejor ocasión —le repliqué mientras
retiraba su mano—. Hay otras formas de distraerme.
—¿Qué te gustaría?
—Podrías contarme cuáles han sido tus diez mejores noches
—le sugerí—. Me pica la curiosidad.
El se echó a reír.
—Intenta adivinarlas.
Sacudí la cabeza.
—Has vivido demasiadas noches de las que no sé nada, todo un
siglo...
—Acotaré la cuestión. Las mejores han ocurrido desde que nos
conocemos.
—¿De verdad?
—Sí, sin duda, y por un amplio margen.
Me quedé pensativa un minuto.
—Sólo puedo pensar en las mías —admití.
—Lo más probable es que coincidan —me alentó.
—Bueno, hay que contar con la primera noche, la que te
quedaste conmigo.
—Sí, ésa es una de las mías también; aunque claro, tú
estuviste inconsciente durante mi parte favorita.
—Llevas razón —recordé—. Aquella noche también estuve
hablando.
—Sí —asintió.
Enrojecí mientras me preguntaba otra vez qué es lo que
podría haber dicho mientras dormía en los brazos de Jacob. No podía recordar
qué había estado soñando, o si en verdad había soñado, así que eso no me servía
de ayuda.
—¿De qué hablé anoche? —murmuré en voz más baja que antes.
Se encogió de hombros en vez de contestar, y yo hice un
gesto de dolor.
—¿Tan malo fue?
—No, no tanto —suspiró él.
—Por favor, dímelo.
—Principalmente me llamaste, lo mismo que de costumbre.
—Eso no tiene nada de malo —admití con cautela.
—Pero al final, sin embargo, empezaste a murmurar algo sin
sentido sobre «Jacob, mi Jacob» —constaté su dolor incluso en el susurro de su
voz—. Tu Jacob disfrutó lo suyo con esa parte.
Alargué el cuello hacia arriba, estirando los labios hasta
alcanzar el borde de su mandíbula. Mantenía la vista clavada en la lona del
techo, por lo que no pude verle los ojos.
—Lo siento —cuchicheé—. Ésa es la manera en que le distingo.
—¿Distingues?
—De ese modo, diferencio entre el doctor Jekyll y el señor
Hyde, entre el Jacob que me gusta y ese que me pone de un humor de perros —le
expliqué.
—Eso tiene sentido —sonó ligeramente aplacado—. Habíame de
otra de tus noches favoritas.
—La que volamos de regreso desde Italia —frunció el ceño—.
¿No es una de las tuyas? —le pregunté.
—Sí, lo cierto es que sí, pero me sorprende que figure en tu
lista. ¿No tenías la absurda impresión de que yo actuaba impulsado por la
culpabilidad y de que iba a salir disparado en cuanto se abrieran las puertas
del avión?
—Sí —sonreí—, pero, sin embargo, te quedaste.
Me besó los cabellos.
—Me amas más de lo que merezco.
Me reí ante la imposibilidad de esa idea.
—La siguiente fue la noche posterior a Italia —continué.
—Sí, ésa está en la lista. Estuviste muy divertida.
—¿Divertida? —objeté.
—No tenía ni idea de que tus sueños fueran tan vividos. Me
costó lo indecible convencerte de que estabas despierta.
—Todavía no estoy segura —musité—. Siempre me has parecido
más un sueño que una realidad. Dime una de las tuyas, venga. ¿He adivinado tu
mejor noche?
—No. La mía fue hace dos días, cuando por fin accediste a
casarte conmigo.
Le puse morros.
—¿Esa no está en tu lista?
Pensé en la manera en que me había besado, la concesión que
le había arrancado y cambié de idea.
—Sí, sí que está, pero con reservas. No entiendo por qué es
tan importante para ti. Ya me tienes para siempre.
—Dentro de cien años, cuando dispongas de una perspectiva
suficiente para apreciar realmente la respuesta, te lo explicaré.
—Te recordaré que me lo cuentes... dentro de cien años.
—¿Estás bien calentita? —me preguntó de forma inopinada.
—Estoy bien —le aseguré—. ¿Por qué?
Un ensordecedor aullido de dolor desgarró el silencio
imperante en el exterior antes de que pudiera contestar. El sonido reverberó en
la roca desnuda de la montaña y llenó el aire de tal modo que podía sentirse
llegar desde cualquier dirección.
El aullido invadió mi mente como un tornado, tan extraño
como familiar; extraño porque nunca antes había oído un lamento tan torturado,
familiar porque reconocí la voz de modo instantáneo, identifiqué el sonido y
comprendí el significado con la misma seguridad que si se hubiera producido en
mi interior.
No cambiaba nada el hecho de que Jacob no fuera humano
cuando aullaba. No necesitaba traducción alguna.
Se hallaba muy cerca y había escuchado todas y cada una de
mis palabras, y sentía un dolor agudo, como una agonía.
El aullido se quebró en un peculiar sollozo estrangulado y
después se hizo el silencio de nuevo.
Esta vez tampoco fui capaz de escuchar su marcha, pero la
sentí: reparé en la ausencia que antes había malinterpretado, noté el vacío que
había dejado su partida.
—Parece que a tu estufa se le ha acabado el butano
—respondió Edward con serenidad—. Se acabó la tregua —añadió, tan bajo que no
podía estar realmente segura de lo que había dicho.
—Jacob estaba escuchando —farfullé. No era una pregunta.
—Sí.
—Tú lo sabías.
—Sí.
Miré al vacío, sin ver nada.
—Nunca prometí que sería una pelea limpia —me recordó sin
perder la calma—, y merece saber qué hay.
Dejé caer la cabeza entre las manos.
—¿Estás enfadada conmigo? —inquirió.
—No, contigo no —mascullé—. Me horrorizo de mí misma.
—No te atormentes —me suplicó.
—Sí —admití con amargura—. Debo ahorrar energías para
atormentar a Jacob un poco más, hasta que no deje un recoveco sano.
—El sabía lo que se traía entre manos.
—¿Y tú crees que eso importa? —la fragilidad de mi voz
reflejaba con qué esfuerzo intentaba contener las lágrimas—. ¿Tú crees que a mí
me preocupa si es o no juego limpio o si se le ha advertido de forma adecuada?
Le he hecho daño, y cada vez que vuelvo al tema se lo sigo haciendo —fui
elevando la voz, hasta la histeria—. Soy una persona odiosa.
Él me estrechó con más fuerza entre sus brazos.
—No, no lo eres.
—¡Sí lo soy! ¿Qué tornillo anda suelto en mi cabeza? —luché
contra sus brazos y él me soltó—. Tengo que ir y encontrarle.
—Bella, él ya está a kilómetros de aquí y hace frío.
—No me importa. No me puedo quedar aquí sentada —me quité el
anorak de Jacob, sacudí los pies dentro de las botas y me arrastré rígidamente
hacia la puerta; sentía las piernas entumecidas—. Tengo que... debo ir...
No sabía cómo terminar la frase ni tampoco qué iba a hacer,
pero de todos modos abrí la cremallera de la tienda y salí de un salto al
exterior, donde lucía una mañana brillante y helada.
Supuse que el viento se habría llevado la nevisca. Era lo
más plausible, ya que parecía improbable que se hubiera derretido por efecto
del sol naciente que, desde el sudeste, proyectaba sus rayos sobre la nieve que
había quedado. El reflejo me zahería, los ojos, poco habituados a una luz tan
intensa. El aire tenía un filo cortante, pero estaba totalmente en calma y
conforme el astro rey ascendía en el horizonte, con lentitud, se volvía cada
vez más acorde con la estación.
Seth Clearwater se hallaba a la sombra de un abeto de copa
ancha, con la cabeza entre las patas; se acurrucaba en un área alfombrada por
pinaza, donde era casi invisible debido al parecido del color arena de su
pelaje y el de las agujas de árbol secas. Le descubrí gracias al reflejo de la
nieve en sus ojos abiertos, que me observaban con cierto aire acusatorio.
Me percaté de que Edward caminaba detrás de mí mientras
avanzaba a trompicones entre los árboles. No le oía, pero la luz del sol
incidía en su piel hasta crear un arco iris cuyo fulgor fluctuaba delante de
mí. No hizo ademán de detenerme hasta que me interné varios metros en la zona
sombreada del bosque.
Me tomó la muñeca izquierda con su mano. Yo le ignoré e
intenté zafarme para quedarme libre.
—No puedes seguirle. Al menos, no hoy. Casi es la hora. Y el
que te pierdas no ayudará a nadie, en cualquier caso.
Retorcí la muñeca, tirando inútilmente.
—Lo siento, Bella —susurró—. Lamento haberme comportado de
ese modo.
—Tú no has hecho nada. Es culpa mía. He sido yo. Todo lo he
hecho mal. Debería haber... cuando él... yo no tendría que... yo... —empecé a
sollozar.
—Bella, Bella.
Deslizó sus brazos a mi alrededor y empapé su camiseta con
mis lágrimas.
—Yo debería haberle contado... tendría que... haberle
dicho... —¿qué?, ¿acaso había alguna manera de hacer bien aquello?—. Él no
debería haberlo... sabido de esa forma.
—¿Quieres que intente traerle de vuelta para que puedas
hablar con él? Todavía queda un poco de tiempo —susurró Edward, con la voz ahogada
por la agonía.
Asentí contra su pecho, sin valor para mirarle a la cara.
—Quédate cerca de la tienda. Volveré pronto.
Sus brazos se desvanecieron, como él. Se marchó tan rápido
que, en el segundo que tardé en levantar la mirada, ya no pude verle. Estaba
sola.
Un nuevo sollozo irrumpió en mi pecho. Hoy estaba haciendo
daño a todo el mundo. ¿Acaso debía perjudicar a todo aquel que tocara?
No entendía por qué me sentía tan mal. Al fin y al cabo,
siempre había sabido que aquello iba a acabar pasando tarde o temprano, pero
Jacob nunca había tenido una reacción como ésa, jamás se había venido abajo
mostrando toda la intensidad de su angustia. El dolor de su aullido seguía
hiriéndome en lo más hondo del pecho. Otra pena acompañaba al dolor. Pena por
sentir lástima de Jacob. Pena también por herir a Edward. Por no ser capaz de
dejar marchar a Jacob con serenidad, sabiendo que era lo correcto, que no
quedaba otra salida.
Era una egoísta, hería a todo el mundo. Torturaba a aquellos
a quienes amaba.
Me parecía a Cathy, el personaje de Cumbres borrascosas,
sólo que mis opciones eran mucho mejores que las de ella, porque ni uno era tan
malvado ni el otro tan débil. Y aquí estaba sentada, llorando por ello, sin
hacer nada productivo para llevar las cosas por el buen camino. Exactamente
igual que Cathy.
Lo que me hería no debía influir más en mis decisiones. No
había de permitirlo. Esta decisión valía de poco, llegaba demasiado tarde, pero
a partir de ahora tendría que hacer lo correcto.
Tal vez ya se había terminado todo. Quizás Edward no pudiera
traérmelo de nuevo. En tal caso, yo debería aceptarlo y continuar con mi vida.
Edward no me volvería a ver nunca derramar otra lágrima por Jacob Black. Los
sollozos tenían que terminarse. Me enjugué la última lágrima con los dedos,
fríos de nuevo.
Ahora bien, si Edward lograba traer a Jacob, habría de
pedirle que se marchara de mi vida para nunca volver.
¿Por qué me resultaba tan difícil? Era muchísimo más arduo
que decir adiós a mis otros amigos, a Angela, a Mike. ¿Por qué me hacía tanto
daño? Eso no estaba bien. No debería hacerme sentir tan mal. Ya tenía lo que
quería. No podía tenerles a los dos, porque Jacob no se conformaba con ser sólo
mi amigo. Ya era hora de que abandonara la idea. ¿Cómo podía ser tan
ridiculamente avariciosa?
Debía desprenderme de ese sentimiento irracional de que
Jacob pertenecía a mi vida. El no podía ser para mí, no podía ser «mi» Jacob
cuando yo me había entregado a otra persona.
Caminé con lentitud hacia el pequeño claro, arrastrando los
pies. Cuando llegué al espacio abierto, parpadeando por la claridad de la luz,
lancé un rápido vistazo a Seth, que no se había movido de su lecho de agujas de
pino, y después miré a lo lejos para evitar sus ojos.
Me daba cuenta de que tenía el pelo enmarañado, retorcido en
manojos como las serpientes de Medusa. Intenté pasar los dedos entre los
mechones, pero pronto lo dejé. De todos modos, ¿a quién le importaba mi
aspecto?
Cogí la cantimplora que colgaba al lado de la puerta de la
tienda y la sacudí. Sonó un chapoteo, por lo que desenrosqué la tapa y tomé un
sorbo para enjuagarme la boca con el agua helada. Había comida en algún sitio
de por allí, pero no tenía hambre suficiente como para ponerme a buscarla.
Comencé a pasear nerviosamente de un lado para otro a través del pequeño
espacio lleno de luz, sintiendo los ojos de Seth sobre mi persona todo el rato.
Como no le miraba, en mi mente seguía viéndole más como un chico que como un
lobo gigante. Más parecido al joven Jacob.
Quise pedirle a Seth que ladrara o hiciera algún otro signo
si Jacob regresaba, pero me abstuve. No importaba si volvía o no, de hecho,
sería mucho más fácil si no lo hacía. Deseaba que hubiera alguna manera de
llamar a Edward.
Seth aulló en ese momento y se incorporó sobre sus patas.
—¿Qué pasa? —le pregunté estúpidamente.
Él me ignoró, correteó hasta la linde del bosque y apuntó
hacia el oeste con la nariz. Comenzó a gimotear.
—¿Son los otros, Seth? —inquirí—. ¿En el claro?
Me miró y gañó con debilidad una sola vez; después, giró el
hocico de nuevo en dirección oeste. Echó las orejas hacia atrás y volvió a
aullar.
¿Por qué era tan idiota? ¿En qué estaba yo pensando cuando
envié a Edward lejos de allí? ¿Cómo se suponía que iba yo a saber lo que estaba
pasando? No hablaba el idioma de los lobos.
Un sudor frío comenzó a deslizarse por mi columna. ¿Y si se
había agotado ya el tiempo? ¿Y si Edward y Jacob se habían acercado demasiado a
la zona de peligro? ¿Qué pasaría si Edward decidía unirse a la lucha?
Un pánico helado anidó en mi estómago. ¿Y si la inquietud de
Seth no tenía nada que ver con el claro y su aullido era una negación? ¿Y si
Jacob y Edward estaban luchando el uno contra el otro en algún lugar lejano del
bosque? No harían una cosa así, ¿verdad?
Me di cuenta, con una repentina y escalofriante certeza, de
que eso es lo que ocurriría si cualquiera de los dos pronunciaba las palabras
equivocadas. Pensé en el tenso enfrentamiento de la tienda esa mañana y me
pregunté si no había subestimado lo cerca que había estado de estallar una
lucha real.
No merecía menos si, de algún modo, perdía a los dos.
Mi corazón quedó apresado en el frío.
Antes de que me fuera a desmayar del susto, un gruñido
ligero salió del interior del pecho de Seth; después, abandonó la vigilancia y
volvió a su lugar de descanso. Eso me calmó, pero me irritó a la vez. ¿Es que
no podía escribir un mensaje en el suelo con la pata o algo así?
La agitación de mi caminata me había hecho sudar debajo de
todas las capas de ropa que llevaba. Arrojé la chaqueta dentro de la tienda y
después volví a abrirme camino hacia el centro del pequeño calvero.
De pronto, Seth saltó sobre sus patas con el pelo de detrás
del cuello completamente erizado. Miré alrededor sin ver nada. Iba a acabar
tirándole una pina como continuara con ese comportamiento.
Gruñó, un sonido bajo de advertencia, mientras subía con
sigilo hasta el extremo occidental. Me dominó otra vez la misma impaciencia.
—Somos nosotros, Seth —gritó Jacob desde una cierta
distancia.
Intenté explicarme a mí misma por qué mi corazón había
metido la quinta en cuanto le escuché. Era sólo miedo a lo que debía hacer, eso
era todo. No me iba a permitir a mí misma sentirme aliviada por el simple
motivo de que hubiera regresado. Desde luego, aquello hubiera sido muy poco
práctico por mi parte.
Edward apareció primero ante mi vista, con el rostro
inexpresivo y tranquilo. Cuando salió de las sombras, el sol relumbró sobre su
piel como lo había hecho antes en la nieve. Seth acudió a saludarle, mirándole
intencionadamente a los ojos. Edward asintió con lentitud y la preocupación le
llenó de arrugas la frente.
—Sí, eso es todo lo que necesitamos —murmuró para sus
adentros antes de dirigirse al gran lobo—. Supongo que no debería
sorprendernos, pero vamos a ir un poco apurados, le va a andar muy cerca. Por
favor, dile a Sam que le pida a Alice que intente concretar aún más el esquema.
Seth asintió bajando la cabeza una vez y yo deseé ser capaz
de aullar. Vaya, ahora sí había podido asentir. Volví la cara, enfadada, y me
di cuenta de que Jacob estaba allí.
Me había dado la espalda, quedando de frente al lugar por el
que había llegado. Esperé con cautela a que se diera la vuelta.
Edward apareció a mi lado de repente. Agachó la cabeza para
mirarme sin que en sus ojos hubiera otra cosa que no fuera la más pura
preocupación. Su generosidad era infinita. En esos momentos, me lo merecía
menos que nunca.
—Bella —susurró Edward—. Ha surgido una pequeña
complicación. Me voy a llevar a Seth un poco más allá para intentar solventarla
—me dijo con una voz estudiadamente desprovista de preocupación—. No me iré
lejos, pero tampoco podré oírte. Ya sé que no quieres público y no me importa
que escojas el camino que quieras.
El dolor no irrumpió en su voz hasta el final del todo.
No debía herirle nunca más. Ésa tenía que ser mi misión en
la vida. Yo no debía volver a ser el motivo por el que esa mirada asomara a sus
ojos. Estaba demasiado aturdida incluso para preguntarle en qué consistía el
problema. Bastante era con lo que tenía encima en esos momentos.
—Apresúrate —le susurré.
Me dio un beso suave en los labios antes de desaparecer en
el bosque con Seth a su lado.
Jacob estaba quieto a la sombra de los árboles, lo cual me
impedía ver su expresión con claridad.
—Tengo prisa, Bella —empezó con tono de aburrimiento en la
voz—. ¿Por qué no acabas con esto de una vez?
Tragué saliva, con la garganta súbitamente tan seca que no
estaba segura de poder articular sonido alguno.
—Limítate a soltarlo, y terminemos de una vez.
Inhalé un gran trago de aire.
—Siento ser tan mala persona —murmuré—. Lamento haber sido
tan egoísta. Desearía no haberme encontrado nunca contigo para no herirte como
lo he hecho. No lo haré más, te lo prometo. Me mantendré apartada de ti. Me
mudaré fuera del estado. No tendrás que volver a verme nunca jamás.
—Eso no se parece en nada a una disculpa —replicó con
amargura.
No pude elevar mi voz por encima del sonido de un susurro.
—Dime cómo se hace bien.
—¿Qué pasa si no quiero que te vayas? ¿Qué pasa si quiero
que te quedes, seas egoísta o no? ¿Acaso no tengo opinión si lo único que haces
es ponérmelo cada vez más difícil?
—Eso no serviría de nada, Jake. Es un error que sigamos
viéndonos cuando ambos queremos cosas distintas por completo. La situación no
va a mejorar. Seguiré haciéndote daño y odio hacerlo —se me quebró la voz.
Él suspiró.
—Detente. No tienes que decir nada más. Lo comprendo.
Quería decirle cuánto le echaría de menos, pero me mordí la
lengua. Eso tampoco ayudaría en nada. Se quedó quieto un momento, con la vista
clavada en el suelo, y luché contra la necesidad acuciante de ir a abrazarle
para darle consuelo.
Y entonces su cabeza se irguió de manera repentina.
—Bien, tú no eres la única capaz de sacrificarse a sí misma
—repuso, con la voz más fuerte—. A ese juego pueden jugar dos.
—¿Qué?
—Yo también me he portado bastante mal y te lo he puesto más
difícil de lo necesario. Podía haberme retirado con elegancia al principio...,
y también te he hecho daño.
—Ha sido culpa mía.
—No voy a dejar que cargues tú con todas las culpas, Bella,
ni con toda la gloria. Sé cómo redimirme.
—¿De qué estás hablando? —inquirí.
Me asustaba el brillo fanático que de pronto había iluminado
sus ojos. Alzó la vista al cielo; luego, me sonrió.
—Se cuece por ahí una lucha encarnizada de veras. No sería
tan difícil que yo cayera en ella.
Sus palabras penetraron en mi cerebro lentamente, una por
una, y no pude respirar. A pesar de todas mis intenciones respecto a sacar a
Jacob de forma definitiva de mi vida, no me di cuenta hasta ese preciso
instante de cuánto tendría que hundir el cuchillo para conseguirlo.
—¡Oh no, Jake! No, no, no, no —grité horrorizada—. No, Jake,
no. Por favor, no —empezaron a temblarme las rodillas.
—¿Cuál es la diferencia, Bella? Eso sería lo más conveniente
para todos, sencillo, y ni siquiera tendrías que mudarte.
—¡No! —elevé la voz—. ¡No, Jacob! ¡No lo permitiré!
—¿Y cómo me detendrás? —me tentó con acento ligero,
sonriendo para quitarle hierro a su tono de voz.
—Jacob, te lo suplico. Quédate conmigo —me habría
arrodillado de haber sido capaz de moverme.
—¿Durante quince minutos, mientras me pierdo una buena
pelea, para que luego me abandones en cuanto pienses que ya estoy a salvo?
Debes de estar de guasa.
—No huiré. He cambiado de idea. Buscaremos alguna solución,
Jacob, siempre hay alguna manera de llegar a un arreglo. ¡No vayas!
—Mientes.
—No. Ya sabes qué mal se me da mentir. Mírame a los ojos. Me
quedaré si tú también lo haces.
Su rostro se endureció.
—¿Para ser tu testigo en la boda?
Pasó un momento antes de que yo pudiera articular palabra y
aun así la única respuesta que le pude dar fue:
—Por favor.
—Eso es lo que pensaba —repuso, serenando de nuevo su
expresión, a pesar del brillo turbulento de sus ojos—. Te quiero, Bella
—murmuró.
—Te quiero, Jacob —respondí con voz rota.
Él sonrió.
—Eso lo sé mejor que tú.
Se volvió para marcharse.
—Haré cualquier cosa —le grité con voz estrangulada—, lo que
quieras, Jacob. ¡No vayas!
El se detuvo y se giró con lentitud.
—No creo que en realidad quieras decir eso.
—Quédate —le supliqué.
Sacudió la cabeza.
—No —se paró momentáneamente, como si estuviera tomando
alguna decisión—. Me voy y dejaremos que decida el destino.
—¿Qué quieres decir? —pregunté con voz ahogada.
—No haré nada con premeditación. Me limitaré a luchar lo
mejor posible por mi manada y dejaré que ocurra lo que tenga que ocurrir —se
encogió de hombros—. Salvo que tú quieras convencerme de que en verdad quieres
que regrese, sin que te hagas la desinteresada.
—¿Cómo?
—Podrías pedírmelo —sugirió.
—Vuelve —murmuré. ¿Cómo podía él dudar de qué era lo que
quería?
Sacudió la cabeza y volvió a sonreír.
—No es de eso de lo que estoy hablando.
Me llevó un segundo entender a qué se refería, y durante
todo el rato él estuvo mirándome con su expresión suficiente, bien seguro de
cuál sería mi reacción. Tan pronto como me di cuenta, sin embargo, solté las
palabras sin pararme a contemplar el coste que acarrearían.
—¿Quieres besarme, Jacob?
Abrió los ojos a causa de la sorpresa, pero luego los
entornó, suspicaz.
—Me tomas el pelo.
—Bésame, Jacob. Bésame y luego regresa.
Él vaciló entre las sombras mientras se debatía consigo
mismo. Se volvió a medias hacia el oeste, con el torso dándome ligeramente la
espalda, aunque sus pies continuaban plantados en el mismo sitio. Todavía
mirando hacia lo lejos, dio un paso inseguro en mi dirección, y después otro.
Volvió el rostro para mirarme, lleno de dudas.
Le devolví la mirada. No tenía ni idea de cuál era la
expresión de mi rostro.
Jacob vaciló sobre sus talones y después se tambaleó hacia
delante, salvando la distancia que había entre nosotros en tres grandes
zancadas.
Sabía que se aprovecharía de la situación. Lo esperaba. Me
quedé muy quieta, con los puños cerrados a ambos costados, mientras él tomaba
mi cabeza entre sus manos y sus labios se encontraban con los míos con un
entusiasmo rayano en la violencia.
Pude sentir su ira conforme su boca descubría mi resistencia
pasiva. Movió una mano hacia mi nuca, encerrando mi cabello desde las raíces en
un puño retorcido. La otra mano me aferró con rudeza el hombro, sacudiéndome y
después arrastrándome hacia su cuerpo. Su mano se deslizó por mi brazo, asiendo
mi muñeca y poniendo mi brazo alrededor de su cuello. Lo dejé allí, con la mano
todavía encerrada en un puño, insegura de cuan lejos estaba a dispuesta a
llegar en mi desesperación por mantenerle vivo. Durante todo este tiempo, sus
labios, desconcertantemente suaves y cálidos, intentaban forzar una respuesta
en los míos.
Tan pronto como se aseguró de que no dejaría caer el brazo,
me liberó la muñeca y buscó el camino hacia mi cintura. Su mano ardiente se
asentó en la parte más baja de mi espalda y me aplastó contra su cuerpo,
obligándome a arquearme contra él.
Sus labios liberaron los míos durante un momento, pero sabía
que ni mucho menos había terminado. Siguió la línea de mi mandíbula con la boca
y después exploró toda la extensión de mi cuello. Me soltó el pelo y buscó el
otro brazo para colocarlo alrededor de su cuello como había hecho con el
primero.
Y entonces sus brazos se cerraron en torno a mi cintura y
sus la bios encontraron mi oreja.
—Puedes hacerlo mucho mejor, Bella —susurró hoscamente—. Te
lo estás tomando con mucha calma.
Me estremecí cuando sentí cómo sus dientes se aferraban al
lóbulo de mi oreja.
—Eso está bien —cuchicheó—. Por una vez, suéltate, disfruta
lo que sientes.
Sacudí la cabeza de modo mecánico hasta que una de sus manos
se deslizó otra vez por mi pelo y me detuvo.
Su voz se tornó acida.
—¿Estás segura de que quieres que regrese o lo que en
realidad deseas es que muera?
La ira me inundó como un fuerte calambre después de un golpe
duro. Esto ya era demasiado, no estaba jugando limpio.
Mis brazos estaban alrededor de su cuello, así que cogí dos
puñados de pelo, ignorando el dolor lacerante de mi mano derecha y luché por
soltarme, intentando apartar mi rostro del suyo.
Y Jacob me malinterpretó.
Era demasiado fuerte para darse cuenta de que mis manos
querían causarle daño, de que intentaba arrancarle el pelo desde la raíz. En
vez de ira, creyó percibir pasión. Pensó que al fin le correspondía.
Con un jadeo salvaje, volvió su boca contra la mía, con los
dedos clavados frenéticamente en la piel de mi cintura.
El ramalazo de ira desequilibró mi capacidad de autocontrol;
su respuesta extática, inesperada, me sobrepasó por completo. Si sólo hubiera
sido cuestión de orgullo habría sido capaz de resistirme, pero la profunda
vulnerabilidad de su repentina alegría rompió mi determinación, me desarmó. Mi
mente se desconectó de mi cuerpo y le devolví el beso. Contra toda razón, mis
labios se movieron con los suyos de un modo extraño, confuso, como jamás se
habían movido antes, porque no tenía que ser cuidadosa con Jacob y desde luego,
él no lo estaba siendo conmigo. Mis dedos se afianzaron en su pelo, pero ahora
para acercarlo a mi.
Lo sentía por todas partes. La luz incisiva del sol había
vuelto mis párpados rojos, y el calor iba bien con el calor. Había ardor por
doquier. No podía ver ni sentir nada que no fuera Jacob.
La pequeñísima parte de mi cerebro que conservaba la cordura
empezó a hacer preguntas.
¿Por qué no detenía aquello? Peor aún, ¿por qué ni siquiera
encontraba en mí misma el deseo de detenerlo? ¿Qué significaba el que no
quisiera que Jacob parara? ¿Por qué mis manos, que colgaban de sus hombros, se
deleitaban en lo amplios y fuertes que eran? ¿Por qué no sentía sus manos lo
bastante cerca a pesar de que me aplastaban contra su cuerpo?
Las preguntas resultaban estúpidas, porque yo sabía la
verdad: había estado mintiéndome a mí misma.
Jacob tenía razón. Había tenido razón todo el tiempo. Era
más que un amigo para mí. Ése era el motivo porque el que me resultaba tan
difícil decirle adiós, porque estaba enamorada de él. También. Le amaba mucho
más de lo que debía, pero a pesar de todo, no lo suficiente. Estaba enamorada,
pero no tanto como para cambiar las cosas, sólo lo suficiente para hacernos aún
más daño. Para hacerle mucho más daño del que ya le había hecho con
anterioridad.
No me preocupé por nada más que no fuera su dolor. Yo me
merecía cualquier pena que esto me causara. Esperaba además que fuera mucha.
Esperaba sufrir de verdad.
En este momento, parecía como si nos hubiéramos convertido
en una sola persona. Su dolor siempre había sido y siempre sería el mío y
también su alegría ahora era mi alegría. Y sentía esa alegría, pero también que
su felicidad era, de algún modo, dolor. Casi tangible, quemaba mi piel como si
fuera ácido, una lenta tortura.
Por un larguísimo segundo, que parecía no acabarse nunca, un
camino totalmente diferente se extendió ante los párpados de mis ojos colmados
de lágrimas. Parecía que estuviera mirando a través del filtro de los
pensamientos de Jacob, vi con exactitud lo que iba a abandonar, lo que este
nuevo descubrimiento no me salvaría de perder. Pude ver a Charlie y Renée
mezclados en un extraño collage con Billy y Sam en La Push. Pude ver el paso
de los años y su significado, ya que el tiempo me hacía cambiar. Pude ver al
enorme lobo cobrizo que amaba, siempre alzándose protector cuando lo
necesitaba. En el más infinitesimal fragmento de ese segundo, vi las cabezas
inclinadas de dos niños pequeños, de pelo negro, huyendo de mí en el bosque que
me era tan familiar. Cuando desaparecieron, se llevaron el resto de la visión
con ellos.
Y entonces, con absoluta nitidez, sentí cómo se escindía esa
pequeña parte de mí a lo largo de una fisura en mi corazón y se desprendía del
todo.
Los labios de Jacob todavía estaban donde antes habían
estado los míos. Abrí los ojos y me estaba mirando, maravillado con cada
detalle.
—Tengo que irme —susurró.
—No.
Sonrió, satisfecho por mi respuesta.
—No tardaré mucho —me prometió—, pero una cosa primero...
Se inclinó para besarme de nuevo y ya no había motivo para
resistirse. ¿Qué sentido tenía?
Esta vez fue diferente. Sus manos se deslizaron con suavidad
por mi rostro y sus labios cálidos fueron suaves, inesperadamente indecisos. Duró
poco, y fue dulce, muy dulce.
Sus brazos se cerraron a mi alrededor y me abrazó con
seguridad mientras me murmuraba al oído.
—Éste debería haber sido nuestro primer beso. Mejor tarde
que nunca.
Contra su pecho, donde él no podía verme, mis lágrimas brotaron
y se derramaron por mis mejillas.
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