En
Forks volvían a ser vacaciones de Pascua. Al despertar el lunes por la mañana,
me quedé tumbada en la cama durante unos segundos asimilando ese hecho. El año
pasado, por estas mismas fechas, también me había perseguido un vampiro.
Esperaba que no se convirtiese en una especie de tradición.
Ya
estaba adaptándome al ritmo de vida de La Push. Había pasado la mayor parte del
domingo en la playa, mientras Charlie se entretenía con Billy en casa de los
Black. Se suponía que yo estaba con Jacob, pero éste tenía otras cosas que
hacer, así que me dediqué a pasear sola y le oculté el secreto a Charlie.
Cuando
Jacob apareció para ver si yo estaba bien, me pidió perdón por dejarme
abandonada tanto rato. Su agenda, me dijo, no era siempre tan apretada; pero
los lobos estaban en alerta roja hasta que detuvieran a Victoria.
Ahora,
cuando paseábamos por la playa, siempre me llevaba de la mano.
Eso me
hizo pensar en las palabras de Jared; Jacob no debería haber involucrado en
esto a su «chica». Me imaginé que, visto desde fuera, parecíamos novios.
Mientras que Jake y yo tuviéramos claro cuál era la auténtica situación, no
debía permitir que me molestara este hecho. Y tal vez no me habría molestado si
no hubiera sabido que Jacob deseaba que las cosas fueran como parecían ser. En
cualquier caso, el sentir su cálida mano en contacto con la mía me
resultaba agradable, así que yo no protestaba.
Trabajé
el martes por la tarde —Jacob me siguió en moto para cerciorarse de que llegaba
a salvo—, y Mike se dio cuenta.
—¿Estás
saliendo con ese chico de La Push? ¿Con el de segundo? —me preguntó,
disimulando su despecho a duras penas.
Me
encogí de hombros.
—No
estoy saliendo con él en el sentido estricto de la palabra, pero es verdad que
paso la mayor parte del tiempo con él. Es mi mejor amigo.
Mike
entrecerró los ojos con astucia.
—No te
engañes a ti misma, Bella. Ese tío está colado por ti.
—Lo sé
—repuse con un suspiro—. La vida es muy complicada.
—Y las
chicas muy crueles —añadió Mike en voz baja.
Pensé
que también era una suposición lógica por su parte.
Esa noche,
Sam y Emily vinieron a casa de Billy para tomar el postre conmigo y con
Charlie. Ella trajo una tarta que se habría ganado el corazón de alguien más
duro incluso que Charlie. Mientras la conversación pasaba con naturalidad de un
tema a otro, me di cuenta de que los reparos que Charlie pudiera albergar sobre
las bandas juveniles de La Push estaban desapareciendo.
Jake y
yo nos escapamos temprano para disfrutar de un poco de intimidad. Salimos a su
garaje y nos sentamos en el Volkswagen. Jacob echó la cabeza hacia atrás, con
cara de agotamiento.
—Tienes
que dormir un poco, Jake.
—Veré
lo que puedo hacer.
Estiró
un brazo para tomar mi mano. El contacto de su piel abrasaba.
—¿Esto tiene que ver con lo de ser lobo? —le
pregunté—. Me refiero al calor.
—Sí.
Tenemos la temperatura más alta que la gente normal. Entre 47 y 48 grados
centígrados. Podría estar así en mitad de una nevada —dijo, señalándose el
torso desnudo— y me daría igual. Los copos se convertirían en gotas de lluvia
al tocarme.
—Todos
vosotros os curáis muy rápido. ¿Es otra característica de los hombres lobo?
—Sí.
¿Quieres verlo? Mola mucho —dijo, sonriendo y con los ojos muy abiertos. Se
acercó a mí para abrir la guantera y estuvo un rato rebuscando algo. Al fin,
sacó de ella una navaja.
—¡No, no
quiero verlo! —grité en cuanto me di cuenta de lo que pensaba hacer—. ¡Deja
eso!
Jacob
soltó una carcajada, pero volvió a guardar la navaja en la guantera.
—Vale.
De todos modos, lo de curarse viene muy bien. No puedes ir al médico cuando
tienes una temperatura corporal con la que deberías estar muerto.
—No,
supongo que no —me quedé pensando en ello un rato—. Y lo de ser tan grande,
¿también tiene que ver? ¿Por eso estáis tan preocupados por Quil?
—Por
eso y porque su abuelo dice que se puede freír un huevo en su frente —Jacob
puso gesto de desánimo—. Ya no tardará mucho en convertirse. No hay una edad
exacta... Se va acumulando poco a poco, y de repente... —se interrumpió y pasó
un rato hasta que fue capaz de hablar de nuevo—. A veces, si te sientes alterado,
cabreado o algo así, el proceso se puede disparar antes, pero yo no estaba
cabreado por nada. Yo era feliz —Jacob
se rió con amargura—. Sobre todo por tu culpa. Por eso no me ocurrió antes y
siguió acumulándose en mi interior, como una bomba de relojería. ¿Sabes lo que
me hizo estallar? Billy comentó que me veía raro cuando volví de ver esa
película. No me dijo nada más, pero el caso es que perdí los nervios. Y en ese
mismo momento... exploté. Casi le arranqué la cara. ¡A mi propio padre! —Jacob
se estremeció y se puso pálido.
—¿Es
tan malo, Jake? —le pregunté, deseando que hubiese algún modo de
ayudarle—. ¿Te sientes desdichado?
—No, no
me siento desdichado —respondió—. Ahora que lo sabes, ya no. Antes sí
que me resultaba duro —admitió, inclinándose hacia mí hasta apoyar la mejilla
encima de mi cabeza.
Se
quedó callado durante un rato y me pregunté en qué estaría pensando. Tal vez
prefería no saberlo.
—¿Cuál
es la parte más dura? —susurré. Aún deseaba ayudarle.
—Lo
peor es sentirse fuera de control —respondió pausadamente—. Saber que no puedo
estar seguro de mí mismo, que a lo mejor no deberías estar cerca de mí, que
quizá nadie debería estar cerca de mí. Es como si fuera un monstruo capaz de
hacer daño a cualquiera. Ya has visto a Emily. Sam perdió los estribos tan sólo
un segundo... y resultó que ella estaba demasiado cerca. Ahora no hay nada que
pueda hacer para arreglarlo. He oído sus pensamientos y sé cómo se siente.
—¿Quién
quiere ser un monstruo de pesadilla?
—Y
además, está la facilidad con la que me transformo, mucho mejor que los demás.
¿Me hace eso menos humano aún que Embry o que Sam? A veces, temo estar
perdiéndome a mí mismo.
—¿Es
difícil volver a transformarte en ti mismo?
—Al
principio lo es —respondió—. Se requiere cierta práctica para entrar y salir de
fase, pero a mí me resulta más sencillo que a los demás.
—¿Por
qué?
—Porque
Ephraim Black era mi bisabuelo por parte de padre y Quil Ateara por parte de
madre.
—¿Quil?
—pregunté, sorprendida.
—Su
bisabuelo —me aclaró Jacob—. El Quil al que conoces es primo segundo mío.
—¿Qué
tiene que ver quiénes fueran tus bisabuelos?
—Pues
que Ephraim y Quil formaban parte de la última manada. El tercero era Levi
Uley. Así que lo llevo en la sangre por ambas partes. Nunca tuve la menor
oportunidad. Igual que Quil tampoco la tiene.
Su
expresión era sombría.
—¿Y
cuál es la parte buena? —le pregunté por animarle un poco.
—La
parte buena —respondió, sonriendo de nuevo—, es la velocidad.
—¿Es
mejor que ir en moto?
Jacob
asintió con entusiasmo.
—No hay
comparación.
—¿A qué
velocidad puedes...?
—¿...
correr? —Jacob completó mi frase—. Muy rápido. ¿Con qué puedo medirlo? El otro
día atrapamos a... ¿cómo se llamaba? ¿Laurent? Me imagino que para ti eso
significará más que para cualquier otra persona.
Sí que
lo significaba. Yo no era capaz de imaginarme a los lobos corriendo más rápido
que un vampiro. Cuando los Cullen corrían, lo hacían a tal velocidad que
prácticamente se hacían invisibles.
—Ahora,
cuéntame algo que yo no sepa —me dijo—. Algo sobre vampiros. ¿Cómo pudiste
soportar estar con ellos? ¿No te ponían los pelos de punta?
—No
—respondí con sequedad.
Mi tono
le dejó pensativo durante unos instantes.
—Dime,
¿por qué tu chupasangre mató a ese tal James? —me preguntó de repente.
—James
intentaba matarme. Para él, era como un juego. Y perdió. ¿Te acuerdas de la
primavera pasada, cuando estuve en el hospital en Phoenix?
Jacob
respiró hondo.
—¿Tan
cerca estuvo?
—Muy,
muy cerca —contesté mientras me acariciaba la cicatriz. Jacob se dio cuenta,
porque tenía agarrada la mano que moví para hacerlo.
—¿Qué
pasa? —Jacob cambió de manos para examinar mi derecha—. Ah, es esa cicatriz tan
curiosa, la que está fría —la miró de cerca con nuevos ojos y tragó saliva.
—Sí, es
lo que estás pensando —dije—. James me mordió.
Sus
ojos se pusieron saltones y su rostro adquirió un extraño color cetrino bajo la
superficie rojiza. Parecía estar a punto de vomitar.
—Pero,
si te mordió... ¿no deberías ser una...? —se atragantó y no pudo seguir.
—Edward
me salvó dos veces —susurré—. Chupó el veneno, igual que si me hubiera mordido
una serpiente de cascabel —me estremecí al sentir un latigazo de dolor en los
bordes del agujero.
Pero no
fui la única que se estremeció. Todo el cuerpo de Jacob temblaba junto al mío.
El propio coche se movía.
—Cuidado,
Jake. Tranquilo. Cálmate.
—Sí
—jadeó él—. Tranquilo —empezó a sacudir la cabeza de un lado a otro con
rapidez. Pasados unos momentos, sólo le temblaban las manos.
—¿Estás
bien?
—Sí,
casi. Cuéntame más. Necesito algo en qué pensar para distraerme.
—¿Qué quieres
saber?
—No lo
sé —tenía los ojos cerrados y trataba de concentrarse—. Supongo que algo de
material adicional. ¿Algún otro Cullen tenía... talentos extra, como leer la
mente?
Dudé
unos segundos. Me pareció que aquélla era una pregunta que le haría a una
espía, no a una amiga. Pero ¿qué sentido tenía ocultar lo que sabía? En ese
momento carecía de importancia y le ayudaría a controlarse.
Así que
hablé atropelladamente, mientras mi mente conjuraba la imagen del rostro
destrozado de Emily y se me erizaba el vello de los brazos. No era capaz de
imaginar a aquel lobo pardo encajando dentro del Golf. Si se transformaba
ahora, Jacob destruiría el garaje entero.
—Jasper
podía... digamos que controlaba las emociones de la gente que le rodeaba. No lo
hacía a mala idea, sólo para tranquilizar a los demás y cosas así.
Probablemente ayudaría mucho a Paul —añadí, bromeando sin ganas—, y Alice era
capaz de ver cosas que aún no habían sucedido. Ya sabes, el futuro, aunque no
en sentido absoluto. Los sucesos que veía cambiaban si alguien modificaba las
circunstancias en que se debían producir...
Como
cuando me vio a mí muriendo, y también convirtiéndome en una de ellos. Dos
hechos que no habían sucedido y uno que nunca llegaría a suceder. La cabeza me
empezó a dar vueltas. Parecía como si no pudiera extraer suficiente oxígeno del
aire, como si no tuviera pulmones.
Jacob
había recuperado el control por completo y estaba muy quieto, sentado a mi
lado.
—¿Por
qué haces eso? —me preguntó. Tiró con suavidad del brazo que tenía apretado
contra mi pecho, pero renunció al ver que no se soltaba. Yo ni siquiera me
había dado cuenta de que había adoptado esa postura—. Siempre lo haces cuando
te alteras. ¿Por qué?
—Me
hace daño pensar en ellos —susurré—. Es como si no pudiera respirar... como si
me rompiera en pedazos... —era extraño, pero ahora podía contarle muchas cosas
a Jacob. Ya no había secretos entre nosotros.
Jacob
me acarició el pelo.
—No
pasa nada, Bella, no pasa nada. No volveré a sacar el tema más. Lo siento.
—Estoy
bien —dije, tragando saliva—.Me pasa continuamente. No es culpa tuya.
—Somos
una pareja muy complicada, ¿verdad? —dijo Jacob—. Ninguno de los dos es capaz
de mantener la compostura cuando estamos juntos.
—Es
patético —reconocí, aún sin aliento.
—Al
menos, nos tenemos el uno al otro —dijo él. Resultaba evidente que el
pensamiento le reconfortaba.
A mí
también.
—Sí, al
menos nos tenemos —dije.
Todo
iba bien cuando estábamos juntos, pero Jacob se sentía obligado a llevar a cabo
aquel trabajo horrible y peligroso, por lo que yo estaba sola a menudo,
apalancada en La Push por mi propia seguridad, sin nada que hacer para distraer
la mente de otras preocupaciones.
Me
sentía un estorbo, siempre ocupando espacio en casa de Billy. A ratos estudiaba
para el examen de Cálculo de la semana siguiente, pero no podía concentrarme
demasiado tiempo en las matemáticas. Cuando no tenía a mano algo que hacer, sentía
que debía entablar conversación con Billy. Ya se sabe, la presión de las normas
sociales. Pero él no era muy dado a rellenar los silencios prolongados, por lo
que se agudizaba la sensación de ser un estorbo.
Probé a
pasarme por casa de Emily el miércoles por la tarde, para variar. Al principio
fue muy agradable. Emily era una persona alegre y activa que nunca se sentaba y
que siempre estaba haciendo algo. Yo la seguía mientras se dedicaba a
revolotear por la casita y por el patio para barrer el suelo inmaculado,
arrancar malas hierbas, arreglar una bisagra rota o trenzar lana en un antiguo
telar; y además, siempre estaba cocinando. Se quejaba de vez en cuando de que
aquellas carreras extra despertaban aún más el apetito de los chicos, pero se
veía que no le importaba cuidarlos. Resultaba fácil estar con ella: al fin y al
cabo, ahora las dos éramos chicas lobo.
Pero
Sam se pasó por su casa cuando llevaba allí unas horas. Sólo me quedé el tiempo
justo para enterarme de que Jacob estaba bien y de que no había más novedades;
después, tuve que escapar. El aura de amor y satisfacción que les rodeaba era
más difícil de soportar en dosis concentradas, cuando no había nadie alrededor
de ellos para diluirla.
Así que
sólo me quedaba vagabundear por la playa y recorrer aquella medialuna sembrada
de rocas arriba y abajo, arriba y abajo, una y otra vez.
Pasar
tanto tiempo sola no era bueno para mí. Después de haberme sincerado con Jacob,
en los últimos días había pensado y hablado sobre los Cullen más de la cuenta.
Daba igual cómo intentase distraerme, aunque lo cierto era que tenía muchas
cosas en las que pensar: estaba sincera y desesperadamente preocupada por Jacob
y sus hermanos lobos; estaba aterrorizada por Charlie y los demás, que creían
que los chicos se dedicaban a cazar animales; mi relación con
Jacob era cada vez más seria, aunque yo no había decidido avanzar de forma
consciente en ese sentido y no sabía muy bien qué hacer. Daba igual porque
ninguna de aquellas preocupaciones —preocupaciones reales y apremiantes a las
que bien merecía la pena dedicar un rato— podía aliviar por mucho tiempo la
angustia que sentía en el pecho. Llegó un momento en que no pude seguir
caminando porque era incapaz de respirar. Me senté sobre unas piedras que
estaban medio secas y me acurruqué como una bola.
Jacob
me encontró así. Su expresión revelaba que comprendía lo que me pasaba.
—Lo
siento —dijo nada más llegar. Me hizo levantarme del suelo y me abrazó por los
hombros. Hasta ese momento no me había dado cuenta del frío que tenía. Su calor
me provocó un escalofrío, pero ahora que lo tenía al lado por lo menos podía
respirar.
—Te
estoy estropeando las vacaciones de Pascua —se acusó Jacob mientras paseábamos
playa arriba.
—No, no
es verdad. No había hecho ningún plan. Además, no me gustan las vacaciones de
Pascua.
—Mañana
por la mañana te llevaré a algún sitio. Los demás pueden cazar sin mí. Haremos
algo divertido.
En
aquel preciso instante de mi vida, esa palabra parecía fuera de lugar,
extravagante, incomprensible.
—¿Divertido?
—Sí. Es
justo lo que necesitas: divertirte. Mmm... —Jacob meditó con la mirada perdida
en las olas grises. Mientras sus ojos oteaban el horizonte, tuvo un arrebato de
inspiración.
—¡Ya lo
tengo! —exclamó—. Es otra promesa que debo cumplir.
—¿De
qué me estás hablando?
Jacob
me soltó la mano y señaló hacia el sur, donde la medialuna lisa y rocosa de la
playa terminaba bajo unos abruptos acantilados. Me quedé mirando, sin entender
nada.
—¿Te
acuerdas de que prometí zambullirme contigo desde el acantilado?
Me
estremecí.
—Sí, va
a hacer frío, pero no tanto como hoy. ¿No lo notas en la presión del aire? Va a
cambiar el tiempo. Mañana hará más calor. ¿Te apetece?
Las
aguas oscuras no invitaban a sumergirse en ellas, y desde aquel ángulo las
rocas parecían aún más altas.
Pero
habían pasado muchos días desde que oí por última vez la voz de Edward.
Probablemente eso formaba parte del problema. Me había convertido en adicta al
sonido de mi propia ilusión. Pasar demasiado tiempo sin esa voz sólo empeoraba
las cosas. Y saltar desde el acantilado era una forma segura de ponerle
remedio.
—Claro
que me apetece. Será divertido.
—Entonces,
tenemos una cita —dijo, rodeándome los hombros con el brazo.
—De
acuerdo. Pero ahora, vamos: tienes que dormir un poco —no me gustaba la forma
en que sus ojeras parecían tatuadas sobre su piel.
A la
mañana siguiente me desperté temprano y, a hurtadillas, metí una muda de ropa
en el coche. Tenía la impresión de que Charlie aprobaría el plan de hoy tanto
como habría aprobado lo de la motocicleta.
La idea
de distraerme de mis preocupaciones me tenía casi emocionada. A lo mejor
incluso resultaba divertido. Una cita con Jacob, una cita con
Edward... Solté una carcajada macabra en mi interior. Jake podía afirmar que
éramos una pareja muy complicada, pero la única realmente complicada de los dos
era yo. A mi lado, los hombres lobo parecían gente normal.
Esperé
a que Jacob se reuniera conmigo en la parte delantera de la casa, como solía
hacer cuando el ruido de mi tartana anunciaba mi llegada. Al ver que no salía,
supuse que quizá seguía durmiendo. Esperaría: prefería dejarle descansar lo más
posible. Jacob necesitaba recuperar sueño. De paso, así daría lugar a que el
día se caldeara un poco más. Lo cierto era que había acertado con su previsión
del tiempo, que había cambiado durante la noche. Una espesa capa de nubes
cubría la atmósfera creando una sensación de bochorno; bajo aquel manto gris se
sentía calor y presión, así que dejé el suéter en el coche.
Llamé a
la puerta con suavidad.
—Pasa,
Bella —me dijo Billy.
Estaba
en la mesa de la cocina, comiendo cereales fríos.
—¿Jake
está dormido?
—Eh...
no —Billy dejó la cuchara en la mesa y frunció el entrecejo.
—¿Qué
ha pasado? —le pregunté. Por su expresión, sabía que algo tenía que
haber ocurrido.
—Embry,
Jared y Paul han encontrado un rastro reciente esta mañana. Sam y Jake han
salido para ayudarles. Sam es optimista: cree que ella se ha atrincherado cerca
de las montañas, y que tienen bastantes posibilidades de acabar con esto de una
vez.
—Oh, no,
Billy —musité—. Oh, no.
Él
soltó una carcajada por lo bajo.
—¿Tanto
te gusta La Push que quieres prolongar tu condena aquí?
—No
bromees, Billy. Esto es demasiado aterrador.
—Tienes
razón —reconoció, aún satisfecho consigo mismo. Era imposible descifrar la
expresión de sus viejos ojos—. Esta vampira es muy traicionera.
Me
mordí el labio.
—No es
tan peligroso para ellos como crees —me consoló Billy—. Sam sabe lo que hace.
Tú eres la única que tiene motivo para inquietarse. La vampira no quiere luchar
contra ellos, sólo busca la forma de burlarlos... para llegar hasta ti.
—¿Seguro
que Sam sabe lo que hace? —pregunté, sin hacer caso a su preocupación por mí—.
Hasta ahora sólo han matado a un vampiro. Puede haber sido cuestión de suerte.
—Nos
tomamos muy en serio lo que hacemos, Bella. No han pasado nada por alto. Todo
lo que necesitan saber se ha transmitido de padres a hijos a lo largo de generaciones.
Sus
palabras no me tranquilizaron tanto como él pretendía. El recuerdo de Victoria
—salvaje, felina, letal— aún seguía grabado en mi mente. Si no conseguía burlar
a los lobos, finalmente podía intentar abrirse paso por encima de ellos.
Billy
siguió desayunando. Yo me senté en el sofá y me dediqué a hacer zapping frente
al televisor. No aguanté mucho rato. En aquella salita empecé a sentirme
encerrada, claustrofóbica, inquieta por no poder ver lo que había más allá de
las cortinas.
—Estaré
en la playa —le dije a Billy sin previo aviso, y me apresuré hacia la puerta.
Estar
en el exterior no me ayudó tanto como esperaba. Las nubes me oprimían con un
peso invisible que no ayudaba a aliviar mi claustrofobia. Mientras caminaba
hacia la playa, me di cuenta de que el bosque parecía extrañamente vacío. No se
veía ningún animal: ni pájaros, ni ardillas. Tampoco se oía el canto de
las aves. Aquel silencio era siniestro. Ni siquiera se escuchaba el rumor del
viento entre los árboles.
Sabía
que la culpa de todo eso la tenía el cambio de tiempo, pero aun así me ponía
nerviosa. La presión cálida y pesada de la atmósfera era perceptible incluso
para mis débiles sentidos humanos, y seguro que para el departamento de
prevención de tormentas presagiaba algo serio. Una mirada al cielo respaldó mi
impresión: las nubes se estaban acumulando poco a poco pese a que a ras de
suelo no soplaba ni una brizna de viento. Las más cercanas eran plomizas, pero
entre los resquicios se divisaba otra capa de nubes con un espeluznante color
púrpura. Los cielos debían de tener planeado algo espantoso para hoy, lo que
explicaba que los animales se hubiesen ocultado en sus refugios.
En
cuanto llegué a la playa me arrepentí: ya estaba harta de aquel sitio. Casi
todos los días me dedicaba a pasear sola por ella. Me pregunté si era tan
diferente de mis pesadillas, pero ¿a qué otro lugar podía ir? Bajé con cuidado
hasta el árbol flotante y me senté en el extremo para poder apoyar la espalda
en las enmarañadas raíces. Me quedé mirando al cielo hostil, a la espera de que
las primeras gotas de lluvia rompieran aquella quietud.
Intenté
no pensar en el peligro que corrían Jacob y sus amigos. A Jake no podía pasarle
nada. La sola idea era insoportable. Yo ya había perdido demasiadas cosas. ¿Es
que el destino pretendía arrebatarme también los escasos jirones de paz que me
quedaban? Me parecía algo injusto, desproporcionado, pero quizá yo había
quebrantado alguna ley desconocida o cruzado una raya que suponía mi condena.
Tal vez mi error era involucrarme tanto en mitos y leyendas y volver la espalda
al mundo humano. Tal vez...
No. A
Jacob no iba a pasarle nada malo. Tenía que creer en eso o sería incapaz
de seguir funcionando.
—¡Arggh!
—gruñí, y me bajé del tronco de un salto. No podía estar quieta: era aún peor
que pasear.
La
verdad es que había contado con oír a Edward esa mañana. Aquello parecía lo
único capaz de hacerme soportable el día entero. Últimamente la herida del
pecho había estado supurando, como para vengarse de las veces en que la
presencia de Jacob la había aliviado. Los bordes me escocían.
Mientras
paseaba, las olas empezaron a levantarse y a estrellarse contra las rocas, pero
el viento seguía sin soplar. Me sentía clavada en el sitio por la presión de la
tormenta. Todo se arremolinaba a mi alrededor, pero donde yo estaba nada
parecía moverse. El aire tenía una leve carga eléctrica, sentía la estática en
el pelo.
A lo
lejos las olas se veían más bravías que cerca de la orilla. Podía divisar cómo
azotaban la línea de los acantilados y proyectaban grandes nubes de espuma
blanca hacia el cielo. Aún no se apreciaba ningún movimiento en el aire, aunque
ahora las nubes se acumulaban con más rapidez. Era una visión extraña, como si
se movieran por voluntad propia. Tuve un estremecimiento, aunque sabía que sólo
era una ilusión creada por la presión del aire.
Los
acantilados se recortaban como el filo de un cuchillo negro contra el lívido
cielo. Al contemplarlos, recordé el día en que Jacob me había hablado de Sam y
su «banda». Pensé en los chicos —los hombres lobo— arrojándose al vacío. Tenía
grabada en mi mente la imagen de sus cuerpos cayendo en espiral hacia el agua.
Me imaginé la sensación de libertad absoluta de la caída. También evoqué la
forma en que la voz de Edward sonaba en mi cabeza: furiosa, aterciopelada, perfecta... El vacío de
mi pecho se hizo aún más angustioso.
Tenía
que haber alguna forma de aliviarlo. El dolor se volvía más insoportable por
segundos. Miré hacia los farallones y las olas que rompían contra ellos.
Bueno,
¿y por qué no? ¿Por qué no acabar con esa angustia ahora mismo?
Jacob
me había prometido zambullirse conmigo desde las rocas. Sólo porque él no
estuviera disponible, ¿debía renunciar a una diversión que necesitaba
urgentemente? De hecho, saber que Jacob estaba jugándose la vida hacía que la
necesitara aún más. Porque, básicamente, se la estaba jugando por mí. De no ser
por mí, Victoria no habría venido aquí para matar a la gente, sino que estaría
en algún otro lugar lejano. Así que, si le pasaba algo a Jacob, sería por mi culpa.
Comprenderlo finalmente fue como una puñalada, y tuve que salir corriendo por
el camino que llevaba a casa de Billy, donde había dejado aparcado el coche.
Sabía
cómo llegar hasta el sendero que corría junto a los acantilados, pero tuve que
hallar el caminito que llevaba hasta el borde. Mientras lo seguía, fui buscando
bifurcaciones y recodos, pues sabía que Jake tenía la intención de llevarme al
saliente inferior, y no al más alto; pero el camino conducía hacia el extremo
del acantilado sin ofrecer opción alguna. No tenía tiempo para buscar otra
forma de bajar: la tormenta se movía cada vez más rápido. Al final, empecé a
sentir el viento en la piel y la presión de las nubes más cerca del suelo.
Cuando llegué al punto donde el sendero de tierra se abría hacia aquel
precipicio de roca, las primeras gotas de agua salpicaron mi rostro.
No fue
difícil convencerme a mí misma de que no tenía tiempo para buscar otro camino:
quería saltar desde lo más alto. Ésa era la imagen que tenía grabada en la
cabeza. Deseaba sentir que volaba en aquella prolongada caída.
Sabía
que era lo más estúpido e insensato que había hecho en mi vida. La idea me hizo
sonreír. El dolor empezó a remitir, como si mi cuerpo fuera consciente de que
en cuestión de segundos escucharía la voz de Edward...
El agua
sonaba muy lejos, incluso más que antes, cuando la oía desde el sendero que
corría entre los árboles. Al pensar en la temperatura que podía tener el mar
hice una mueca, pero no me iba a amilanar por eso.
El
viento soplaba ahora con más fuerza y la lluvia me azotaba y se arremolinaba a
mi alrededor.
Me
acerqué al borde, manteniendo la mirada fija en el espacio vacío que se abría
delante de mí. Los dedos de mis pies tantearon a ciegas, acariciando la rugosa
repisa de roca cuando la encontraron. Respiré hondo y aguanté el aire dentro de
mi pecho, esperando.
Bella.
Sonreí
y exhalé el aire.
¿Si? No contesté en voz alta, por
temor a que el sonido de mi propia voz rompiera aquella hermosa ilusión. Sonaba
tan real, tan cercano. Sólo cuando desaprobaba mi conducta, como ahora, emergía
el verdadero recuerdo de su voz, la textura aterciopelada y la entonación
musical que la convertían en el más perfecto de los sonidos.
No
lo hagas, me
suplicó.
Querías que fuera humana, le recordé. Bueno, pues
mírame.
Por favor. Hazlo por mí.
Es la única forma de que estés conmigo.
Por
favor. Era
solamente un susurro en la intensa lluvia que me revolvía el pelo y me empapaba
la ropa; estaba tan mojada como si aquél fuera ya el segundo salto del día.
Me puse
de puntillas.
¡No,
Bella! Ahora estaba furioso, y su furia era
tan deliciosa...
Sonreí,
levanté los brazos como si fuera a tirarme de cabeza y alcé el rostro hacia la
lluvia. Pero tenía demasiado arraigados los cursillos de natación en la piscina
pública: la primera vez, salta con los pies por delante. Me incliné,
agachándome para tomar más impulso...
... y
me tiré del acantilado.
Chillé
mientras caía por el aire como un meteorito, pero era un grito de júbilo y no
de miedo. El viento oponía resistencia, tratando en vano de combatir la
inexorable gravedad, empujándome y volteándome en espirales como si fuera un
cohete que se precipita contra el suelo.
¡Síííí! La
palabra resonó en mi cabeza cuando atravesé como un cuchillo la superficie
del agua. Estaba helada, aún más fría de lo que me había temido, pero eso
únicamente acrecentó aquella sensación de subidón.
Mientras
seguía bajando hacia las profundidades de aquellas aguas gélidas y negras, me
sentí orgullosa de mí misma. No había sufrido ni un instante de terror; sólo pura
adrenalina. En realidad, la caída no era tan escalofriante. ¿Dónde estaba el
desafío?
Fue en
ese momento cuando me atrapó la corriente.
Me
había preocupado tanto por la altura del acantilado y por el evidente peligro
de aquella escarpada pared que no había pensado para nada en las oscuras aguas
que me esperaban abajo. Ni siquiera había llegado a imaginar que la verdadera
amenaza acechaba debajo de mí, tras la hirviente espuma.
Sentí
cómo las olas se disputaban mi cuerpo, tirando de él como si estuvieran
decididas a partirlo en dos para compartir el botín. Sabía cuál era la forma de
luchar contra la marea: mejor nadar en paralelo a la playa en vez de esforzarme
por llegar a la orilla, pero ese conocimiento no me servía de mucho, puesto que
ignoraba dónde se encontraba la orilla.
Ni
siquiera sabía dónde estaba la superficie.
Las
aguas furiosas se veían negras en todas las direcciones; no había ninguna luz
que me orientara hacia arriba. La gravedad era omnipotente cuando competía con
el aire, pero no tenía ni una oportunidad contra las olas. Yo no sentía su
tirón hacia abajo, ni notaba que mi cuerpo se hundiera en ninguna dirección.
Únicamente experimentaba el embate de la corriente que me llevaba de un lado a
otro como una muñeca de trapo.
Luché
por guardar el aliento en mi interior, por tener los labios sellados para no
dejar escapar mi última provisión de oxígeno.
No me
sorprendió que la ilusión de Edward estuviera allí. Teniendo en cuenta que me
estaba muriendo, me lo debía. Lo que sí me sorprendió fue lo segura que estaba
de que me iba a ahogar; de que ya me estaba ahogando.
¡Sigue
nadando!, me
apremió Edward dentro de mi cabeza.
El frío
del agua me estaba entumeciendo piernas y brazos. Ya no notaba las bofetadas de
la corriente. Ahora sentía más bien una especie de vértigo mientras giraba
indefensa dentro del mar.
Pero le
hice caso. Me obligué a mí misma a seguir braceando y a patalear con más
fuerza, aunque en cada instante me movía en una dirección diferente. No podía
estar haciendo nada útil. ¿Qué sentido tenía?
¡Lucha!, gritó Edward. ¡Maldita
sea, Bella, sigue luchando!
¿Por qué?
Ya no
quería seguir peleando. Y no eran ni el mareo ni el frío ni el fallo de mis
brazos debido al agotamiento muscular los que me hacían resignarme a quedarme
donde estaba. No. Me sentía casi feliz de que todo estuviera a
punto de acabar. Era una muerte mejor que las otras a las que me habría
enfrentado, una muerte curiosamente apacible.
Pensé
brevemente en los tópicos, como el de que supuestamente uno ve desfilar su vida
entera ante sus ojos. Yo tuve más suerte. Además, ¿para qué quería una
reposición?
Le
estaba viendo a él, y no tenía ya voluntad de luchar. Su imagen era
vívida, mucho más definida que cualquier recuerdo. Mi subconsciente había
almacenado a Edward con todo detalle, sin fallo alguno, reservándolo para este
momento final. Podía ver su rostro perfecto como si realmente estuviera allí;
el matiz exacto de su piel gélida, la forma de sus labios, la línea de su
mentón, el destello dorado en sus ojos encolerizados. Como era natural, le
enfurecía que yo me rindiera. Tenía los dientes apretados y las aletas de la
nariz dilatadas de rabia.
¡No! ¡Bella, no!
Su voz
sonaba más clara que nunca a pesar de que el agua helada me llenaba los oídos.
Hice caso omiso de sus palabras y me concentré en el sonido de su voz. ¿Por qué
debía luchar si estaba tan feliz en aquel sitio? Aunque los pulmones me ardían
por falta de aire y las piernas se me acalambraban en el agua gélida, estaba
contenta. Ya había olvidado en qué consistía la auténtica felicidad.
Felicidad.
Hacía que la experiencia de morir fuese más que soportable.
La
corriente venció en ese momento y me lanzó violentamente contra algo duro, una
roca invisible entre las tinieblas. La roca me golpeó en el pecho con dureza,
como una barra de hierro, y el aire escapó de mis pulmones y salió por mi boca
en una nube de burbujas plateadas. El agua inundó mi garganta, me asfixiaba, me
quemaba, mientras la barra de hierro parecía tirar de mí, apartándome de Edward
hacia las oscuras profundidades, hacia el lecho oceánico. Adiós. Te amo, fue
mi último pensamiento.
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