jueves, 3 de febrero de 2005

capitulo 9


Después del reencuentro, tuve la sensación de estar viviendo en dos
mundos paralelos. En uno de ellos, Lucas y yo por fin estábamos
juntos, y tenía la sensación de que era en ese donde había querido
estar toda mi vida. En el otro, era una mentirosa que no merecía estar ni
con Lucas ni con nadie.
—Es que me parece raro —me dijo Lucas en un susurro para que no
resonara en la biblioteca.
—¿El qué te parece raro?
Lucas miró a su alrededor antes de contestar para asegurarse de que
nadie nos oía. No tendría por qué haberse preocupado. Estábamos
sentados en uno de los pasajes abovedados más alejados, revestido de
libros encuadernados a mano de un par de siglos de antigüedad, uno de
los rincones más recogidos de la escuela.
—Que ninguno de los dos recuerde lo que pasó esa noche.
—Tuviste un accidente. —Cuando no sabía qué decir, me aferraba a la historia que se había inventado la señora Bethany. Lucas no se la había
acabado de creer, pero lo haría con el tiempo. No le quedaba más
remedio. Todo dependía de eso—. Muchas veces la gente olvida lo que ha ocurrido justo antes de tener un accidente. Tiene sentido, ¿no crees? Esos motivos decorativos de hierro tienen un filo bastante cortante.
—Cuando he besado a alguna chica... —se le fue apagando la voz al ver
mi expresión—. A nadie como tú. A nadie que ni siquiera pueda
comparársete.
Bajé la cabeza para ocultar una sonrisa abochornada.
—Da igual, el caso es que nunca me había desmayado, nunca —
continuó—. Besas de miedo, créeme, pero ni siquiera tú podrías hacerme perder el sentido.
—No te desmayaste por eso —dije, fingiendo que deseaba volver a la lectura del libro de jardinería que había encontrado. Solo lo había sacado de su estantería por la persistente curiosidad que sentía por la flor que había visto en mis sueño meses atrás—. Te desmayaste porque esa enorme barra de hierro te dio en la cabeza. Eso es todo.
—Pero eso no explica por qué tampoco lo recuerdas tú.
—Ya sabes que tengo problemas de ansiedad, ¿no? A veces como que se me va la olla. Cuando nos conocimos por primera vez, estaba en medio de uno de esos ataques. ¡Uno de los de verdad! Incluso hay partes del día de mi espectacular fuga que apenas recuerdo.
Seguramente volví a tener uno de esos ataques cuando te golpeaste en la cabeza. Vaya, podrías haber muerto. —Al menos esa parte se acercaba bastante a la verdad—.No me extraña que tuviera miedo.
—No me ha salido ningún chichón en la cabeza. Solo tengo una
magulladura, como si me hubiera caído o algo así.
—Te pusimos un paquete de hielo. Te atendimos enseguida.
—Sigue sin tener demasiado sentido —insistió, poco convencido.
—No sé por qué sigues dándole vueltas. —Aunque no dijera nada más,eso solo volvía a convertirme en una mentirosa, y mucho peor que antes.
Tenía que ceñirme a la historia por su propia seguridad, porque si en algúnmomento la señora Bethany descubría que Lucas sospechaba algo, ella podría... Podría... No sabía qué podría hacer, pero me temía que no sería nada bueno. Sin embargo, decirle a Lucas que sus dudas eran infundadas, que sus preguntas sensatas acerca de Medianoche y su amnesia transitoria no eran más que tonterías, eso era peor. Eso era pedirle a Lucas que dudara de él mismo y no quería hacerle algo así. Ahora sabía lo mal que uno se sentía cuando se dudaba de sí mismo—. Por favor, Lucas, déjalo.
Lucas asintió lentamente.
—Ya hablaremos de ello en otro momento.
Cuando se olvidaba del tema y dejaba de preocuparse por la noche del Baile de otoño, no había nada mejor que estar juntos. Era casi perfecto. Estudiábamos en la biblioteca o en el aula de mi madre, y a veces nos acompañaban Vic o Raquel. Comíamos en los prados: envolvíamos nuestros sándwiches en bolsas marrones y nos los metíamos en los bolsillos del abrigo. En clase, soñaba despierta con él y me despertaba de mi feliz ensoñación única y exclusivamente cuando no me quedaba más remedio que prestar atención para no suspender. Cuando teníamos Química, entrábamos y salíamos del aula de Iwerebon sin despegarnos.
Los demás días venía a buscarme en cuanto acababan las clases, como si hubiera estado pensando en mí incluso más de lo que yo había estado pensando en él.
—Asúmelo, no sé nada de arte —me susurró Lucas un domingo por la tarde que lo había invitado al apartamento de mis padres.
Ellos nos habían saludado con mucha diplomacia y luego nos habían
dejado estar en mi habitación el resto del día. Nos habíamos tumbado en el suelo, sin tocarnos, pero juntos, y estábamos contemplando el póster de Klimt.
—No tienes que saber nada, solo tienes que mirarlo y decir qué te
transmite.
—No se me da muy bien lo de transmitir.
—Sí, ya lo he notado. Inténtalo, ¿vale?
—Vale, bien. —Estuvo pensando un rato, muy concentrado, mirando fijamente El beso—. Creo que... Creo que me gusta cómo le sujeta la cara entre las manos. Como si ella fuera lo único en el mundo que le hiciera feliz, lo único que fuera realmente suyo.
—¿De verdad ves eso en la lámina? A mí él me parece... Fuerte, creo.
Creía que el hombre de El beso tenía el control de la situación y parecía que a la mujer desfalleciente le gustaba que así fuera, al menos por el momento.
Lucas se volvió hacia mí y yo incliné la cabeza hacia un lado para estar cara a cara. El modo en que me miró, la intensidad, la seriedad, el deseo,me cortó la respiración.
—Créeme, sé que tengo razón —se limitó a decir.
Nos besamos y mi padre escogió ese preciso momento para llamarnos a cenar. La sincronización paterna es asombrosa.
Disfrutaron al máximo de la cena, incluso comieron alimentos y se
comportaron como si les gustara.
Estar cerca de Lucas significaba tener menos tiempo para compartir con mis otros amigos, por mucho que deseara que no fuera así. Balthazar seguía mostrándose tan amable como siempre, me saludaba con la  mano por los pasillos y con un gesto de cabeza a Lucas, como si fuera un amigo de toda la vida y no alguien que había estado a punto de abalanzarse sobre él la noche del Baile de otoño. Sin embargo, tenía una mirada triste
y sabía que estaba resentido por haberle negado una oportunidad.
Raquel también se sentía sola. Aunque la invitábamos a estudiar
algunas noches, nunca más volvimos a compartir la comida. Tampoco había hecho más amigos, que yo supiera. Lucas y yo tuvimos la genial idea de emparejarla con Vic, pero no hubo nada que hacer, ellos dos sencillamente no conectaban. Salían con nosotros y se lo pasaban bien, pero eso era todo.
Me disculpé por pasar menos tiempo con ella, pero Raquel no pareció darle importancia.
—Estás enamorada y eso te convierte en un muermo para la gente que no lo está. Ya sabes, para los que no están chalados.
—No soy un muermo —protesté—, al menos no más que antes.
Raquel respondió juntando las manos y alzando la vista al techo de la biblioteca con la mirada ligeramente desenfocada, en un gesto que pretendía ser desdeñoso.
—¿Sabías que a Lucas le gusta la luz del sol? ¡Uy, le encanta! Y las
flores y también los conejitos. Y ahora voy a hablarte de los fascinantes lazos que Lucas se hace en sus fascinantes zapatos.
—Cállate. —Le di un manotazo en el hombro y se echó a reír. Aun así, sentí la extraña distancia que se había establecido entre nosotras—. No quiero dejarte sola.
—No pasa nada. Seguimos siendo amigas.
Raquel abrió su libro de texto de biología, decidida a olvidar el tema.
—Parece que Lucas te cae bien —dije, con sumo cuidado.
Se encogió de hombros y no levantó la vista del libro.
—Claro, ¿por qué no iba a caerme bien?
—Bueno... Por algunas de las cosas de las que habíamos hablado... No va a pasar nada, en serio. —Raquel había estado muy segura de que Lucas podía atacarme, sin saber que era al revés—. Me gustaría que supieras cómo es de verdad.
—Un tipo fabuloso y maravilloso al que le gusta la luz del sol y vomita rosas... —Raquel bromeaba, aunque no del todo. Cuando por fin se encontraron nuestras miradas, suspiró—. Sí, me cae bien.
Sabía que no debía presionarla más ese día, así que cambié de tema.
Aunque a mi mejor amiga en Medianoche no le emocionaba lo más
mínimo que estuviera con Lucas, muchos de mis peores enemigos creían que era una idea estupenda. De hecho, se relamían de gusto de que le hubiera mordido.
—Sabía que tarde o temprano te pondrías al día con el programa —me dijo Courtney en Tecnología moderna, la única clase de la que habían sido excluidos los alumnos humanos—. Naciste siendo vampiro. Es como superraro y poderoso y eso, ¿no? Era imposible que siguieras siendo una
pardilla el resto de tu vida.
—Vaya, gracias, Courtney —contesté de manera inexpresiva—.
¿Podríamos hablar de otra cosa?
—No sé por qué te comportas de una forma tan rara. —Erich me lanzó una sonrisa zalamera mientras jugueteaba con los deberes del día: un mp3—. Es decir, supongo que un tipo tan empalagoso como Lucas Ross debe de dejar regusto, pero, eh, la sangre fresca es sangre fresca.
—Todos deberíamos tomar un refrigerio de vez en cuando —insistió Gwen—. Hay que ver, esta escuela viene completa con buffet andante incluido y ¿nadie le puede dar ni un mordisquito?
Se oyó un murmullo de aprobación.
—A ver, atención todo el mundo —pidió el señor Yee, nuestro profesor—.Ya habéis tenido los mp3 unos minutos, ¿preguntas?
Igual que el resto de profesores de Medianoche, era un vampiro de
grandes poderes, alguien que llevaba mucho tiempo formando parte de este mundo y aun así seguía conservando una posición aventajada. El
señor Yee no era excesivamente mayor; nos había dicho que había muerto por la década de 1880, pero desprendía una fuerza y una autoridad casi tan imponentes como las de la señora Bethany. Por eso los alumnos, incluso los que le sacaban varios siglos, lo respetaban. A sus órdenes,todos guardamos silencio.
Patrice fue la primera en levantar la mano.
—Ha dicho que la mayoría de los aparatos electrónicos pueden
establecer conexiones inalámbricas, pero este no parece que pueda.
—Muy buena observación, Patrice. —Cuando el señor Yee la alabó,Patrice me lanzó una sonrisa de agradecimiento. Habíamos discutido varias veces sobre el concepto de las comunicaciones inalámbricas—. Esta limitación es uno de los fallos de diseño del mp3. Los modelos posteriores
seguramente incorporarán algún tipo de conexión inalámbrica y, por
descontado, también existe el teléfono de última generación, que veremos a continuación.
—Si la información que contiene el mp3 recrea la canción —dijo
Balthazar, meditabundo—, entonces la calidad del sonido dependerá por completo del tipo de altavoces o auriculares que se utilicen, ¿no es así?
—En gran parte, sí. Existen formatos de grabación mejores, pero un
oyente normal y corriente, incluso un oído experto, no conseguiría
distinguir la diferencia ya que el mp3 se conectó a un sistema de audio superior. ¿Alguien más? —El señor Yee miró a su alrededor y suspiró—. ¿Sí, Ranulf?
—¿Qué espíritus le dan vida a esta caja?
—Eso ya lo hemos discutido. —El señor Yee puso las manos en el pupitre de Ranulf y le habló con suma calma—: Los espíritus no dan vida a ninguno de los aparatos que hayamos estudiado en clase o que estudiaremos más adelante. De hecho, los espíritus no dan vida a ningún aparato. ¿Está claro de una vez por todas?
Ranulf asintió lentamente, aunque no parecía convencido. Llevaba el pelo castaño cortado a lo paje y tenía un rostro de expresión sincera e inocente.
—¿Y qué me dice de los espíritus del metal del que está hecha esta
caja? —se aventuró a preguntar al cabo de unos segundos.
El señor Yee bajó la cabeza, como si se diera por vencido.
—¿Hay alguien por aquí de la época medieval que pudiera echarle una mano a Ranulf con la transición?
Genevieve asintió y se puso a su lado.
—Dios, no es tan difícil, es como, no sé, como un walkman con turbo o algo así.
Courtney le lanzó a Ranulf una mirada desdeñosa y fastidiada.
Era una de las pocas alumnas de Medianoche que no parecía haber
perdido el contacto con el mundo moderno. Por lo que había visto,
Courtney había ido allí básicamente a socializar. Por desgracia para los demás. Suspiré y volví a dedicarme a crear una lista de reproducción de mis canciones favoritas para Lucas. Tecnología moderna era muy fácil para
mí.
Por raro que pareciera, el lugar donde más me costaba olvidar el
problema que acechaba bajo la superficie era la clase de Inglés. Ya
habíamos dejado atrás el estudio de la literatura popular y ahora
estábamos repasando los clásicos y profundizando en Jane Austen, una de mis autoras preferidas, por lo que creí que sería muy difícil no acertar esta vez. La clase de la señora Bethany era como un universo donde la literatura quedaba reflejada en un espejo, un lugar donde todo se veía al revés, incluso yo. Había libros que había leído antes y que me sabía a pies
juntillas que se me hicieron extraños en su clase, como si los hubieran traducido a una lengua extraña, enrevesada y gutural. Pero Orgullo y prejuicio sería diferente. O eso creía.
—Charlotte Lucas está desesperada. —De hecho, había levantado la mano, prestándome voluntaria a que me eligiera. ¿Por qué se me pasaría por la cabeza que podría ser una buena idea?—. En aquellos tiempos, si las mujeres no se casaban eran... en fin, no eran nadie. No podían trabajar ni poseer propiedades. Si no querían ser una carga para sus padres, tenían
que casarse.
Lo intenté, pero no podía creer que tuviera que explicarle aquello a mi profesora.
—Interesante —dijo la señora Bethany. «Interesante» era sinónimo de «incorrecto» para ella. Empecé a sudar. La señora Bethany se paseaba por la clase lentamente, y la luz de la tarde se reflejaba en el broche de oro que llevaba prendido al cuello de la blusa de encaje. Vi las estrías de sus largas y gruesas uñas—. Dígame, ¿Jane Austen se casó?
—No.
—Le propusieron matrimonio en una ocasión. Su familia lo dejó muy claro en varias memorias. Un hombre de medios ofreció su mano en matrimonio a Jane Austen, pero ella lo rechazó. ¿Tuvo ella que casarse,señorita Olivier?
—Bueno, no, pero era escritora. Sus libros le reportarían...
—Menos ingresos de los que se imagina. —La señora Bethany estaba encantada de que hubiera caído en su trampa. Hasta entonces no me había dado cuenta de que la sección de folclore de nuestras lecturas había servido para enseñar a los vampiros cómo trataba la sociedad del siglo XXI el mundo sobrenatural, y que los clásicos eran una manera de estudiar el cambio de actitud a través de lo que se contaba en esas historias y la actualidad—. Los Austen no eran una familia especialmente acomodada.
En cambio los Lucas... ¿eran pobres?
—No —metió baza Courtney. No había acudido en mi rescate, solo lo hacía para presumir. Dado que ya no se molestaba en rebajarme ante los demás, supuse que lo hacía para que Balthazar se fijara en ella. Desde el
baile, había renovado sus esfuerzos para ganárselo, pero por lo que yo había visto hasta el momento, con bastante poco éxito—. El padre es sir William Lucas, el único miembro de la pequeña aristocracia del lugar.
Cuentan con los medios suficientes para que Charlotte no tenga que
casarse con nadie, a menos que quiera.
—¿De verdad crees que quiere casarse con Collins? —repliqué—. Es un idiota pretencioso.
Courtney se encogió de hombros.
—Quiere casarse y él no es más que un medio para conseguir su
objetivo.
La señora Bethany asintió con la cabeza a modo de aprobación.
—De modo que Charlotte solo está utilizando a Collins. Ella cree estar actuando por necesidad, mientras que él cree estar haciéndolo por amor,o al menos por el afecto debido a una esposa potencial. Collins es sincero,mientras que Charlotte no lo es. —Pensé en las mentiras que le habíacontado a Lucas apretando el libro con tanta fuerza que creí que el afilado borde del papel se me hundía en las yemas de los dedos. La señora Bethany debió de adivinar lo que sentía, porque continuó—: ¿Acaso el
hombre engañado no merecería nuestra compasión en vez de nuestro desdén?
Quise que me tragara la tierra.
Balthazar me envió una sonrisa de aliento en ese momento, como él
solía hacer, y supe que aunque ya no nos viéramos como antes, al menos seguíamos siendo amigos. De hecho, ninguno de los típicos alumnos de Medianoche seguía mirándome por encima del hombro como solían hacerlo. Aunque todavía no fuera un vampiro de verdad, les había demostrado algo. Tal vez ya estuviera «en el club».
En cierto modo, tenía la sensación de haberme salido con la mía, de que había hecho un truco de magia con éxito: había cerrado los ojos, había dicho abracadabra y de repente el mundo estaba al revés. Cuando le diera la mano a Lucas y riéramos después de clase con alguna de sus bromas,entonces podría creer que todo iba a ir mejor a partir de entonces.
Aunque no era cierto. No podía ser cierto mientras siguiera engañando a Lucas.
Antes, jamás me hubiera planteado que no compartir con Lucas el
secreto de mi familia fuera mentir. Me habían enseñado a guardar ese secreto desde que era niña y bebía sangre del biberón que traían de lacarnicería. Sin embargo, ahora sabía lo cerca que había estado de hacerle daño y mi secreto ya no me parecía tan inocente como antes.
Lucas y yo estábamos besándonos a todas horas, sin parar: por la
mañana antes de desayunar, por la noche cuando nos despedíamos para ir a nuestros dormitorios respectivos... En dos palabras: en cualquier momento que estuviéramos juntos y a solas. Sin embargo, yo siempre me detenía antes de dejarnos llevar.
A veces quería más, y sabía que Lucas también por la forma en que me miraba, poniendo atención en mis movimientos o en el modo en que mis dedos se aferraban a su muñeca. Sin embargo, nunca me presionaba. A solas en la cama, mis fantasías se volvían mucho más desenfrenadas y pasionales. Ahora conocía el sabor de los labios de Lucas sobre los míos e imaginaba el tacto de sus manos sobre mi piel desnuda con una claridad que me hacía perder la serenidad.
No obstante, últimamente, durante esas fantasías, siempre acababa
apareciendo una misma imagen: mis dientes hundiéndose en el cuello de Lucas.
Había veces en que me creía capaz de cualquier cosa por volver a
probar la sangre de Lucas. Y esos momentos eran los que más me
asustaban.
—¿Qué te parece?
Me puse el viejo sombrero de terciopelo para Lucas, pensando que se echaría a reír al ver el efecto que haría el color morado del tejido sobre mi cabello pelirrojo.
Sin embargo, me sonrió de tal modo que de repente me empezó a
entrar calor.
—Estás guapísima.
Estábamos en una tienda de ropa de segunda mano de Riverton,
disfrutando de la segunda semana que pasábamos juntos en la ciudad
mucho más que la primera. Mis padres volvían a estar de guardia en el
cine, así que habíamos decidido perdernos la oportunidad de ver El halcón
maltes, y en su lugar estuvimos entrando y saliendo de todas las tiendas
que estuvieran abiertas, echando un vistazo a los pósters y los libros, y
teniendo que soportar algunas miradas hastiadas de los dependientes
detrás del mostrador, claramente hartos de los adolescentes de «ese
colegio» que estaban como enloquecidos. Mala suerte para ellos, porque
nosotros estábamos pasándonoslo de miedo.
Cogí una estola de pelo blanco de un estante y me envolví los hombros
con ella.
—¿Qué te parece?
—Las pieles son algo muerto —contestó Lucas, torciendo el gesto,
aunque tal vez creyera de verdad que la gente no debería ponerse pieles.
Desde mi punto de vista, creía que las cosas de época debían ser una excepción: los animales habían muerto hacía décadas, así que no es como si estuvieras contribuyendo a hacer más daño. De todos modos, me quité la estola.
Mientras tanto, Lucas se probó un abrigo gris de tweed que había
rescatado de un estante del fondo repleto de cosas. Como el resto de la tienda, olía un poco a moho, aunque no era un olor desagradable, y el abrigo le sentaba muy bien.
—Es un poco Sherlock Holmes —dije—. Si Sherlock Holmes fuera sexy.
Se echó a reír.
—A algunas chicas le van los intelectuales, ¿sabes?
—Pues tienes suerte de que no sea una de ellas.
Por fortuna, le gustaba que le tomara el pelo. Me abrazó, pasó sus
brazos por encima de los míos de modo que quedé atrapada entre los suyos y no pude devolverle el gesto, y me plantó un sonoro beso en la frente.
—Eres insufrible —murmuró—, pero vale la pena aguantarte.
Al sujetarme de esa manera, mi cara quedaba pegada a la curva de su cuello y lo único que veía eran las débiles líneas rosadas, las cicatrices que le había dejado mi mordisco.
—Me alegro de que pienses así.
—Lo sé.
No iba a discutir con él. No había razón para que mi único y terrible
error no pudiera seguir siendo eso: un error que no debía repetirse.
Lucas me acarició la mejilla con un dedo, delicado como la suave punta de un pincel. En ese momento recordé El beso de Klimt, con sus dorados y sus brumas, y por un instante tuve la sensación de haber sido atraída
junto a Lucas al interior del cuadro, envueltos por su belleza y pasión.
Escondidos detrás de los estantes como estábamos, perdidos en un
laberinto de cuero viejo y cuarteado, satén arrugado y hebillas con
diamantes de imitación ajados por el tiempo, Lucas y yo podríamos
habernos besado durante horas sin que nos encontraran. Me imaginé la
escena un momento: Lucas colocando un abrigo negro de pieles en el suelo, dejándome encima de la manta improvisada, inclinándose sobre mí...
Apreté mis labios contra su cuello, sobre las cicatrices, como cuando mi
madre solía besar un cardenal o un rasguño para que sanara. Su pulso era firme. Lucas se puso tenso y pensé que tal vez había ido demasiado lejos.
«Tampoco debe de ser fácil para él. A veces pienso que voy a volverme loca si no lo toco, así que ¿cuánto peor no ha de ser para él? Sobre todo cuando no sabe el por qué.»
Las campanillas de la puerta nos sacaron del trance en que habíamos
caído. Ambos echamos un vistazo para ver quién había entrado.
—¡Vic! —Lucas sacudió la cabeza—. Debí imaginarme que aparecerías por aquí.
Vic se acercó tranquilamente, con los pulgares bajo las solapas de la
chaqueta a rayas que llevaba debajo de su abrigo de invierno.
—Este aspecto no se consigue así como así, ¿sabes? Hay que
trabajárselo para tener esta planta. —Al fijarse en el abrigo de tweed de
Lucas, Vic lo miró con envidia y protestó—. Los tíos altos siempre os lleváis lo mejor.
—No voy a comprármelo.
Lucas se lo quitó, preparado para irse. Seguramente quería que
tuviéramos unos minutos más de intimidad, porque ya casi era la hora de volver al autocar. Sabía cómo se sentía. Por mucho que me gustara Vic, no
quería que se nos pegara.
—Lucas, estás loco. Si algo así me sentara bien, no me lo pensaría dos
veces.
Vic suspiró. Estaba claro que no había pasado el peligro de que quisiera
acompañarnos hasta el autocar, así que intenté pensar en algo
rápidamente.
—¿Sabes? Creo que he visto unas corbatas con chicas hawaianas al
fondo de la tienda.
—¿De verdad?
Vic se fue sin más, abriéndose camino entre el revoltijo de ropa en
busca de las corbatas hawaianas.
—Buen trabajo. —Lucas me quitó el sombrero y luego me cogió la mano
—. Vamos.
Casi estábamos en la puerta cuando pasamos junto al expositor de
bisutería y un objeto oscuro y brillante me llamó la atención. Era un
broche con una piedra tallada, negra como la noche, aunque de un brillo
intenso. Se trataba de un par de flores de pétalos exóticos y afilados,
como la de mi sueño. El broche era tan pequeño que me cabía en la mano
y estaba profusamente trabajado, pero lo que más me sorprendía era
cuánto se parecía a la flor que había empezado a creer que solo existía en
mi imaginación. Me detuve en seco para mirarlo con detenimiento.
—Mira, Lucas, es precioso.
—Es azabache auténtico de Whitby. Joyas de luto de la época victoriana.
—La dependienta nos escrutó con la mirada por encima de sus gafas de
lectura de montura azul, evaluando si éramos clientes potenciales o solo
unos chavales a los que debía espantar—. Muy caro.
A Lucas no le gustaba que lo pusieran en entredicho.
—¿Cómo de caro? —dijo con toda la naturalidad del mundo, como si se
apellidara Rockefeller en vez de Ross.
—Doscientos dólares.
Es probable que los ojos se me salieran de las órbitas. Con unos padres
que trabajaban de profesores, la paga que recibes no es la mayor del
mundo precisamente. Lo único que me había comprado que me hubiera
costado más de doscientos dólares había sido el telescopio y eso con la
ayuda de mis padres. Reí un poco, intentando ocultar mi incomodidad y la
tristeza que sentía al tener que olvidarme del broche. No había pétalo
negro que no fuera más bello que el anterior.
Lucas se limitó a sacar la cartera y le tendió a la dependienta una
tarjeta de crédito.
—Nos lo llevamos.
La mujer enarcó una ceja, pero aceptó la tarjeta y fue a pasarla por la
máquina.
—¡Lucas! —Lo cogí por el brazo e intenté hablarle en susurros—. No
puedes.
—Ya lo creo.
—¡Pero son doscientos dólares!
—Te has enamorado de él —dijo con toda tranquilidad—, lo sé por cómo
lo miras, y si te gusta tanto, deberías tenerlo.
El broche seguía en el expositor. Lo miré fijamente, intentando imaginar
que algo tan bello pudiera ser mío.
—Sí... Me gusta, es decir, pero... Lucas, no quiero que te endeudes por
mi culpa.
—¿Desde cuándo los pobres van a Medianoche?
Vale, en eso tenía razón. No sé por qué, pero nunca se me había
ocurrido que Lucas pudiera nadar en la abundancia. Y era probable que
sucediera lo mismo con Vic. Raquel había llegado hasta allí gracias a una
beca, pero había muy pocos alumnos becados. En realidad, a la mayoría
de los humanos les estaba costando un riñon poder estar rodeados de
vampiros, aunque, por descontado, de esto último no tenían ni la más
remota idea. Si los humanos no sobresalían por comportarse como unos
esnobs tal vez se debiera a que no habían tenido la oportunidad de
hacerlo. Los únicos que realmente se comportaban como niños ricos eran
los que habían estado ahorrando dinero durante siglos o quienes
compraron acciones de IBM cuando la máquina de escribir era lo último en
cuanto a inventos. La jerarquía de Medianoche era tan estricta, vampiros
en lo alto y humanos apenas merecedores de atención, que no había caído
en que la mayoría de los humanos también procedían de familias
adineradas.
En ese momento, recordé que Lucas había intentando hablarme de su
madre en una ocasión y de lo controladora que podía llegar a ser. Habían
viajado por todo el mundo, incluso habían vivido en Europa, y había dicho
que su abuelo o su bisabuelo o no sé quién también había estudiado en
Medianoche, al menos hasta que lo expulsaron por batirse en duelo.
Tendría que haber sabido que no le faltaba el dinero.
Tampoco es que se tratara de una sorpresa desagradable precisamente.
En mi opinión, todos los novios deberían ser ricos sin que una lo supiera,
aunque eso también me hizo recordar que por mucho que adorara a
Lucas, todavía nos encontrábamos a las puertas de conocernos.
Además de los secretos que guardaba yo.
La dependienta nos preguntó si queríamos que envolviera el broche,
pero Lucas lo cogió y me lo prendió en el abrigo. Estuve acariciando con el
dedo los afilados pétalos mientras paseábamos de la mano por la plaza
del pueblo.
—Gracias. Es el mejor regalo que me han hecho nunca.
—Entonces, es el mejor dinero que he empleado nunca.
Bajé la cabeza, azorada y feliz. Habríamos seguido poniéndonos
sentimentales si no hubiéramos entrado en la plaza del pueblo y nos
hubiéramos topado con los alumnos que rodeaban el autocar, charlando
animados sin ningún profesor a la vista.
—¿Por qué está todo el mundo esperando abajo? ¿Por qué no han
subido todavía al autocar?
Lucas parpadeó, obviamente contrariado por el brusco cambio de tema.
—Eh, no sé. Tienes razón —dijo, cuando consiguió situarse—. A estas
horas ya deberían haber empezado a llamarnos.
Nos acercamos al corro de estudiantes.
—¿Qué pasa? —le pregunté a Rodney, un chico que conocía de las
clases de química.
—Es Raquel. Se ha largado.
Eso no podía ser cierto. Insistí.
—No se habría marchado sola. Se asusta con facilidad.
Vic se había abierto paso entre la gente hasta nosotros. Llevaba una
bolsa de plástico transparente llena de corbatas chillonas.
—¿De verdad? Pues a mí siempre me ha parecido un poco distante —se
interrumpió enseguida, como si se hubiera dado cuenta de que tal vez no
era demasiado apropiado hablar mal de una persona desaparecida—. La
he visto antes en la cafetería. Un chico del pueblo estaba intentando
hablar con ella, aunque sin demasiado éxito. Ya no la he vuelto a ver
después de eso.
Cogí a Lucas de la mano.
—¿Crees que ese chico ha podido hacerle algo?
—Puede que solo se esté retrasando.
Lucas intentó aparentar tranquilidad, pero no resultó demasiado
convincente. Vic se encogió de hombros.
—Eh, igual el tío al final dijo lo que ella quería oír y ahora están dándose
el lote por ahí.
Raquel nunca haría una cosa así. Era demasiado prudente y demasiado
desconfiada como para liarse con alguien que no conocía llevada por un
impulso. Con cierto remordimiento, me arrepentí de no haberle dicho que
se viniera con Lucas y conmigo, en vez de dejarla sola.
Al ver aparecer a mi padre en la plaza con el ceño fruncido, comprendí
que estaba incluso más preocupado que yo.
—Que todo el mundo suba al autocar y vuelva a la escuela.
Encontraremos a Raquel, no os preocupéis —dijo.
—Yo me quedo para ayudaros a buscarla —le dije a mi padre,
alejándome de Lucas—. Somos amigas. Se me ocurren algunos sitios a los
que habría podido ir.
—Muy bien. —Mi padre asintió con la cabeza—. Arriba todo el mundo.
Sentí la mano de Lucas en el hombro. Aquella no era la despedida
romántica que había planeado; sin embargo, él no parecía egoístamente
decepcionado. Lo único que vi en él fue preocupación por Raquel y por mí.
—Yo también debería quedarme para ayudaros.
—No van a dejarte. Incluso me sorprende que me hayan dejado a mí.
—Es peligroso —insistió, en voz baja.
Sentí mucha lástima por él, desesperado por protegerme y
completamente inconsciente de lo bien que sabía protegerme yo sólita, así
que le dije lo único que creí que podría tranquilizarlo:
—Mi padre cuidará de mí. —Me puse de puntillas para besar a Lucas en
la mejilla y luego volví a acariciar mi broche con la punta de los dedos—.
Gracias. Muchas gracias.
A Lucas no le hacía gracia dejarme allí, pero todo había quedado
arreglado al mencionar a mi padre. Me dio un beso fugaz.
—Nos veremos mañana.
En cuanto arrancó el autocar, mi padre y yo nos dirigimos a toda prisa
hacia las afueras del pueblo.
—¿De verdad sabes adonde ha podido ir? —me preguntó mi padre.
—No tengo ni la más remota idea —admití—, pero necesitáis toda la
gente de la que podáis disponer. Además, ¿y si precisáis que alguien cruce
el río?
A los vampiros no les gustaba el agua en movimiento. A mí no me
importaba, al menos por el momento, pero mis padres se ponían
frenéticos cada vez que tenían que cruzar hasta el más ridículo de los
riachuelos.
—Mi niña sabe cuidar de sí misma. —Su orgullo de padre me cogió con
la guardia baja, aunque para bien—. Estás madurando mucho aquí,
Bianca. Todo este tiempo en Medianoche te está cambiando para mejor.
Alcé la vista al cielo, cansada del sermón paternal de «tu padre sabe lo
que es mejor para ti».
—Es lo que ocurre cuando tienes que sobreponerte a la adversidad.
—Información de última hora: eso es el instituto.
—Lo dices como si hubieras ido.
—Créeme, la adolescencia también era una lata en el siglo XI. La
Humanidad avanza, pero hay ciertas cosas que nunca cambian: la gente
hace tonterías cuando se enamora, desea lo que no puede tener y esa
edad entre los doce y los dieciocho años ha sido, es y será siempre la
peor. —Mi padre volvió a ponerse serio cuando abandonamos la calle
principal—. No tenemos a nadie en la orilla oeste del río. Quédate cerca de
la ribera si crees que vas a perderte.
—No puedo perderme. —Señalé arriba, al firmamento estrellado, donde
las constelaciones esperaban para guiarme—. Hasta luego.
Aunque todavía no habíamos visto caer la primera nevada, el invierno
ya se había hecho amo y señor de los campos. La tierra crujía bajo mis
pies a causa de la escarcha, y la hierba marchita y los matorrales
desnudos me rozaban los téjanos mientras avanzaba a lo largo de la orilla.
Los pálidos troncos de las hayas sobresalían entre los demás árboles como
rayos en un cielo tormentoso. Al final opté por no alejarme del río, y no
porque me preocupara perderme, sino porque Raquel sí podría estarlo, y si
se había aventurado en esa dirección, tal vez habría intentado encontrar el
río para orientarse.
«No debería haberse alejado del pueblo. Si Raquel ha pasado por aquí,
puede que perderse sea el menor de sus problemas.»
Mi desbocada imaginación, siempre presta a concebir el peor de los
panoramas posibles, se empeñó en bombardearme con escenas
horripilantes: Raquel víctima de un atraco a manos de uno de los chicos
del pueblo deseoso de robar a uno de los «niños ricos» del colegio; Raquel
intentando huir de los obreros de la construcción, borrachos, que había
visto en la pizzería y que el miedo había transformado de protectores de
mujeres a violadores; Raquel superada por la tristeza que la agobiaba,
entrando en las heladas aguas del río y siendo atraída hacia el fondo por
su poderosa corriente...
Di un respingo al oír un repentino y huidizo ruido por encima de mi
cabeza, pero solo se trataba de un cuervo que revoloteaba de una rama a
otra. Suspiré aliviada y entonces me fijé en que un poco más allá, hacia el
oeste, había algo brillante entre los matorrales.
Me dirigí hacia allí sin perder tiempo, a la carrera. Iba a abrir la boca
para llamarla, pero la cerré de inmediato sin pronunciar su nombre. Si se
trataba de Raquel, lo averiguaría enseguida. Si no era así, tal vez lo mejor
era no llamar la atención.
Al acercarme, con la respiración entrecortada a causa del esfuerzo, oí la
voz de Raquel, aunque la alegría que hubiera podido sentir al encontrarla
quedó aniquilada por su voz aterrada.
—¡Déjame en paz!
—Eh, pero ¿qué problema hay? —También conocía esa voz. Demasiado
tranquila, ligeramente desdeñosa—. Te comportas como si no nos
hubiéramos visto nunca.
Era Erich. No había ido al pueblo en el autocar de la escuela. Ninguno de
los «típicos» alumnos de Medianoche se acercaba a Riverton. Por lo visto
lo encontraban aburrido o lo más probable es que esperaran impacientes a
que los demás se fueran para poder pasar un rato y comportarse como
eran en realidad sin tener que ocultar su verdadera naturaleza. Sin
embargo, Erich parecía estar preocupantemente cerca de su verdadera
naturaleza en esos momentos. Estaba visto que nos había seguido hasta
Riverton con la esperanza de que alguien fuera a dar una vuelta solo. Y
ese alguien había sido Raquel.
—Ya te he dicho que no quiero hablar contigo —insistió Raquel. Estaba
aterrorizada. Normalmente solía dar una imagen de chica dura, pero el
acoso de Erich la había espantado tanto que había perdido todo su arrojo
—. Así que deja de seguirme.
—Te comportas como si fuera un extraño. —Sonrió. Sus dientes blancos
relucieron en la oscuridad y me recordó las películas de tiburones que
había visto—. Nos sentamos juntos en Biología, Raquel. ¿Qué problema
hay? ¿Qué crees que voy a hacerte?
Ahora ya sabía qué había ocurrido. Erich la había encontrado sola en la
ciudad y había empezado a seguirla. En vez de esperar en la plaza con los
demás, donde Raquel hubiera tenido que soportar su presencia o tal vez
incluso tener que acabar sentándose con él en el autocar, había intentado
escabullirse. Y en esas había terminado alejándose cada vez más del
centro de Riverton y, al final, había salido del pueblo. A esas alturas
Raquel debía de saber que había cometido un error, pero para entonces
Erich ya la tenía donde él quería y a solas. A pesar de lo fría que era la
noche, Raquel había recorrido casi tres kilómetros en dirección al colegio,
y me sentí henchida de orgullo por su coraje y tozudez.
De acuerdo, también había sido una tontería, pero Raquel no tenía
razones por las que temer que uno de sus compañeros de clase quisiera
matarla.
—¿Sabes qué? Tengo hambre —dijo Erich con toda naturalidad.
Raquel palideció. Era imposible que ella supiera a qué estaba
refiriéndose en realidad, pero sintió lo mismo que yo: lo que hasta el
momento no había pasado de una provocación estaba a punto de
convertirse en algo más. La energía potencial que fluía entre ellos
empezaba a transformarse en energía cinética.
—Me voy —dijo Raquel.
—Ya veremos si te vas —contestó él.
—¡Eh! —grité con todas mis fuerzas.
Ambos se volvieron en redondo hacia mí y una expresión de alivio
apareció en el rostro de Raquel al instante.
—¡Bianca!
—Esto no es asunto tuyo —me espetó Erich—. Lárgate.
No podía creerlo. Se suponía que sería él quien se largaría en cuanto
comprendiera que lo habían pillado con las manos en la masa, pero estaba
visto que no iba a ser así. En otras circunstancias, ese hubiera sido el
momento en que yo habría empezado a acobardarme, pero esta vez no.
Sentí que la adrenalina corría por mis venas, pero en vez de notar frío o
ponerme a temblar, mis músculos se tensaron como cuando estás a punto
de participar en una carrera. Mi olfato se agudizó y percibí el sudor de
Raquel, la loción barata para después del afeitado de Erich, incluso el pelo
de los ratoncitos entre las hierbas. Tragué saliva y mi lengua rozó los
incisivos, que crecían lentamente a causa de la tensión.
«Empezarás a reaccionar como un vampiro», me había dicho mi madre.
Aquello formaba parte de lo que había querido decirme.
—No soy yo la que va a irse, sino tú.
Me dirigí hacia ellos y Raquel se acercó a mí tambaleante, demasiado
temblorosa para poder correr.
Erich frunció el ceño, irritado. Parecía un niño malhumorado al que le
hubieran negado una golosina después del colegio.
—¿Qué pasa, acaso tú eres la única que puede saltarse las normas?
—¿Saltarse las normas? —preguntó Raquel, confundida, con voz
rayando en la histeria—. Bianca, ¿de qué está hablando? ¿Por qué no nos
vamos de aquí?
Palidecí. Erich esbozó una sonrisilla desdeñosa y en ese momento sentí
la amenaza: estaba a punto de decirle a Raquel quiénes y qué éramos. Si
Erich revelaba el secreto de Medianoche y convencía a Raquel de que
éramos vampiros —y por las anteriores sospechas de Raquel estaba
bastante segura de que no le sería difícil conseguirlo—, ella intentaría salir
huyendo para alejarse de ambos y eso le ofrecería a Erich una magnífica
oportunidad para atacarla. Después él incluso podía alegar que lo había
hecho para borrarle la memoria. Tal vez podría intentar detenerlo gracias
al instinto luchador que sentía agudizándose dentro de mí, pero todavía no
era un vampiro por completo. Erich era más fuerte y más rápido que yo.
Me vencería y se abalanzaría sobre Raquel. Y estaba a un paso de
conseguirlo, solo le bastaban un par de palabras.
—Se lo diré a la señora Bethany —dije sin pensarlo.
La sonrisa zalamera de Erich fue desdibujándose poco a poco de su
rostro. Incluso él sabía lo poco sensato que era tener a la señora Bethany
en contra, sobre todo después de los discursos grandilocuentes de la
directora acerca de la necesidad de mantener a los alumnos humanos a
salvo para proteger la escuela. No, a la señora Bethany no iba a gustarle
nada de nada la actitud de Erich.
—Ni se te ocurra —dijo Erich—. Déjalo ya, ¿vale?
—Déjalo tú. Largo de aquí. Vete.
Erich fulminó a Raquel con la mirada y luego se adentró en el bosque
con paso airado, solo.
—¡Bianca!
Raquel se abrió camino con paso inestable entre las últimas ramas que
se interponían entre nosotras. Me pasé la lengua por los dientes
rápidamente, intentando calmarme para volver a parecerme y a
comportarme como una humana.
—Dios, pero ¿qué le pasa a ese tío?
—Que es un capullo.
Cierto, aunque no fuera toda la verdad. Raquel se abrazó a mí con
fuerza.
—Que busca... Que se comporta como si... Por favor. Vale. Venga.
Entrecerré los ojos para escrutar en la oscuridad y asegurarme de que
Erich se alejaba de verdad. Sus pasos se habían perdido en la distancia y
ya no se veía su abrigo de color claro. Se había ido, al menos por el
momento, aunque no me fiaba de él.
—Vamos, daremos un rápido rodeo.
Raquel me siguió de vuelta al río, demasiado aturdida para preguntar.
Solo tuvimos que andar medio kilómetro antes de dar con un pequeño
puente de piedra. Hacía mucho tiempo que no se utilizaba y alguna de las
piedras estaba suelta, pero Raquel no se quejó ni hizo preguntas mientras
cruzábamos al otro lado.
Erich podía cruzar el río si quería, pero su aversión natural al agua en
movimiento junto con el temor reverencial que le infundía la señora
Bethany casi seguro que serían suficientes para mantenernos a salvo.
—¿Cómo estás? —le pregunté ya en la otra orilla.
—Bien. Estoy bien.
—Raquel, dime la verdad. Erich te siguió hasta el bosque y... ¡Pero si
todavía estás temblando!
—¡Estoy bien! —insistió Raquel, casi chillando. Tenía la piel sudorosa.
Nos miramos fijamente y en silencio por unos instantes y luego añadió en
un susurro—: Bianca, por favor. No me ha tocado. Estoy bien.
Algún día Raquel estaría preparada para hablar de aquello, pero no esa
noche. Esa noche necesitaba alejarse de allí y cuanto antes mejor.
—Muy bien, volvamos a la escuela.
—Quién iba a decirme que algún día me alegraría de volver a
Medianoche. —Su risa sonó ligeramente entrecortada. Empezamos a
caminar, pero se detuvo enseguida—. ¿No vas a llamar a nadie? A la
policía, a los profesores, no sé, a alguien...
—Se lo diremos a la señora Bethany en cuanto lleguemos.
—Podría intentar llamar desde aquí. Tengo el móvil... En la ciudad
funcionaba...
—Ya no estamos en la ciudad. Sabes que aquí no hay cobertura.
—Es increíble. —Temblaba con tanta violencia que hasta le castañeaban
los dientes—. ¿Por qué esas brujas ricas no hacen que sus mamás y sus
papás pongan un repetidor?
«Porque la mayoría de ellos todavía siguen sin acostumbrarse a los
fijos», pensé.
—Vamos, anda.
No me permitió pasarle el brazo por encima de los hombros por el
camino que nos alejaba del bosque helado, y no dejó de retorcer una y
otra vez su pulsera de cuero.
Esa noche fui a ver a la señora Bethany a la oficina de la cochera
después de que Raquel se fuera a la cama. Teniendo en cuenta la actitud
desdeñosa con que solía tratarme, asumí que dudaría de mi palabra, pero
no fue así.
—Nos ocuparemos del asunto —dijo—. Puede retirarse.
Vacilé unos segundos.
—¿Eso es todo?
—¿Cree que debería dejarle decidir su castigo? ¿Puede que incluso
deseara imponérselo usted? —Enarcó una ceja—. Sé cómo mantener la
disciplina en mi propia escuela, señorita Olivier. ¿O le gustaría escribir otro
trabajo como recordatorio?
—Me refería a qué vamos a decirle a la gente. Querrán saber qué le
ocurrió a Raquel. —Estaba imaginándome el bello rostro de Lucas
volviendo a cuestionarse si no ocurriría nada extraño en Medianoche—.
Raquel le dirá a la gente que fue Erich. Solo habría que decir que le estaba
gastando una broma o algo por el estilo, ¿no?
—Eso parece razonable. —¿Por qué tenía la sensación de que le divertía
la situación? Comprendí la razón cuando la señora Bethany añadió—: Está
convirtiéndose en toda una maestra del engaño, señorita Olivier. Por fin
progresamos.
Lo que más temía era que tuviera razón.

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