Empezamos
a subir la carretera empinada, más y más congestionada conforme avanzábamos. Al
llegar más arriba, los coches estaban demasiado juntos para que Alice los
esquivara zigzagueando, ni siquiera asumiendo riesgos. Cada vez íbamos más
despacio y terminamos progresando a paso de tortuga detrás de un pequeño
Peugeot de color tabaco.
—Alice
—gemí. El reloj del salpicadero parecía ir cada vez más deprisa.
—No hay
otro camino de acceso —me dijo con una nota de tensión en la voz demasiado
fuerte para conseguir que me calmara.
La fila
de vehículos avanzaba poco a poco, cada vez que nos movíamos sólo adelantábamos
el largo de un automóvil. Un sol deslumbrante incidía de lleno sobre nosotras,
y parecía hallarse ya encima de nuestras cabezas.
Uno
tras otro, los coches se arrastraron hasta la ciudad. Atisbé algunos vehículos
aparcados en la cuneta de la carretera al acercarnos más. Los ocupantes se
bajaban para recorrer a pie el resto del camino. Al principio, pensé que se
debía sólo a la impaciencia, algo fácilmente comprensible, pero cuando doblamos
una curva muy pronunciada, vi que el aparcamiento —situado fuera de las
murallas— estaba lleno y que un gentío cruzaba las puertas a pie. Estaba
prohibido el acceso con coche.
—Alice
—susurré de forma apremiante.
—Ya lo
veo —contestó. Su rostro parecía cincelado en hielo.
Ahora
que estaba atenta y que nos acercábamos despacio, pude apreciar que hacía un
tiempo bastante ventoso. La gente que se apelotonaba en dirección a las puertas
aferraba sus sombreros y se apartaba el pelo de la cara. Sus ropas se hinchaban
a su alrededor. También me di cuenta de que el color rojo se extendía por
doquier, en las blusas, en los gorros, en las banderas que ondeaban como largos
lazos al viento, cerca de la puerta; mientras miraba, una ráfaga repentina
atrapó el pañuelo de intenso color escarlata que una mujer se había anudado al
pelo. Se enrolló en el aire sobre su cabeza y se retorció como si estuviera
vivo. Ella intentó sujetarlo, saltando en el aire, pero continuó
contorsionándose cada vez más arriba, un manchón de color sanguinolento contra
las antiguas murallas de colores desvaídos.
—Bella
—Alice habló rápido, con un tono de voz bajo, feroz—. No logro anticipar cuál
va a ser la reacción del guardia de la puerta; vas a tener que irte sola, y
corriendo, si esto no funciona. Lo único que debes hacer es preguntar por el
Palazzo dei Priori y marchar a toda prisa en la dirección que te indiquen.
Procura no perderte.
—Palazzo
dei Priori, Palazzo dei Priori —repetí el nombre una y otra vez, intentando
memorizarlo.
—Si
hablan inglés, pregunta por la torre del reloj. Yo daré una vuelta por ahí e
intentaré encontrar un lugar aislado más allá de la ciudad por el que saltar la
muralla.
Asentí.
—Palazzo
dei Priori.
—Edward
tiene que estar bajo la torre del reloj, al norte de la plaza. Hay un callejón
estrecho a la derecha y él estará allí a cubierto. Debes llamar su
atención antes de que se exponga al sol.
Asentí
enérgicamente.
El
Porsche estaba casi al comienzo de la fila. Un hombre con uniforme de color
azul marino regulaba el flujo del tráfico y se encargaba de desviar los coches
lejos del aparcamiento lleno. Estos daban una vuelta en forma de «u» y volvían
en dirección contraria para estacionar a un lado de la carretera. Entonces,
llegó el turno de Alice.
El
hombre uniformado se movía perezosamente, sin prestar mucha atención. Alice
aceleró para eludirlo y se dirigió hacia la puerta. Nos gritó algo, pero se
mantuvo en su puesto, moviendo los brazos frenéticamente para impedir que el
siguiente coche siguiera nuestro mal ejemplo.
El
hombre de la puerta llevaba un uniforme parecido. Conforme nos aproximábamos,
nos sobrepasaba la riada de turistas que atestaba las aceras, mirando con
curiosidad el rutilante y agresivo deportivo.
El
guardia dio un paso hasta ponerse en mitad de la calle. Alice hizo girar el
coche cuidadosamente antes de detenerse del todo a fin de que el sol incidiera
sobre mi ventanilla y ella quedase a la sombra. Se inclinó velozmente detrás de
su asiento y tomó algo del interior de su bolso.
El
guardia rodeó el coche con expresión irritada y, enfadado, dio unos golpecitos
a su ventanilla.
Ella la
bajó hasta la mitad y él reaccionó con torpeza al ver el rostro que había
detrás del cristal tintado.
—Lo
siento, señorita, pero hoy sólo pueden acceder a la ciudad autobuses turísticos
—dijo en inglés con un fuerte acento y ahora también en tono de disculpa, como
si deseara poder ofrecer mejores noticias a aquella mujer de sorprendente
belleza.
—Es un
viaje privado —repuso Alice al tiempo que hacía destellar una seductora
sonrisa. Sacó la mano por la ventana, hacia la luz. Me quedé helada, hasta que
vi que se había puesto un guante de color tostado que le llegaba a la altura
del codo. Le tomó la mano, todavía alzada después de haber golpeado la
ventanilla y la metió dentro del coche. Depositó algo en la palma y le cerró
los dedos alrededor.
El
guardia se quedó aturdido cuando retiró la mano y miró fijamente el grueso
rollo de dinero que había allí. El billete exterior era de mil dólares.
—¿Esto
es una broma? —farfulló.
La
sonrisa de Alice era cegadora.
—Sólo
si piensa que es divertido.
Él la
miró, con los ojos abiertos como platos. Yo miré nerviosamente al reloj del
salpicadero. Si Edward se ceñía a su plan, sólo nos quedaban cinco minutos.
—Vamos
un poquito tarde y con prisa —le insinuó, aún sonriente.
El
guardia pestañeó dos veces y después se guardó el dinero en la chaqueta. Dio un
paso atrás de la ventanilla y nos despidió. Nadie entre la multitud que pasaba
por allí pareció darse cuenta del discreto intercambio. Alice condujo hacia la
ciudad y ambas respiramos aliviadas.
La
calle se había vuelto muy estrecha; estaba pavimentada con piedras del mismo
desvaído color canela que los edificios que la oscurecían con su sombra.
Espaciadas entre sí unos cuantos metros, las banderas rojas decoraban las
paredes y flameaban al viento, que silbaba al barrer la angosta calleja.
Estaba
atestada de gente y el tráfico de a pie entorpecía nuestro ritmo.
—Un
poco más adelante —me animó Alice.
Yo
aferraba el tirador de la puerta, lista para lanzarme a la calle tan pronto
como ella me lo dijera.
Alice
conducía acelerando y frenando. El gentío nos amenazaba con el puño y nos
espetaba epítetos desagradables que, por fortuna, yo no entendía. Giró en un
pequeño desvío que no se trazó para coches, sin duda, y la gente, asustada,
tuvo que refugiarse en las entradas de las puertas cuando pasamos muy cerca de
las paredes. Al final, entramos en otra calle de edificios más altos que se
apoyaban unos sobre otros por encima de nuestras cabezas, de modo que ningún
rayo de sol alcanzaba el pavimento y las banderas rojas que se retorcían a cada
lado casi se tocaban. Aquí había más gente que en ninguna otra parte. Alice
frenó y yo abrí la puerta antes de que nos hubiéramos detenido del todo.
Ella me
señaló un punto donde la calle se abría hacia un resplandeciente terreno
abierto.
—Allí.
Estamos en el extremo sur de la plaza. Atraviésala corriendo y ve a la derecha
de la torre del reloj. Yo encontraré algún camino dando la vuelta...
Inspiró
aire súbitamente y cuando volvió a hablar, le salió la voz en un siseo.
—¡Están
por todas partes!
Me
quedé petrificada en mi asiento, pero ella me empujó fuera del coche.
—Olvídalos.
Tenemos dos minutos. ¡Corre, Bella, corre! —gritó.
Alice
salió del coche mientras hablaba, pero no me detuve a verla desvanecerse entre
las sombras. Ni siquiera cerré la puerta al salir. Aparté de mi camino de un
empujón a una mujer gruesa, agaché la cabeza y corrí con todas mis fuerzas sin
prestar atención a nada, salvo a las piedras irregulares que pisaba.
La
brillante luz del sol, que daba de lleno en la entrada de la plaza, me
deslumbre al salir de la oscura calleja. El viento soplaba con fuerza y me
alborotaba los cabellos, que se me metían en los ojos y me cegaban todavía más.
Por tanto, no fue de extrañar que no viera el muro de carne hasta que me
estrellé contra él.
No
había ningún camino, ni siquiera un hueco entre los cuerpos fuertemente
apretujados del gentío. Los empujé con furia y me debatí contra las manos que
me rechazaban. Escuché exclamaciones de irritación e incluso de dolor a medida
que porfiaba para abrirme paso, pero ninguna en un idioma que yo entendiera.
Los rostros se transformaron en un borrón difuso de ira y sorpresa, rodeado por
el omnipresente rojo. Una mujer rubia me puso mala cara y la bufanda roja que
llevaba anudada al cuello me pareció una herida horrible. Un niño, encaramado a
los hombros de un hombre para ver por encima de la multitud, me sonrió con los
labios estirados en torno a unos colmillos de vampiro hechos de plástico.
La
muchedumbre me empujaba por todas partes y acabó por arrastrarme en sentido
opuesto. Me alegré de que el reloj fuera tan visible, porque de lo contrario no
habría podido tomar la dirección apropiada. Sin embargo, las manecillas del
reloj se unieron en lo alto de la esfera para alzarse hacia el sol despiadado y
aunque luché ferozmente contra la multitud, supe que era demasiado tarde.
Apenas estaba a mitad de camino. No lo iba a conseguir. Era estúpida, torpe y
humana, y todos íbamos a morir por culpa de eso.
Mantuve
la esperanza de que Alice hubiera conseguido salir adelante. También esperé que
ella pudiera verme desde algún rincón a oscuras y que se diera cuenta de mi
fracaso a tiempo de dar media vuelta y regresar junto a Jasper.
Agucé
el oído por encima de las exclamaciones enfadadas en un intento de oír el
sonido del descubrimiento: el jadeo, quizás el grito, en el instante en que
Edward se expusiera a la vista de alguien.
En ese
momento vi delante de mí un resquicio en el gentío alrededor del cual había un
espacio vacío. Empujé con dureza hasta alcanzarlo. Hasta que no me golpeé las
espinillas contra los ladrillos no fui consciente de la existencia de una
amplia fuente rectangular en el centro de la plaza.
Estuve
a punto de llorar de alivio cuando pasé la pierna por encima del borde y corrí
por el agua —que me llegaba hasta la rodilla— salpicando todo a mi paso
mientras me abría camino velozmente. El viento soplaba glacial incluso bajo el
sol, y la humedad hacía que el frío fuera realmente doloroso, pero la enorme
fuente me permitió cruzar el centro de la plaza en pocos segundos. No me detuve
al alcanzar el otro lado, sino que usé como trampolín el borde de escasa altura
y me lancé de cabeza contra la multitud.
Ahora
se apartaban con más rapidez a fin de evitar el agua helada que chorreaba de
mis ropas empapadas al correr. Eché otra ojeada al reloj.
Una
campanada grave y atronadora resonó por toda la plaza e hizo vibrar las piedras
del suelo. Los niños chillaron al tiempo que se tapaban los oídos y yo comencé
a pegar alaridos mientras seguía corriendo.
—¡Edward!
—grité, aun a sabiendas de que era inútil. El gentío era demasiado ruidoso y
apenas me quedaba aliento debido al esfuerzo, pero no podía dejar de gritar.
El
reloj sonó de nuevo. Rebasé a un niño —en brazos de su madre— cuyos cabellos
eran casi blancos a la luz de un sol deslumbrante. Un círculo de hombres altos,
todos con chaquetas rojas, me gritaron advertencias cuando pasé
entre ellos como un bólido. El reloj volvió a tocar.
Dejé
atrás a ese grupo y llegué a una abertura en medio de la muchedumbre, un
espacio entre los turistas que se arremolinaban debajo de la torre y caminaban
sin rumbo fijo. Busqué con la vista el pasaje oscuro y estrecho que debía estar
a la derecha del amplio edificio cuadrado. No veía el suelo de la calle, ya que
había demasiada gente entre medias. El reloj sonó de nuevo.
Apenas
podía ver. El viento me azotó el rostro y me quemó los ojos cuando dejó de
haber gente que hiciera de pantalla. Cuando el reloj tocó otra vez, no sabía si
lloraba por culpa del viento o si derramaba lágrimas debido a mi fracaso.
Los
turistas más cercanos a la boca del callejón eran los cuatro integrantes de una
familia. Las dos chicas lucían vestidos escarlatas y lazos a juego con los que
se recogían hacia atrás el pelo negro. El padre, un tipo bajo, no parecía
distinguir el brillo en medio de las sombras, justo encima de su hombro. Me
apresuré en esa dirección mientras intentaba ver algo a pesar del escozor de
las lágrimas. El reloj sonó una vez más y la niña más pequeña se apretó las
manos contra las orejas.
La hija
mayor, que apenas le llegaba a su madre a la cintura, se abrazó a su pierna y
observó fijamente las sombras que reinaban detrás de ellos. Cuando miré, ella
tocaba el codo de la madre y señalaba hacia la oscuridad. El reloj resonó, pero
yo ahora estaba cerca...
... lo
bastante cerca para escuchar la voz aguda de la niña. El padre me miró
sorprendido cuando me precipité sobre ellos, pronunciando a voz en grito el
nombre Edward una y otra vez, sin cesar.
La niña
mayor rió entre dientes y le dijo algo a su madre al tiempo que volvía a señalar
las sombras con gestos de impaciencia.
Giré
bruscamente alrededor del padre, que tomó en brazos a la niña para apartarla de
mi camino, y salté hacia la sombría brecha que había detrás de ellos.
Entretanto, el reloj volvió a tocar en lo alto.
—¡Edward,
no! —grité, pero mi voz se perdió en el rugido de la campanada.
Entonces
le vi, y también vi que él no se había percatado de mi presencia.
Esta
vez era él, no una alucinación. Me di cuenta de que mis falsas ilusiones eran
más imperfectas de lo que yo creía; nunca le hicieron justicia.
Edward
permanecía de pie, inmóvil como una estatua, a pocos pasos de la boca del
callejón. Tenía los ojos cerrados, con las ojeras muy marcadas, de un púrpura
oscuro, y los brazos relajados a ambos lados del cuerpo con las palmas vueltas
hacia arriba. Su expresión estaba llena de paz, como si estuviera soñando cosas
agradables. La piel marfileña de su pecho estaba al descubierto y había un
pequeño revoltijo de tela blanca a sus pies. El reflejo claro del pavimento de
la plaza hacía brillar tenuemente su piel.
Nunca
había visto nada más bello, incluso mientras corría, jadeando y gritando, pude
apreciarlo. Y los últimos siete meses desaparecieron. Incluso sus palabras en
el bosque perdieron significado. Tampoco importaba si no me quería. No
importaba cuánto tiempo pudiera llegar a vivir; jamás podría querer a otro.
El
reloj sonó y él dio una gran zancada hacia la luz.
—¡No!
—grité—. ¡Edward, mírame!
Sonrió
de forma imperceptible sin escucharme y alzó el pie para dar el paso que lo
expondría directamente a los rayos del sol.
Choqué
contra él con tanto ímpetu que la fuerza del impacto me habría tirado al suelo
si sus brazos no me hubieran agarrado. El golpetazo me dejó sin aliento y con
la cabeza vencida hacia atrás.
Sus
ojos oscuros se abrieron lentamente mientras el reloj tocaba de nuevo.
Me miró
con tranquila sorpresa.
—Asombroso
—dijo con la voz maravillada y un poco divertida—. Carlisle tenía razón.
—Edward
—intenté respirar, pero la voz no me salía—. Has de volver a las sombras.
¡Tienes que moverte!
Él
pareció desconcertado. Me acarició la mejilla suavemente con la mano. No
parecía darse cuenta de que yo intentaba hacerle retroceder. Para el progreso
que estaba haciendo, hubiera dado igual que hubiese empujado las paredes del
callejón. El reloj sonó sin que él reaccionara.
Era muy
extraño, porque yo sabía que los dos estábamos en peligro mortal. Sin embargo,
en ese momento, me sentí bien. Por completo. Podía notar otra vez el palpitar
desbocado de mi corazón contra las costillas y la sangre latía caliente y
rápida por mis venas. Los pulmones se me llenaron del dulce perfume que
derramaba su cuerpo. Era como si nunca hubiera existido un agujero en mi pecho.
Todo estaba perfecto, no curado, sino como si desde el principio no hubiera habido
una herida.
—No
puedo creerme lo rápidos que han sido. No he sentido absolutamente nada, son
realmente buenos —musitó él mientras volvía a cerrar los ojos y presionaba los
labios contra mi pelo. Su voz era de terciopelo y miel—. «Muerte, que has sorbido
la miel de sus labios, no tienes poder sobre su belleza» —murmuró y reconocí el
verso que declamaba Romeo en la tumba. El reloj hizo retumbar su última
campanada—. Hueles exactamente igual que siempre —continuó él—. Así que quizás
esto sea el infierno. Y no me importa. Me parece bien.
—No
estoy muerta —le interrumpí—. ¡Y tampoco tú! Por favor, Edward, tenemos que
movernos. ¡No pueden estar muy lejos!
Luché
contra sus brazos y él frunció el ceño, confuso.
—¿Qué
estás diciendo? —preguntó educadamente.
—¡No
estamos muertos, al menos no todavía! Pero tenemos que salir de aquí antes de
que los Vulturis...
La
comprensión chispeó en su rostro mientras yo hablaba, y de pronto, antes de que
pudiera terminar la frase, me arrastró hacia las sombras. Me hizo girar con tal
facilidad que me encontré con la espalda pegada a la pared de ladrillo y con la
suya frente a mí, de modo que él quedó de cara al callejón. Extendió los brazos
con la finalidad de protegerme.
Miré
desde debajo de su brazo para ver dos formas oscuras desprenderse de la
penumbra.
—Saludos,
caballeros —la voz de Edward sonó aparentemente calmada y amable, pero sólo en
la superficie—. No creo que vaya a requerir hoy sus servicios. Apreciaría
muchísimo, sin embargo, que enviaran mi más sentido agradecimiento a sus
señores.
—¿Podríamos
mantener esta conversación en un lugar más apropiado? —susurró una voz suave de
forma amenazadora.
—Dudo
de que eso sea necesario —repuso Edward, ahora con mayor dureza—. Conozco tus
instrucciones, Felix. No he quebrantado ninguna regla.
—Felix
simplemente pretende señalar la proximidad del sol —comentó otra voz en tono
conciliador. Ambos estaban ocultos dentro de unas enormes capas del color gris
del humo, que llegaban hasta el suelo y ondulaban al viento—. Busquemos una protección
mejor.
—Indica
el camino y yo te sigo —dijo Edward con sequedad—. Bella, ¿por qué no vuelves a
la plaza y disfrutas del festival?
—No,
trae a la chica —ordenó la primera sombra, introduciendo un matiz lascivo en su
susurro.
—Me
parece que no —la pretensión de civilización había desaparecido, la voz de
Edward era ahora tajante y helada. Cambió su equilibrio de forma casi
inadvertida, pero pude comprobar que se preparaba para luchar.
—No
—articulé los labios sin hacer ningún sonido.
—Shh
—susurró él, sólo para mí.
—Felix
—le advirtió la segunda sombra, más razonable—, aquí no —se volvió a Edward—. A
Aro le gustaría volver a hablar contigo, eso es todo, si, al fin y al cabo, has
decidido no forzar la mano.
—Así es
—asintió Edward—, pero la chica se va.
—Me
temo que eso no es posible —repuso la sombra educada, con aspecto de
lamentarlo—. Tenemos reglas que obedecer.
—Entonces,
me temo que no voy a poder aceptar la invitación de Aro, Demetri.
—Esto
está pero que muy bien —ronroneó Felix. Mis ojos se iban adaptando a la
penumbra más densa y pude ver que Felix era muy grande, alto y de espaldas
fornidas. Su tamaño me recordó a Emmett.
—Disgustarás
a Aro —suspiró Demetri.
—Estoy
seguro de que sobrevivirá a la decepción —replicó Edward.
Felix y
Demetri se acercaron hacia la boca del callejón y se abrieron hacia los lados a
fin de poder atacar a Edward desde dos frentes. Su intención era obligarle a
introducirse aún más en el callejón y evitar una escena. Ningún reflejo
luminoso podía abrirse paso hasta su piel; estaban a salvo dentro de sus capas.
Edward
no se movió un centímetro. Estaba condenándose para protegerme.
De
pronto, Edward giró la cabeza a un lado, hacia la oscuridad de la curva del
callejón. Demetri y Felix hicieron lo mismo en respuesta a algún sonido o
movimiento demasiado sutil para mis sentidos.
—Mejor
si nos comportamos correctamente, ¿no? —sugirió una voz musical—. Hay señoras
presentes.
Alice
se deslizó con ligereza al lado de Edward, manteniendo una postura
despreocupada. No mostraba signos de tensión. Parecía tan diminuta, tan frágil.
Sus bracitos colgaban a sus costados como los de una niña.
Pero
tanto Demetri como Felix se envararon, y sus capas revolotearon ligeramente al
ritmo de una ráfaga de viento que recorría el callejón. El rostro de Felix se
avinagró. Aparentemente no les gustaban los números pares.
—No
estamos solos —les recordó ella.
Demetri
miró sobre su hombro. A unos pocos metros de allí, en la misma plaza, nos
observaba la familia de las niñas vestidas de rojo. La madre hablaba en tono
apremiante con su marido, con los ojos fijos en nosotros cinco. Desvió la
mirada hacia otro lado cuando se encontró con la de Demetri. El hombre avanzó
unos cuantos pasos más hacia la plaza y dio un golpecito en el hombro de uno de
los hombres con chaquetas rojas.
Demetri
sacudió la cabeza.
—Por
favor, Edward, sé razonable —le conminó.
—Muy
bien —accedió Edward—. Ahora nos marcharemos tranquilamente, pero sin que nadie
se haga el listo.
Demetri
suspiró con frustración.
—Al
menos, discutamos esto en un sitio más privado.
Seis
hombres vestidos de rojo se unieron a la familia que seguía mirándonos con
rostros llenos de aprensión. Yo era muy consciente de la postura defensiva que
mantenía Edward delante de mí, y estaba segura de que era esto lo que causaba
su alarma. Quería gritarles para que echaran a correr.
Los
dientes de Edward se cerraron de forma audible.
—No.
Felix
sonrió.
—Ya es
suficiente.
La voz
era aguda, atiplada y procedía de nuestra espalda.
Miré
desde debajo del otro brazo de Edward para contemplar la llegada de otra forma
pequeña y oscura hasta nuestra posición. El contorno impreciso y vaporoso de su
silueta me indicó que era otro de ellos, pero ¿quién?
Al
principio, pensé que era un niño. El recién llegado era diminuto como Alice,
con un cabello castaño claro lacio y corto. El cuerpo bajo la capa —que era más
oscura, casi negra—, se adivinaba esbelto y andrógino. Sin embargo, el rostro
era demasiado hermoso para ser el de un chico. Los ojos grandes y los labios
carnosos habrían hecho parecer una gárgola a un ángel de Botticelli, incluso a
pesar de las pupilas de un apagado color carmesí.
Me dejó
perpleja cómo reaccionaron todos ante su aparición a pesar de su tamaño
insignificante. Felix y Demetri se relajaron de inmediato y abandonaron sus posiciones
ofensivas para fundirse de nuevo con las sombras de los muros circundantes.
Edward
dejó caer los brazos y también relajó la postura, pero admitiendo su derrota.
—Jane
—suspiró resignado al reconocerla.
Alice
se cruzó de brazos y mantuvo una expresión impasible.
—Seguidme
—habló Jane otra vez, con su voz monocorde e infantil. Nos dio la espalda y se
movió silenciosamente hacia la oscuridad.
Felix
nos hizo un gesto para que nosotros fuéramos primero, con una sonrisita de
suficiencia.
Alice
caminó enseguida detrás de la pequeña Jane. Edward me pasó el brazo por la
cintura y me empujó para que fuera a su lado. El callejón se curvaba y
estrechaba a medida que descendía. Levanté la mirada hacia Edward con un montón
de frenéticas preguntas en mis ojos, pero él se limitó a sacudir la cabeza. No
podía oír a los demás detrás de nosotros, pero estaba segura de que estaban
ahí.
—Bien,
Alice —dijo Edward en tono de conversación conforme andábamos—. Supongo que no
debería sorprenderme verte aquí.
—Ha
sido error mío —contestó Alice en el mismo tono—. Era mi responsabilidad
haberlo hecho bien.
—¿Qué
ocurrió? —inquirió educadamente, como si apenas le interesara. Imaginé que esto
iba destinado a los oídos atentos que nos seguían.
—Es una
larga historia —los ojos de Alice se deslizaron sobre mí y se dirigieron hacia
otro lado—. En pocas palabras, ella saltó de un acantilado, pero no pretendía
suicidarse. Parece que últimamente a Bella le van los deportes de riesgo.
Enrojecí
y miré al frente en busca de la sombra oscura, que apenas se podía ver ya.
Imaginaba que ahora él estaría escuchando los pensamientos de Alice.
Ahogamientos frustrados, vampiros al acecho, amigos licántropos...
—Mmm
—dijo Edward con voz cortante. Su anterior tono despreocupado había
desaparecido por completo.
Andábamos
por un amplio recodo del callejón, que seguía cuesta abajo, por lo que no vi el
final, terminado en chaflán, hasta que no llegamos a él y alcanzamos la pared
de ladrillo lisa y sin ventanas. No se veía a la pequeña Jane por ninguna parte.
Alice
no vaciló y continuó caminando hacia la pared a grandes zancadas. Entonces, con
su gracia natural, se deslizó por un agujero abierto en la calle.
Parecía
una alcantarilla, hundida en el lugar más bajo del pavimento. No la vi hasta
que Alice desapareció por el hueco, aunque la rejilla estaba retirada a un
lado, descubriéndolo hasta la mitad. El agujero era pequeño y muy oscuro.
Me
planté.
—Todo
va bien, Bella —me dijo Edward en voz baja—. Alice te recogerá.
Miré el
orificio, dubitativa. Me imaginé que él habría entrado el primero si Felix y
Demetri no hubieran estado esperando, pagados de sí mismos y silenciosos,
detrás de nosotros.
Me
agaché y deslicé las piernas por el estrecho espacio.
—¿Alice?
—susurré con voz temblorosa.
—Estoy
aquí debajo, Bella —me aseguró. Su voz parecía provenir de muy abajo, demasiado
abajo para que yo me sintiera bien.
Edward
me tomó de las muñecas —sus manos me parecieron del tacto de la piedra en
invierno— y me bajó hacia la oscuridad.
—¿Preparada?
—preguntó él.
—Suéltala
—gritó Alice.
Impelida
por el puro pánico, cerré firmemente los ojos para no ver la oscuridad y los
labios para no gritar. Edward me dejó caer.
Fue
rápido y silencioso. El aire se agitó a mi paso durante una fracción de
segundo; después, se me escapó un jadeo y me acogieron los brazos de Alice, tan
duros que estuve segura de que me saldrían cardenales. Me puso de pie.
El
fondo de la alcantarilla estaba en penumbra, pero no a oscuras. La luz
procedente del agujero de arriba suministraba un tenue resplandor que se
reflejaba en la humedad de las piedras del suelo. La tenue claridad se
desvaneció un segundo y Edward apareció a mi lado, con un resplandor suave. Me
rodeó con el brazo, me sujetó con fuerza a su costado y comenzó a arrastrarme
velozmente hacia delante. Envolví su cintura fría con los dos brazos y tropecé
y trastabillé a lo largo del irregular camino de piedra. El sonido de la pesada
rejilla cerrando la alcantarilla a nuestras espaldas se oyó con metálica
rotundidad.
Pronto,
la luz tenue de la calle se desvaneció en la penumbra. El sonido de mis pasos
tambaleantes levantaba eco en el espacio negro; parecía amplio, aunque no
estaba segura. No se oía otro sonido que el latido frenético de mi corazón y el
de mis pies en las piedras mojadas, excepto una vez que se escuchó un suspiro
de impaciencia desde algún lugar detrás de mí.
Edward
me sujetó con fuerza. Alzó la mano libre para acariciarme la cara y deslizó su
pulgar suave por el contorno de mis labios. Una y otra vez sentí su rostro
sobre mi pelo. Me di cuenta de que quizás ésta sería la última vez que
estaríamos juntos y me apreté aún más contra él.
Ahora
parecía como si él me quisiera, y eso bastaba para compensar el horror de aquel
túnel y de los vampiros que rondaban a nuestras espaldas. Seguramente no era
nada más que la culpa, la misma culpa que le había hecho venir hasta aquí para
morir, cuando pensó que me había suicidado por él, pero el motivo no me importó
cuando sentí cómo sus labios presionaban silenciosamente mi frente. Al menos
podría volver a estar con él antes de perder la vida. Eso era mucho mejor que
una larga existencia. Hubiera deseado preguntarle qué iba a suceder ahora.
Ardía en deseos de saber cómo íbamos a morir, como si saberlo con antelación
mejorara la situación de alguna manera; pero, rodeados como estábamos, no podía
hablar, ni siquiera en susurros. Los otros podrían escucharlo todo, como oían
cada una de mis inspiraciones y de los latidos de mi corazón.
El
camino que pisábamos continuó descendiendo, introduciéndonos cada vez más en la
profundidad de la tierra y esto me hizo sentir claustrofobia. Sólo la mano de
Edward, que me acariciaba el rostro, impedía que me pusiera a gritar.
No
sabía de dónde procedía la luz, pero lentamente el negro fue transformándose en
gris oscuro. Nos encontrábamos en un túnel bajo, con arcos. Las piedras
cenicientas supuraban largas hileras de humedad del color del ébano, como si
estuvieran sangrando tinta.
Estaba
temblando, y pensé que era de miedo. No me di cuenta de que tiritaba de frío
hasta que empezaron a castañetearme los dientes. Tenía las ropas mojadas
todavía y la temperatura debajo de la ciudad era tan glacial como la piel de
Edward.
Él se
dio cuenta de esto al mismo tiempo que yo y me soltó, sujetándome sólo de la
mano.
—N-n-no
—tartamudeé, rodeándole de nuevo con los brazos. No me importaba si me
congelaba. ¿Quién sabía cuánto tiempo nos quedaba?
Su mano
fría se deslizó repetidas veces por mi piel en un intento de calentarme con la
fricción.
Nos
apresuramos a través del túnel, o al menos a mí así me lo pareció. Mi lento
avance irritaba a alguien, supuse que a Felix, y le oí suspirar una y otra vez.
Al
final del túnel había otra reja cuyas barras de hierro estaban enmohecidas,
pero eran tan gruesas como mi brazo. Había abierta una pequeña puerta de barras
entrelazadas más finas. Edward agachó la cabeza para pasar y cruzó rápidamente
a una habitación más grande e iluminada. La reja se cerró de golpe con
estrépito, seguido del chasquido de un cerrojo. Tenía demasiado miedo para
mirar a mis espaldas.
Al otro
lado de la gran habitación había una puerta de madera pesada y de escasa
altura. Era muy gruesa, pude comprobarlo porque también estaba abierta.
Atravesamos
la puerta y miré a mi alrededor sorprendida, relajándome inmediatamente. A mi
lado, Edward se tensó y apretó con fuerza la mandíbula.
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