Bella:
Bueno, yo también te echo de menos. Mucho. Aunque eso no cambia
nada. Lo siento.
Jacob
Deslicé los dedos por la página y sentí las marcas donde él
había apretado con tanta fuerza el bolígrafo contra el papel que casi había
llegado a romperlo. Podía imaginármelo mientras escribía, le veía garabateando
aquellas palabras llenas de ira con su tosca letra, acuchillando una línea tras
otra cuando sentía que las palabras empleadas no reflejaban su voluntad, quizá
hasta partir el bolígrafo con esa manaza suya; esto explicaría las manchas de
tinta. Me imaginaba su frustración, lo veía fruncir las cejas negras y arrugar
el ceño. Si hubiera estado allí, casi me hubiera echado a reír. Te va a dar una
hemorragia cerebral, Jacob, le habría dicho. Simplemente, escúpelo.
Aunque lo último que me apetecía en esos momentos, al releer
las palabras que ya casi había memorizado, era echarme a reír. No me sorprendió
su respuesta a mi nota de súplica, que le había enviado con Billy, a través de
Charlie, justo como hacíamos en el instituto, tal como él había señalado.
Conocía en esencia el contenido de su réplica antes incluso de abrirla.
Lo que resultaba sorprendente era lo mucho que me hería cada
una de las líneas tachadas, como si los extremos de las letras estuvieran rematados
con cuchillos. Más aún, detrás de cada violento comienzo, se arrastraba un
inmenso pozo de sufrimiento; la pena de Jacob me dolía más que la mía propia.
Mientras reflexionaba acerca de todo aquello, capté el olor
inconfundible de algo que se quemaba en la cocina. En cualquier otro hogar no
hubiera resultado preocupante que cocinase alguien que no fuera yo.
Metí el papel arrugado en el bolsillo trasero de mis
pantalones y eché a correr, bajando las escaleras en un tiempo récord.
El bote de salsa de espaguetis que Charlie había metido en
el microondas apenas había dado una vuelta cuando tiré de la puerta y lo saqué.
—¿Qué es lo que he hecho mal? —inquirió Charlie.
—Se supone que debes quitarle la tapa primero, papá. El
metal no va bien en los microondas.
La retiré precipitadamente mientras hablaba; vertí la mitad
de la salsa en un cuenco para luego introducirlo en el microondas y devolví el
bote al frigorífico; ajusté el tiempo y apreté el botón del encendido.
Charlie observó mis arreglos con los labios fruncidos.
—¿Puse bien los espaguetis, al menos?
Miré la cacerola en el fogón, el origen del olor que me
había alertado.
—Estarían mejor si los hubieras movido —repuse con dulzura.
Encontré una cuchara e intenté despegar el pegote blandengue
y chamuscado del fondo.
Charlie suspiró.
—Bueno, ¿se puede saber qué intentas? —le pregunté.
Cruzó los brazos sobre el pecho y miró la lluvia que caía a
cántaros a través de las ventanas traseras.
—No sé de qué me hablas —gruñó.
Estaba perpleja. ¿Cómo era que papá se había puesto a
cocinar? ¿Y a qué se debía esa actitud hosca? Edward todavía no había llegado.
Por lo general, mi padre reservaba este tipo de actitud a beneficio de mi
novio, haciendo cuanto estaba a su alcance para evidenciar con claridad la
acusación de persona no grata con cada una de sus posturas y palabras. Los
esfuerzos de Charlie eran del todo innecesarios, ya que Edward sabía con
exactitud lo que mi padre pensaba sin necesidad de la puesta en escena.
Seguí rumiando el término «novio» con esa tensión habitual
mientras removía la comida. No era la palabra correcta, en absoluto. Se
necesitaba un término mucho más expresivo para el compromiso eterno, pero
palabras como «destino» y «sino» sonaban muy mal cuando las introducías en una
conversación corriente.
Edward tenía otra palabra en mente y ese vocablo era el
origen de la tensión que yo sentía. Sólo pensarla me daba dentera.
Prometida. Ag. La simple idea me hacía estremecer.
—¿Me he perdido algo? ¿Desde cuándo eres tú el que hace la
cena? —le pregunté a Charlie. El grumo de pasta burbujeaba en el agua hirviendo
mientras intentaba desleírlo—. O más bien habría que decir, «intentar» hacer la
cena.
Charlie se encogió de hombros.
—No hay ninguna ley que me prohiba cocinar en mi propia
casa.
—Tú sabrás —le repliqué, haciendo una mueca mientras miraba
la insignia prendida en su chaqueta de cuero.
—Ja. Esa ha sido buena.
Se desprendió de la chaqueta con un encogimiento de hombros
porque mi mirada le había recordado que aún la llevaba puesta, y la colgó del
perchero donde guardaba sus bártulos. El cinturón del arma ya estaba en su
sitio, pues hacía unas cuantas semanas que no había tenido necesidad de
llevarlo a comisaría. No se habían dado más desapariciones inquietantes que
preocuparan a la pequeña ciudad de Forks, Washington, ni más avistamientos de
esos gigantescos y misteriosos lobos en los bosques siempre húmedos a causa de
la pertinaz lluvia...
Pinché los espaguetis en silencio, suponiendo que Charlie
andaría de un lado para otro hasta que hablara, cuando le pareciera oportuno,
de aquello que le tenía tan nervioso. Mi padre no era un hombre de muchas
palabras y el esfuerzo de organizar una cena, con los manteles puestos y todo,
me dejó bien claro que le rondaba por la cabeza un número poco frecuente de
palabras.
Miré el reloj de forma rutinaria, algo que solía hacer a
esas horas cada pocos minutos. Me quedaba menos de media hora para irme.
Las tardes eran la peor parte del día para mí. Desde que mi
antiguo mejor amigo, y hombre lobo, Jacob Black, se había chivado de que había
estado montando en moto a escondidas ‑una traición que había ideado para
conseguir que mi padre no me dejura salir y no pudiera estar con mi novio, y
vampiro, Edward Cullen‑, sólo me permitían ver a este último desde las siete
hasta las nueve y media de la noche, siempre dentro de los límites de las
paredes de mi casa y bajo la supervisión de la mirada indefectiblemente
refunfuñona de mi padre.
En realidad, Charlie se había limitado a aumentar un castigo
previo, algo menos estricto, que me había ganado por una desaparición sin
explicación de tres días y un episodio de salto de acantilado.
De todos modos, seguía viendo a Edward en el instituto,
porque no había nada que mi progenitor pudiera hacer al respecto. Y además,
Edward pasaba casi todas las noches en mi habitación, aunque Charlie no tuviera
conocimiento del hecho. Su habilidad para escalar con facilidad y
silenciosamente hasta mi ventana en el segundo piso era casi tan útil como su
capacidad de leer la mente de mi padre.
Por ello, sólo podía estar con mi novio por las tardes, y
eso bastaba para tenerme inquieta y para que las horas pasaran despacio.
Aguantaba mi castigo sin una sola queja, ya que, por una parte, me lo había
ganado, y por otra, no soportaba la idea de hacerle daño a mi padre marchándome
ahora que se avecinaba una separación mucho más permanente, de la que él no
sabía nada, pero que estaba tan cercana en mi horizonte.
Mi padre se sentó en la mesa con un gruñido y desplegó el
periódico húmedo que había allí; a los pocos segundos estaba chasqueando la
lengua, disgustado.
—No sé para qué lees las noticias, papá. Lo único que
consigues es fastidiarte.
Me ignoró, refunfuñándole al papel que sostenía en las
manos.
—Éste es el motivo por el que todo el mundo quiere vivir en
una ciudad pequeña. ¡Es temible!
—¿Y qué tienen ahora de malo las ciudades grandes?
—Seattle está echando una carrera a ver si se convierte en
la capital del crimen del país. En las últimas dos semanas ha habido cinco
homicidios sin resolver. ¿Te puedes imaginar lo que es vivir con eso?
—Creo que Phoenix se encuentra bastante más arriba en cuanto
a listas de homicidios, papá, y yo sí he vivido con eso —y nunca había estado
más cerca de convertirme en víctima de uno que cuando me mudé a esta pequeña
ciudad, tan segura. De hecho, todavía tenía bastantes peligros acechándome a
cada momento... La cuchara me tembló en las manos, agitando el agua.
—Bueno, pues no hay dinero que pague eso —comentó Charlie.
Dejé de intentar salvar la cena y me senté para servirla;
tuve que usar el cuchillo de la carne para poder cortar una ración de
espaguetis para Charlie y otra para mí, mientras él me miraba con expresión
avergonzada. Mi padre cubrió su porción con salsa y comenzó a comer. Yo también
disimulé aquel engrudo como pude y seguí su ejemplo sin mucho entusiasmo.
Comimos en silencio unos instantes. Charlie todavía revisaba las noticias, así
que tomé mi manoseado ejemplar de Cumbres
borrascosas de donde lo había dejado en el desayuno e intenté perderme a mi
vez en la Inglaterra
del cambio de siglo, mientras esperaba que en algún momento él empezara a
hablar.
Estaba justo en la parte del regreso de Heathcliff cuando
Charlie se aclaró la garganta y arrojó el periódico al suelo.
—Tienes razón —admitió—. Tenía un motivo para hacer esto —movió
su tenedor de un lado para otro entre la pasta gomosa—. Quería hablar contigo.
Deje el libro a un lado. Tenía las cubiertas tan vencidas
que se quedo abierto sobre la mesa.
—Bastaba con que lo hubieras hecho.
El asintió y frunció las cejas.
—Si lo recordaré para la próxima vez. Creía que haciendo la
cena por ti te ablandaría un poco.
Me eche a reír.
—Pues ha funcionado. Tus habilidades culinarias me han dejajado
como la seda. ¿Qué quieres, papá?
—Bueno, tiene que ver con Jacob.
Sentí cómo se endurecía la expresión de mi rostro.
—¿Qué es lo que pasa con él? —pregunté entre los labios apretados.
—Sé que aún estáis enfadados por lo que te hizo, pero actuó
de modo correcto. Estaba siendo responsable.
—Responsable —repetí con tono mordaz mientras ponía los ojos
en blanco—. Vale, bien, y ¿qué pasa con él?
Esa pregunta que había formulado de modo casual se repetía
dentro de mi mente de forma menos trivial. ¿Qué pasaba con Jacob? ¿Qué iba a
hacer con él? Mi antiguo mejor amigo que ahora era... ¿qué? ¿Mi enemigo? Me iba
a dar algo.
El rostro de Charlie se volvió súbitamente precavido.
—No te pongas furiosa conmigo, ¿de acuerdo?
—¿Furiosa?
—Bueno, también tiene que ver con Edward.
Se me empequeñecieron los ojos. La voz de Charlie se volvió
brusca.
—Le he dejado entrar en casa, ¿no?
—Lo has hecho —admití—, pero por periodos de tiempo muy
pequeños. Claro, también me has dejado salir a ratos de vez en cuando
—continué, aunque en plan de broma; sabía que estaba encerrada hasta que se
acabara el curso—. La verdad es que me he portado bastante bien últimamente.
—Bueno, pues ahí quería yo llegar, más o menos...
Y entonces la cara de Charlie se frunció con una sonrisa y
un guiño de ojos inesperado; por unos instantes pareció veinte años más joven.
Entreví una oscura y lejana posibilidad en aquella sonrisa, pero opté por no
precipitarme.
—Me estoy liando, papá. ¿Estamos hablando de Jacob, de
Edward o de mi encierro?
La sonrisa flameó de nuevo.
—Un poco de las tres cosas.
—¿Y cómo se relacionan entre sí? —pregunté con cautela.
—Vale —suspiró mientras alzaba las manos simulando una
rendición—. Creo que te mereces la libertad condicional por buen
comportamiento. Te quejas sorprendentemente poco para ser una adolescente.
Alcé las cejas y el tono de voz al mismo tiempo.
—¿De verdad? ¿Puedo salir?
¿A qué venía todo esto? Me había resignado a estar bajo
arresto domiciliario hasta que me mudara de forma definitiva y Edward no había
detectado ningún cambio en los pensamientos de Charlie...
Mi padre levantó un dedo.
—Pero con una condición.
Mi entusiasmo se desvaneció.
—Fantástico —gruñí.
—Bella, esto es más una petición que una orden, ¿vale? Eres
libre, pero espero que uses esta libertad de forma... juiciosa.
—¿Y qué significa eso?
Suspiró de nuevo.
—Sé que te basta con pasar todo tu tiempo en compañía de
Edward...
—También veo a Alice —le interrumpí. La hermana de Edward no
tenía unas horas limitadas de visita, ya que iba y venía a su antojo. Charlie
hacía lo que a ella le daba la gana.
—Es cierto —asintió—, pero tú también tienes otros amigos además
de los Cullen, Bella. O al menos los tenías.
Nos miramos fijamente el uno al otro durante un largo intervalo
de tiempo.
—¿Cuándo fue la última vez que viste a Angela Weber? —me increpó.
—El viernes a la hora de comer —le contesté de forma instantanea.
Antes del regreso de Edward, mis amigos se habían dividido
en dos grupos. A mí me gustaba pensar en ello en términos de los buenos contra
los malos. También en plan de «nosotros» y «ellos». Los buenos eran Angela, su
novio Ben Cheney y Mike Newton; Todos me habían perdonado generosamente por
haber enloquecido después de la marcha de Edward. Lauren Mallory era el núcleo
de los malos, de «ellos», y casi todos los demás, incluyendo mi primera amiga
en Forks, Jessica Stanley, parecían felices de llevar al día su agenda
anti-Bella.
La línea divisoria se había vuelto incluso más nítida una
vez que Edward regresó al instituto, un retorno que se había cobrado su tributo
en la amistad de Mike, aunque Angela continuaba inquebrantablemente leal y Ben
seguía su estela.
A pesar de la aversión natural que la mayoría de los humanos
sentía hacia los Cullen, Angela se sentaba de manera diligente al lado de Alice
todos los días a la hora de comer. Después de unas cuantas semanas, Angela
incluso parecía encontrarse cómoda allí. Era difícil no caer bajo el embrujo de
los Cullen, una vez que alguien les daba la oportunidad de ser encantadores.
—¿Fuera del colegio? —me preguntó Charlie, atrayendo de
nuevo mi atención.
—No he podido ver a nadie fuera del colegio, papá. Estoy
castigada, ¿te acuerdas? Y Angela también tiene novio, siempre está con Ben. Si
realmente llego a estar libre —añadí, acentuando mi escepticismo—, quizás
podamos salir los cuatro.
—Vale, pero entonces... —dudó—. Jake y tú parecíais muy
unidos, y ahora...
Le corté.
—¿Quieres ir al meollo de la cuestión, papá? ¿Cuál es tu
condición, en realidad?
—No creo que debas deshacerte de todos tus amigos por tu
novio, Bella —espetó con dureza—. No está bien y me da la impresión de que tu
vida estaría mejor equilibrada si hubiera más gente en ella. Lo que ocurrió el
pasado septiembre... —me estremecí—. Bien —continuó, a la defensiva—, aquello
no habría sucedido si hubieras tenido una vida aparte de Edward Cullen.
—No fue exactamente así —murmuré.
—Quizá, a lo mejor no.
—¿Cuál es la condición? —le recordé.
—Que uses tu nueva libertad para verte también con otros
amigos. Que mantengas el equilibrio.
Asentí con lentitud.
—El equilibrio es bueno, pero, entonces, ¿debo cubrir alguna
cuota específica de tiempo con ellos?
Hizo una mueca, pero sacudió la cabeza.
—No quiero que esto se complique de modo innecesario.
Simplemente, no olvides a tus amigos...
Éste era un dilema con el que yo ya había comenzado a
luchar. Mis amigos. Gente a la que, por su propia seguridad, tendría que no
volver a ver después de la graduación.
Así que, ¿cuál era el mejor curso de acción? ¿Pasar el
tiempo con ellos mientras pudiera o comenzar ya la separación, para hacerla más
gradual? Me echaba a temblar ante la segunda opción.
—...en especial, a Jacob —añadió Charlie antes de que mis
pensamientos avanzaran más.
Y éste era un dilema mayor aún que el anterior. Me llevó
unos momentos encontrar las palabras adecuadas.
—Jacob..., eso puede ser difícil.
—Los Black prácticamente son nuestra familia, Bella —dijo,
severo y paternal a la vez—. Y Jacob ha sido muy, muy amigo tuyo.
—Ya lo sé.
—¿No le echas de menos ni un poco? —preguntó Charlie,
frustrado.
Se me cerró la garganta de forma repentina; tuve que
aclarármela un par de veces antes de contestar.
—Sí, claro que le echo de menos —admití, todavía con la vista
baja—. Le echo mucho de menos.
—Entonces, ¿dónde está el problema?
Eso era algo que no le podía explicar. Iba contra las normas
de la gente normal ‑normal como Charlie o yo misma‑ conocer el mundo clandestino
lleno de criaturas míticas y monstruos que existían en secreto a nuestro
alrededor. Yo sabía todo lo que había que saber sobre ese mundo, y ello me
había causado no pocos problemas. No tenía la más mínima intención de poner a
Charlie en el mismo brete.
—Con Jacob hay... un inconveniente —contesté lentamente—.
Tiene que ver con el mismo concepto de amistad. Quiero decir... La amistad no
parece ser suficiente para Jake —eludí los detalles ciertos, pero
insignificantes, apenas trascendentes comparados con el hecho de que la manada
de licántropos de Jacob odiaba fieramente a la familia de vampiros de Edward, y
por extensión, a mí también, que estaba del todo decidida a pertenecer a ella.
Esto no era algo que se pudiera tratar en una nota, y él no respondía a mis
llamadas. Sin embargo, mi plan de verme con el hombre lobo en persona les había
sentado fatal a los vampiros.
—¿Edward no está de acuerdo con un poco de sana competencia?
—la voz de Charlie se había vuelto sarcástica ahora.
Le eché una mirada siniestra.
—No hay competencia de ningún tipo.
—Estás hiriendo los sentimientos de Jake al evitarle de este
modo. Él preferiría que fuerais amigos mejor que nada.
—Ah, ¿soy yo la que le está rehuyendo? Estoy segura de que
Jake no quiere que seamos amigos de ninguna manera —las palabras me quemaban la
boca—. ¿De dónde te has sacado esa idea, entonces?
Charlie ahora parecía avergonzado.
—El asunto salió hoy a colación mientras hablaba con
Billy...
—Billy y tú cotilleáis como abuelas —me quejé, enfadada, al
tiempo que hundía el cuchillo en los espaguetis congelados de mi plato.
—Billy está preocupado por Jacob —contestó Charlie—. Jake lo
está pasando bastante mal... Parece deprimido.
Hice un gesto de dolor, pero continué con los ojos fijos en
el engrudo.
—Y antes, tú solías mostrarte tan feliz después de haber
pasado el día con Jake... —suspiró Charlie.
—Soy feliz ahora —gruñí ferozmente entre dientes.
El contraste entre mis palabras y el tono de mi voz rompió
la tensión. Charlie se echó a reír a carcajadas y yo me uní a él.
—Vale, vale —asentí—. Equilibrio.
—Y Jacob —insistió él.
—Lo intentaré.
—Bien. Encuentra ese equilibrio, Bella. Ah, y mira, tienes
correo —dijo Charlie cerrando el asunto sin ninguna sutileza—. Está al lado de
la cocina.
No me moví, pero mis pensamientos gruñían y se retorcían en
torno al nombre de Jacob. Seguramente sería correo basura; había recibido un
paquete de mi madre el día anterior y no esperaba nada más.
Charlie retiró su silla y se estiró cuando se puso en pie.
Tomó su plato y lo llevó al fregadero, pero antes de abrir el grifo del agua
para enjuagarlo, me trajo un grueso sobre. La carta se deslizó por la mesa y me
golpeó el codo.
—Ah, gracias —murmuré, sorprendida por su actitud
avasalladora. Entonces vi el remite; la carta venía de la Universidad del
Sudeste de Alaska—. Qué rápidos. Creí que se me había pasado el plazo de
entrega de ésta también.
Charlie rió entre dientes.
Le di la vuelta al sobre y luego levanté la vista hacia él.
—Está abierto.
—Tenía curiosidad.
—Me ha dejado atónita, sheriff. Eso es un crimen federal.
—Venga ya, léela.
Saqué la carta y un formulario doblado con los cursos.
—Felicidades —dijo antes de que pudiera ojearla—. Tu primera
aceptación.
—Gracias, papá.
—Hemos de hablar de la matrícula. Tengo un poco de dinero ahorrado...
—Eh, eh, nada de eso. No voy a tocar el capital de tu
retiro, papá. Tengo mi fondo universitario.
Bueno, al menos lo que quedaba de él, que no era mucho.
Charlie torció el gesto.
—Esos sitios son bastante caros, Bella. Quiero ayudarte. No
tienes que irte hasta Alaska, tan lejos, sólo porque sea más barato.
Pero no era más barato, precisamente. La cuestión es que
estaba bastante lejos y Juneau tenía una media de trescientos veintiún días de
cielo cubierto al año. El primero era un requerimiento mío; el segundo, de
Edward.
—Ya lo tengo resuelto. Además, hay montones de ayudas
financieras por ahí. Es fácil conseguir créditos.
Esperé que mi farol no fuera demasiado obvio. Lo cierto es
que aún no había investigado el asunto en absoluto.
—Así que... —comenzó Charlie, y luego apretó los labios y
miró hacia otro lado.
—Así que, ¿qué?
—Nada. Sólo que... —frunció el ceño—. Sólo me preguntaba...
cuáles serían los planes de Edward para el año que viene.
—Oh.
—¿Y bien?
Me salvaron tres golpes rápidos en la puerta. Charlie puso
los ojos en blanco y yo salté de la silla.
—¡Entra! —grité, mientras Charlie murmuraba algo parecido a
«lárgate». Le ignoré y fui a recibir a Edward.
Abrí la puerta de un tirón, con una precipitación ridicula,
y allí estaba él, mi milagro personal.
El tiempo no había conseguido inmunizarme contra la
perfección de su rostro y estaba segura de que nunca sabría valorar lo
suficiente todos sus aspectos. Mis ojos se deslizaron por sus pálidos rasgos:
la dureza de su mandíbula cuadrada, la suave curva de sus labios carnosos,
torcidos ahora en una sonrisa, la línea recta de su nariz, el ángulo agudo de
sus pómulos, la suavidad marmórea de su frente, oscurecida en parte por un
mechón enredado de pelo broncíneo, mojado por la lluvia...
Dejé sus ojos para lo último, sabiendo que perdería el hilo
de mis pensamientos en cuanto me sumergiera en ellos. Eran grandes, cálidos, de
un líquido color dorado, enmarcados por unas espesas pestañas negras. Asomarme
a sus pupilas siempre me hacía sentir de un modo especial, como si mis huesos
se volvieran esponjosos. También me noté ligeramente mareada, pero quizás eso
se debió a que había olvidado seguir respirando. Otra vez.
Era un rostro por el que cualquier modelo del mundo hubiera
entregado su alma; pero claro, sin duda ése sería precisamente el precio que
habría de pagar: el alma.
No. No podía creer aquello. Me sentía culpable sólo por
pensarlo y en ese momento me alegré de ser ‑a menudo me sucedía‑ la única
persona cuyos pensamientos constituían un misterio para Edward.
Le tomé la mano y suspiré cuando sus dedos fríos se
encontraron con los míos. Su tacto trajo consigo un extraño alivio, como si
estuviera dolorida y el daño hubiera cesado de repente.
—Eh —sonreí un poco para compensarle de tan fría acogida. Él
levantó nuestros dedos entrelazados para acariciar mi mejilla con el dorso de
su mano.
—¿Qué tal te ha ido la tarde?
—Lenta.
—Sí, también para mí.
Alzó mi muñeca hasta su rostro, con nuestras manos aún
unidas. Cerró los ojos mientras su nariz se deslizaba por la piel de mi mano, y
sonrió dulcemente sin abrirlos. Como alguna vez había comentado, disfrutando
del aroma, pero sin probar el vino.
Sabía que el olor de mi sangre, más dulce para él que el de
ninguna otra persona, era realmente como si se le ofreciese vino en vez de agua
a un alcohólico, y le causaba un dolor real por la sed ardiente que le
provocaba; pero eso no parecía arredrarle ahora, como sí había ocurrido al
principio. Apenas podía intuir el esfuerzo hercúleo que encubría ese gesto tan
sencillo.
Me entristecía que se viera sometido a esta prueba tan dura.
Me consolaba pensando que no le infligiría este dolor durante mucho más tiempo.
Oí acercarse a Charlie, haciendo ruido con las pisadas; era
su forma habitual de expresar el desagrado que sentía hacia nuestro visitante.
Los ojos de Edward se abrieron de golpe y dejó caer nuestras manos aunque las
mantuvo unidas.
—Buenas tardes, Charlie —Edward se comportaba siempre con
una educación sin mácula, pese a que papá no lo mereciera.
Mi padre le gruñó y después se quedó allí de pie, con los
brazos cruzados en el pecho. Últimamente estaba llevando su idea de la
supervisión paternal a extremos insospechados.
—He traído otro juego de formularios —me dijo Edward,
enseñando un grueso sobre de papel manila en color crema. Llevaba un rollo de
sellos como un anillo enroscado en su dedo meñique.
Gemí. Pero ¿es que quedaba aún alguna facultad que no me
hubiera obligado a solicitar? ¿Y cómo es que conseguía encontrar todas esas
lagunas legales en los plazos? El año estaba ya muy avanzado.
Sonrió como si realmente pudiera leer mis pensamientos, ya
que éstos debían de mostrarse con igual claridad en mi rostro.
—Todavía nos quedan algunas fechas abiertas, y hay ciertos
lugares que estarían encantados de hacer excepciones.
Podía imaginarme las motivaciones que habría detrás de tales
excepciones. Y la cantidad de dólares involucrada, también.
Edward se echó a reír ante mi expresión.
—¿Vamos? —me preguntó mientras me empujaba hacia la mesa de
la cocina.
Charlie se enfurruñó y nos siguió, aunque difícilmente
podría quejarse de la actividad prevista en la agenda de aquella noche. Llevaba
ya un montón de días fastidiándome para que tomara una decisión sobre la
universidad.
Limpié rápidamente la mesa mientras Edward organizaba una
pila impresionante de formularios. Enarcó una ceja cuando puse Cumbres borrascosas en la encimera.
Sabía lo que estaba pensando, pero Charlie intervino antes de que pudiera hacer
algún comentario.
—Hablando de solicitudes de universidades, muchacho —dijo
con su tono más huraño; siempre intentaba evitar dirigirse a él directamente a
Edward, pero cuando lo hacía, le empeoraba el humor—. Bella y yo estábamos
hablando del próximo año. ¿Has decidido ya dónde vas a continuar los estudios?
Edward le sonrió y su voz fue amable.
—Todavía no. He recibido unas cuantas cartas de aceptación,
pero aún estoy valorando mis opciones.
—¿Dónde te han aceptado? —presionó él.
—Syracuse... Harvard... Dartmouth... y acabo de recibir hoy
la de la Universidad
del Sudeste de Alaska.
Edward giró levemente el rostro hacia un lado para guiñarme
un ojo. Yo sofoqué una risita.
—¿Harvard? ¿Dartmouth? —preguntó Charlie, incapaz de ocultar
el asombro—. Vaya, eso está muy bien, pero que muy bien. Ya, pero la Universidad de
Alaska... realmente no la tendrás en cuenta cuando puedes acceder a estas
estupendas universidades. Quiero decir que tu padre no querrá que tú...
—A Carlisle siempre le parecen bien mis decisiones sean las
que sean —le contestó él con serenidad.
—Humpf.
—¿Sabes qué, Edward? —pregunté con voz alegre, siguiéndole
el juego.
—¿Qué, Bella?
Señalé el sobre grueso que descansaba encima de la encimera.
—¡Yo también acabo de recibir mi aceptación de la Universidad de Alaska!
—¡Felicidades! —esbozó una gran sonrisa—. ¡Qué coincidencia!
Charlie entornó los ojos y paseó la mirada del uno al otro.
—Estupendo —murmuró al cabo de un minuto—. Me voy a ver el
partido, Bella. Recuerda, a las nueve y media.
Ese era siempre su comentario final.
—Esto..., papá, ¿recuerdas la conversación que acabamos de
tener sobre mi libertad...?
El suspiró.
—De acuerdo. Vale, a las diez y media. El toque de queda
continúa en vigor las noches en que haya instituto al día siguiente.
—¿Bella ya no está castigada? —preguntó Edward. Aunque yo
sabía que él no estaba realmente sorprendido, no pude detectar ninguna nota
falsa en el repentino entusiasmo de su voz.
—Con una condición —corrigió Charlie entre dientes—. ¿Y a ti
qué más te da?
Le fruncí el ceño a mi padre, pero él no lo vio.
—Es bueno saberlo —repuso Edward—. Alice está deseando
contar con una compañera para ir de compras y estoy seguro de que a Bella le
encantará un poco de ambiente urbano —me sonrió.
Pero Charlie gruñó «¡no!», y su rostro se tornó púrpura.
—¡Papá! Pero ¿qué problema hay?
El hizo un esfuerzo para despegar los dientes.
—No quiero que vayas a Seattle por ahora.
—¿Eh?
—Ya te conté aquella historia del periódico. Hay alguna especie
de pandilla matando a todo lo que se les pone por delante en Scattle y quiero
que te mantengas lejos, ¿vale?
Puse los ojos en blanco.
—Papá, hay más probabilidades de que me caiga encima un
rayo. Para un día que voy a estar en Seattle no me...
—De acuerdo, Charlie —intervino Edward, interrumpiéndome—.
En realidad, no me refería a Seattle, sino a Portland. No la llevaría a Seattle
de ningún modo. Desde luego que no.
Le miré incrédula, pero tenía el periódico de Charlie en las
manos y leía la página principal con sumo interés.
Quizás estaba intentando apaciguar a mi padre. La idea de
estar en peligro incluso entre los más mortíferos de los humanos en compañía de
Alice o Edward era de lo más hilarante.
Funcionó. Charlie miró a Edward un instante más y después se
encogió de hombros.
—De acuerdo.
Luego se marchó a zancadas hacia el salón, casi con prisa,
quizá porque no quería estropear una salida teatral.
Esperé hasta que encendió la televisión, de modo que Charlie
no pudiera oírme.
—Pero ¿qué...? —comencé a preguntar.
—Espera —dijo Edward, sin levantar la mirada del papel.
Tenía los ojos aún pegados a la página cuando empujó el primer formulario en mi
dirección—. Creo que puedes reciclar los otros escritos para éste. Tiene las
mismas preguntas.
Quizá Charlie continuara a la escucha, por lo que suspiré y
comencé a llenar la misma información de siempre: nombre, dirección, estado civil...
Levanté los ojos después de unos minutos. Edward miraba a través de la ventana
con gesto pensativo. Cuando volví a inclinar la cabeza sobre mi trabajo, me di
cuenta de pronto del nombre de la facultad.
Resoplé y puse los papeles a un lado.
—¿Bella?
—Esto no es serio, Edward. ¿Dartmouth?
Edward cogió el formulario desechado y me lo puso delante
otra vez con amabilidad.
—Creo que New Hampshire podría gustarte —comentó—. Hay un
montón de cursos complementarios para mí por la noche y los bosques están apropiadamente
cerca para un excursionista entusiasta, y llenos de fauna salvaje.
Compuso la sonrisa torcida que sabía que no podía resistir.
Inspiré profundamente a través de la nariz.
—Te dejaré que me devuelvas el dinero, si eso te hace feliz
—me prometió—. Si quieres, puedo hasta cargarte los intereses.
—Como si me fueran a admitir en alguna de esas universidades
sin el pago de un tremendo soborno. ¿Entrará eso también como parte del
préstamo? ¿La nueva ala Cullen de la biblioteca? Ag. ¿Por qué estamos teniendo
otra vez esta discusión?
—Por favor, simplemente rellena el formulario, ¿vale, Bella?
Hacer la solicitud no te causará ningún daño.
La mandíbula se me quedó floja.
—¿Cómo lo sabes? No pienso igual.
Alargué las manos para coger los papeles, pensando en
arrugarlos de forma conveniente para tirarlos a la papelera, pero no estaban.
Miré la mesa vacía un momento y después a Edward. No parecía que se hubiese
movido, pero el formulario probablemente estaba ya guardado en su chaqueta.
—¿Qué estás haciendo? —requerí.
—Rubrico con tu firma casi mejor que tú, y ya has escrito
los datos.
—Te estás pasando con esto, ¿sabes? —susurré, por si acaso Charlie
no estaba totalmente concentrado en su partido—. No voy a escribir ninguna
solicitud más. Me han aceptado en Alaska y casi puedo pagar la matrícula del
primer semestre. Es una coartada tan buena como cualquier otra. No hay
necesidad de tirar un montón de dinero, no importa cuánto sea.
Una expresión dolorida se extendió por su rostro.
—Bella...
—No empieces. Estoy de acuerdo en guardar las formas por el
bien de Charlie, pero ambos sabemos que no voy a estar en condiciones de ir a
la facultad el próximo otoño. Ni de estar en ningún lugar cerca de la gente.
Mi conocimiento sobre los primeros años de un vampiro era bastante
superficial. Edward nunca se había explayado acerca de los detalles, ya que no
era su tema favorito, pero me había hecho a la idea de que no era idílico
precisamente. El autocontrol era, al parecer, una habilidad que se adquiría con
el tiempo. Estaba fuera de cuestión cualquier otra relación que no fuera por
correspondencia, a través del correo de la facultad.
—Creía que el momento todavía no estaba decidido —me recordó
Edward con suavidad—. Puedes disfrutar de un semestre o dos de universidad. Hay
un montón de experiencias humanas que aún no has vivido.
—Las tendré luego.
—Después ya no serán experiencias humanas. No hay una
segunda oportunidad para ser humano, Bella.
Suspiré.
—Tienes que ser razonable respecto a la fecha, Edward. Es
demasiado arriesgado para tomarlo a la ligera.
—Aún no hay ningún peligro —insistió él.
Le fulminé con la mirada. ¿No había peligro? Seguro. Sólo
había una sádica vampiresa intentando vengar la muerte de su compañero con la
mía, preferiblemente utilizando algún método lento y tortuoso. ¿A quién le
preocupaba Victoria? Y claro, también estaban los Vulturis, la familia real de
los vampiros con su pequeño ejército de guerreros, que insistían en que mi
corazón dejara de latir un día u otro en un futuro cercano, sólo porque no estaba
permitido que los humanos supieran de su existencia. Estupendo. No había
ninguna razón para dejarse llevar por el pánico.
Incluso con Alice manteniendo la vigilancia ‑Edward confiaba
en sus imprecisas visiones del futuro para concedernos un aviso con tiempo‑ era
de locos correr el riesgo.
Además, ya había ganado antes esta discusión. La fecha para
mi transformación, de forma provisional, se había situado para poco después de
mi graduación en el instituto, apenas dentro de unas cuantas semanas.
Una fuerte punzada de malestar me atravesó el estómago
cuando me di cuenta del poco tiempo que quedaba. Resultaba evidente lo
necesario de estos cambios, sobre todo porque eran la clave para lo que yo
quería más que nada en este mundo, pero era totalmente consciente de Charlie,
sentado en la otra habitación, disfrutando de su partido, justo como cualquier
otra noche. Y de mi madre Renée, allá lejos en la soleada Florida, que todavía
me suplicaba que pasara el verano en la playa con ella y su nuevo marido. Y de Jacob
que, a diferencia de mis padres, sí sabría con exactitud lo que estaría
ocurriendo cuando yo desapareciera en alguna universidad lejana. Incluso aunque
ellos no concibieran sospechas durante mucho tiempo, o yo pudiera evitar las
visitas con excusas sobre lo caro de los viajes, mis obligaciones con los
estudios o alguna enfermedad, Jacob sabría la verdad.
Durante un momento, la idea de la repulsión que inspiraría a
Jacob se sobrepuso a cualquier otra pena.
—Belia —murmuró Edward, con el rostro convulso al leer la aflicción
en el mío—, no hay prisa. No dejaré que nadie te haga daño. Puedes tomarte todo
el tiempo que quieras.
—Quiero darme prisa —susurré, sonriendo débilmente, e intentando
hacer un chiste—. Yo también deseo ser un monstruo.
Apretó los dientes y habló a través de ellos.
—No tienes idea de lo que estás diciendo.
De golpe, puso el periódico húmedo sobre la mesa, entre nosotros.
Su dedo señaló el encabezamiento de la página principal.
SE ELEVA EL NÚMERO DE
VÍCTIMAS MORTALES, LA
POLICÍA TEME LA IMPLICACIÓN
DE BANDAS CRIMINALES
—¿Y qué tiene esto que ver con lo que estamos hablando?
—Los monstruos no son cosa de risa, Bella.
Miré el título otra vez, y después volví la mirada a su
expresión endurecida.
—¿Es un... vampiro quien ha hecho esto? —murmuré.
Él sonrió sin un ápice de alegría. Su voz era ahora baja y
fría.
—Te sorprenderías, Bella, de cuan a menudo los de mi especie
somos el origen de los horrores que aparecen en tus noticias humanas. Son
fáciles de reconocer cuando sabes dónde mirar. Esta información indica que un
vampiro recién transformado anda suelto en Seattle. Sediento de sangre, salvaje
y descontrolado, tal y como lo fuimos todos.
Refugié mi mirada en el periódico otra vez, evitando sus
ojos.
—Hemos estado vigilando la situación desde hace unas
semanas. Ahí están todos los signos, las desapariciones insólitas, siempre de
noche, los pocos cadáveres recuperados, la falta de otras evidencias... Sí, un
neófito. Y parece que nadie se está haciendo responsable de él —inspiró con
fuerza—. Bien, no es nuestro problema. No podemos ni siquiera prestar atención
a la situación hasta que no se nos acerque más a casa. Esto pasa siempre. La
existencia de monstruos no deja de tener consecuencias monstruosas.
Intenté no fijarme en los nombres del periódico, pero
resaltaban entre el resto de la letra impresa como si estuvieran en negrita.
Cinco personas cuya vida había terminado y cuyas familias lloraban su muerte.
Es diferente considerar el asesinato en abstracto que cuando tiene nombre y
apellidos. Maureen Gardiner,
Geoífrey Campbell, Grace Razi, Michelle O'Connell, Ronald Albrook. Gente
que tenía padres, hijos, amigos, animales domésticos, trabajos, esperanzas,
planes, recuerdos y un futuro...
—A mí no me sucederá lo mismo —murmuré, casi para mí misma—.
Tú no dejarás que me comporte así. Viviremos en la Antártida.
Edward bufó, rompiendo la tensión.
—Pingüinos. Maravilloso.
Me eché a reír con una risa temblorosa y tiré el periódico
fuera de la mesa, de modo que no tuviera que ver esos nombres; golpeó el linóleo
con un ruido sordo. Sin duda, Edward habría tenido en cuenta las posibilidades
de caza. Él y su familia «vegetariana» ‑todos comprometidos con la protección
de la vida humana‑ preferían el sabor de los grandes predadores para satisfacer
las necesidades de su dieta.
—Alaska, entonces, tal como habíamos planeado. Sólo que nos
vendría mejor algo mucho más lejano que Juneau, algún sitio con osos en
abundancia.
—Mejor —consintió él—. También hay osos polares. Son muy fieros.
Y también abundan los lobos.
Se me quedó la boca abierta y expiré todo el aire de golpe, de
forma violenta.
—¿Qué hay de malo? —me preguntó. Antes de que pudiera recuperarme,
comprendió la confusión y todo su cuerpo pareció ponerse rígido—. Vaya,
olvídate de los lobos, entonces, si la idea te repugna —su voz sonaba forzada,
formal, y tenía los hombros rígidos.
—Era mi mejor amigo, Edward —susurré. Dolía usar el tiempo
pasado—. Por supuesto que me desagrada la idea.
—Perdona mi falta de consideración —dijo, todavía de modo
muy formal—. No debería haberlo sugerido.
—No te preocupes.
Me miré las manos, cerradas en dos puños sobre la mesa.
Nos sentamos en silencio durante un momento, y después su
dedo frío se deslizó bajo mi barbilla, elevándome el rostro. Su expresión era
ahora mucho más dulce.
—Lo siento. De verdad.
—Lo sé. Sé que no es lo mismo. No debería haber reaccionado
de ese modo. Es sólo que..., bueno, estaba pensando justo en Jacob antes de que
vinieras —dudé. Sus ojos leonados parecían oscurecerse un poco siempre que
escuchaba el nombre de Jacob. Mi voz se tornó suplicante en respuesta—. Charlie
dice que Jacob lo está pasando mal. Se siente muy dolido y... es por mi culpa.
—Tú no has hecho nada malo, Bella.
Tomé un largo trago de aire.
—He de hacer las cosas mejor, Edward. Se lo debo. Y de todos
modos, es una de las condiciones de Charlie...
Su rostro cambió mientras hablaba, endureciéndose de nuevo,
volviéndose como el de una estatua.
—Ya sabes que está fuera de discusión que andes con un
licántropo sin protección, Bella. Y el tratado se rompería si alguno de
nosotros atravesáramos sus tierras. ¿Quieres que empecemos una guerra?
—¡Claro que no!
—Pues entonces no hay necesidad de discutir más sobre esto
—dejó caer la mano y miró hacia otro lado, buscando cambiar de tema. Sus ojos
se pararon en algún lugar detrás de mí y sonrió, aunque continuaron
precavidos—. Me alegra que Charlie te deje salir. Tienes realmente necesidad de
hacerle una visita a la librería. No me puedo creer que te estés leyendo otra
vez Cumbres borrascosas. Pero ¿es que
no te lo sabes de memoria ya?
—No todos tenemos memoria fotográfica —le contesté, en tono
cortés.
—Memoria fotográfica o no, me cuesta entender que te guste.
Los personajes son gente horrible que se dedica a arruinar la vida de los
demás. No comprendo cómo se ha terminado poniendo a Heathcliff y Cathy a la
altura de parejas como Romeo y Julieta o Elizabeth Bennet y Darcy. No es una
historia de amor, sino de odio.
—Tú tienes serios problemas con los clásicos —le repliqué.
—Quizás es porque no me impresiona la antigüedad de las
cosas —sonrió, evidentemente satisfecho al pensar que había conseguido
distraerme—. Pero de verdad, en serio, ¿por qué lo lees una y otra vez? —sus
ojos se llenaron de vitalidad, encendidos por un súbito interés, intentando,
otra vez, desentrañar la intrincada forma de trabajar de mi mente. Se inclinó a
lo largo de la mesa para acunar mi rostro en su mano—. ¿Qué es lo que tiene que
te interesa tanto?
Su sincera curiosidad me desarmó.
—No estoy segura —le contesté, luchando por mantener la
coherencia mientras su mirada, de forma involuntaria, dispersaba mis
pensamientos—. Creo que tiene que ver con el concepto de lo inevitable. El
hecho de que nada puede separarlos, ni el egoísmo de ella, ni la maldad de él,
o incluso la muerte, al final...
Su rostro se volvió pensativo mientras sopesaba mis
palabras. después de un momento sonrió con ganas de burla.
—Sigo pensando que sería una historia mejor si alguno de
ellos poseyera alguna cualidad que lo redimiese. Espero que tú tengas más
sentido común que eso, que enamorarte de algo tan... maligno.
—Es un poco tarde para mí el ponerme a considerar de quién
enamorarme —le señalé—, pero incluso sin necesidad de la advertencia, creo que
me he apañado bastante bien.
Se rió en silencio.
—Me alegra que pienses eso.
—Bien, y yo espero que seas lo suficientemente listo para
mantenerte lejos de alguien tan egoísta. Catherine es realmente el origen de
todo el problema, no Heathcliff.
—-Estaré en guardia —me prometió.
Suspiré. Se le daba muy bien distraerme.
Puse mi mano sobre la suya para sostenerla contra mi rostro.
—Necesito ver a Jacob.
Cerró los ojos.
—No.
—En realidad, no es tan peligroso —le dije, en tono de
súplica—. Solía pasarme antes el día en La Push, con todos ellos, y nunca me ocurrió nada.
Pero ahí cometí un desliz. La voz me falló al final cuando
me di cuenta de que estaba diciendo una mentira. No era verdad que no hubiera
pasado nada. Un recuerdo relampagueó en mi mente, el de un enorme lobo gris
acuclillado para saltar, con sus dientes, afilados como dagas, dirigidos hacia
mí..., y las palmas de mis manos comenzaron a sudar con el eco del pánico en mi
memoria.
Edward oyó cómo se aceleraba mi corazón y asintió como si yo
hubiera reconocido la mentira en voz alta.
—Los licántropos son inestables. Algunas veces, la gente que
está cerca de ellos termina herida. Algunas otras veces, incluso muerta.
Quería negarlo, pero otra imagen detuvo mi refutación. Vi en
mi mente de nuevo el que alguna vez fue el bello rostro de Emily Young, ahora
marcado por un trío de cicatrices oscuras que arrancaban de la esquina de su
ojo derecho y habían deformado su boca hasta convertirla para siempre en una
mueca torcida.
El esperó, triunfante pero triste, a que yo recobrara la
voz.
—No los conoces —murmuré.
—Los conozco mejor de lo que crees, Bella. Estuve aquí la
última vez.
—¿La última vez?
—Llevamos cruzándonos con los hombres lobo desde hace
setenta años. Nos acabábamos de establecer cerca de Hoquiam. Fue antes de que
llegaran Alice y Jasper. Los sobrepasábamos en número, pero eso no los hubiera
frenado a la hora de luchar si no hubiera sido por Carlisle. Se las compuso
para convencer a Ephraim Black de que la coexistencia era posible y por ese
motivo hicimos el pacto.
El nombre del tatarabuelo de Jacob me sorprendió.
—Creíamos que su linaje había muerto con Ephraim —susurró
Edward, y sonaba casi como si estuviera hablando consigo mismo—, que la
mutación genética que permitía la transformación había desaparecido con él —se
interrumpió y me miró de forma acusadora—. Pero tu mala suerte parece que se
acrecienta cada vez más. ¿Te das cuenta de que tu atracción insaciable por todo
lo letal ha sido lo suficientemente fuerte como para hacer retornar de la
extinción a una manada de cánidos mutantes? Desde luego, si pudiéramos embotellar
tu mala fortuna, tendríamos entre manos un arma de destrucción masiva.
Pasé de sus ganas de tomarme el pelo, ya que me había
llamado la atención su suposición: ¿lo decía en serio?
—Pero yo no les he hecho regresar, ¿no te das cuenta?
—¿Cuenta de qué?
—Mi pésima suerte no tiene nada que ver con eso. Los licántropos
han regresado cuando lo han hecho los vampiros.
Kdward me clavó la mirada, con el cuerpo inmovilizado por la
sorpresa.
—Jacob me dijo que la presencia de tu familia fue lo que precipitó
todo. Pensé que estabas informado...
Entrecerró los ojos.
—¿Y eso es lo que piensan?
—Edward, atiende a los hechos. Vinisteis hace setenta años y
aparecieron los licántropos; volvéis ahora y aparecen de nuevo. ¿No te das
cuenta de que es más que una coincidencia?
Pestañeó y su mirada se relajó.
—Esa teoría le va a parecer a Carlisle muy interesante.
—Teoría —contesté con mala cara.
Se quedó en silencio un momento, mirando sin ver la lluvia,
a través de la ventana. Supuse que estaría ponderando el hecho de que fuera la
presencia de su familia la que estuviera convirtiendo a los locales en lobos
gigantes.
—Interesante, aunque no cambia nada —murmuró tras un instante—.
La situación continúa como está.
Traduje esto con bastante facilidad: nada de amigos licántropos.
Sabía que debía ser paciente con Edward. La cuestión no
estaba en que fuera irrazonable, sino en que simplemente, no lo entendía. No
tenía idea de cuánto era lo que le debía a Jacob Black, varias veces mi vida, y
quizá también, mi cordura.
No quería hablar con nadie acerca de aquel tiempo yermo y
estéril, y menos aún con él, que con su marcha sólo había intentado defenderme,
salvar mi alma. No podía considerarle culpable por todas aquellas estupideces
que yo había cometido en su ausencia, o del dolor que había sufrido.
Pero él sí.
Por ello tenía que poner mis ideas en palabras con muchísimo
cuidado.
Me levanté y caminé alrededor de la mesa. Me abrió los
brazos y yo me senté en el regazo de mi novio, acurrucándome dentro de su frío
y pétreo abrazo. Le miré las manos mientras hablaba.
—Por favor, sólo escúchame un minuto. Esto es algo mucho más
importante que el capricho de no querer desprenderse de un viejo amigo. Jacob
está sufriendo —mi voz tembló al pronunciar la palabra—. No puedo dejar de
ayudarle ahora, justo cuando me necesita, simplemente porque no es humano todo
el tiempo. Estuvo a mi lado cuando yo me había convertido también en... algo no
del todo humano. No te haces una idea de cómo fue... —dudé, porque los brazos
de Edward se habían puesto rígidos a mi alrededor, con los puños cerrados y los
tendones resaltando—. Si Jacob no me hubiera ayudado... No estoy segura de qué
hubieras encontrado cuando volviste. Le debo mucho más de lo que crees, Edward.
Levanté el rostro con cautela para mirarle. Tenía los ojos
cerrados y la mandíbula tensa.
—Nunca me perdonaré por haberte abandonado —susurró—, ni
aunque viva cien mil años.
Presioné mi mano contra su rostro frío y esperé hasta que
suspiró y abrió los ojos.
—Sólo pretendías hacer lo correcto. Y estoy segura de que
habría funcionado con alguien menos chiflado que yo. Además, ahora estás aquí y
eso es lo único que importa.
—Si no me hubiera ido no tendrías necesidad de arriesgar tu
vida para consolar a un perro.
Me estremecí. Estaba acostumbrada a Jacob y sus comentarios
despectivos ‑chupasangre, sanguijuela, parásito‑, pero me sonó mucho más duro
al oírlo en su voz aterciopelada.
—No sé cómo decirlo de forma adecuada —comentó Edward, y su
tono era sombrío—. Supongo que incluso te sonará cruel, pero ya he estado muy
cerca de perderte en el pasado. Ahora sé qué se siente en ese caso y no voy a
tolerar que te expongas a ninguna clase de peligro.
—Tienes que confiar en mí en este asunto. Estaré bien.
El dolor volvió a aflorar en su rostro.
—Por favor, Bella —murmuró.
Fijé la mirada en sus ojos dorados, repentinamente llenos de
fuego.
—¿Por favor, qué?
—Por favor, hazlo por mí. Por favor, haz un esfuerzo
consciente por mantenerte a salvo. Yo hago todo lo que puedo, pero apreciaría
un poco de ayuda.
—Me lo tomaré en serio —contesté en voz baja.
—¿Es que realmente no te das cuenta de lo importante que
eres para mí? ¿Tienes alguna idea de cuánto te quiero?
Me apretó más fuerte contra su pecho duro acomodando mi
cabeza bajo su barbilla. Presioné los labios contra su cuello frío como la
nieve.
—Lo que sí sé es cuánto te quiero yo —repuse.
—Eso es comparar un árbol con todo un bosque.
Puse los ojos en blanco, pero él no pudo verme.
—Imposible.
Me besó la parte superior de la cabeza y suspiró.
—Nada de hombres lobo.
—No voy a pasar por eso. Tengo que ver a Jacob.
—Entonces tendré que detenerte.
Sonaba completamente confiado en que no sería un problema
para él.
Yo estaba convencida de que llevaba razón.
—Bueno, eso ya lo veremos —faroleé de todos modos—. Todavía
es mi amigo.
Sentía la nota de Jacob en mi bolsillo, como si de pronto
pesara tres kilos. Podía oír sus palabras con su propia voz y parecía estar de
acuerdo con Edward, algo que no iba a pasar nunca en la realidad.
«Eso no cambia nada. Lo siento».
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