viernes, 4 de febrero de 2005

capitulos 10


La primera nevada del invierno fue una decepción para todos: apenas
cuatro centímetros que dieron lo justo para fundirse, convertirse en
hielo y volver las aceras resbaladizas. Las laderas tenían un aspecto
moteado y triste, y los montes, amarillentos y parduzcos, estaban
salpicados de montoncitos de nieve medio derretida. Al otro lado de la
ventana del dormitorio de la torre, perlas de agua helada rociaban las
escamas y las alas de la gárgola. Ni siquiera había suficiente nieve para
salir a jugar o para disfrutar de su contemplación.
—Pues a mí me parece perfecto —dijo Patrice, poniéndose una bufanda
de color verde fosforescente alrededor del cuello con destreza—. Me gusta
que haga un poco de sol.
—Ahora que ya puedes volver a salir a tomarlo, te refieres.
La obsesión de Patrice y todos los demás de hacer «dieta» antes del
Baile de otoño había sido muy frustrante. Como todos los vampiros que se
negaban a beber sangre, estaban cada vez más esqueléticos... y más
vampíricos. Courtney y su corte de admiradores se habían mantenido
alejados del sol, algo de lo que no ha de preocuparse un vampiro bien
alimentado, pero que resulta muy doloroso para uno famélico. Había
tenido que tragarme horas enteras viendo cómo Patrice se paseaba
delante del espejo intentando verse mientras su reflejo, rayando en la
invisibilidad, se desvanecía con el paso del tiempo. También me había
parecido que se comportaban con mayor crueldad, pero con esa gente
nunca se podía estar seguro.
Patrice sabía a qué me refería y sacudió la cabeza, exasperada conmigo.
—Estoy bien desde el día del baile. ¡Valió la pena pasar unas cuantas
semanas apretándose el cinturón y manteniéndose a la sombra! Tarde o
temprano tú también descubrirás el valor del sacrificio. —Al sonreír, se le
formaron unos hoyuelos en sus rechonchas mejillas—. Aunque va a ser
difícil mientras Lucas esté por aquí rondando, ¿no?
Estuvimos riendo un buen rato de uno de los pocos temas que
compartíamos y sobre los que bromeábamos. Me alegraba que nos
lleváramos tan bien en general porque, entre el problema de Raquel y que
se acercaban los exámenes, necesitaba el mínimo estrés posible en mí
vida.
Los finales fueron increíbles. Ya me lo esperaba, pero no por eso los
exámenes de la señora Bethany se hicieron solos ni el de trigonometría
resultó más fácil. Mi madre demostró una veta sádica desconocida hasta el
momento al guardar celosamente cualquier cosa que hubiera mencionado
en clase, aunque al menos un pequeño balanceo sobre los talones había
revelado con antelación el ejercicio que más puntuaba, el trabajo sobre el
Compromiso de Missouri. Espero que eso signifique que a Balthazar le está
yendo bien, pensé mientras escribía tan rápido que acabó entrándome
rampa en la mano. Solo esperaba que a mí me fuera al menos la mitad de
bien que a él.
Me volqué por completo en el estudio durante las semanas finales, y no
solo por la dureza de los exámenes, sino también porque el trabajo me
servía de distracción. Hacer que Raquel repasara conmigo constantemente
la ayudó a dejar de pensar en lo que había estado a punto de suceder en
el bosque. Aunque también contribuyó que la señora Bethany amonestara
a Erich, lo que se traducía en que él se pasaba prácticamente todo el
tiempo libre que tenía fregando los pasillos y mirándome con odio siempre
que se le presentaba la ocasión.
—No me fío de ese tío —dijo Lucas en una ocasión, al pasar por su lado.
—Sois incompatibles.
Y no mentía, aunque conocía razones mucho mejores para no confiar en
Erich.
A pesar de nuestros esfuerzos por tener a Raquel entretenida, la
angustia no la abandonaba. El acoso de Erich había multiplicado los
miedos que ella hubiera albergado desde siempre en su interior. Las
oscuras ojeras bajo sus ojos revelaban que Raquel no era capaz de
conciliar el sueño por la noche y un día apareció en la biblioteca con el
pelo recién cortado... a tajos. Era obvio que se lo había hecho ella y no con
demasiada maña.
—¿Sabes? En mi pueblo solía cortarle el pelo a mis amigos... —dije,
tratando de ser diplomática y apartando los libros a un lado para que
pudiera sentarse junto a mí.
—Ya sé que llevo un peinado muy cutre. —Raquel ni siquiera me miró al
dejar la bolsa en el suelo con un golpe sordo—. Y no, no quiero que ni tú ni
nadie intente arreglarlo. Espero que parezca cutre, igual así dejará de
mirarme.
—¿Quién? ¿Erich? —preguntó Lucas, poniéndose tenso de inmediato.
Raquel se derrumbó en su silla.
—¿Quién crees tú? Pues claro que Erich.
Hasta ese momento, no me había dado cuenta de que yo no era a la
única a la que Erich miraba fijamente. Lo había interrumpido en medio de
una cacería, decidido a beber la sangre de Raquel y tal vez... Tal vez
incluso a hacerle daño. Según lo que me habían contado mis padres, la
mayoría de los vampiros no mataban nunca. ¿Sería Erich la excepción que
confirmaba la regla?
«Seguro que no —pensé—. La señora Bethany no permitiría la entrada
en Medianoche a nadie así.»
Cuando Lucas cambió de tema rápidamente y le pidió a Raquel los
apuntes de la clase de biología de mi padre, lo miré y una vez más sentí la
fuerza del deseo, el ansia de la posesión que me asaltaba continuamente
en su presencia. «Mío —pensé—. Quiero que seas mío para siempre.»
Siempre había dado por sentado que era el corazón el que hablaba,
pero tal vez fuera otra cosa. Quizá esa necesidad de reclamar la posesión
de alguien formaba parte de ser un vampiro y, por tanto, era más
poderoso que cualquier deseo humano.
Era evidente que Erich no albergaba los mismos sentimientos hacia
Raquel que yo hacia Lucas, pero si únicamente sentía por ella una décima
parte del derecho de posesión que yo sentía por Lucas...
... entonces era imposible que fuera a dejarla en paz.
Esa noche volví a encontrarme con Raquel en el lavabo. Estaba
vaciando en la mano el bote de pastillas para dormir que le había
recomendado, cuatro o cinco.
—Ojo, a ver si vas a tomarte demasiadas —dije.
Raquel me miró, inexpresiva.
—¿Y ya no me despierto? Tampoco suena tan mal. —Suspiró—. Créeme,
Bianca, con estas no tienes ni para empezar si quieres matarte.
—Son más de las que necesitas para dormir.
—No con los ruidos del tejado. —Se metió las pastillas en la boca y
luego se inclinó para beber un par de tragos directamente del grifo del
agua fría del lavabo—. No han desaparecido —dijo, después de secarse la
cara con el dorso de la mano—. Creo que ahora son más fuertes. Y no
paran. Y estoy segura de que no me los estoy imaginando.
Aquello empezó a darme mala espina.
—Te creo.
Lo había dicho sin más, pero Raquel me miró con ojos desorbitados.
—¿De verdad? —preguntó, apenas con un hilo de voz—. ¿En serio? ¿No
lo dices por decir?
—De verdad, te creo.
Para mi sorpresa, se le llenaron los ojos de lágrimas. Raquel se apresuró
a retenerlas parpadeando varias veces, pero yo sabía que las había visto.
—Nadie me había creído hasta ahora.
Me acerqué un poco más a ella.
—¿Acerca de qué?
Sacudió la cabeza, negándose a contestar, pero cuando pasó junto a mí
de camino a su dormitorio, me tocó el brazo, solo un segundo. Viniendo de
Raquel, aquello había sido casi como un abrazo de oso. No tenía ni idea de
qué la atormentaba de su pasado, pero sabía que Erich no la dejaba vivir
en paz. Seguramente él no tenía intención de hacerle daño, pero sí parecía
el tipo de persona que disfrutaba mortificando a los demás.
Y en eso último sí que podía echarle una mano a Raquel.
Esa misma noche, bastante después del toque de queda, me levanté y
me puse los téjanos, las zapatillas deportivas y mi jersey negro de abrigo.
Me encasqueté la gorra de punto negro en la cabeza, bajo la que oculté mi
melena rojiza. Dudé un par de segundos si pintarme unas rayas negras en
las mejillas y la nariz, como hacían los cacos en las películas, pero al final
decidí que tampoco hacía falta exagerar.
—¿Sales a tomar un tentempié? —masculló Patrice a su almohada—. Las
ardillas hibernan. Comida fácil.
—Solo voy a dar una vuelta —contesté, aunque Patrice ya había vuelto a
dormirse.
Noté el gélido aire nocturno cuando me encaramé a la repisa de la
ventana, pero los guantes y el jersey negro me protegían del frío. En
cuanto recuperé el equilibrio sobre la rama del árbol, estiré los brazos
hacia las ramas superiores y fui apuntalando los pies contra el tronco para
que me sirviera de apoyo. Algunas ramas crujieron bajo mi peso, pero no
se quebraron. Al cabo de unos minutos, había llegado al tejado.
Al tejado de la parte más baja del edificio, claro. Unos metros más allá,
la torre sur se alzaba hacia el firmamento nocturno. Si alargaba el cuello,
incluso se distinguían las ventanas oscuras de las estancias de mis padres.
Al otro lado estaba la gigantesca torre norte y, en medio de ambas, se
encontraba el tejado de tablillas del edificio principal. No se trataba de una
superficie plana, sino de una extensión a varios niveles, fruto de la lenta y
dilatada construcción de la escuela a lo largo de los siglos, en que las
añadiduras no acababan de ensamblarse a la perfección con el resto. Se
parecía un poco a un mar embravecido, con olas encrespadas y
rompientes que desprendían un fulgor negro azulado a la luz de la luna.
Apreté los dientes y gateé por la pendiente que tenía más cerca,
procurando moverme en el más absoluto silencio. Si alguien había salido a
tomar un tentempié, daba igual que me viera o no. Sin embargo, si alguien
había subido hasta allí con otras intenciones, prefería contar con el factor
sorpresa a mi favor.
A pesar de que no dejaba de recordarme que no había nada que temer,
estaba muerta de miedo. Sabía que no se me daban bien los desafíos:
cuando tenía que enfrentarme a quien fuera, solía agachar la cabeza. Sin
embargo, alguien tenía que defender a Raquel y, por lo visto, yo era la
única que podía hacerlo, así que procuré olvidar las mariposas que
revoloteaban en mi estómago y me animé a seguir adelante.
Intenté visualizar mentalmente la disposición de las habitaciones bajo
mis pies, concentrándome para ubicar el dormitorio de Raquel, que estaba
en el otro extremo del pasillo, lejos de la habitación que yo compartía con
Patrice. Nuestro dormitorio caía debajo de la torre sur, pero Raquel no
tenía la misma suerte. No, alguien podía montar guardia sobre su
habitación, a tan solo unos metros por encima de su cabeza mientras ella
dormía.
Eché a andar en cuanto estuve segura de la localización del dormitorio y
la memoricé. Por fortuna no había hielo, por lo que no resbalé demasiado
mientras iba de teja en teja, a veces caminando y otras gateando. Agudicé el oído durante todo el camino, atenta a cualquier sonido: una pisada, una palabra, incluso una respiración. La conciencia de un posible peligro había despertado mis instintos más oscuros y me había afinado los sentidos.
Estaba preparada para cualquier cosa.
O eso creía.
Apenas me encontraba a unos metros de la zona de dormitorios de
Raquel, cuando oí un chirrido que recorría todo el tejado. Un sonido
prolongado, parsimonioso y seguramente deliberado. Allí había alguien.
Alguien que quería que Raquel lo oyera.
Me detuve junto a la siguiente pendiente inclinada, con cautela. Allí
estaba Erich, agazapado entre las sombras, con una rama partida en la mano, que arrastraba arriba y abajo sobre las tejas de pizarra.
—Serás... —murmuré.
Erich se enderezó de repente, sorprendido. Su modo de reaccionar y la manera en que se envolvió rápidamente en su largo abrigo me obligaron a preguntarme qué estaba haciendo con la otra mano. Asqueada y nerviosa, me entraron ganas de dar media vuelta y salir corriendo, pero conseguí mantenerme en mi sitio.
—Piérdete.
—¿Quién es ahora el que se salta las normas? —murmuró Erich, mirando a su alrededor—. No puedes delatarme sin delatarnos a ambos.
Me acerqué a él, lo bastante para llegar a tocarnos. Nunca antes se
había parecido tanto a una rata, con ese rostro chupado y su nariz
aguileña.
—No dudaré en hacerlo.
—Uy, sí, qué miedo, saltarse el toque de queda. ¿Y qué? Todo el mundo lo hace. Les da igual.
—No has salido en busca de comida, estás acosando a Raquel.
Erich me dirigió la mirada más indignada que jamás le había visto a
nadie, como si yo fuera algo que evitaría de un salto si me encontrara
tirada en la acera.
—No tienes pruebas.
La rabia que se despertó en mi interior ahogó el miedo. Todos mis
músculos se tensaron y mis incisivos empezaron a alargarse hasta
convertirse en colmillos. Cuando se reaccionaba corno un vampiro, no había marcha atrás.
—¿Eso crees?
Lo cogí de la mano y le mordí con fuerza.
La sangre de un vampiro no sabe como la de un humano ni como la de algo vivo. Ni sabe bien, ni sacia, en realidad ni siquiera alimenta. Es información. El sabor de la sangre de un vampiro revela lo que siente en ese mismo instante. Hasta cierto punto tú también compartes esas sensaciones y empiezas a recibir imágenes en tu cabeza que apenas unos segundos antes se encontraban en la mente del vampiro. Me lo habían enseñado mis padres, incluso habían dejado que lo probase con ellos en un par de ocasiones, aunque cuando les pregunté si alguna vez se habían mordido entre ellos, ambos parecieron azorarse mucho y me preguntaron si no tenía deberes que hacer.
Al saborear la sangre de mis padres solo había sentido amor y gozo, y había visto imágenes de mí misma de pequeña, más guapa de lo que era en realidad, curiosa por conocer el mundo. La sangre de Erich era diferente. Era el horror.
Sabía a resentimiento, a rabia y a un ansia desmesurada por segar
vidas humanas. El líquido estaba tan caliente que ardía y tan turbio que me revolvió el estómago, negándose a admitir ni a la sangre ni a él. Una imagen titiló en mi mente y fue haciéndose mayor y más nítida a cada segundo que pasaba, como un fuego que se propaga fuera de control: la de Raquel tal como Erich deseaba verla: desparramada en la cama, con el cuello abierto, boqueando su último aliento.
—¡Ay! —Erich se zafó de un tirón—. ¿Qué coño crees que haces?
—Quieres hacerle daño. —Me resultaba difícil controlar la voz. Estaba temblando, aterrada por la violenta escena que acababa de ver—. Quieres matarla.
—Querer una cosa no es lo mismo que hacerla —replicó—. ¿Crees que soy el único de por aquí que quiere hincarle el diente a un poco de carne fresca de vez en cuando? Vas lista si piensas que van a castigarme por eso.—¡Que te largues de su tejado! Vete y no vuelvas más. Si lo haces, se lo diré a la señora Bethany. Puedes estar seguro de que me creerá y de que te pondrá de patitas en la calle.
—Pues hazlo. Estoy harto de este sitio. Aunque me merezco una alegría antes de irme, ¿no crees?
Erich se echó a reír y por un momento creí que, después de todo, quería pelear conmigo. Sin embargo, lo que hizo fue saltar del tejado sin molestarse siquiera en atrapar la rama de un árbol en su caída.
Nunca antes había sentido nada comparable a esa ira ciega y recé para no volver a sentirla jamás. A pesar de lo lúgubre y mezquino que pudiera resultar Medianoche, tenía la sensación de haberme enfrentado a la verdadera maldad por primera vez.
Raquel me había preguntado en una ocasión si creía en el Mal y yo le había dicho que sí, pero hasta ese momento no sabía qué cara tenía.
Temblorosa, hice una par de profundas inspiraciones intentando recuperar la compostura. Tenía que pensar detenidamente sobre lo que había
ocurrido, pero esa noche lo único que quería era irme de allí cuanto antes.
Avancé un par de pasos y me dejé resbalar por la pendiente del extremo del tejado para echar un vistazo al lugar en que Erich había aterrizado.
Quería asegurarme de que se había ido de verdad. Sin embargo, al
empezar a bajar, vi otra figura en la oscuridad, como una sombra
agazapada al abrigo de las olas. Tal vez Erich no estaba solo.
—¡Quieto! —dije—. ¿Quién anda ahí?
La figura se enderezó lentamente, asomando a la luz de la luna. Era
Lucas.
—¿Lucas? ¿Qué haces aquí?
Enseguida comprendí que había preguntado una tontería. Lucas había ido hasta allí por la misma razón que yo, para comprobar si Erich estaba acosando a Raquel. No respondió. Me miraba fijamente, como si no me conociera y retrocedió un paso.
—¿Lucas?
Al principio no comprendí por qué me rehuía, pero entonces caí en la cuenta: los colmillos todavía no se habían retraído y tenía la boca
manchada de sangre. Dependiendo del tiempo que llevara allí agazapado, me habría visto hablar con Erich... y me habría visto morderle...
«Lucas sabe que soy un vampiro.»
La mayoría de la gente ya no cree en vampiros y tampoco lo creería por mucho que uno se esforzara en convencerla, pero Lucas no necesitaba que nadie lo convenciera, sobre todo cuando tenía delante a un vampiro de colmillos largos con sangre en los labios. Me miraba como si fuera una extraña... No, como si fuera de otro planeta.
Acababan de desvelarse los secretos que toda mí vida había luchado

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