Después del
reencuentro, tuve la sensación de estar viviendo en dos
mundos
paralelos. En uno de ellos, Lucas y yo por fin estábamos
juntos, y tenía
la sensación de que era en ese donde había querido
estar toda mi
vida. En el otro, era una mentirosa que no merecía estar ni
con Lucas ni
con nadie.
—Es que me
parece raro —me dijo Lucas en un susurro para que no
resonara en la
biblioteca.
—¿El qué te
parece raro?
Lucas miró a su
alrededor antes de contestar para asegurarse de que
nadie nos oía.
No tendría por qué haberse preocupado. Estábamos
sentados en uno
de los pasajes abovedados más alejados, revestido de
libros
encuadernados a mano de un par de siglos de antigüedad, uno de
los rincones más
recogidos de la escuela.
—Que ninguno de
los dos recuerde lo que pasó esa noche.
—Tuviste un
accidente. —Cuando no sabía qué decir, me aferraba a la historia que se
había inventado la señora Bethany. Lucas no se la había
acabado de
creer, pero lo haría con el tiempo. No le quedaba más
remedio. Todo
dependía de eso—. Muchas veces la gente olvida lo que ha ocurrido justo
antes de tener un accidente. Tiene sentido, ¿no crees? Esos motivos
decorativos de hierro tienen un filo bastante cortante.
—Cuando he besado
a alguna chica... —se le fue apagando la voz al ver
mi expresión—.
A nadie como tú. A nadie que ni siquiera pueda
comparársete.
Bajé la cabeza
para ocultar una sonrisa abochornada.
—Da igual, el
caso es que nunca me había desmayado, nunca —
continuó—. Besas
de miedo, créeme, pero ni siquiera tú podrías hacerme perder el
sentido.
—No te
desmayaste por eso —dije, fingiendo que deseaba volver a la lectura del
libro de jardinería que había encontrado. Solo lo había sacado de su
estantería por la persistente curiosidad que sentía por la flor que había visto en
mis sueño meses atrás—. Te desmayaste porque esa enorme barra de
hierro te dio en la cabeza. Eso es todo.
—Pero eso no
explica por qué tampoco lo recuerdas tú.
—Ya sabes que
tengo problemas de ansiedad, ¿no? A veces como que se me va la
olla. Cuando nos conocimos por primera vez, estaba en medio de uno de esos
ataques. ¡Uno de los de verdad! Incluso hay partes del día de mi
espectacular fuga que apenas recuerdo.
Seguramente volví a tener uno de esos ataques cuando te golpeaste en la cabeza. Vaya, podrías haber muerto. —Al menos esa parte se acercaba bastante a la verdad—.No me extraña que tuviera miedo.
Seguramente volví a tener uno de esos ataques cuando te golpeaste en la cabeza. Vaya, podrías haber muerto. —Al menos esa parte se acercaba bastante a la verdad—.No me extraña que tuviera miedo.
—No me ha
salido ningún chichón en la cabeza. Solo tengo una
magulladura,
como si me hubiera caído o algo así.
—Te pusimos un
paquete de hielo. Te atendimos enseguida.
—Sigue sin
tener demasiado sentido —insistió, poco convencido.
—No sé por qué
sigues dándole vueltas. —Aunque no dijera nada más,eso solo volvía
a convertirme en una mentirosa, y mucho peor que antes.
Tenía que
ceñirme a la historia por su propia seguridad, porque si en algúnmomento la
señora Bethany descubría que Lucas sospechaba algo, ella podría...
Podría... No sabía qué podría hacer, pero me temía que no sería nada bueno. Sin
embargo, decirle a Lucas que sus dudas eran infundadas, que sus
preguntas sensatas acerca de Medianoche y su amnesia transitoria no
eran más que tonterías, eso era peor. Eso era pedirle a Lucas que
dudara de él mismo y no quería hacerle algo así. Ahora sabía lo mal que uno se
sentía cuando se dudaba de sí mismo—. Por favor, Lucas, déjalo.
Lucas asintió
lentamente.
—Ya hablaremos
de ello en otro momento.
Cuando se
olvidaba del tema y dejaba de preocuparse por la noche del Baile de otoño,
no había nada mejor que estar juntos. Era casi perfecto. Estudiábamos en
la biblioteca o en el aula de mi madre, y a veces nos acompañaban Vic
o Raquel. Comíamos en los prados: envolvíamos nuestros
sándwiches en bolsas marrones y nos los metíamos en los bolsillos del
abrigo. En clase, soñaba despierta con él y me despertaba de mi feliz
ensoñación única y exclusivamente cuando no me quedaba más remedio que
prestar atención para no suspender. Cuando teníamos Química,
entrábamos y salíamos del aula de Iwerebon sin despegarnos.
Los demás días venía a buscarme en cuanto acababan las clases, como si hubiera estado pensando en mí incluso más de lo que yo había estado pensando en él.
Los demás días venía a buscarme en cuanto acababan las clases, como si hubiera estado pensando en mí incluso más de lo que yo había estado pensando en él.
—Asúmelo, no sé
nada de arte —me susurró Lucas un domingo por la tarde que lo
había invitado al apartamento de mis padres.
Ellos nos
habían saludado con mucha diplomacia y luego nos habían
dejado estar en
mi habitación el resto del día. Nos habíamos tumbado en el suelo, sin
tocarnos, pero juntos, y estábamos contemplando el póster de Klimt.
—No tienes que
saber nada, solo tienes que mirarlo y decir qué te
transmite.
—No se me da
muy bien lo de transmitir.
—Sí, ya lo he
notado. Inténtalo, ¿vale?
—Vale, bien.
—Estuvo pensando un rato, muy concentrado, mirando fijamente El beso—. Creo que...
Creo que me gusta cómo le sujeta la cara entre las
manos. Como si ella fuera lo único en el mundo que le hiciera feliz, lo único
que fuera realmente suyo.
—¿De verdad ves
eso en la lámina? A mí él me parece... Fuerte, creo.
Creía que el
hombre de El beso tenía el control de la situación y parecía que a la mujer
desfalleciente le gustaba que así fuera, al menos por el momento.
Lucas se volvió
hacia mí y yo incliné la cabeza hacia un lado para estar cara a cara. El
modo en que me miró, la intensidad, la seriedad, el deseo,me cortó la
respiración.
—Créeme, sé que
tengo razón —se limitó a decir.
Nos besamos y
mi padre escogió ese preciso momento para llamarnos a cenar. La
sincronización paterna es asombrosa.
Disfrutaron al
máximo de la cena, incluso comieron alimentos y se
comportaron
como si les gustara.
Estar cerca de
Lucas significaba tener menos tiempo para compartir con mis otros
amigos, por mucho que deseara que no fuera así. Balthazar seguía
mostrándose tan amable como siempre, me saludaba con la mano por los
pasillos y con un gesto de cabeza a Lucas, como si fuera un amigo de toda la vida
y no alguien que había estado a punto de abalanzarse sobre él la
noche del Baile de otoño. Sin embargo, tenía una mirada triste
y sabía que
estaba resentido por haberle negado una oportunidad.
Raquel también
se sentía sola. Aunque la invitábamos a estudiar
algunas noches,
nunca más volvimos a compartir la comida. Tampoco había hecho más
amigos, que yo supiera. Lucas y yo tuvimos la genial idea de
emparejarla con Vic, pero no hubo nada que hacer, ellos dos sencillamente
no conectaban. Salían con nosotros y se lo pasaban bien, pero eso era
todo.
Me disculpé por
pasar menos tiempo con ella, pero Raquel no pareció darle
importancia.
—Estás enamorada
y eso te convierte en un muermo para la gente que no lo está. Ya
sabes, para los que no están chalados.
—No soy un
muermo —protesté—, al menos no más que antes.
Raquel
respondió juntando las manos y alzando la vista al techo de la biblioteca con
la mirada ligeramente desenfocada, en un gesto que pretendía ser
desdeñoso.
—¿Sabías que a
Lucas le gusta la luz del sol? ¡Uy, le encanta! Y las
flores y
también los conejitos. Y ahora voy a hablarte de los fascinantes lazos que Lucas
se hace en sus fascinantes zapatos.
—Cállate. —Le
di un manotazo en el hombro y se echó a reír. Aun así, sentí la
extraña distancia que se había establecido entre nosotras—. No quiero dejarte
sola.
—No pasa nada.
Seguimos siendo amigas.
Raquel abrió su
libro de texto de biología, decidida a olvidar el tema.
—Parece que
Lucas te cae bien —dije, con sumo cuidado.
Se encogió de
hombros y no levantó la vista del libro.
—Claro, ¿por
qué no iba a caerme bien?
—Bueno... Por
algunas de las cosas de las que habíamos hablado... No va a pasar
nada, en serio. —Raquel había estado muy segura de que Lucas podía atacarme,
sin saber que era al revés—. Me gustaría que supieras cómo es de
verdad.
—Un tipo
fabuloso y maravilloso al que le gusta la luz del sol y vomita rosas...
—Raquel bromeaba, aunque no del todo. Cuando por fin se encontraron
nuestras miradas, suspiró—. Sí, me cae bien.
Sabía que no
debía presionarla más ese día, así que cambié de tema.
Aunque a mi
mejor amiga en Medianoche no le emocionaba lo más
mínimo que
estuviera con Lucas, muchos de mis peores enemigos creían que era una
idea estupenda. De hecho, se relamían de gusto de que le hubiera
mordido.
—Sabía que
tarde o temprano te pondrías al día con el programa —me dijo Courtney
en Tecnología moderna, la única clase de la que habían sido excluidos los
alumnos humanos—. Naciste siendo vampiro. Es como superraro y
poderoso y eso, ¿no? Era imposible que siguieras siendo una
pardilla el
resto de tu vida.
—Vaya, gracias,
Courtney —contesté de manera inexpresiva—.
¿Podríamos
hablar de otra cosa?
—No sé por qué
te comportas de una forma tan rara. —Erich me lanzó una sonrisa
zalamera mientras jugueteaba con los deberes del día: un mp3—. Es decir,
supongo que un tipo tan empalagoso como Lucas Ross debe de dejar
regusto, pero, eh, la sangre fresca es sangre fresca.
—Todos
deberíamos tomar un refrigerio de vez en cuando —insistió Gwen—. Hay que
ver, esta escuela viene completa con buffet andante incluido y
¿nadie le puede dar ni un mordisquito?
Se oyó un
murmullo de aprobación.
—A ver,
atención todo el mundo —pidió el señor Yee, nuestro profesor—.Ya habéis
tenido los mp3 unos minutos, ¿preguntas?
Igual que el
resto de profesores de Medianoche, era un vampiro de
grandes
poderes, alguien que llevaba mucho tiempo formando parte de este mundo y
aun así seguía conservando una posición aventajada. El
señor Yee no
era excesivamente mayor; nos había dicho que había muerto por la década
de 1880, pero desprendía una fuerza y una autoridad casi tan imponentes
como las de la señora Bethany. Por eso los alumnos, incluso los que
le sacaban varios siglos, lo respetaban. A sus órdenes,todos guardamos
silencio.
Patrice fue la
primera en levantar la mano.
—Ha dicho que
la mayoría de los aparatos electrónicos pueden
establecer
conexiones inalámbricas, pero este no parece que pueda.
—Muy buena
observación, Patrice. —Cuando el señor Yee la alabó,Patrice me
lanzó una sonrisa de agradecimiento. Habíamos discutido varias veces
sobre el concepto de las comunicaciones inalámbricas—. Esta limitación es
uno de los fallos de diseño del mp3. Los modelos posteriores
seguramente
incorporarán algún tipo de conexión inalámbrica y, por
descontado,
también existe el teléfono de última generación, que veremos a continuación.
—Si la
información que contiene el mp3 recrea la canción —dijo
Balthazar,
meditabundo—, entonces la calidad del sonido dependerá por completo del
tipo de altavoces o auriculares que se utilicen, ¿no es así?
—En gran parte,
sí. Existen formatos de grabación mejores, pero un
oyente normal y
corriente, incluso un oído experto, no conseguiría
distinguir la
diferencia ya que el mp3 se conectó a un sistema de audio superior.
¿Alguien más? —El señor Yee miró a su alrededor y suspiró—. ¿Sí, Ranulf?
—¿Qué espíritus
le dan vida a esta caja?
—Eso ya lo
hemos discutido. —El señor Yee puso las manos en el pupitre de Ranulf y le
habló con suma calma—: Los espíritus no dan vida a ninguno de los
aparatos que hayamos estudiado en clase o que estudiaremos
más adelante. De hecho, los espíritus no dan vida a ningún aparato. ¿Está
claro de una vez por todas?
Ranulf asintió
lentamente, aunque no parecía convencido. Llevaba el pelo castaño
cortado a lo paje y tenía un rostro de expresión sincera e inocente.
—¿Y qué me dice
de los espíritus del metal del que está hecha esta
caja? —se
aventuró a preguntar al cabo de unos segundos.
El señor Yee
bajó la cabeza, como si se diera por vencido.
—¿Hay alguien
por aquí de la época medieval que pudiera echarle una mano a Ranulf
con la transición?
Genevieve
asintió y se puso a su lado.
—Dios, no es
tan difícil, es como, no sé, como un walkman con turbo o algo así.
Courtney le
lanzó a Ranulf una mirada desdeñosa y fastidiada.
Era una de las
pocas alumnas de Medianoche que no parecía haber
perdido el contacto
con el mundo moderno. Por lo que había visto,
Courtney había
ido allí básicamente a socializar. Por desgracia para los demás. Suspiré
y volví a dedicarme a crear una lista de reproducción de mis canciones
favoritas para Lucas. Tecnología moderna era muy fácil para
mí.
Por raro que
pareciera, el lugar donde más me costaba olvidar el
problema que
acechaba bajo la superficie era la clase de Inglés. Ya
habíamos dejado
atrás el estudio de la literatura popular y ahora
estábamos
repasando los clásicos y profundizando en Jane Austen, una de mis autoras
preferidas, por lo que creí que sería muy difícil no acertar esta vez. La clase
de la señora Bethany era como un universo donde la literatura
quedaba reflejada en un espejo, un lugar donde todo se veía al revés, incluso
yo. Había libros que había leído antes y que me sabía a pies
juntillas que
se me hicieron extraños en su clase, como si los hubieran traducido a una
lengua extraña, enrevesada y gutural. Pero Orgullo y prejuicio
sería diferente. O eso creía.
—Charlotte
Lucas está desesperada. —De hecho, había levantado la mano,
prestándome voluntaria a que me eligiera. ¿Por qué se me pasaría por la cabeza
que podría ser una buena idea?—. En aquellos tiempos, si las mujeres no
se casaban eran... en fin, no eran nadie. No podían trabajar ni poseer
propiedades. Si no querían ser una carga para sus padres, tenían
que casarse.
Lo intenté,
pero no podía creer que tuviera que explicarle aquello a mi profesora.
—Interesante
—dijo la señora Bethany. «Interesante» era sinónimo de «incorrecto»
para ella. Empecé a sudar. La señora Bethany se paseaba por la clase
lentamente, y la luz de la tarde se reflejaba en el broche de oro que llevaba
prendido al cuello de la blusa de encaje. Vi las estrías de sus largas y
gruesas uñas—. Dígame, ¿Jane Austen se casó?
—No.
—Le propusieron
matrimonio en una ocasión. Su familia lo dejó muy claro en varias
memorias. Un hombre de medios ofreció su mano en matrimonio a
Jane Austen, pero ella lo rechazó. ¿Tuvo ella que casarse,señorita
Olivier?
—Bueno, no,
pero era escritora. Sus libros le reportarían...
—Menos ingresos
de los que se imagina. —La señora Bethany estaba encantada de
que hubiera caído en su trampa. Hasta entonces no me había dado
cuenta de que la sección de folclore de nuestras lecturas había servido para
enseñar a los vampiros cómo trataba la sociedad del siglo XXI el mundo
sobrenatural, y que los clásicos eran una manera de estudiar el cambio de
actitud a través de lo que se contaba en esas historias y la actualidad—.
Los Austen no eran una familia especialmente acomodada.
En cambio los
Lucas... ¿eran pobres?
—No —metió baza
Courtney. No había acudido en mi rescate, solo lo hacía para
presumir. Dado que ya no se molestaba en rebajarme ante los demás, supuse
que lo hacía para que Balthazar se fijara en ella. Desde el
baile, había
renovado sus esfuerzos para ganárselo, pero por lo que yo había visto
hasta el momento, con bastante poco éxito—. El padre es sir William Lucas,
el único miembro de la pequeña aristocracia del lugar.
Cuentan con los
medios suficientes para que Charlotte no tenga que
casarse con
nadie, a menos que quiera.
—¿De verdad
crees que quiere casarse con Collins? —repliqué—. Es un idiota
pretencioso.
Courtney se
encogió de hombros.
—Quiere casarse
y él no es más que un medio para conseguir su
objetivo.
La señora
Bethany asintió con la cabeza a modo de aprobación.
—De modo que
Charlotte solo está utilizando a Collins. Ella cree estar actuando por
necesidad, mientras que él cree estar haciéndolo por amor,o al menos por
el afecto debido a una esposa potencial. Collins es sincero,mientras que
Charlotte no lo es. —Pensé en las mentiras que le habíacontado a Lucas
apretando el libro con tanta fuerza que creí que el afilado borde del papel
se me hundía en las yemas de los dedos. La señora Bethany debió
de adivinar lo que sentía, porque continuó—: ¿Acaso el
hombre engañado
no merecería nuestra compasión en vez de nuestro desdén?
Quise que me
tragara la tierra.
Balthazar me
envió una sonrisa de aliento en ese momento, como él
solía hacer, y
supe que aunque ya no nos viéramos como antes, al menos seguíamos
siendo amigos. De hecho, ninguno de los típicos alumnos de Medianoche
seguía mirándome por encima del hombro como solían hacerlo. Aunque
todavía no fuera un vampiro de verdad, les había demostrado
algo. Tal vez ya estuviera «en el club».
En cierto modo,
tenía la sensación de haberme salido con la mía, de que había hecho un
truco de magia con éxito: había cerrado los ojos, había dicho
abracadabra y de repente el mundo estaba al revés. Cuando le diera la mano a Lucas
y riéramos después de clase con alguna de sus bromas,entonces podría
creer que todo iba a ir mejor a partir de entonces.
Aunque no era
cierto. No podía ser cierto mientras siguiera engañando a Lucas.
Antes, jamás me
hubiera planteado que no compartir con Lucas el
secreto de mi
familia fuera mentir. Me habían enseñado a guardar ese secreto desde
que era niña y bebía sangre del biberón que traían de lacarnicería. Sin
embargo, ahora sabía lo cerca que había estado de hacerle daño y mi
secreto ya no me parecía tan inocente como antes.
Lucas y yo
estábamos besándonos a todas horas, sin parar: por la
mañana antes de
desayunar, por la noche cuando nos despedíamos para ir a nuestros
dormitorios respectivos... En dos palabras: en cualquier momento que
estuviéramos juntos y a solas. Sin embargo, yo siempre me detenía antes
de dejarnos llevar.
A veces quería
más, y sabía que Lucas también por la forma en que me miraba, poniendo
atención en mis movimientos o en el modo en que mis dedos se
aferraban a su muñeca. Sin embargo, nunca me presionaba. A solas en la
cama, mis fantasías se volvían mucho más desenfrenadas y pasionales.
Ahora conocía el sabor de los labios de Lucas sobre los míos e imaginaba el
tacto de sus manos sobre mi piel desnuda con una claridad que me hacía
perder la serenidad.
No obstante,
últimamente, durante esas fantasías, siempre acababa
apareciendo una
misma imagen: mis dientes hundiéndose en el cuello de Lucas.
Había veces en
que me creía capaz de cualquier cosa por volver a
probar la
sangre de Lucas. Y esos momentos eran los que más me
asustaban.
—¿Qué te
parece?
Me puse el
viejo sombrero de terciopelo para Lucas, pensando que se echaría a reír
al ver el efecto que haría el color morado del tejido sobre mi cabello
pelirrojo.
Sin embargo, me
sonrió de tal modo que de repente me empezó a
entrar calor.
—Estás
guapísima.
Estábamos en
una tienda de ropa de segunda mano de Riverton,
disfrutando de
la segunda semana que pasábamos juntos en la ciudad
mucho más que
la primera. Mis padres volvían a estar de guardia en el
cine, así que
habíamos decidido perdernos la oportunidad de ver El
halcón
maltes, y en su lugar
estuvimos entrando y saliendo de todas las tiendas
que estuvieran
abiertas, echando un vistazo a los pósters y los libros, y
teniendo que
soportar algunas miradas hastiadas de los dependientes
detrás del
mostrador, claramente hartos de los adolescentes de «ese
colegio» que
estaban como enloquecidos. Mala suerte para ellos, porque
nosotros
estábamos pasándonoslo de miedo.
Cogí una estola
de pelo blanco de un estante y me envolví los hombros
con ella.
—¿Qué te
parece?
—Las pieles son
algo muerto —contestó Lucas, torciendo el gesto,
aunque tal vez
creyera de verdad que la gente no debería ponerse pieles.
Desde mi punto
de vista, creía que las cosas de época debían ser una excepción: los
animales habían muerto hacía décadas, así que no es como si estuvieras
contribuyendo a hacer más daño. De todos modos, me quité la estola.
Mientras tanto,
Lucas se probó un abrigo gris de tweed que había
rescatado de un
estante del fondo repleto de cosas. Como el resto de la tienda, olía un
poco a moho, aunque no era un olor desagradable, y el abrigo le
sentaba muy bien.
—Es un poco
Sherlock Holmes —dije—. Si Sherlock Holmes fuera sexy.
Se echó a reír.
—A algunas
chicas le van los intelectuales, ¿sabes?
—Pues tienes
suerte de que no sea una de ellas.
Por fortuna, le
gustaba que le tomara el pelo. Me abrazó, pasó sus
brazos por
encima de los míos de modo que quedé atrapada entre los suyos y no pude
devolverle el gesto, y me plantó un sonoro beso en la frente.
—Eres
insufrible —murmuró—, pero vale la pena aguantarte.
Al sujetarme de
esa manera, mi cara quedaba pegada a la curva de su cuello y lo
único que veía eran las débiles líneas rosadas, las cicatrices que le había dejado
mi mordisco.
—Me alegro de
que pienses así.
—Lo sé.
No iba a
discutir con él. No había razón para que mi único y terrible
error no
pudiera seguir siendo eso: un error que no debía repetirse.
Lucas me
acarició la mejilla con un dedo, delicado como la suave punta de un pincel.
En ese momento recordé El beso de Klimt, con sus dorados y sus brumas, y
por un instante tuve la sensación de haber sido atraída
junto a Lucas
al interior del cuadro, envueltos por su belleza y pasión.
Escondidos
detrás de los estantes como estábamos, perdidos en un
laberinto de
cuero viejo y cuarteado, satén arrugado y hebillas con
diamantes de
imitación ajados por el tiempo, Lucas y yo podríamos
habernos besado
durante horas sin que nos encontraran. Me imaginé la
escena un
momento: Lucas colocando un abrigo negro de pieles en el suelo,
dejándome encima de la manta improvisada, inclinándose sobre mí...
Apreté mis
labios contra su cuello, sobre las cicatrices, como cuando mi
madre solía
besar un cardenal o un rasguño para que sanara. Su pulso era firme. Lucas se
puso tenso y pensé que tal vez había ido demasiado lejos.
«Tampoco debe
de ser fácil para él. A veces pienso que voy a volverme loca si no lo
toco, así que ¿cuánto peor no ha de ser para él? Sobre todo cuando no sabe
el por qué.»
Las campanillas
de la puerta nos sacaron del trance en que habíamos
caído. Ambos
echamos un vistazo para ver quién había entrado.
—¡Vic! —Lucas
sacudió la cabeza—. Debí imaginarme que aparecerías por aquí.
Vic se acercó
tranquilamente, con los pulgares bajo las solapas de la
chaqueta a
rayas que llevaba debajo de su abrigo de invierno.
—Este aspecto
no se consigue así como así, ¿sabes? Hay que
trabajárselo
para tener esta planta. —Al fijarse en el abrigo de tweed de
Lucas, Vic lo
miró con envidia y protestó—. Los tíos altos siempre os lleváis lo mejor.
—No voy a
comprármelo.
Lucas se lo
quitó, preparado para irse. Seguramente quería que
tuviéramos unos
minutos más de intimidad, porque ya casi era la hora de volver al
autocar. Sabía cómo se sentía. Por mucho que me gustara Vic, no
quería que se
nos pegara.
—Lucas, estás
loco. Si algo así me sentara bien, no me lo pensaría dos
veces.
Vic suspiró.
Estaba claro que no había pasado el peligro de que quisiera
acompañarnos
hasta el autocar, así que intenté pensar en algo
rápidamente.
—¿Sabes? Creo
que he visto unas corbatas con chicas hawaianas al
fondo de la
tienda.
—¿De verdad?
Vic se fue sin
más, abriéndose camino entre el revoltijo de ropa en
busca de las
corbatas hawaianas.
—Buen trabajo.
—Lucas me quitó el sombrero y luego me cogió la mano
—. Vamos.
Casi estábamos
en la puerta cuando pasamos junto al expositor de
bisutería y un
objeto oscuro y brillante me llamó la atención. Era un
broche con una
piedra tallada, negra como la noche, aunque de un brillo
intenso. Se
trataba de un par de flores de pétalos exóticos y afilados,
como la de mi
sueño. El broche era tan pequeño que me cabía en la mano
y estaba
profusamente trabajado, pero lo que más me sorprendía era
cuánto se
parecía a la flor que había empezado a creer que solo existía en
mi imaginación.
Me detuve en seco para mirarlo con detenimiento.
—Mira, Lucas,
es precioso.
—Es azabache
auténtico de Whitby. Joyas de luto de la época victoriana.
—La dependienta
nos escrutó con la mirada por encima de sus gafas de
lectura de
montura azul, evaluando si éramos clientes potenciales o solo
unos chavales a
los que debía espantar—. Muy caro.
A Lucas no le
gustaba que lo pusieran en entredicho.
—¿Cómo de caro?
—dijo con toda la naturalidad del mundo, como si se
apellidara
Rockefeller en vez de Ross.
—Doscientos
dólares.
Es probable que
los ojos se me salieran de las órbitas. Con unos padres
que trabajaban
de profesores, la paga que recibes no es la mayor del
mundo
precisamente. Lo único que me había comprado que me hubiera
costado más de
doscientos dólares había sido el telescopio y eso con la
ayuda de mis
padres. Reí un poco, intentando ocultar mi incomodidad y la
tristeza que
sentía al tener que olvidarme del broche. No había pétalo
negro que no
fuera más bello que el anterior.
Lucas se limitó
a sacar la cartera y le tendió a la dependienta una
tarjeta de
crédito.
—Nos lo
llevamos.
La mujer enarcó
una ceja, pero aceptó la tarjeta y fue a pasarla por la
máquina.
—¡Lucas! —Lo
cogí por el brazo e intenté hablarle en susurros—. No
puedes.
—Ya lo creo.
—¡Pero son
doscientos dólares!
—Te has
enamorado de él —dijo con toda tranquilidad—, lo sé por cómo
lo miras, y si
te gusta tanto, deberías tenerlo.
El broche
seguía en el expositor. Lo miré fijamente, intentando imaginar
que algo tan
bello pudiera ser mío.
—Sí... Me
gusta, es decir, pero... Lucas, no quiero que te endeudes por
mi culpa.
—¿Desde cuándo
los pobres van a Medianoche?
Vale, en eso
tenía razón. No sé por qué, pero nunca se me había
ocurrido que
Lucas pudiera nadar en la abundancia. Y era probable que
sucediera lo mismo
con Vic. Raquel había llegado hasta allí gracias a una
beca, pero
había muy pocos alumnos becados. En realidad, a la mayoría
de los humanos
les estaba costando un riñon poder estar rodeados de
vampiros,
aunque, por descontado, de esto último no tenían ni la más
remota idea. Si
los humanos no sobresalían por comportarse como unos
esnobs tal vez
se debiera a que no habían tenido la oportunidad de
hacerlo. Los
únicos que realmente se comportaban como niños ricos eran
los que habían
estado ahorrando dinero durante siglos o quienes
compraron
acciones de IBM cuando la máquina de escribir era lo último en
cuanto a
inventos. La jerarquía de Medianoche era tan estricta, vampiros
en lo alto y
humanos apenas merecedores de atención, que no había caído
en que la mayoría
de los humanos también procedían de familias
adineradas.
En ese momento,
recordé que Lucas había intentando hablarme de su
madre en una
ocasión y de lo controladora que podía llegar a ser. Habían
viajado por
todo el mundo, incluso habían vivido en Europa, y había dicho
que su abuelo o
su bisabuelo o no sé quién también había estudiado en
Medianoche, al
menos hasta que lo expulsaron por batirse en duelo.
Tendría que
haber sabido que no le faltaba el dinero.
Tampoco es que
se tratara de una sorpresa desagradable precisamente.
En mi opinión,
todos los novios deberían ser ricos sin que una lo supiera,
aunque eso
también me hizo recordar que por mucho que adorara a
Lucas, todavía
nos encontrábamos a las puertas de conocernos.
Además de los
secretos que guardaba yo.
La dependienta
nos preguntó si queríamos que envolviera el broche,
pero Lucas lo
cogió y me lo prendió en el abrigo. Estuve acariciando con el
dedo los
afilados pétalos mientras paseábamos de la mano por la plaza
del pueblo.
—Gracias. Es el
mejor regalo que me han hecho nunca.
—Entonces, es
el mejor dinero que he empleado nunca.
Bajé la cabeza,
azorada y feliz. Habríamos seguido poniéndonos
sentimentales
si no hubiéramos entrado en la plaza del pueblo y nos
hubiéramos topado
con los alumnos que rodeaban el autocar, charlando
animados sin
ningún profesor a la vista.
—¿Por qué está
todo el mundo esperando abajo? ¿Por qué no han
subido todavía
al autocar?
Lucas parpadeó,
obviamente contrariado por el brusco cambio de tema.
—Eh, no sé.
Tienes razón —dijo, cuando consiguió situarse—. A estas
horas ya
deberían haber empezado a llamarnos.
Nos acercamos
al corro de estudiantes.
—¿Qué pasa? —le
pregunté a Rodney, un chico que conocía de las
clases de
química.
—Es Raquel. Se
ha largado.
Eso no podía
ser cierto. Insistí.
—No se habría
marchado sola. Se asusta con facilidad.
Vic se había
abierto paso entre la gente hasta nosotros. Llevaba una
bolsa de
plástico transparente llena de corbatas chillonas.
—¿De verdad?
Pues a mí siempre me ha parecido un poco distante —se
interrumpió
enseguida, como si se hubiera dado cuenta de que tal vez no
era demasiado
apropiado hablar mal de una persona desaparecida—. La
he visto antes
en la cafetería. Un chico del pueblo estaba intentando
hablar con ella,
aunque sin demasiado éxito. Ya no la he vuelto a ver
después de eso.
Cogí a Lucas de
la mano.
—¿Crees que ese
chico ha podido hacerle algo?
—Puede que solo
se esté retrasando.
Lucas intentó
aparentar tranquilidad, pero no resultó demasiado
convincente.
Vic se encogió de hombros.
—Eh, igual el
tío al final dijo lo que ella quería oír y ahora están dándose
el lote por
ahí.
Raquel nunca
haría una cosa así. Era demasiado prudente y demasiado
desconfiada
como para liarse con alguien que no conocía llevada por un
impulso. Con
cierto remordimiento, me arrepentí de no haberle dicho que
se viniera con
Lucas y conmigo, en vez de dejarla sola.
Al ver aparecer
a mi padre en la plaza con el ceño fruncido, comprendí
que estaba
incluso más preocupado que yo.
—Que todo el
mundo suba al autocar y vuelva a la escuela.
Encontraremos a
Raquel, no os preocupéis —dijo.
—Yo me quedo
para ayudaros a buscarla —le dije a mi padre,
alejándome de
Lucas—. Somos amigas. Se me ocurren algunos sitios a los
que habría
podido ir.
—Muy bien. —Mi
padre asintió con la cabeza—. Arriba todo el mundo.
Sentí la mano
de Lucas en el hombro. Aquella no era la despedida
romántica que
había planeado; sin embargo, él no parecía egoístamente
decepcionado.
Lo único que vi en él fue preocupación por Raquel y por mí.
—Yo también
debería quedarme para ayudaros.
—No van a
dejarte. Incluso me sorprende que me hayan dejado a mí.
—Es peligroso
—insistió, en voz baja.
Sentí mucha
lástima por él, desesperado por protegerme y
completamente
inconsciente de lo bien que sabía protegerme yo sólita, así
que le dije lo
único que creí que podría tranquilizarlo:
—Mi padre
cuidará de mí. —Me puse de puntillas para besar a Lucas en
la mejilla y
luego volví a acariciar mi broche con la punta de los dedos—.
Gracias. Muchas
gracias.
A Lucas no le
hacía gracia dejarme allí, pero todo había quedado
arreglado al
mencionar a mi padre. Me dio un beso fugaz.
—Nos veremos
mañana.
En cuanto
arrancó el autocar, mi padre y yo nos dirigimos a toda prisa
hacia las
afueras del pueblo.
—¿De verdad
sabes adonde ha podido ir? —me preguntó mi padre.
—No tengo ni la
más remota idea —admití—, pero necesitáis toda la
gente de la que
podáis disponer. Además, ¿y si precisáis que alguien cruce
el río?
A los vampiros
no les gustaba el agua en movimiento. A mí no me
importaba, al
menos por el momento, pero mis padres se ponían
frenéticos cada
vez que tenían que cruzar hasta el más ridículo de los
riachuelos.
—Mi niña sabe
cuidar de sí misma. —Su orgullo de padre me cogió con
la guardia
baja, aunque para bien—. Estás madurando mucho aquí,
Bianca. Todo
este tiempo en Medianoche te está cambiando para mejor.
Alcé la vista
al cielo, cansada del sermón paternal de «tu padre sabe lo
que es mejor
para ti».
—Es lo que
ocurre cuando tienes que sobreponerte a la adversidad.
—Información de
última hora: eso es el instituto.
—Lo dices como
si hubieras ido.
—Créeme, la
adolescencia también era una lata en el siglo XI. La
Humanidad
avanza, pero hay ciertas cosas que nunca cambian: la gente
hace tonterías
cuando se enamora, desea lo que no puede tener y esa
edad entre los
doce y los dieciocho años ha sido, es y será siempre la
peor. —Mi padre
volvió a ponerse serio cuando abandonamos la calle
principal—. No
tenemos a nadie en la orilla oeste del río. Quédate cerca de
la ribera si
crees que vas a perderte.
—No puedo
perderme. —Señalé arriba, al firmamento estrellado, donde
las
constelaciones esperaban para guiarme—. Hasta luego.
Aunque todavía
no habíamos visto caer la primera nevada, el invierno
ya se había
hecho amo y señor de los campos. La tierra crujía bajo mis
pies a causa de
la escarcha, y la hierba marchita y los matorrales
desnudos me
rozaban los téjanos mientras avanzaba a lo largo de la orilla.
Los pálidos
troncos de las hayas sobresalían entre los demás árboles como
rayos en un
cielo tormentoso. Al final opté por no alejarme del río, y no
porque me
preocupara perderme, sino porque Raquel sí podría estarlo, y si
se había
aventurado en esa dirección, tal vez habría intentado encontrar el
río para
orientarse.
«No debería
haberse alejado del pueblo. Si Raquel ha pasado por aquí,
puede que
perderse sea el menor de sus problemas.»
Mi desbocada
imaginación, siempre presta a concebir el peor de los
panoramas
posibles, se empeñó en bombardearme con escenas
horripilantes:
Raquel víctima de un atraco a manos de uno de los chicos
del pueblo
deseoso de robar a uno de los «niños ricos» del colegio; Raquel
intentando huir
de los obreros de la construcción, borrachos, que había
visto en la
pizzería y que el miedo había transformado de protectores de
mujeres a
violadores; Raquel superada por la tristeza que la agobiaba,
entrando en las
heladas aguas del río y siendo atraída hacia el fondo por
su poderosa
corriente...
Di un respingo
al oír un repentino y huidizo ruido por encima de mi
cabeza, pero
solo se trataba de un cuervo que revoloteaba de una rama a
otra. Suspiré
aliviada y entonces me fijé en que un poco más allá, hacia el
oeste, había
algo brillante entre los matorrales.
Me dirigí hacia
allí sin perder tiempo, a la carrera. Iba a abrir la boca
para llamarla,
pero la cerré de inmediato sin pronunciar su nombre. Si se
trataba de
Raquel, lo averiguaría enseguida. Si no era así, tal vez lo mejor
era no llamar
la atención.
Al acercarme,
con la respiración entrecortada a causa del esfuerzo, oí la
voz de Raquel,
aunque la alegría que hubiera podido sentir al encontrarla
quedó
aniquilada por su voz aterrada.
—¡Déjame en
paz!
—Eh, pero ¿qué
problema hay? —También conocía esa voz. Demasiado
tranquila,
ligeramente desdeñosa—. Te comportas como si no nos
hubiéramos
visto nunca.
Era Erich. No
había ido al pueblo en el autocar de la escuela. Ninguno de
los «típicos»
alumnos de Medianoche se acercaba a Riverton. Por lo visto
lo encontraban
aburrido o lo más probable es que esperaran impacientes a
que los demás
se fueran para poder pasar un rato y comportarse como
eran en
realidad sin tener que ocultar su verdadera naturaleza. Sin
embargo, Erich
parecía estar preocupantemente cerca de su verdadera
naturaleza en
esos momentos. Estaba visto que nos había seguido hasta
Riverton con la
esperanza de que alguien fuera a dar una vuelta solo. Y
ese alguien
había sido Raquel.
—Ya te he dicho
que no quiero hablar contigo —insistió Raquel. Estaba
aterrorizada.
Normalmente solía dar una imagen de chica dura, pero el
acoso de Erich
la había espantado tanto que había perdido todo su arrojo
—. Así que deja
de seguirme.
—Te comportas
como si fuera un extraño. —Sonrió. Sus dientes blancos
relucieron en
la oscuridad y me recordó las películas de tiburones que
había visto—.
Nos sentamos juntos en Biología, Raquel. ¿Qué problema
hay? ¿Qué crees
que voy a hacerte?
Ahora ya sabía
qué había ocurrido. Erich la había encontrado sola en la
ciudad y había
empezado a seguirla. En vez de esperar en la plaza con los
demás, donde
Raquel hubiera tenido que soportar su presencia o tal vez
incluso tener
que acabar sentándose con él en el autocar, había intentado
escabullirse. Y
en esas había terminado alejándose cada vez más del
centro de
Riverton y, al final, había salido del pueblo. A esas alturas
Raquel debía de
saber que había cometido un error, pero para entonces
Erich ya la
tenía donde él quería y a solas. A pesar de lo fría que era la
noche, Raquel
había recorrido casi tres kilómetros en dirección al colegio,
y me sentí
henchida de orgullo por su coraje y tozudez.
De acuerdo,
también había sido una tontería, pero Raquel no tenía
razones por las
que temer que uno de sus compañeros de clase quisiera
matarla.
—¿Sabes qué?
Tengo hambre —dijo Erich con toda naturalidad.
Raquel
palideció. Era imposible que ella supiera a qué estaba
refiriéndose en
realidad, pero sintió lo mismo que yo: lo que hasta el
momento no
había pasado de una provocación estaba a punto de
convertirse en
algo más. La energía potencial que fluía entre ellos
empezaba a
transformarse en energía cinética.
—Me voy —dijo
Raquel.
—Ya veremos si
te vas —contestó él.
—¡Eh! —grité
con todas mis fuerzas.
Ambos se
volvieron en redondo hacia mí y una expresión de alivio
apareció en el
rostro de Raquel al instante.
—¡Bianca!
—Esto no es
asunto tuyo —me espetó Erich—. Lárgate.
No podía
creerlo. Se suponía que sería él quien se largaría en cuanto
comprendiera
que lo habían pillado con las manos en la masa, pero estaba
visto que no
iba a ser así. En otras circunstancias, ese hubiera sido el
momento en que
yo habría empezado a acobardarme, pero esta vez no.
Sentí que la
adrenalina corría por mis venas, pero en vez de notar frío o
ponerme a
temblar, mis músculos se tensaron como cuando estás a punto
de participar
en una carrera. Mi olfato se agudizó y percibí el sudor de
Raquel, la
loción barata para después del afeitado de Erich, incluso el pelo
de los
ratoncitos entre las hierbas. Tragué saliva y mi lengua rozó los
incisivos, que
crecían lentamente a causa de la tensión.
«Empezarás a
reaccionar como un vampiro», me había dicho mi madre.
Aquello formaba
parte de lo que había querido decirme.
—No soy yo la
que va a irse, sino tú.
Me dirigí hacia
ellos y Raquel se acercó a mí tambaleante, demasiado
temblorosa para
poder correr.
Erich frunció
el ceño, irritado. Parecía un niño malhumorado al que le
hubieran negado
una golosina después del colegio.
—¿Qué pasa,
acaso tú eres la única que puede saltarse las normas?
—¿Saltarse las
normas? —preguntó Raquel, confundida, con voz
rayando en la
histeria—. Bianca, ¿de qué está hablando? ¿Por qué no nos
vamos de aquí?
Palidecí. Erich
esbozó una sonrisilla desdeñosa y en ese momento sentí
la amenaza:
estaba a punto de decirle a Raquel quiénes y qué éramos. Si
Erich revelaba
el secreto de Medianoche y convencía a Raquel de que
éramos vampiros
—y por las anteriores sospechas de Raquel estaba
bastante segura
de que no le sería difícil conseguirlo—, ella intentaría salir
huyendo para
alejarse de ambos y eso le ofrecería a Erich una magnífica
oportunidad
para atacarla. Después él incluso podía alegar que lo había
hecho para
borrarle la memoria. Tal vez podría intentar detenerlo gracias
al instinto
luchador que sentía agudizándose dentro de mí, pero todavía no
era un vampiro
por completo. Erich era más fuerte y más rápido que yo.
Me vencería y
se abalanzaría sobre Raquel. Y estaba a un paso de
conseguirlo,
solo le bastaban un par de palabras.
—Se lo diré a
la señora Bethany —dije sin pensarlo.
La sonrisa
zalamera de Erich fue desdibujándose poco a poco de su
rostro. Incluso
él sabía lo poco sensato que era tener a la señora Bethany
en contra,
sobre todo después de los discursos grandilocuentes de la
directora
acerca de la necesidad de mantener a los alumnos humanos a
salvo para
proteger la escuela. No, a la señora Bethany no iba a gustarle
nada de nada la
actitud de Erich.
—Ni se te
ocurra —dijo Erich—. Déjalo ya, ¿vale?
—Déjalo tú.
Largo de aquí. Vete.
Erich fulminó a
Raquel con la mirada y luego se adentró en el bosque
con paso
airado, solo.
—¡Bianca!
Raquel se abrió
camino con paso inestable entre las últimas ramas que
se interponían
entre nosotras. Me pasé la lengua por los dientes
rápidamente,
intentando calmarme para volver a parecerme y a
comportarme
como una humana.
—Dios, pero
¿qué le pasa a ese tío?
—Que es un
capullo.
Cierto, aunque
no fuera toda la verdad. Raquel se abrazó a mí con
fuerza.
—Que busca...
Que se comporta como si... Por favor. Vale. Venga.
Entrecerré los
ojos para escrutar en la oscuridad y asegurarme de que
Erich se
alejaba de verdad. Sus pasos se habían perdido en la distancia y
ya no se veía
su abrigo de color claro. Se había ido, al menos por el
momento, aunque
no me fiaba de él.
—Vamos, daremos
un rápido rodeo.
Raquel me
siguió de vuelta al río, demasiado aturdida para preguntar.
Solo tuvimos
que andar medio kilómetro antes de dar con un pequeño
puente de
piedra. Hacía mucho tiempo que no se utilizaba y alguna de las
piedras estaba
suelta, pero Raquel no se quejó ni hizo preguntas mientras
cruzábamos al
otro lado.
Erich podía
cruzar el río si quería, pero su aversión natural al agua en
movimiento
junto con el temor reverencial que le infundía la señora
Bethany casi
seguro que serían suficientes para mantenernos a salvo.
—¿Cómo estás?
—le pregunté ya en la otra orilla.
—Bien. Estoy
bien.
—Raquel, dime
la verdad. Erich te siguió hasta el bosque y... ¡Pero si
todavía estás
temblando!
—¡Estoy bien!
—insistió Raquel, casi chillando. Tenía la piel sudorosa.
Nos miramos
fijamente y en silencio por unos instantes y luego añadió en
un susurro—:
Bianca, por favor. No me ha tocado. Estoy bien.
Algún día
Raquel estaría preparada para hablar de aquello, pero no esa
noche. Esa
noche necesitaba alejarse de allí y cuanto antes mejor.
—Muy bien,
volvamos a la escuela.
—Quién iba a
decirme que algún día me alegraría de volver a
Medianoche. —Su
risa sonó ligeramente entrecortada. Empezamos a
caminar, pero
se detuvo enseguida—. ¿No vas a llamar a nadie? A la
policía, a los
profesores, no sé, a alguien...
—Se lo diremos
a la señora Bethany en cuanto lleguemos.
—Podría
intentar llamar desde aquí. Tengo el móvil... En la ciudad
funcionaba...
—Ya no estamos
en la ciudad. Sabes que aquí no hay cobertura.
—Es increíble.
—Temblaba con tanta violencia que hasta le castañeaban
los dientes—.
¿Por qué esas brujas ricas no hacen que sus mamás y sus
papás pongan un
repetidor?
«Porque la
mayoría de ellos todavía siguen sin acostumbrarse a los
fijos», pensé.
—Vamos, anda.
No me permitió
pasarle el brazo por encima de los hombros por el
camino que nos
alejaba del bosque helado, y no dejó de retorcer una y
otra vez su
pulsera de cuero.
Esa noche fui a
ver a la señora Bethany a la oficina de la cochera
después de que
Raquel se fuera a la cama. Teniendo en cuenta la actitud
desdeñosa con
que solía tratarme, asumí que dudaría de mi palabra, pero
no fue así.
—Nos ocuparemos
del asunto —dijo—. Puede retirarse.
Vacilé unos
segundos.
—¿Eso es todo?
—¿Cree que
debería dejarle decidir su castigo? ¿Puede que incluso
deseara
imponérselo usted? —Enarcó una ceja—. Sé cómo mantener la
disciplina en
mi propia escuela, señorita Olivier. ¿O le gustaría escribir otro
trabajo como
recordatorio?
—Me refería a
qué vamos a decirle a la gente. Querrán saber qué le
ocurrió a
Raquel. —Estaba imaginándome el bello rostro de Lucas
volviendo a
cuestionarse si no ocurriría nada extraño en Medianoche—.
Raquel le dirá
a la gente que fue Erich. Solo habría que decir que le estaba
gastando una
broma o algo por el estilo, ¿no?
—Eso parece
razonable. —¿Por qué tenía la sensación de que le divertía
la situación?
Comprendí la razón cuando la señora Bethany añadió—: Está
convirtiéndose
en toda una maestra del engaño, señorita Olivier. Por fin
progresamos.
Lo que más
temía era que tuviera razón.
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