—¿Bella?
La suave voz de Edward sonó a mis espaldas. Me volví a
tiempo de verle subir la escalera del porche con su habitual fluidez de
movimientos. La carrera le alborotó los cabellos. Me rodeó entre sus brazos de
inmediato, tal y como había hecho en el aparcamiento, y volvió a besarme.
Aquel beso me asustó. Había demasiada tensión, una enorme
desesperación en la forma en que sus labios aplastaron los míos..., como si
temiera que no nos quedara demasiado tiempo.
No podía permitirme pensar eso, no si iba a tener que
comportarme como una persona durante las próximas horas. Me aparté de él.
—Vamos a quitarnos de encima esta estúpida fiesta —farfullé,
rehuyendo su mirada.
Puso las manos sobre mis mejillas y esperó hasta que alcé la
vista.
—No voy a dejar que te suceda nada.
Le toqué los labios con la mano buena.
—Mi persona no me preocupa demasiado.
—¿Por qué eso no me sorprende? —murmuró para sus adentros.
Respiró hondo y esbozó una leve sonrisa—. ¿Lista para la celebración?
—preguntó.
Gemí.
Me abrió la puerta, teniéndome bien sujeta por la cintura.
Entonces, me quedé petrificada durante un minuto antes de sacudir la cabeza.
—Increíble.
—Alice es así.
Había transformado el interior de la casa de los Cullen en
un night club, de ese estilo de
locales que no sueles encontrar en la vida real, sólo en la televisión.
—Edward —llamó Alice desde su posición junto a un altavoz—,
necesito tu consejo —señaló con un gesto la imponente pila de CDs—. ¿Deberíamos
poner melodías conocidas y agradables o educar los paladares de los invitados
con la buena música? —concluyó, señalando otra pila diferente.
—No te salgas de la agradable —le recomendó Edward—.
«Treinta monjes y un abad no pueden hacer beber a un asno contra su voluntad».
Alice asintió con seriedad y comenzó a lanzar los CDs
«educativos» en una bolsa. Noté que se había cambiado y llevaba una camiseta sin
mangas cubierta de lentejuelas y unos pantalones de cuero rojo. Su piel desnuda
relucía de un modo extraño bajo el parpadeo de las intermitentes luces rojas y
púrpuras.
—Me parece que no voy vestida con la elegancia apropiada
para la ocasión.
—Estás perfecta —discrepó Edward.
—Más que eso —rectificó Alice.
—Gracias —suspiré—. ¿De verdad creéis que va a venir
alguien?
—No va a faltar nadie —aseguró Edward—. Todos se mueren de
ganas por ver el interior de la misteriosa casa de los huraños Cullen.
—Genial —protesté.
No había nada en lo que pudiera echar una mano. Albergaba
serias dudas de que alguna vez fuese capaz de hacer las cosas que hacía Alice,
ni siquiera cuando no tuviera necesidad de dormir y me moviera mucho más
deprisa.
Edward se negó a apartarse de mi lado ni un segundo y me
llevó consigo cuando fue en busca de Jasper primero y luego de Carlisle para
contarles mi descubrimiento. Horrorizada, escuché en silencio sus planes para
atacar a la tropa de Seattle. Estaba segura de que la desventaja numérica no
complacía a Jasper, pero no habían sido capaces de hacer cambiar de idea a la
familia de Tanya, que no estaba dispuesta a colaborar. Jasper no intentaba
ocultar su angustia del modo en que lo hacía Edward. Resultaba obvio que no le
gustaba jugar con apuestas tan fuertes.
No podría quedarme en la retaguardia esperando a que
aparecieran por casa. No lo haría o me volvería loca.
Sonó el timbre.
De pronto, de forma casi delirante, todo fue normal. Una
sonrisa perfecta, genuina y cálida reemplazó la tensión en el rostro de
Carlisle. Alice subió el volumen de la música y luego se acercó bailando hasta
la puerta.
El Suburban había venido cargado con mis amigos, demasiado
nerviosos o intimidados para acudir cada uno por su cuenta. Jessica fue la
primera en traspasar la puerta con Mike pisándole los talones. Los siguieron
Tyler, Conner, Austin, Lee, Samantha y por último incluso Lauren, cuyos ojos
críticos relucían de curiosidad. Todos se mostraban expectantes y luego, cuando
entraron en la enorme estancia engalanada con aquella elegancia delirante,
parecieron abrumados. La habitación no estaba vacía, los Cullen ocupaban su
lugar, listos para escenificar su perfecta representación de una familia
humana. Esa noche yo tenía la sensación de estar actuando un poquito más que
ellos.
Acudí para saludar a Jess y a Mike, con la esperanza de que
el tono nervioso de mi voz pudiera pasar por puro entusiasmo. La campana sonó
antes de que pudiera acercarme a nadie. Dejé entrar a Angela y a Ben y mantuve
la puerta abierta al ver que Eric y Katie acababan de llegar al pie de las
escaleras.
No hubo ninguna otra ocasión para sentir pánico. Tuve que
hablar con todo el mundo y continuar ofreciendo la nota jovial propia de la
anfitriona. Aunque se había presentado como una fiesta ofrecida por Edward,
Alice y yo, era inútil negar que yo me había convertido en el objetivo más
popular de agradecimientos y felicitaciones. Quizá debido a que los Cullen
tenían un aspecto extraño bajo las luces festivas elegidas por Alice. Quizá
porque aquella iluminación sumía la estancia en las sombras y el misterio, y no
propiciaba una atmósfera para que las personas normales se relajaran cuando
estaban cerca de alguien como Emmett. En una ocasión vi cómo Emmett sonreía a
Mike por encima de la mesa de la comida. Este dio un paso atrás, asustado por
los centelleos que las luces rojas arrancaban a los dientes del vampiro.
Lo más probable era que Alice hubiera hecho esto a propósito
para obligarme a ser el centro de atención, una posición con la que, en su
opinión, yo debería disfrutar. Ella me obligaba a seguir los usos y costumbres
de los hombres para hacerme sentir humana.
La fiesta fue un éxito rotundo a pesar del estado de tensión
nerviosa provocado por la presencia de los Cullen, aunque tal vez eso sólo añadiera
una nota de emoción al ambiente del local. El ritmo de la música era
contagioso; las luces, casi hipnóticas; la comida debía de estar buena a juzgar
por la velocidad con que desaparecía. La estancia pronto estuvo abarrotada,
aunque no hasta el punto de provocar claustrofobia. Parecía haber acudido la
clase entera del último curso al completo, además de algunos alumnos de cursos
inferiores. Los asistentes movían los cuerpos al ritmo del compás marcado con
los pies y todos estaban a punto de ponerse a bailar.
No estaba siendo tan terrible como había temido. Seguí el
ejemplo de Alice y me mezclé y charlé con todos, que parecían bastante fáciles
de complacer. Estaba segura de que aquella fiesta era con diferencia la mejor
de cuantas se habían celebrado en Forks desde hacía mucho tiempo. Alice casi
ronroneaba de placer. Nadie iba a olvidar aquella noche.
Di otra vuelta alrededor de la sala y volví a encontrarme
con Jessica, que balbuceaba de excitación, pero no era preciso prestarle
demasiada atención al ser poco probable que ella necesitara de una respuesta
por mi parte. Edward permanecía a mi lado, negándose a apartarse de mí.
Mantenía una mano bien sujeta en mi cintura y de vez en cuando me acercaba a
él, probablemente como reacción a pensamientos que no quería oír.
Por eso, enseguida me puse en estado de alerta cuando dejó
colgar el brazo a un costado y empezó a separarse de mí.
—Quédate aquí —me susurró al oído—. Vuelvo ahora.
Cruzó entre el gentío con gracilidad. Dio la impresión de
que no había rozado ninguno de los cuerpos apretados. Se marchó demasiado
deprisa como para darme la oportunidad de preguntarle por qué se iba. Entorné
los ojos y no le perdí de vista mientras Jessica gritaba con entusiasmo por
encima de la música y se colgaba de mi codo, haciendo caso omiso a mi falta de
atención.
Le observé cuando llegó a la oscura puerta situada junto a
la entrada de la cocina, donde las luces sólo brillaban de forma intermitente.
Se inclinó sobre alguien, cuya identificación resultó imposible por culpa de las
cabezas de los invitados, que me tapaban el campo de visión.
Me puse de puntillas y estiré el cuello. En ese preciso
momento, una luz roja iluminó su espalda e hizo destellar las lentejuelas de la
camisa de Alice, cuyo rostro quedó iluminado una fracción de segundo. Fue
suficiente.
—Discúlpame un momento, Jessica —farfullé mientras retiraba
su brazo de mi codo.
No me detuve a esperar su reacción ni a verificar si mi
brusquedad le había molestado. Eludí los cuerpos que se interponían en mi
camino y de vez en cuando propiné algún que otro empujón, pocos, por fortuna,
ya que no había mucha gente bailando. Me apresuré a cruzar la puerta de la
cocina.
Edward se había ido, pero Alice seguía allí, inmóvil en la
penumbra, con el rostro desconcertado y la mirada ausente propios de quien
acaba de presenciar un terrible accidente. Se sujetaba al marco de la puerta
con una de sus manos, como si necesitara ese apoyo.
—¿Qué pasa, Alice? ¿Qué? ¿Qué has visto? —le imploré
ensortijando los dedos de las manos con gesto suplicante.
Ella no me miró, siguió con los ojos clavados a lo lejos.
Seguí la dirección de su mirada y me percaté de cómo Alice captaba la atención
de Edward a través de la habitación. El rostro de Edward era tan inexpresivo
como una piedra. Se volvió y desapareció en las sombras de debajo de la
escalera.
El timbre sonó en ese momento, cuando habían transcurrido
varias horas desde la última llamada. Alice alzó la vista con expresión
perpleja que pronto se convirtió en una mueca de disgusto.
—¿Quién ha invitado al licántropo?
Le puse mala cara cuando me agarró.
—Culpable —admití.
Se me había pasado por la cabeza la posibilidad de anular la
invitación, pero ¿quién iba a pensar que Jacob fuera capaz de aparecer allí,
como si tal cosa? Ni en el más descabellado de los sueños...
—Bueno, en tal caso, hazte cargo de él. He de hablar con
Carlisie.
—¡No, Alice, aguarda!
Intenté agarrarla por el brazo, pero ella ya se había
marchado y mi mano se cerró en el vacío.
—¡Maldita sea! —rezongué.
Adiviné lo que ocurría. Alice había tenido la visión que
había esperado desde hacía tanto tiempo y, francamente, no me sentía con ánimos
para soportar el suspense mientras atendía la puerta. El timbre volvió a sonar
un buen rato. Alguien mantenía pulsado el botón. Actué con resolución. Di la
espalda a la puerta de la cocina y registré la sala a oscuras con la mirada en
busca de Alice.
No logré ver nada. Comencé a abrirme paso hacia las
escaleras.
—¡Hola, Bella!
La voz gutural de Jacob resonó en un momento durante el que
no sonaba la música. Muy a mi pesar, alcé los ojos al oír mi nombre.
Puse cara de pocos amigos.
En vez de un hombre lobo habían venido tres. Jacob había
entrado por su cuenta, flanqueado por Quil y Embry, que parecían muy tensos
mientras miraban a un lado y otro de la estancia como si estuvieran
adentrándose en una cripta embrujada. La mano temblorosa de Embry todavía
sostenía la puerta y tenía la mitad del cuerpo fuera, preparado para echar a
correr.
Jacob me saludó con la mano. Estaba más calmado que sus
compañeros, pero arrugaba la nariz con gesto de repulsión. También le saludé
con la mano, pero en señal de despedida. Luego, me volví en busca de Alice. Me
colé por un hueco que había entre las espaldas de Conner y Lauren...
...pero él apareció de la nada, me puso la mano en el hombro
y me llevó hasta las sombras imperantes en los aledaños de la cocina.
—¡Qué bienvenida tan cordial! —apuntó.
Agité mi mano libre y le fulminé con la mirada.
—¿Qué rayos haces aquí?
—Me invitaste tú, ¿lo recuerdas?
—Por si el gancho de derecha fue demasiado sutil para ti,
permíteme que te lo traduzca: era una cancelación de la invitación.
—No tengas tan poco espíritu deportivo. Encima de que te
traigo un regalo de graduación y todo.
Me crucé de brazos. No me apetecía nada pelearme con Jacob
en ese momento. Ardía en deseos de saber en qué consistía la visión de Alice y
qué decían al respecto Edward y Carlisle. Estiré el cuello para buscarlos con
la mirada por un costado de Jacob.
—Devuélvelo a la tienda, Jake. Tengo asuntos que atender.
Él obstaculizó mi línea de visión para requerir mi atención.
—No puedo devolverlo a ninguna tienda porque no lo he
comprado. Lo hice con mis propias manos, y me costó bastante tiempo.
Volví a echar mi cuerpo a un lado, pero no conseguí ver a
ningún miembro de la familia Cullen. ¿Dónde se habían metido? Escruté la
penumbra una vez más.
—Venga, vamos, Bella. ¡No hagas como que no estoy aquí!
—No lo hago —no los veía por ninguna parte—. Mira, Jake,
ahora tengo la cabeza en otra parte...
Puso la mano debajo de mi barbilla y me obligó a alzar el
rostro.
—¿Podría recabar el privilegio de unos segundos de toda su
atención, señorita Swan?
Me alejé para evitar el contacto con él.
—No seas sobón, Jacob —mascullé.
—Disculpa —contestó de inmediato, mientras alzaba los brazos
simulando que se rendía—. Lo siento de veras, me refiero a lo del otro día. No
debí besarte de ese modo. Estuvo mal. Supongo que me hice falsas ilusiones al
pensar que me querías.
—Falsas ilusiones... ¡Qué descripción tan certera!
—Sé amable, ya sabes, al menos podrías aceptar mis
disculpas.
—Vale, disculpas aceptadas, y ahora, si me perdonas un
momento…
—Vale —repuso entre dientes.
Lo dijo con una voz tan diferente que dejé de buscar a Alice
y estudié su rostro. Tenía la vista clavada en el suelo para ocultar los ojos.
El labio inferior sobresalía levemente.
—Supongo que preferirás estar con tus amigos «de verdad»
—dijo con el mismo tono abatido—. Ya lo pillo.
—¡Eh, Jake! —me quejé—. Sabes que eso no es justo.
—¿Ah, no?
—Deberías saberlo —me incliné hacia delante y alcé la vista
en un intento de establecer contacto visual. Entonces, él levantó los ojos por
encima de mi cabeza, para evitar mi mirada—. ¿Jake?
El rehusó mirarme.
—Eh, dijiste que me habías hecho algo, ¿no? —pregunté—. ¿Era
pura palabrería? ¿Dónde está mi regalo?
Mi intento de simular entusiasmo fue patético, pero
funcionó. Puso los ojos en blanco y me hizo un mohín. Proseguí con la patética
farsa de la petición y mantuve abierta la mano delante de mí:
—Sigo esperando.
—Bueno —refunfuñó con sarcasmo, pero metió la mano en el
bolsillo trasero de los vaqueros del que sacó una bolsita de holgada tela
multicolor fuertemente atada con cintas de cuero. La depositó en mi mano.
—Vaya, qué cucada, Jake. ¡Gracias!
Suspiró.
—El regalo está dentro, Bella.
—Ah.
Me enredé con las cintas. Él resopló y me quitó la bolsita
para abrirla con un sencillo tirón de la cinta adecuada. Mantuve la mano
extendida, pero él agitó la bolsa y dejó caer algo plateado en mi mano. Los
eslabones de metal tintinearon levemente.
—No hice la pulsera —admitió—, sólo el dije.
Sujeto a uno de los eslabones de plata había un pequeño
adorno tallado en madera. Lo sostuve entre los dedos para examinarlo de cerca.
Sorprendía la cantidad de detalles enrevesados de la figurita, un lobo en
miniatura de extremado realismo, incluso estaba labrado en una madera de
tonalidades rojizas que encajaban con el color de su pelambrera.
—Es precioso —susurré—. ¿Lo has hecho tú? ¿Cómo?
El se encogió de hombros.
—Es una habilidad que aprendí de Billy... Se le da mejor que
a mí.
—Resulta difícil de creer —murmuré mientras daba vueltas y
más vueltas al lobito de madera entre los dedos.
—¿Te gusta de verdad?
—¡Sí! Es increíble, jake.
Jacob esbozó una sonrisa que al principio fue de felicidad,
pero luego la expresión se llenó de amargura.
—Bueno, supuse que esto quizás hiciera que te acordaras de
mí de vez en cuando. Ya sabes cómo son estas cosas, ojos que no ven, corazón
que no siente.
Ignoré su actitud.
—Ten, ayúdame a ponérmelo.
Le ofrecí la muñeca izquierda, dado que el cabestrillo me
impedía mover la mano derecha. Abrochó el cierre con facilidad a pesar de que
parecía demasiado delicado para sus dedazos.
—¿Te lo pondrás? —preguntó.
—Por supuesto que sí.
Me sonrió. Era la sonrisa feliz que tanto me gustaba ver en
su cara.
Le correspondí con otra, pero mis ojos volvieron por
instinto a la habitación y busqué entre la gente algún indicio de Edward o
Alice.
—¿Por qué estás tan trastornada? —preguntó Jacob.
—No es nada —le mentí mientras intentaba concentrarme—.
Gracias por el regalo, de veras, me encanta.
—¿Bella? —frunció el ceño hasta que su sombra le oscureció
los ojos—. Está a punto de pasar algo, ¿a que sí?
—Jake, yo... No, no es nada.
—No me mientas, se te da fatal. Deberías decirme de qué se
trata. Queremos enterarnos de este tipo de cosas —dijo, utilizando al fin el
plural.
Lo más probable es que tuviera razón. Los lobos eran parte
interesada en lo que estaba pasando, sólo que yo no estaba segura de qué estaba
ocurriendo.
—Te lo contaré, Jacob, pero déjame averiguar antes qué pasa,
¿vale? Tengo que hablar con Alice.
Una chispa de comprensión le iluminó el semblante.
—La médium ha tenido una visión.
—Sí, en el momento de aparecer tú.
—¿Es sobre el chupasangres que entró en tu cuarto? —murmuró,
manteniendo el tono de voz por debajo del soniquete de la música.
—Guarda relación —admití.
Estuvo cavilando durante un minuto antes de inclinar la
cabeza hacia delante para estudiar mis facciones.
—Te estás callando algo que sabes, algo grande.
¿Qué sentido tenía mentirle de nuevo? Me conocía demasiado
bien.
—Sí.
Jacob me observó fijamente durante una fracción de segundo y
luego se volvió para atraer la atención de sus hermanos de carnada, que seguían
en la entrada, incómodos y violentos. Se movieron en cuanto se percataron de su
expresión y se abrieron paso con agilidad entre los fiesteros; ellos se movían
también con una flexibilidad propia de bailarines. Flanquearon a Jacob en
cuestión de medio minuto, descollando muy por encima de mí.
—Ahora, explícate —exigió Jacob.
Embry y Quil miraron de manera alternativa el rostro de mi
amigo y el mío, confusos y precavidos.
—No sé prácticamente nada, Jake.
Continué buscando en la sala, pero ahora para que me
rescataran. Los licántropos me arrinconaron en una esquina en el sentido más
literal del término.
—Entonces, cuéntanos lo que sepas.
Los tres cruzaron los brazos sobre el pecho a la vez. La
escena tenía una pizca de gracia, aunque sobre todo resultaba amenazadora.
Entonces vi a Alice bajar por las escaleras. Su piel nivea
refulgía bajo la luz púrpura.
—¡Alice! —chillé con alivio.
Ella me miró en cuanto grité su nombre a pesar de que el
chundachunda de los altavoces tendría que haber ahogado mi voz. Moví el brazo
libre con energía y observé su rostro cuando ella se fijó en los tres hombres
lobo que se inclinaban sobre mí. Entornó los ojos.
Sin embargo, antes de que se produjera esa reacción, la
tensión y el miedo dominaron su rostro. Me mordí el labio mientras se acercaba
con sus andares saltarines.
Jacob, Quil y Embry se alejaron de ella con expresiones de
preocupación. Alice rodeó mi cintura con el brazo.
—He de hablar contigo —me susurró al oído.
—Esto, Jake, te veré luego... —farfullé cuando se calmó la
situación.
El alargó su enorme brazo para bloquearnos el paso, apoyando
la mano contra la pared.
—Eh, no tan deprisa.
Alice alzó la vista para clavarle sus ojos desorbitados de
incredulidad.
—¿Disculpa?
—Dinos qué está pasando —exigió él con un gruñido.
Jasper se materializó literalmente de la nada. Alice y yo
estábamos contra la pared y al segundo siguiente Jasper estaba junto a Jacob,
en el costado opuesto al del brazo extendido, con expresión aterradora.
Jacob retiró el brazo con lentitud. Parecía el mejor
movimiento posible, partiendo de la base de que quería conservar ese miembro.
—Tenemos derecho a enterarnos —murmuró Jacob, lanzando una
mirada desafiante a Alice.
Jasper se interpuso entre ellos. Los licántropos se
aprestaron a la lucha.
—Eh, eh —intervine, añadiendo una risilla ligeramente
histérica—. Esto es una fiesta, ¿os acordáis?
Nadie me hizo el menor caso. Jacob fulminó a Alice con la
mirada mientras Jasper hacía lo propio con Jacob. De pronto, Alice se quedó
pensativa.
—Está bien, Jasper. En realidad, tiene razón.
Jasper no relajó la posición ni un ápice.
Me embargaba una tensión tan fuerte que estaba convencida de
que me iba a estallar la cabeza de un momento a otro.
—¿Qué has visto, Alice?
Ella miró a Jacob durante unos instantes y luego se volvió
hacia mí. Era evidente que había decidido dejar que se enteraran.
—La decisión está tomada.
—¿Os vais a
Seattle?
—No.
Sentí cómo el color huía de mi rostro y noté un retortijón
en el estómago.
—Vienen hacia aquí —aventuré con voz ahogada.
Los muchachos quileute observaban en silencio, leyendo el
involuntario juego de emociones de nuestros rostros. Se habían quedado clavados
donde estaban, pero aun así no permanecían del todo quietos. Las manos no
dejaban de temblarles.
—Sí.
—Vienen a Forks —susurré.
—Sí.
—¿Con qué fin?
Ella comprendió mi pregunta y asintió.
—Uno de ellos lleva tu blusa roja.
Intenté tragar saliva.
La expresión de Jasper era de desaprobación. No le gustaba
debatir aquello delante de los hombres lobo, pero le urgía decir algo.
—No podemos dejarles llegar tan lejos. No somos bastantes
para proteger el pueblo.
—Lo sé —repuso Alice con el rostro súbitamente desolado—,
pero no importa dónde les plantemos cara, porque vamos a seguir siendo pocos, y
siempre quedará alguno que vendrá a registrar el pueblo.
—¡No! —murmuré.
El estruendo de la fiesta sofocó mi grito de rechazo. A nuestro
alrededor, mis amigos, vecinos e insignificantes rivales comían, reían y se
movían al ritmo de la música, ajenos al hecho de que estaban a punto de
enfrentarse al peligro, el terror y quizá la muerte. Por mi causa.
—Alice, debo irme, he de alejarme de aquí —le dije
articulando para que me leyera los labios.
—Eso no sirve de nada. No es como si nos las viéramos con un
rastreador. Ellos seguirían viniendo primero aquí.
—En tal caso, he de salir a su encuentro —si no hubiera
tenido la voz tan ronca y forzada, la frase habría sido un grito—. Quizá se
vayan sin hacer daño a nadie si encuentran lo que vienen a buscar.
—¡Bella! —protestó Alice.
—Espera —ordenó Jacob con voz enérgica—. ¿Quién viene?
Alice le dirigió una mirada gélida.
—Son de los nuestros. Un montón.
—¿Por qué?
—Vienen a por Bella. Es cuanto sabemos.
—¿Os superan en número? ¿Son demasiados para vosotros?
—preguntó.
Jasper se molestó.
—Contamos con algunas ventajas, perro. Será una lucha
igualada.
—No —le contradijo Jacob; una media sonrisa, fiera y
extraña, se extendió por su rostro—, no va a ser igualada.
—¡Excelente! —exclamó Alice, cuya nueva expresión miré
fijamente, paralizada por el pánico. Su rostro estaba exultante y la
desesperación había desaparecido de sus rasgos perfectos.
Dedicó a Jacob una ancha sonrisa que él le devolvió.
—No tendré visiones si intervenís vosotros, por supuesto
—comentó, muy pagada de sí misma—. Es un problema, pero, tal y como están las
cosas, lo asumo.
—Debemos coordinarnos —dijo Jacob—. No nos va a ser fácil.
Éste sigue siendo más un trabajo para nosotros que para vosotros.
—Yo no iría tan lejos, pero necesitamos la ayuda, así que no
nos vamos a poner tiquismiquis.
—Espera, espera, espera —los interrumpí.
Alice estaba de puntillas y Jacob se inclinaba hacia ella,
ambos con los rostros relucientes de entusiasmo a pesar de tener la nariz
arrugada a causa de sus respectivos olores. Me miraron con impaciencia.
—¿Coordinaros? —repetí entre dientes.
—¿De veras crees que nos vamos a quedar fuera de esto?
—preguntó Jacob.
—¡Estáis fuera de esto!
—No es eso lo que piensa vuestra médium.
—Alice, niégate —insistí—. Los matarán a todos.
Jacob, Quil y Embry se echaron a reír a mandíbula batiente.
—Bella —contestó Alice con voz suave y apaciguadora—, todos
moriremos si actuamos por separado, juntos...
—...no habrá problema —Jacob concluyó la frase.
Quil volvió a reírse y preguntó con entusiasmo.
—¿Cuántos son?
—¡No! —grité.
Alice ni siquiera me miró.
—Su número varía... Ahora son veintiuno, pero la cifra va a
bajar.
—¿Por qué? —preguntó Jacob con curiosidad.
—Es una larga historia —contestó Alice, mirando de repente a
su alrededor—, y éste no es el lugar adecuado para contarla.
—¿Y qué tal esta noche, más tarde? —presionó Jacob.
—De acuerdo —le contestó Jasper—. Si vais a luchar con
nosotros, vais a necesitar algo de instrucción.
Todos los lobos pusieron cara de contrariedad en cuanto
oyeron la segunda parte de la frase.
—¡No! —protesté.
—Esto va a resultar un poco raro —comentó Jasper
pensativamente—. Nunca había sopesado la posibilidad de trabajar en equipo. Ésa
debe ser nuestra prioridad.
—Sin ninguna duda —coincidió Jacob, a quien le entraron las
prisas—. Tenemos que volver a por Sam. ¿A qué hora?
—¿A partir de qué hora es demasiado tarde para vosotros?
Los tres quileute pusieron los ojos en blanco.
—¿A qué hora? —repitió Jacob.
—¿A las tres?
—¿Dónde?
—A quince kilómetros al norte del puesto del guarda forestal
de Hoh Forest. Venid por el oeste y podréis seguir nuestro rastro.
—Allí estaremos.
Se dieron media vuelta para marcharse.
—¡Espera, Jake! —grité detrás de él—. ¡No lo hagas, por
favor!
El interpelado se detuvo y se dio la vuelta para sonreírme
mientras Quil y Embry se encaminaban hacia la puerta con impaciencia.
—No seas ridicula, Bella. Acabas de hacerme un regalo mucho
mejor que el mío.
—¡No! —chillé de nuevo.
El sonido de una guitarra eléctrica ahogó mi grito.
Jacob no me respondió. Se apresuró a alcanzar a sus amigos,
que ya se habían marchado. Le vi desaparecer sin poder hacer nada.
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