El día siguiente fue mejor... y peor.
Fue mejor porque no llovió, aunque persistió la nubosidad densa y
oscura; y más fácil, porque sabía qué podía esperar del día. Mike se acercó
para sentarse a mi lado durante la clase de Lengua y me acompañó hasta la clase
siguiente mientras Eric, el que parecía miembro de un club de ajedrez, lo
fulminaba con la mirada. Me sentí halagada. Nadie me observaba tanto como el
día anterior. Durante el almuerzo me senté con un gran grupo que incluía a
Mike, Eric, Jessica y otros cuantos cuyos nombres y caras ya recordaba. Empecé
a sentirme como si flotara en el agua en vez de ahogarme.
Fue peor porque estaba agotada. El ulular del viento alrededor de la
casa no me había dejado dormir. También fue peor porque el Sr. Varner me llamó
en la clase de Trigonometría, aun cuando no había levantado la mano, y di una
respuesta equivocada. Rayó en lo espantoso porque tuve que jugar al voleibol y
la única vez que no me aparté de la trayectoria de la pelota y la golpeé, ésta
impactó en la cabeza de un compañero de equipo. Y fue peor porque Edward Cullen
no apareció por la escuela, ni por la mañana ni por la tarde.
Que llegara la hora del almuerzo —y con ella las coléricas miradas de
Cullen— me estuvo aterrorizando durante toda la mañana. Por un lado, deseaba
plantarle cara y exigirle una explicación. Mientras permanecía insomne en la
cama llegué a imaginar incluso lo que le diría, pero me conocía demasiado bien
para creer que de verdad tendría el coraje de hacerlo. En comparación conmigo,
el león cobardica de El mago de Oz era
Terminator.
Sin embargo, cuando entré en la cafetería junto a Jessica —intenté
contenerme y no recorrer la sala con la mirada para buscarle, aunque fracasé
estrepitosamente— vi a sus cuatro hermanos, por llamarlos de alguna manera,
sentados en la misma mesa, pero él no los acompañaba.
Mike nos interceptó en el camino y nos desvió hacia su mesa. Jessica
parecía eufórica por la atención, y sus amigas pronto se reunieron con
nosotros. Pero estaba incomodísima mientras escuchaba su despreocupada
conversación, a la espera de que él acudiese. Deseaba que se limitara a
ignorarme cuando llegara, y demostrar de ese modo que mis suposiciones eran
infundadas.
Pero no llegó, y me fui poniendo más y más tensa conforme pasaba el
tiempo.
Cuando al final del almuerzo no se presentó, me dirigí hacia la clase
de Biología con más confianza. Mike, que empezaba a asumir todas las
características de los perros golden retriever, me siguió fielmente de camino a
clase. Contuve el aliento en la puerta, pero Edward Cullen tampoco estaba en el
aula. Suspiré y me dirigí a mi asiento. Mike me siguió sin dejar de hablarme de
un próximo viaje a la playa y se quedó junto a mi mesa hasta que sonó el
timbre. Entonces me sonrió apesadumbrado y se fue a sentar al lado de una chica
con un aparato ortopédico en los dientes y una horrenda permanente. Al parecer,
iba a tener que hacer algo con Mike, y no iba a ser fácil. La diplomacia
resultaba vital en un pueblecito como éste, donde todos vivían pegados los unos
a los otros. Tener tacto no era lo mío, y carecía de experiencia a la hora de
tratar con chicos que fueran más amables de la cuenta.
El tener la mesa para mí sola y la ausencia de Edward supuso un gran
alivio. Me lo repetí hasta la saciedad, pero no lograba quitarme de la cabeza
la sospecha de que yo era el motivo de su ausencia. Resultaba ridículo y
egotista creer que yo fuera capaz de afectar tanto a alguien. Era imposible. Y
aun así la posibilidad de que fuera cierto no dejaba de inquietarme.
Cuando al fin concluyeron las clases y hubo desaparecido mi sonrojo
por el incidente del partido de voleibol, me enfundé los vaqueros y un jersey
azul marino y me apresuré a salir del vestuario, feliz de esquivar por el
momento a mi amigo, el golden retriever. Me dirigí a toda prisa al
aparcamiento, ahora atestado de estudiantes que salían a la carrera. Me subí al
coche y busqué en mi bolsa para cerciorarme de que tenía todo lo necesario.
La noche pasada había descubierto que Charlie era incapaz de cocinar
otra cosa que huevos fritos y beicon, por lo que le pedí que me dejara
encargarme de las comidas mientras durara mi estancia. El se mostró dispuesto a
cederme las llaves de la sala de banquetes. También me percaté de que no había
comida en casa, por lo que preparé la lista de la compra, tomé el dinero de un
jarrón del aparador que llevaba la etiqueta «dinero para la comida» y ahora iba
de camino hacia el supermercado Thriftway.
Puse en marcha aquel motor ensordecedor, hice caso omiso a los rostros
que se volvieron en mi dirección y di marcha atrás con mucho cuidado al ponerme
en la cola de coches que aguardaban para salir del aparcamiento. Mientras
esperaba, intenté fingir que era otro coche el que producía tan ensordecedor
estruendo. Vi que los dos Cullen y los gemelos Hale se subían a su coche. El
flamante Volvo, por supuesto. Me habían fascinado tanto sus rostros que no
había reparado antes en el atuendo; pero ahora que me fijaba, era obvio que
todos iban magníficamente vestidos, de forma sencilla, pero con una ropa que
parecía hecha por modistos. Con aquella hermosura y gracia de movimientos,
podrían llevar harapos y parecer guapos. El tener tanto belleza como dinero era
pasarse de la raya, pero hasta donde alcanzaba a comprender, la vida, por lo
general, solía ser así. No parecía que la posesión de ambas cosas les hubiera
dado cierta aceptación en el pueblo.
No, no creía que fuera de ese modo. En absoluto. Ese aislamiento debía
de ser voluntario, no lograba imaginar ninguna puerta cerrada ante tanta
belleza.
Contemplaron mi ruidoso monovolumen cuando les pasé, como el resto,
pero continué mirando al frente y experimenté un gran alivio cuando estuve
fuera del campus.
El Thriftway no estaba muy lejos de la escuela, unas pocas calles más
al sur, junto a la carretera. Me sentí muy a gusto dentro del supermercado, me
pareció normal. En Phoenix era yo quien hacía la compra, por lo que asumí con
gusto el hábito de ocuparme de las tareas familiares. El mercado era lo
bastante grande como para que no oyera el tamborileo de la lluvia sobre el
tejado y me recordara dónde me encontraba.
Al llegar a casa, saqué los comestibles y los metí allí donde encontré
un hueco libre. Esperaba que a Charlie no le importara. Envolví las patatas en
papel de aluminio y las puse en el horno para hacer patatas asadas, dejé en
adobo un filete y lo coloqué sobre una caja de huevos en el frigorífico.
Subí a mi habitación con la mochila después de hacer todo eso. Antes
de ponerme con los deberes, me puse un chándal seco, me recogí la melena en una
coleta y abrí el mail por vez primera.
Tenía tres mensajes. Mi madre me había escrito.
Bella:
Escríbeme en cuanto llegues y cuéntame cómo te ha ido el vuelo.
¿Llueve? Ya te echo de menos. Casi he terminado de hacer las maletas para ir a
Florida, pero no encuentro mi blusa rosa. ¿Sabes dónde la puse? Phil te manda
saludos.
Mamá
Suspiré y leí el siguiente mensaje. Lo había enviado ocho horas
después del primero. Decía:
¿Por qué no me has contestado? ¿A qué esperas? Mamá.
El último era de esa mañana.
Isabella:
Si no me has contestado a las 17:30, voy a llamar a Charlie.
Miré el reloj. Aún quedaba una hora, pero mi madre solía adelantarse a
los acontecimientos.
Mamá:
Tranquila. Ahora te escribo. No cometas ninguna imprudencia.
Bella
Envié el mail empecé a
escribir otra vez.
Mamá:
Todo va fenomenal. Llueve, por supuesto. He esperado a escribirte
cuando tuviera algo que contarte. La escuela no es mala, sólo un poco
repetitiva. He conocido a unos cuantos compañeros muy amables que se sientan
conmigo durante el almuerzo.
Tu blusa está en la tintorería. Se supone que la ibas a recoger el
viernes.
Charlie me ha comprado un monovolumen. ¿Te lo puedes creer? Me
encanta. Es un poco antiguo, pero muy sólido, y eso me conviene, ya me conoces.
Yo también te echo de menos. Pronto volveré a escribir, pero no voy a
estar revisando el correo electrónico cada cinco minutos. Respira hondo y
relájate. Te quiero.
Bella
Había decidido volver a leer Cumbres
borrascosas por placer —era la novela que estábamos estudiando en clase
de Literatura—, y en ello estaba cuando Charlie llegó a casa. Había perdido la
noción del tiempo, por lo que me apresuré a bajar las escaleras, sacar del
horno las patatas y meter el filete para asarlo.
— ¿Bella? —gritó mi padre al oírme en la escalera.
¿Quién iba a ser si no?, me pregunté.
—Hola, papá, bienvenido a casa.
—Gracias.
Colgó el cinturón con la pistola y se quitó las botas mientras yo
trajinaba en la cocina. Que yo supiera, jamás había disparado en acto de
servicio. Pero siempre la mantenía preparada. De niña, cuando yo venía, le
quitaba las balas al llegar a casa. Imagino que ahora me consideraba lo
bastante madura como para no matarme por accidente, y no lo bastante deprimida
como para suicidarme.
— ¿Qué vamos a comer? —preguntó con recelo.
Mi madre solía practicar la cocina creativa, y sus experimentos
culinarios no siempre resultaban comestibles. Me sorprendió, y entristeció, que
todavía se acordara.
—Filete con patatas —contesté para tranquilizarlo.
Parecía encontrarse fuera de lugar en la cocina, de pie y sin hacer
nada, por lo que se marchó con pasos torpes al cuarto de estar para ver la tele
mientras yo cocinaba. Preparé una ensalada al mismo tiempo que se hacía el
filete y puse la mesa.
Lo llamé cuando estuvo lista la cena y olfateó en señal de apreciación
al entrar en la cocina.
—Huele bien, Bella.
—Gracias.
Comimos en silencio durante varios minutos, lo cual no resultaba nada
incómodo. A ninguno de los dos nos disgustaba el silencio. En cierto modo,
teníamos caracteres compatibles para vivir juntos.
—Y bien, ¿qué tal el instituto? ¿Has hecho alguna amiga? —me preguntó
mientras se echaba más.
—Tengo unas cuantas clases con una chica que se llama Jessica y me
siento con sus amigas durante el almuerzo. Y hay un chico, Mike, que es muy
amable. Todos parecen buena gente.
Con una notable excepción.
—Debe de ser Mike Newton. Un buen chico y una buena familia. Su padre
es el dueño de una tienda de artículos deportivos a las afueras del pueblo. Se
gana bien la vida gracias a los excursionistas que pasan por aquí.
— ¿Conoces a la familia Cullen? —pregunté vacilante.
— ¿La familia del doctor Cullen? Claro. El doctor Cullen es un gran
hombre.
—Los hijos... son un poco diferentes. No parece que en el instituto
caigan demasiado bien.
El aspecto enojado de Charlie me sorprendió.
— ¡Cómo es la gente de este pueblo! —murmuró—. El doctor Cullen es un
eminente cirujano que podría trabajar en cualquier hospital del mundo y ganaría
diez veces más que aquí —continuó en voz más alta—. Tenemos suerte de que vivan
acá, de que su mujer quiera quedarse en un pueblecito. Es muy valioso para la
comunidad, y esos chicos se comportan bien y son muy educados. Albergué ciertas
dudas cuando llegaron con tantos hijos adoptivos. Pensé que habría problemas,
pero son muy maduros y no me han dado el más mínimo problema. Y no puedo decir
lo mismo de los hijos de algunas familias que han vivido en este pueblo desde
hace generaciones. Se mantienen unidos, como debe hacer una familia, se van de camping cada tres fines de semana...
La gente tiene que hablar sólo porque son recién llegados.
Era el discurso más largo que había oído pronunciar a Charlie. Debía
de molestarle mucho lo que decía la gente.
Di marcha atrás.
—Me parecen bastante agradables, aunque he notado que son muy
reservados. Y todos son muy guapos —añadí para hacerles un cumplido.
—Tendrías que ver al doctor —dijo Charlie, y se rió—. Por fortuna,
está felizmente casado. A muchas de las enfermeras del hospital les cuesta
concentrarse en su tarea cuando él anda cerca.
Nos quedamos callados y terminamos de cenar. Recogió la mesa mientras
me ponía a fregar los platos. Regresó al cuarto de estar para ver la tele.
Cuando terminé de fregar —no había lavavajillas—, subí con desgana a hacer los
deberes de Matemáticas. Sentí que lo hacía por hábito. Esa noche fue
silenciosa, por fin. Agotada, me dormí enseguida.
El resto de la semana transcurrió sin incidentes. Me acostumbré a la
rutina de las clases. Aunque no recordaba todos los nombres, el viernes era
capaz de reconocer los rostros de la práctica totalidad de los estudiantes del
instituto. En clase de gimnasia los miembros de mi equipo aprendieron a no
pasarme el balón y a interponerse delante de mí si el equipo contrario
intentaba aprovecharse de mis carencias. Los dejé con sumo gusto.
Edward Cullen no volvió a la escuela.
Todos los días vigilaba la puerta con ansiedad hasta que los Cullen
entraban en la cafetería sin él. Entonces podía relajarme y participar en la
conversación que, por lo general, versaba sobre una excursión a La Push Ocean Park para
dentro de dos semanas, un viaje que organizaba Mike. Me invitaron y accedí a
ir, más por ser cortés que por placer. Las playas deben ser calientes y secas.
Cuando llegó el viernes, yo ya entraba con total tranquilidad en clase
de Biología sin preocuparme de si Edward estaría allí. Hasta donde sabía, había
abandonado la escuela. Intentaba no pensar en ello, pero no conseguía reprimir
del todo la preocupación de que fuera la culpable de su ausencia, por muy
ridículo que pudiera parecer.
Mi primer fin de semana en Forks pasó sin acontecimientos dignos de
mención. Charlie no estaba acostumbrado a quedarse en una casa habitualmente
vacía, y lo pasaba en el trabajo. Limpié la casa, avancé en mis deberes y
escribí a mi madre varios correos electrónicos de fingida jovialidad. El sábado
fui a la biblioteca, pero tenía pocos libros, por lo que no me molesté en
hacerme la tarjeta de socio. Pronto tendría que visitar Olympia o Seattle y
buscar una buena librería. Me puse a calcular con despreocupación cuánta
gasolina consumiría el monovolumen y el resultado me produjo escalofríos.
Durante todo el fin de semana cayó una lluvia fina, silenciosa, por lo
que pude dormir bien.
Mucha gente me saludó en el aparcamiento el lunes por la mañana, no
recordaba los nombres de todos, pero agité la mano y sonreí a todo el mundo. En
clase de Literatura, fiel a su costumbre, Mike se sentó a mi lado. El profesor
nos puso un examen sorpresa sobre Cumbres
borrascosas. Era fácil, sin complicaciones.
En general, a aquellas alturas me sentía mucho más cómoda de lo que
había creído. Más satisfecha de lo que hubiera esperado jamás.
Al salir de la clase, el aire estaba lleno de remolinos blancos. Oí a
los compañeros dar gritos de júbilo. El viento me cortó la nariz y las
mejillas.
— ¡Vaya! —Exclamó Mike—. Nieva.
Estudié las pelusas de algodón que se amontaban al lado de la acera y,
arremolinándose erráticamente, pasaban junto a mi cara.
— ¡Uf!
Nieve. Mi gozo en un pozo. Mike se sorprendió.
— ¿No te gusta la nieve?
—No. Significa que hace demasiado frío incluso para que llueva
—obviamente—. Además, pensaba que caía en forma de copos, ya sabes, que cada
uno era único y todo eso. Éstos se parecen a los extremos de los bastoncillos
de algodón.
— ¿Es que nunca has visto nevar? —me preguntó con incredulidad.
— ¡Sí, por supuesto! —Hice una pausa y añadí—: En la tele.
Mike se rió. Entonces una gran bola húmeda y blanda impactó en su
nuca. Nos volvimos para ver de dónde provenía. Sospeché de Eric, que andaba en
dirección contraria, en la dirección equivocada para ir a la siguiente clase.
Era evidente que Mike pensó lo mismo, ya que se acuclilló y empezó a amontonar
aquella papilla blancuzca.
—Te veo en el almuerzo, ¿vale? —continué andando sin dejar de hablar—.
Me refugio dentro cuando la gente se empieza a lanzar bolas de nieve.
Mike asintió con la cabeza sin apartar los ojos de la figura de Eric,
que emprendía la retirada.
Se pasaron toda la mañana charlando alegremente sobre la nieve. Al
parecer era la primera nevada del nuevo año. Mantuve el pico cerrado. Sí, era
más seca que la lluvia... hasta que se descongelaba en los calcetines.
Jessica y yo nos dirigimos a la cafetería con mucho cuidado después de
la clase de español. Las bolas de nieve volaban por doquier. Por si acaso,
llevaba la carpeta en las manos, lista para emplearla como escudo si era menester.
Jessica se rió de mí, pero había algo en la expresión de mi rostro que le
desaconsejó lanzarme una bola de nieve.
Mike nos alcanzó cuando entramos en la sala; se reía mientras la nieve
que tenía en las puntas del su pelo se fundía. Él y Jessica conversaban
animadamente sobre la pelea de bolas de nieve; hicimos cola para comprar la
comida. Por puro hábito, eché una ojeada hacia la mesa del rincón. Entonces, me
quedé petrificada. La ocupaban cinco personas.
Jessica me tomó por el brazo.
— ¡Eh! ¿Bella? ¿Qué quieres?
Bajé la vista, me ardían las orejas. Me recordé a mí misma que no
había motivo alguno para sentirme cohibida. No había hecho nada malo.
— ¿Qué le pasa a Bella? —le preguntó Mike a Jessica.
—Nada —contesté—. Hoy sólo quiero un refresco.
Me puse al final de la cola.
— ¿Es que no tienes hambre? —preguntó Jessica.
—La verdad es que estoy un poco mareada —dije, con la vista aún
clavada en el suelo.
Aguardé a que tomaran la comida y los seguí a una mesa sin apartar los
ojos de mis pies.
Bebí el refresco a pequeños sorbos. Tenía un nudo en el estómago. Mike
me preguntó dos veces, con una preocupación innecesaria, cómo me encontraba. Le
respondí que no era nada, pero especulé con la posibilidad de fingir un poco y
escaparme a la enfermería durante la próxima clase.
Ridículo. No tenía por qué huir.
Decidí permitirme una única miradita a la mesa de la familia Cullen.
Si me observaba con furia, pasaría de la clase de Biología, ya que era una
cobarde.
Mantuve el rostro inclinado hacia el suelo y miré de reojo a través de
las pestañas. Alcé levemente la cabeza.
Se reían. Edward, Jasper y Emmett tenían el pelo totalmente empapado
por la nieve. Alice y Rosalie retrocedieron cuando Emmett se sacudió el pelo
chorreante para salpicarlas. Disfrutaban del día nevado como los demás, aunque
ellos parecían salidos de la escena de una película, y los demás no.
Pero, aparte de la alegría y los juegos, algo era diferente, y no
lograba identificar qué. Estudié a Edward con cuidado. Decidí que su tez estaba
menos pálida, tal vez un poco colorada por la pelea con bolas de nieve, y que
las ojeras eran menos acusadas, pero había algo más. Lo examinaba, intentando
aislar ese cambio, sin apartar la vista de él.
—Bella, ¿a quién miras? —interrumpió Jessica, siguiendo la trayectoria
de mi mirada.
En ese preciso momento, los ojos de Edward centellearon al encontrarse
con los míos.
Ladeé la cabeza para que el pelo me ocultara el rostro, aunque estuve
segura de que, cuando nuestras miradas se cruzaron, sus ojos no parecían tan
duros ni hostiles como la última vez que le vi. Simplemente tenían un punto de
curiosidad y, de nuevo, cierta insatisfacción.
—Edward Cullen te está mirando —me murmuró Jessica al oído, y se rió.
—No parece enojado, ¿verdad? —tuve que preguntar.
—No —dijo, confusa por la pregunta—. ¿Debería estarlo?
—Creo que no soy de su agrado —le confesé. Aún me sentía mareada, por
lo que apoyé la cabeza sobre el brazo.
—A los Cullen no les gusta nadie... Bueno, tampoco se fijan en nadie
lo bastante para les guste, pero te sigue mirando.
—No le mires —susurré.
Jessica se rió con disimulo, pero desvió la vista. Alcé la cabeza lo
suficiente para cerciorarme de que lo había hecho. Estaba dispuesta a emplear
la fuerza si era necesario.
Mike nos interrumpió en ese momento; estaba planificando una épica
batalla de nieve en el aparcamiento y nos preguntó si deseábamos participar.
Jessica asintió con entusiasmo. La forma en que miraba a Mike dejaba pocas
dudas, asentiría a cualquier cosa que él sugiriera. Me callé. Iba a tener que
esconderme en el gimnasio hasta que el aparcamiento estuviera vacío.
Me cuidé de no apartar la vista de mi propia mesa durante lo que
restaba de la hora del almuerzo. Decidí respetar el pacto que había alcanzado
conmigo misma. Asistiría a clase de Biología, ya que no parecía enfadado. Tanto
me aterraba volver a sentarme a su lado que tuve unos leves retortijones de
estómago.
No me apetecía nada que Mike me acompañara a clase como de costumbre,
ya que parecía ser el blanco predilecto de los francotiradores de bolas de
nieve, pero, al llegar a la puerta, todos, salvo yo, gimieron al unísono.
Estaba lloviendo, y el aguacero arrastraba cualquier rastro de nieve, dejando
jirones de hielo en los bordes de las aceras. Me cubrí la cabeza con la capucha
y escondí mi júbilo. Podría ir directamente a casa después de la clase de
gimnasia.
Mike no cesó de quejarse mientras íbamos hacia el edificio cuatro.
Ya en clase, comprobé aliviada que mi mesa seguía vacía. El profesor
Banner estaba repartiendo un microscopio y una cajita de diapositivas por mesa.
Aún quedaban unos minutos antes de que empezara la clase y el aula era un
hervidero de conversaciones. Dibujé unos garabatos de forma distraída en la
tapa de mi cuaderno y mantuve los ojos lejos de la puerta. Oí con claridad cómo
se movía la silla contigua, pero continué mirando mi dibujo.
—Hola —dijo una voz tranquila y musical.
Levanté la vista, sorprendida de que me hablara. Se sentaba lo más
lejos de mi lado que le permitía la mesa, pero con la silla vuelta hacia mí.
Llevaba el pelo húmedo y despeinado, pero, aun así, parecía que acababa de
rodar un anuncio para una marca de champú. El deslumbrante rostro era amable y
franco. Una leve sonrisa curvaba sus labios perfectos, pero los ojos aún
mostraban recelo.
—Me llamo Edward Cullen —continuó—. No tuve la oportunidad de
presentarme la semana pasada. Tú debes de ser Bella Swan.
Estaba confusa y la cabeza me daba vueltas. ¿Me lo había imaginado
todo? Ahora se comportaba con gran amabilidad. Tenía que hablar, esperaba mi
respuesta, pero no se me ocurría nada convencional que contestar.
— ¿Cómo sabes mi nombre? —tartamudeé.
Se rió de forma suave y encantadora.
—Creo que todo el mundo sabe tu nombre. El pueblo entero te esperaba.
Hice una mueca. Sabía que debía de ser algo así, pero insistí como una
tonta.
—No, no, me refería a que me llamaste Bella.
Pareció confuso.
— ¿Prefieres Isabella?
—No, me gusta Bella —dije—, pero creo que Charlie, quiero decir, mi
padre, debe de llamarme Isabella a mis espaldas, porque todos me llaman
Isabella —intenté explicar, y me sentí como una completa idiota.
—Oh.
No añadió nada. Violenta, desvié la mirada.
Gracias a Dios, el señor Banner empezó la clase en ese momento.
Intenté prestar atención cuando explicó que íbamos a realizar una práctica. Las
diapositivas estaban desordenadas. Teníamos que trabajar en parejas para
identificar las fases de la mitosis de las células de la punta de la raíz de
una cebolla en cada diapositiva y clasificarlas correctamente. No podíamos
consultar los libros. En veinte minutos, el profesor iba a visitar cada mesa
para verificar quiénes habían aprobado.
—Empezad —ordenó.
— ¿Las damas primero, compañera? —preguntó Edward.
Alcé la vista y le vi esbozar una sonrisa burlona tan arrebatadora que
sólo pude contemplarle como una tonta.
—Puedo empezar yo si lo deseas.
La sonrisa de Edward se desvaneció. Sin duda, se estaba preguntando si
yo era mentalmente capaz.
—No —dije, sonrojada——, yo lo hago.
Me lucí un poquito. Ya había hecho esta práctica y sabía qué tenía que
buscar. Debería resultarme sencillo. Coloqué la primera diapositiva bajo el
microscopio y ajusté rápidamente el campo de visión del objetivo a 40X. Examiné
la capa durante unos segundos.
—Profase —afirmé con aplomo.
— ¿Te importa si lo miro? —me preguntó cuando empezaba a quitar la
diapositiva. Me tomó la mano para detenerme mientras formulaba la pregunta.
Tenía los dedos fríos como témpanos, como si los hubiera metido en un
ventisquero antes de la clase, pero no retiré la mano con brusquedad por ese
motivo. Cuando me tocó, la mano me ardió igual que si entre nosotros pasara una
corriente eléctrica.
—Lo siento —musitó y retiró la mano de inmediato, pero alcanzó el
microscopio. Lo miré atolondrada mientras examinaba la diapositiva en menos
tiempo aún del que yo había necesitado.
—Profase —asintió, y lo escribió con esmero en el primer espacio de
nuestra hoja de trabajo. Sustituyó con velocidad la primera diapositiva por la
segunda y le echó un vistazo por encima.
—Anafase —murmuró, y lo anotó mientras hablaba.
Procuré que mi voz sonara indiferente.
— ¿Puedo?
Esbozó una sonrisa burlona y empujó el microscopio hacia mí.
Miré por la lente con avidez, pero me llevé un chasco. ¡Maldición!
Había acertado.
— ¿Me pasas la diapositiva número tres? —extendí la mano sin mirarle.
Me la entregó, esta vez con cuidado para no rozarme la piel. Le dirigí
la mirada más fugaz posible al decir:
—Interfase.
Le pasé el microscopio antes de que me lo pudiera pedir. Echó un
vistazo y luego lo apuntó. Lo hubiera escrito mientras él miraba por el
microscopio, pero me acobardó su caligrafía clara y elegante. No quise
estropear la hoja con mis torpes garabatos.
Acabamos antes que todos los demás. Vi cómo Mike y su compañera
comparaban dos diapositivas una y otra vez y cómo otra pareja abría un libro
debajo de la mesa.
Pero eso me dejaba sin otra cosa que hacer, excepto intentar no mirar
a Edward... sin éxito. Lo hice de reojo. De nuevo me estaba observando con ese
punto de frustración en la mirada. De repente identifiqué cuál era la sutil
diferencia de su rostro.
— ¿Acabas de ponerte lentillas? —le solté sin pensarlo.
Mi inesperada pregunta lo dejó perplejo.
—No.
—Vaya —musité—. Te veo los ojos distintos.
Se encogió de hombros y desvió la mirada.
De hecho, estaba segura de que habían cambiado. Recordaba vividamente
el intenso color negro de sus ojos la última vez que me miró colérico. Un negro
que destacaba sobre la tez pálida y el pelo cobrizo. Hoy tenían un color
totalmente distinto, eran de ocre extraño, más oscuro que un caramelo, pero con
un matiz dorado. No entendía cómo podían haber cambiado tanto a no ser que, por
algún motivo, me mintiera respecto a las lentillas. O tal vez Forks me estaba
volviendo loca en el sentido literal de la palabra.
Observé que volvía a apretar los puños al bajar la vista. En aquel
momento el profesor Banner llegó a nuestra mesa para ver por qué no estábamos
trabajando y echó un vistazo a nuestra hoja, ya rellena. Entonces miró con más
detenimiento las respuestas.
—En fin, Edward, ¿no crees que deberías dejar que Isabella también mirase
por el microscopio?
—Bella —le corrigió él automáticamente—. En realidad, ella identificó
tres de las cinco diapositivas.
El señor Banner me miró ahora con una expresión escéptica.
— ¿Has hecho antes esta práctica de laboratorio? —preguntó.
Sonreí con timidez.
—Con la raíz de una cebolla, no.
— ¿Con una blástula de pescado blanco?
—Sí.
El señor Banner asintió con la cabeza.
— ¿Estabas en un curso avanzado en Phoenix?
—Sí.
—Bueno —dijo después de una pausa—. Supongo que es bueno que ambos
seáis compañeros de laboratorio.
Murmuró algo más mientras se alejaba. Una vez que se fue, comencé a
garabatear de nuevo en mi cuaderno.
—Es una lástima, lo de la nieve, ¿no? —preguntó Edward.
Me pareció que se esforzaba por conversar un poco conmigo. La paranoia
volvió a apoderarse de mí. Era como si hubiera escuchado mi conversación con
Jessica durante el almuerzo e intentara demostrar que me equivocaba.
—En realidad, no —le contesté con sinceridad en lugar de fingir que
era tan normal como el resto. Seguía intentando desembarazarme de aquella
estúpida sensación de sospecha, y no lograba concentrarme.
—A ti no te gusta el frío.
No era una pregunta.
—Tampoco la humedad —le respondí.
—Para ti, debe de ser difícil vivir en Forks —concluyó.
—Ni te lo imaginas —murmuré con desaliento.
Por algún motivo que no pude alcanzar, parecía fascinado con lo que
acababa de decir. Su rostro me turbaba de tal modo que intenté no mirarle más
de lo que exigía la buena educación.
—En tal caso, ¿por qué viniste aquí?
Nadie me había preguntado eso, no de forma tan directa e imperiosa
como él.
—Es... complicado.
—Creo que voy a poder seguirte —me instó.
Hice una larga pausa y entonces cometí el error de mirar esos
relucientes ojos oscuros que me confundían y le respondí sin pensar.
—Mi madre se ha casado.
—No me parece tan complicado —discrepó, pero de repente se mostraba
simpático—. ¿Cuándo ha sucedido eso?
—El pasado mes de septiembre —mi voz transmitía tristeza, hasta yo me
daba cuenta.
—Pero él no te gusta —conjeturó Edward, todavía con tono atento.
—No, Phil es un buen tipo. Demasiado joven, quizá, pero amable.
— ¿Por qué no te quedaste con ellos?
No entendía su interés, pero me seguía mirando con ojos penetrantes,
como si la insulsa historia de mi vida fuera de capital importancia.
—Phil viaja mucho. Es jugador de béisbol profesional —casi sonreí.
— ¿Debería sonarme su nombre? —preguntó, y me devolvió la sonrisa.
—Probablemente no. No juega bien.
Sólo compite en la liga menor. Pasa mucho tiempo fuera.
—Y tu madre te envió aquí para poder viajar con él —fue de nuevo una
afirmación, no una pregunta. Alcé ligeramente la barbilla.
—No, no me envió aquí. Fue cosa mía.
Frunció el ceño.
—No lo entiendo —confesó, y pareció
frustrado.
Suspiré. ¿Por qué le explicaba todo aquello? Continuaba contemplándome
con una manifiesta curiosidad.
—Al principio, mamá se quedaba conmigo, pero le echaba mucho de menos.
La separación la hacía desdichada, por lo que decidí que había llegado el
momento de venir a vivir con Charlie —concluí con voz apagada.
—Pero ahora tú eres desgraciada —señaló.
— ¿Y? —repliqué con voz desafiante.
—No parece demasiado justo.
Se encogió de hombros, aunque su mirada todavía era intensa. Me reí
sin alegría.
— ¿Es que no te lo ha dicho nadie? La vida no es justa.
—Creo haberlo oído antes —admitió secamente.
—Bueno, eso es todo —insistí, preguntándome por qué todavía me miraba
con tanto interés.
Me evaluó con la mirada.
—Das el pego —dijo arrastrando las palabras—, pero apostaría a que
sufres más de lo que aparentas.
Le hice una mueca, resistí el impulso de sacarle la lengua como una
niña de cinco años, y desvié la vista.
— ¿Me equivoco?
Traté de ignorarlo.
—Creo que no —murmuró con suficiencia.
— ¿Y a ti qué te importa? —pregunté irritada. Desvié la mirada y
contemplé al profesor deteniéndose en otras mesas.
—Muy buena pregunta —musitó en voz tan baja que me pregunté si hablaba
consigo mismo; pero, después de unos segundos de silencio, comprendí que era la
única respuesta que iba a obtener.
Suspiré, mirando enfurruñada la pizarra.
— ¿Te molesto? —preguntó. Parecía divertido.
Le miré sin pensar y otra vez le dije la verdad.
—No exactamente. Estoy más molesta conmigo. Es fácil ver lo que
pienso. Mi madre me dice que soy un libro abierto.
Fruncí el ceño.
—Nada de eso, me cuesta leerte el pensamiento.
A pesar de todo lo que yo había dicho y él había intuido, parecía
sincero.
—Ah, será que eres un buen lector de mentes —contesté.
—Por lo general, sí —exhibió unos dientes perfectos y blancos al
sonreír.
El señor Banner llamó al orden a la clase en ese momento, le miré y
escuché con alivio. No me podía creer que acabara de contarle mi deprimente
vida a aquel chico guapo y estrafalario que tal vez me despreciara. Durante
nuestra conversación había parecido absorto, pero ahora, al mirarlo de soslayo,
le vi inclinarse de nuevo para poner la máxima distancia entre nosotros y
agarrar el borde de la mesa, con las manos tensas.
Traté de fingir atención mientras el señor Banner mostraba con
transparencias del retroproyector lo que yo había visto sin dificultad en el
microscopio, pero era incapaz de controlar mis pensamientos.
Cuando al fin el timbre sonó, Edward se apresuró a salir del aula con
la misma rapidez y elegancia del pasado lunes. Y, como el lunes pasado, le miré
fijamente.
Mike acudió brincando a mi lado y me recogió los libros. Le imaginé
meneando el rabo.
— ¡Qué rollo! —gimió—. Todas las diapositivas eran exactamente
iguales. ¡Qué suerte tener a Cullen como compañero!
—No tuve ninguna dificultad —dije, picada por su suposición, pero me
arrepentí inmediatamente y antes de que se molestara añadí—: Es que ya he hecho
esta práctica.
—Hoy Cullen estuvo bastante amable —comentó mientras nos poníamos los
impermeables. No parecía demasiado complacido.
Intenté mostrar indiferencia y dije:
—Me pregunto qué mosca le picaría el lunes.
No presté ninguna atención a la cháchara de Mike mientras nos
encaminábamos hacia el gimnasio y tampoco estuve atenta en clase de Educación
física. Mike formaba parte de mi equipo ese día y muy caballerosamente cubrió
tanto mi posición como la suya, por lo que pude pasar el tiempo pensando en las
musarañas salvo cuando me tocaba sacar a mí. Mis compañeros de equipo se
agachaban rápidamente cada vez que me tocaba servir.
La lluvia se había convertido en niebla cuando anduve hacia el aparcamiento,
pero me sentí mejor al entrar en la seca cabina del monovolumen. Encendí la
calefacción sin que, por una vez, me importase el ruido del motor, que tanto me
atontaba. Abrí la cremallera del impermeable, bajé la capucha y ahuequé mi pelo
mojado para que se secara mientras volvía a casa.
Miré alrededor antes de dar marcha atrás. Fue entonces cuando me
percaté de una figura blanca e inmóvil, la de Edward Cullen, que se apoyaba en
la puerta delantera del Volvo a unos tres coches de distancia y me miraba
fijamente. Aparté la vista y metí la marcha atrás tan deprisa que estuve a
punto de chocar contra un Toyota Corola oxidado. Fue una suerte para el Toyota que pisara el freno con fuerza. Era la clase de coche que mi
monovolumen podía reducir a chatarra. Respiré hondo, aún con la vista al otro
lado de mi coche, y volví a meter la marcha con más cuidado y éxito. Seguía con
la mirada hacia delante cuando pasé junto al Volvo, pero juraría que lo vi
reírse cuando le miré de soslayo.
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