La primera
nevada del invierno fue una decepción para todos: apenas
cuatro
centímetros que dieron lo justo para fundirse, convertirse en
hielo y volver
las aceras resbaladizas. Las laderas tenían un aspecto
moteado y
triste, y los montes, amarillentos y parduzcos, estaban
salpicados de
montoncitos de nieve medio derretida. Al otro lado de la
ventana del
dormitorio de la torre, perlas de agua helada rociaban las
escamas y las
alas de la gárgola. Ni siquiera había suficiente nieve para
salir a jugar o
para disfrutar de su contemplación.
—Pues a mí me
parece perfecto —dijo Patrice, poniéndose una bufanda
de color verde
fosforescente alrededor del cuello con destreza—. Me gusta
que haga un
poco de sol.
—Ahora que ya
puedes volver a salir a tomarlo, te refieres.
La obsesión de
Patrice y todos los demás de hacer «dieta» antes del
Baile de otoño
había sido muy frustrante. Como todos los vampiros que se
negaban a beber
sangre, estaban cada vez más esqueléticos... y más
vampíricos.
Courtney y su corte de admiradores se habían mantenido
alejados del
sol, algo de lo que no ha de preocuparse un vampiro bien
alimentado,
pero que resulta muy doloroso para uno famélico. Había
tenido que
tragarme horas enteras viendo cómo Patrice se paseaba
delante del
espejo intentando verse mientras su reflejo, rayando en la
invisibilidad, se
desvanecía con el paso del tiempo. También me había
parecido que se
comportaban con mayor crueldad, pero con esa gente
nunca se podía
estar seguro.
Patrice sabía a
qué me refería y sacudió la cabeza, exasperada conmigo.
—Estoy bien
desde el día del baile. ¡Valió la pena pasar unas cuantas
semanas
apretándose el cinturón y manteniéndose a la sombra! Tarde o
temprano tú
también descubrirás el valor del sacrificio. —Al sonreír, se le
formaron unos
hoyuelos en sus rechonchas mejillas—. Aunque va a ser
difícil
mientras Lucas esté por aquí rondando, ¿no?
Estuvimos
riendo un buen rato de uno de los pocos temas que
compartíamos y
sobre los que bromeábamos. Me alegraba que nos
lleváramos tan
bien en general porque, entre el problema de Raquel y que
se acercaban los
exámenes, necesitaba el mínimo estrés posible en mí
vida.
Los finales
fueron increíbles. Ya me lo esperaba, pero no por eso los
exámenes de la
señora Bethany se hicieron solos ni el de trigonometría
resultó más
fácil. Mi madre demostró una veta sádica desconocida hasta el
momento al
guardar celosamente cualquier cosa que hubiera mencionado
en clase,
aunque al menos un pequeño balanceo sobre los talones había
revelado con
antelación el ejercicio que más puntuaba, el trabajo sobre el
Compromiso de
Missouri. Espero que eso signifique que a Balthazar le está
yendo bien,
pensé mientras escribía tan rápido que acabó entrándome
rampa en la
mano. Solo esperaba que a mí me fuera al menos la mitad de
bien que a él.
Me volqué por
completo en el estudio durante las semanas finales, y no
solo por la
dureza de los exámenes, sino también porque el trabajo me
servía de
distracción. Hacer que Raquel repasara conmigo constantemente
la ayudó a
dejar de pensar en lo que había estado a punto de suceder en
el bosque.
Aunque también contribuyó que la señora Bethany amonestara
a Erich, lo que
se traducía en que él se pasaba prácticamente todo el
tiempo libre
que tenía fregando los pasillos y mirándome con odio siempre
que se le
presentaba la ocasión.
—No me fío de
ese tío —dijo Lucas en una ocasión, al pasar por su lado.
—Sois
incompatibles.
Y no mentía,
aunque conocía razones mucho mejores para no confiar en
Erich.
A pesar de
nuestros esfuerzos por tener a Raquel entretenida, la
angustia no la
abandonaba. El acoso de Erich había multiplicado los
miedos que ella
hubiera albergado desde siempre en su interior. Las
oscuras ojeras
bajo sus ojos revelaban que Raquel no era capaz de
conciliar el
sueño por la noche y un día apareció en la biblioteca con el
pelo recién
cortado... a tajos. Era obvio que se lo había hecho ella y no con
demasiada maña.
—¿Sabes? En mi
pueblo solía cortarle el pelo a mis amigos... —dije,
tratando de ser
diplomática y apartando los libros a un lado para que
pudiera
sentarse junto a mí.
—Ya sé que
llevo un peinado muy cutre. —Raquel ni siquiera me miró al
dejar la bolsa
en el suelo con un golpe sordo—. Y no, no quiero que ni tú ni
nadie intente
arreglarlo. Espero que parezca cutre, igual así dejará de
mirarme.
—¿Quién?
¿Erich? —preguntó Lucas, poniéndose tenso de inmediato.
Raquel se
derrumbó en su silla.
—¿Quién crees
tú? Pues claro que Erich.
Hasta ese
momento, no me había dado cuenta de que yo no era a la
única a la que
Erich miraba fijamente. Lo había interrumpido en medio de
una cacería,
decidido a beber la sangre de Raquel y tal vez... Tal vez
incluso a
hacerle daño. Según lo que me habían contado mis padres, la
mayoría de los
vampiros no mataban nunca. ¿Sería Erich la excepción que
confirmaba la
regla?
«Seguro que no
—pensé—. La señora Bethany no permitiría la entrada
en Medianoche a
nadie así.»
Cuando Lucas
cambió de tema rápidamente y le pidió a Raquel los
apuntes de la
clase de biología de mi padre, lo miré y una vez más sentí la
fuerza del
deseo, el ansia de la posesión que me asaltaba continuamente
en su
presencia. «Mío —pensé—. Quiero que seas mío para siempre.»
Siempre había
dado por sentado que era el corazón el que hablaba,
pero tal vez
fuera otra cosa. Quizá esa necesidad de reclamar la posesión
de alguien
formaba parte de ser un vampiro y, por tanto, era más
poderoso que
cualquier deseo humano.
Era evidente
que Erich no albergaba los mismos sentimientos hacia
Raquel que yo
hacia Lucas, pero si únicamente sentía por ella una décima
parte del derecho
de posesión que yo sentía por Lucas...
... entonces
era imposible que fuera a dejarla en paz.
Esa noche volví
a encontrarme con Raquel en el lavabo. Estaba
vaciando en la
mano el bote de pastillas para dormir que le había
recomendado,
cuatro o cinco.
—Ojo, a ver si
vas a tomarte demasiadas —dije.
Raquel me miró,
inexpresiva.
—¿Y ya no me
despierto? Tampoco suena tan mal. —Suspiró—. Créeme,
Bianca, con
estas no tienes ni para empezar si quieres matarte.
—Son más de las
que necesitas para dormir.
—No con los
ruidos del tejado. —Se metió las pastillas en la boca y
luego se
inclinó para beber un par de tragos directamente del grifo del
agua fría del
lavabo—. No han desaparecido —dijo, después de secarse la
cara con el
dorso de la mano—. Creo que ahora son más fuertes. Y no
paran. Y estoy
segura de que no me los estoy imaginando.
Aquello empezó
a darme mala espina.
—Te creo.
Lo había dicho
sin más, pero Raquel me miró con ojos desorbitados.
—¿De verdad?
—preguntó, apenas con un hilo de voz—. ¿En serio? ¿No
lo dices por
decir?
—De verdad, te
creo.
Para mi
sorpresa, se le llenaron los ojos de lágrimas. Raquel se apresuró
a retenerlas
parpadeando varias veces, pero yo sabía que las había visto.
—Nadie me había
creído hasta ahora.
Me acerqué un
poco más a ella.
—¿Acerca de
qué?
Sacudió la
cabeza, negándose a contestar, pero cuando pasó junto a mí
de camino a su
dormitorio, me tocó el brazo, solo un segundo. Viniendo de
Raquel, aquello
había sido casi como un abrazo de oso. No tenía ni idea de
qué la
atormentaba de su pasado, pero sabía que Erich no la dejaba vivir
en paz.
Seguramente él no tenía intención de hacerle daño, pero sí parecía
el tipo de
persona que disfrutaba mortificando a los demás.
Y en eso último
sí que podía echarle una mano a Raquel.
Esa misma
noche, bastante después del toque de queda, me levanté y
me puse los
téjanos, las zapatillas deportivas y mi jersey negro de abrigo.
Me encasqueté
la gorra de punto negro en la cabeza, bajo la que oculté mi
melena rojiza.
Dudé un par de segundos si pintarme unas rayas negras en
las mejillas y
la nariz, como hacían los cacos en las películas, pero al final
decidí que
tampoco hacía falta exagerar.
—¿Sales a tomar
un tentempié? —masculló Patrice a su almohada—. Las
ardillas
hibernan. Comida fácil.
—Solo voy a dar
una vuelta —contesté, aunque Patrice ya había vuelto a
dormirse.
Noté el gélido
aire nocturno cuando me encaramé a la repisa de la
ventana, pero
los guantes y el jersey negro me protegían del frío. En
cuanto recuperé
el equilibrio sobre la rama del árbol, estiré los brazos
hacia las ramas
superiores y fui apuntalando los pies contra el tronco para
que me sirviera
de apoyo. Algunas ramas crujieron bajo mi peso, pero no
se quebraron.
Al cabo de unos minutos, había llegado al tejado.
Al tejado de la
parte más baja del edificio, claro. Unos metros más allá,
la torre sur se
alzaba hacia el firmamento nocturno. Si alargaba el cuello,
incluso se
distinguían las ventanas oscuras de las estancias de mis padres.
Al otro lado
estaba la gigantesca torre norte y, en medio de ambas, se
encontraba el
tejado de tablillas del edificio principal. No se trataba de una
superficie
plana, sino de una extensión a varios niveles, fruto de la lenta y
dilatada
construcción de la escuela a lo largo de los siglos, en que las
añadiduras no
acababan de ensamblarse a la perfección con el resto. Se
parecía un poco
a un mar embravecido, con olas encrespadas y
rompientes que
desprendían un fulgor negro azulado a la luz de la luna.
Apreté los
dientes y gateé por la pendiente que tenía más cerca,
procurando
moverme en el más absoluto silencio. Si alguien había salido a
tomar un
tentempié, daba igual que me viera o no. Sin embargo, si alguien
había subido
hasta allí con otras intenciones, prefería contar con el factor
sorpresa a mi
favor.
A pesar de que
no dejaba de recordarme que no había nada que temer,
estaba muerta
de miedo. Sabía que no se me daban bien los desafíos:
cuando tenía
que enfrentarme a quien fuera, solía agachar la cabeza. Sin
embargo,
alguien tenía que defender a Raquel y, por lo visto, yo era la
única que podía
hacerlo, así que procuré olvidar las mariposas que
revoloteaban en
mi estómago y me animé a seguir adelante.
Intenté
visualizar mentalmente la disposición de las habitaciones bajo
mis pies,
concentrándome para ubicar el dormitorio de Raquel, que estaba
en el otro
extremo del pasillo, lejos de la habitación que yo compartía con
Patrice.
Nuestro dormitorio caía debajo de la torre sur, pero Raquel no
tenía la misma
suerte. No, alguien podía montar guardia sobre su
habitación, a
tan solo unos metros por encima de su cabeza mientras ella
dormía.
Eché a andar en
cuanto estuve segura de la localización del dormitorio y
la memoricé.
Por fortuna no había hielo, por lo que no resbalé demasiado
mientras iba de
teja en teja, a veces caminando y otras gateando. Agudicé el oído durante
todo el camino, atenta a cualquier sonido: una pisada, una palabra,
incluso una respiración. La conciencia de un posible peligro había despertado mis
instintos más oscuros y me había afinado los sentidos.
Estaba
preparada para cualquier cosa.
O eso creía.
Apenas me
encontraba a unos metros de la zona de dormitorios de
Raquel, cuando
oí un chirrido que recorría todo el tejado. Un sonido
prolongado, parsimonioso
y seguramente deliberado. Allí había alguien.
Alguien que
quería que Raquel lo oyera.
Me detuve junto
a la siguiente pendiente inclinada, con cautela. Allí
estaba Erich,
agazapado entre las sombras, con una rama partida en la mano, que
arrastraba arriba y abajo sobre las tejas de pizarra.
—Serás...
—murmuré.
Erich se
enderezó de repente, sorprendido. Su modo de reaccionar y la manera en que
se envolvió rápidamente en su largo abrigo me obligaron a preguntarme qué
estaba haciendo con la otra mano. Asqueada y nerviosa, me entraron
ganas de dar media vuelta y salir corriendo, pero conseguí mantenerme en
mi sitio.
—Piérdete.
—¿Quién es
ahora el que se salta las normas? —murmuró Erich, mirando a su
alrededor—. No puedes delatarme sin delatarnos a ambos.
Me acerqué a
él, lo bastante para llegar a tocarnos. Nunca antes se
había parecido
tanto a una rata, con ese rostro chupado y su nariz
aguileña.
—No dudaré en
hacerlo.
—Uy, sí, qué
miedo, saltarse el toque de queda. ¿Y qué? Todo el mundo lo hace. Les da
igual.
—No has salido
en busca de comida, estás acosando a Raquel.
Erich me
dirigió la mirada más indignada que jamás le había visto a
nadie, como si
yo fuera algo que evitaría de un salto si me encontrara
tirada en la
acera.
—No tienes
pruebas.
La rabia que se
despertó en mi interior ahogó el miedo. Todos mis
músculos se
tensaron y mis incisivos empezaron a alargarse hasta
convertirse en
colmillos. Cuando se reaccionaba corno un vampiro, no había marcha
atrás.
—¿Eso crees?
Lo cogí de la
mano y le mordí con fuerza.
La sangre de un
vampiro no sabe como la de un humano ni como la de algo vivo. Ni
sabe bien, ni sacia, en realidad ni siquiera alimenta. Es información. El
sabor de la sangre de un vampiro revela lo que siente en ese mismo
instante. Hasta cierto punto tú también compartes esas sensaciones y
empiezas a recibir imágenes en tu cabeza que apenas unos segundos antes
se encontraban en la mente del vampiro. Me lo habían enseñado mis
padres, incluso habían dejado que lo probase con ellos en un par de
ocasiones, aunque cuando les pregunté si alguna vez se habían mordido entre
ellos, ambos parecieron azorarse mucho y me preguntaron si no tenía
deberes que hacer.
Al saborear la
sangre de mis padres solo había sentido amor y gozo, y había visto
imágenes de mí misma de pequeña, más guapa de lo que era en realidad,
curiosa por conocer el mundo. La sangre de Erich era diferente. Era
el horror.
Sabía a
resentimiento, a rabia y a un ansia desmesurada por segar
vidas humanas.
El líquido estaba tan caliente que ardía y tan turbio que me revolvió el
estómago, negándose a admitir ni a la sangre ni a él. Una imagen titiló
en mi mente y fue haciéndose mayor y más nítida a cada segundo que
pasaba, como un fuego que se propaga fuera de control: la de Raquel tal
como Erich deseaba verla: desparramada en la cama, con el cuello abierto,
boqueando su último aliento.
—¡Ay! —Erich se
zafó de un tirón—. ¿Qué coño crees que haces?
—Quieres
hacerle daño. —Me resultaba difícil controlar la voz. Estaba temblando,
aterrada por la violenta escena que acababa de ver—. Quieres matarla.
—Querer una
cosa no es lo mismo que hacerla —replicó—. ¿Crees que soy el único de
por aquí que quiere hincarle el diente a un poco de carne fresca de vez
en cuando? Vas lista si piensas que van a castigarme por eso.—¡Que te
largues de su tejado! Vete y no vuelvas más. Si lo haces, se lo diré a la
señora Bethany. Puedes estar seguro de que me creerá y de que te pondrá de
patitas en la calle.
—Pues hazlo.
Estoy harto de este sitio. Aunque me merezco una alegría antes de irme,
¿no crees?
Erich se echó a
reír y por un momento creí que, después de todo, quería pelear conmigo.
Sin embargo, lo que hizo fue saltar del tejado sin molestarse
siquiera en atrapar la rama de un árbol en su caída.
Nunca antes
había sentido nada comparable a esa ira ciega y recé para no volver a
sentirla jamás. A pesar de lo lúgubre y mezquino que pudiera resultar
Medianoche, tenía la sensación de haberme enfrentado a la verdadera
maldad por primera vez.
Raquel me había
preguntado en una ocasión si creía en el Mal y yo le había dicho que
sí, pero hasta ese momento no sabía qué cara tenía.
Temblorosa,
hice una par de profundas inspiraciones intentando recuperar la compostura.
Tenía que pensar detenidamente sobre lo que había
ocurrido, pero
esa noche lo único que quería era irme de allí cuanto antes.
Avancé un par
de pasos y me dejé resbalar por la pendiente del extremo del tejado para
echar un vistazo al lugar en que Erich había aterrizado.
Quería
asegurarme de que se había ido de verdad. Sin embargo, al
empezar a
bajar, vi otra figura en la oscuridad, como una sombra
agazapada al
abrigo de las olas. Tal vez Erich no estaba solo.
—¡Quieto!
—dije—. ¿Quién anda ahí?
La figura se
enderezó lentamente, asomando a la luz de la luna. Era
Lucas.
—¿Lucas? ¿Qué
haces aquí?
Enseguida
comprendí que había preguntado una tontería. Lucas había ido hasta allí
por la misma razón que yo, para comprobar si Erich estaba acosando a
Raquel. No respondió. Me miraba fijamente, como si no me conociera y
retrocedió un paso.
—¿Lucas?
Al principio no
comprendí por qué me rehuía, pero entonces caí en la cuenta: los
colmillos todavía no se habían retraído y tenía la boca
manchada de
sangre. Dependiendo del tiempo que llevara allí agazapado, me habría visto
hablar con Erich... y me habría visto morderle...
«Lucas sabe que
soy un vampiro.»
La mayoría de
la gente ya no cree en vampiros y tampoco lo creería por mucho que uno
se esforzara en convencerla, pero Lucas no necesitaba que nadie lo
convenciera, sobre todo cuando tenía delante a un vampiro de colmillos
largos con sangre en los labios. Me miraba como si fuera una extraña... No,
como si fuera de otro planeta.
Acababan de
desvelarse los secretos que toda mí vida había luchado
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