viernes, 4 de febrero de 2005

Capitulo 11


Espera —le supliqué. Todavía tenía los labios húmedos a causa de la
sangre—. No te vayas. ¡Puedo explicártelo!
—No te acerques a mí.
Lucas estaba blanco como la nieve.
—Lucas... Por favor...
—Eres un ¡vampiro!
¿Qué podía decir? Mis nuevas aptitudes como maestra del engaño no
me servían de nada. Lucas sabía la verdad y ya no podía seguir
ocultándoselo.
Continuó retrocediendo y tropezando con las tejas de pizarra, agitando
los brazos para mantener el equilibrio. El estupor entorpecía sus pasos.
Lucas, cuyos movimientos siempre eran precisos y calculados. Era como si
anduviese a ciegas.
Sentí el impulso de ir tras él para evitar que perdiera el equilibrio y se
cayera, pero sobre todo necesitaba explicarme, con absoluta
desesperación. Sin embargo, Lucas no iba a dejar que le ayudara. Ya no. Si
lo seguía, el pánico se apoderaría de él y huiría. Huiría de mí.
Temblorosa, me senté en el tejado y vi cómo Lucas se alejaba. Ni
siquiera se dignó a mirar atrás hasta que apenas le quedaban unos pasos
para llegar a la torre norte y a las habitaciones de los chicos. Para
entonces, yo había pasado los brazos alrededor de las rodillas y las
lágrimas rodaban por mis mejillas. Nunca en mi vida me había sentido tan
asustada y avergonzada, ni siquiera cuando le había mordido.
¿Habría adivinado lo que había sucedido en realidad la noche del Baile
de otoño y que había sido yo quien le había hecho la herida del cuello?
Estaba segura de que no tardaría mucho en atar cabos, si no lo había
hecho ya.
¿Qué debía hacer? ¿Decírselo a mis padres sin perder tiempo? Se
enfadarían conmigo... Además de tener que tomar medidas respecto a
Lucas. Ignoraba qué le reservaban los vampiros al humano que descubría
el secreto de Medianoche, pero sospechaba que no era nada bueno. ¿Y si
se lo contaba a la señora Bethany? Ni hablar. Podía intentar despertar a
Patrice para pedirle consejo, pero seguramente se encogería de hombros,
se daría unos retoques en su sombra de ojos y volvería a quedarse
dormida.
Ahora que el secreto había dejado de serlo, toda esa gente estaba en
peligro. Era probable que Lucas no se lo dijera a nadie por temor a que lo
llamaran chiflado. Y aunque se lo contara a alguien, era muy poco
probable que lo creyeran. Sin embargo, me atormentaba el riesgo, por
pequeño que fuera, de que nos viéramos expuestos. Y todo por mi culpa.
Tenía que haber algún modo de poder arreglarlo, tenía que hacer algo.
«Hablaré con Lucas. Será lo primero que haga por la mañana. No, que
tiene examen. —Era muy extraño tener que pensar en cosas tan
mundanas como un examen en medio de todo aquello—. Iré a buscarlo
después. No querrá hablar conmigo, pero no va a ponerse a gritar en el
pasillo sobre vampiros. Tendré que aprovechar esa oportunidad, siempre
que se me ocurra qué decirle...»
Y luego, ¿qué? Le había mentido. Le había hecho daño. Tal vez lo mejor
era que se alejara de mí todo lo que pudiera.
Sin embargo, sabía que debía intentarlo, aunque me arriesgara a perder
a Lucas para siempre. Si era así, haría lo que fuera por recuperarlo:
suplicar, llorar o revelarle todos mis secretos; pero si de algo estaba
segura era de que le debía una explicación.
Tras una larga noche en vela, me levanté, me puse el jersey y la falda
negros y bajé la escalera a toda prisa. Pensaba que había llegado justo a
tiempo de que acabara el examen de Lucas, pero según me contó uno de
sus compañeros habían dejado salir a los alumnos a medida que acababan
la prueba, y Lucas había terminado de los primeros. Eso significaba que
probablemente volvía a estar en su dormitorio. Reuní todo mi valor y me
colé en la zona de dormitorios de los chicos. Vic y Lucas me habían
señalado su ventana desde los jardines, así que no tendría problemas en
encontrar la habitación, si no me pescaban antes, claro.
¿Le aterraría verme aparecer de pronto en su habitación? Tal vez. Tenía
que arriesgarme, ya no lo soportaba más. El suspense me estaba
torturando, me estaba volviendo loca. Aunque Lucas acabara diciéndome
que no quería que volviera a acercarme a él nunca más, al menos tenía
que saberlo. La incertidumbre era peor que nada.
Supe que había llegado a mi destino cuando me topé con una puerta
decorada con dos pósters: uno de Vértigo, la película de Alfred Hitchcock,
y otro de algo llamado Faster, Pussycat! Kill! Kill!
No respondieron cuando llamé, así que la abrí, insegura. No había nadie.
La habitación de Lucas olía a él: a especias y a bosque, casi era como
estar entre los árboles. La mitad de la habitación estaba cubierta de
pósters de películas de acción, armas y mujeres colocados en todas
direcciones. La mitad que contenía la cama con una colcha estampada con
nudos. Es decir, la mitad de Vic. La otra mitad, la de Lucas, estaba casi
vacía. No había pósters ni láminas colgadas en las paredes desnudas, y en
el pequeño tablero de anuncios, que pendía encima de todas las camas
del internado, solo había pinchado su horario de clases y una entrada de
cine: Sospecha, de nuestra primera cita. Una colcha de los excedentes del
ejército cubría la cama.
Por lo visto no me quedaba más remedio que esperar. Sin saber qué
hacer, me acerqué a la ventana desde la que se divisaba un tramo del
camino de entrada del colegio, cubierto de gravilla. Había aparcados
varios coches, casi todos pertenecientes a los padres que habían ido a
recoger a sus hijos el último día de exámenes para llevárselos a casa a
pasar la Navidad. Hijos humanos, claro. Vi a gente abrazándose, cargando
el maletero... y a Lucas saliendo por la puerta principal con su bolsa de
tela gruesa al hombro.
—Oh, no —musité.
Apreté las manos contra la ventana con tanta fuerza que temí que el
cristal, o yo, nos hiciéramos añicos, pero Lucas continuó su camino sin
vacilar. Se dirigió derecho hacia un sedán negro con las ventanillas
tintadas. La puerta del sedán se abrió e intenté ver quién había dentro,
pero no lo conseguí. La mitad desnuda de la habitación empezó a cobrar
sentido para mí. En ese momento supe que Lucas se había ido de
Medianoche para pasar fuera las vacaciones de Navidad, sin despedirse, y
que seguramente no volvería jamás.
—Eh, ¿ahora las habitaciones van a ser mixtas? Qué pasóte. —Vic había
entrado en el dormitorio. Lo saludé con una débil sonrisa antes de
volverme para ver alejarse el coche de Lucas. El automóvil salió disparado,
como si tuviera prisa—. Qué buena eres colándote aquí. Vosotros dos solo
os habréis despedido, ¿no?
—Aja.
¿Qué otra cosa iba a decirle?
—No te pongas depre, ¿vale? —Vic me dio un suave empujoncito en el
hombro—. Algunos tipos saben lo que hay que decirle a una chica cuando
está triste, pero no soy uno de esos.
—Estoy bien, de verdad. —Miré a Vic detenidamente. Era la única
persona de la escuela con la que Lucas hubiera compartido sus sospechas
—. ¿Te ha parecido que Lucas... estaba bien?
—Rechazó mi invitación a Jamaica. —Vic se encogió de hombros—. Dijo
no sé qué de reunirse con amigos de la familia, pero me dio la impresión
de que no iban a hacer nada especial. ¿No preferirías pasar la Navidad
tumbada en la playa en vez de ir por ahí con unos pesados que solo
conoce tu madre?
No era eso a lo que me refería. Sin embargo, si eso era lo único extraño
que Vic había visto, tal vez Lucas se había guardado sus ideas sobre los
vampiros para él solo. Vic no era de los que podrían ocultar algo parecido.
Con cierto remordimiento, me di cuenta de que Vic era una persona
mucho más sincera que yo.
—¿Patatas? —Vic me ofreció una bolsa medio llena y cubierta de polvillo
naranja. Negué con la cabeza e intenté fingir con todas mis fuerzas que no
lo añoraba—. Se arrepentirá. Espera y verás. Mi familia y yo vamos a
pasárnoslo de miedo. ¿Y qué va a estar haciendo él? Preocupándose por
sus modales en la mesa vete a saber dónde. Va a ser un mes muy largo —
predijo Vic con la boca llena de patatas.
—Sí, mucho —murmuré.
Supongo que la mayoría de la gente daría por sentado que a los
vampiros no les gusta la Navidad. Y la mayoría de la gente se equivocaría.
La parte religiosa nos hacía sentir incómodos. No ardíamos ni nos
convertíamos en humo si nos mostraban una cruz o nos rociaban con agua
bendita, como en las películas de terror, pero no nos sentaba bien entrar
en una capilla o en una iglesia, nos producía una sensación escalofriante
muy rara, como si estuviera observándonos alguien invisible. Así que ni
celebrábamos la misa del gallo, ni montábamos el pesebre ni nada de eso.
Sin embargo, a los vampiros les gusta recibir regalos como a cualquiera. Si
a eso le añades que no hay que ir a clase, tienes unas vacaciones que
hasta los no muertos disfrutan.
Al menos la mayoría de los no muertos. Esa Navidad me sentí más
deprimida de lo que nunca lo había estado en mi vida.
La atmósfera agobiante se distendió cuando los alumnos humanos se
fueron y solo quedaron en el internado los vampiros. La gente dejó de
darse tantos aires; en realidad no quedaba nadie con quien meterse o a
quien impresionar. Unos cuantos se fueron, entre ellos Patrice, quien
insistió en que esquiar en Suiza en esa época del año era algo que no
podía perderse. Los demás, profesores y alumnos por igual, nos quedamos
en Medianoche porque era nuestro hogar, o lo más próximo a un hogar
que tenían muchos.
—Somos una excepción, Bianca. —Mi madre colgaba guirnaldas encima
de la puerta mientras yo estaba debajo, aguantando la escalera. Tanto ella
como mi padre habían reparado en mi languidez y se estaban esforzando
por imbuirme del espíritu navideño—. Somos la única familia de
Medianoche, ¿te das cuenta? Ninguno de los que están aquí ha tenido una
familia desde... Bueno, desde que estaban vivos, supongo.
—Se me hace extraño que no tengan un hogar al que ir. —Le pasé una
chincheta para que sujetara la guirnalda en su sitio—. Nosotros teníamos
una casa. ¿Cómo se las apaña la gente que no tiene casa?
—Hemos tenido casa dieciséis años —me corrigió mi padre desde el
sofá, donde estaba muy ocupado buscando entre sus discos antiguos el de
Ella Wishes You a Swinging Christmas—. Eso es toda tu vida, pero para tu
madre y para mí es como...
—Un abrir y cerrar de ojos —contestó ella, con un suspiro.
Mi padre le sonrió y su expresión me recordó que él era unos seiscientos
años mayor que ella, que incluso los siglos que habían pasado juntos
debían de ser apenas un parpadeo para él.
—Lo permanente no existe. La gente viene y va de un lugar a otro y se
regala en los placeres o en los lujos o en cualquier otra cosa que pueda
distraerles del aburrimiento ocasional de la inmortalidad. La vida continúa
y los que no estamos vivos tenemos problemas para seguirle el ritmo.
—Por eso existe Medianoche —dije, pensando en Tecnología moderna y
en las caras confusas de los alumnos cuando el señor Yee introdujo el
concepto de correo electrónico. Muchos de ellos habían oído hablar de él,
y algunos incluso sabían utilizarlo, pero yo era la única que comprendía de
verdad su funcionamiento antes de que el señor Yee lo explicara. Una cosa
era salir del apuro en el día a día en el siglo XXI, y otra comprender lo que
ocurría de verdad—. ¿Y qué ocurre con los que parecen demasiado
mayores para entrar en el colegio?
—Bueno, este no es el único sitio que tenemos, ¿sabes? —Mi madre se
agachó para coger otra guirnalda—. Hay spas y hoteles, ese tipo de
lugares a los que se supone que la gente va para aislarse del resto del
mundo y donde puede controlarse quién entra. Tiempo atrás, solíamos
tener un montón de monasterios y conventos, pero ahora es difícil crear
nuevos. La Reforma cerró bastantes, por las turbas de hugonotes, los
incendios y cosas por el estilo. Los residentes no podían explicar que no
eran católicos sin empeorar las cosas. Hoy en día, la mayoría de nosotros
se adscribe a clubes y colegios.
—El año que viene abrirán un centro de rehabilitación falso en Arizona
—añadió mi padre.
Nos imaginé a todos nosotros desperdigados por el mundo, juntándonos
aquí y allá solo una vez al siglo. ¿Era así como iba a pasar el resto de mi
existencia?
Parecía de una insoportable soledad. ¿Qué sentido tenía ser inmortal si
debía llevar una vida sin amor? Mis padres habían tenido suerte al
encontrarse el uno al otro y seguir juntos durante siglos. Yo había
encontrado a Lucas y lo había perdido en cuestión de pocos meses.
Intenté convencerme de que algún día me parecería una tontería, que el
tiempo que había pasado con Lucas apenas sería «un abrir y cerrar de
ojos», pero me negaba a creerlo.
La primera semana de vacaciones la pasé fundamentalmente en mi
habitación. Casi siempre en la cama. De vez en cuando comprobaba el
correo electrónico en la desolada sala de ordenadores, con la vana
esperanza de recibir un mensaje de Lucas. Sin embargo, lo único que
recibí fueron varias fotos de Vic haciendo el tonto en la playa, con gafas de
sol y un gorro de papá Noel. Me pregunté si no sería mejor escribir a Lucas
en vez de esperar a que lo hiciera él, pero ¿qué iba a decirle?
Mis padres me sacaban de la habitación para realizar actividades
vacacionales siempre que podían y yo intentaba seguirles la corriente.
Estas cosas solo me pasan a mí: ser hija de los únicos vampiros de la
historia del mundo que hornean tarta de frutas. De vez en cuando los
pillaba intercambiando una mirada. Era obvio que se habían fijado en mi
estado de ánimo y que no tardarían mucho en preguntarme qué me
ocurría.
En cierto modo quería contárselo. Había veces en que lo único que
deseaba era confesarles toda la historia de un tirón y llorar en sus
brazos... Y si eso era ser una inmadura, pues me daba igual. Lo que de
verdad me preocupaba era que informaran a la señora Bethany después
de contarles la verdad, como, por otro lado, sería su obligación, porque
estaba segura de que la directora iría detrás de Lucas para hacerle la vida
imposible.
Por el bien de Lucas, no podía compartir mi infelicidad.
Habría seguido así todas las vacaciones si no hubiera sido por la nevada
que cayó dos días antes de Navidad. Fue más copiosa que la primera y
cubrió los prados de silencio, suavidad y un brillo blanco azulado. La nieve
siempre me había gustado y fue verla, reluciente y perfecta sobre el
paisaje, y levantarme el ánimo. Me puse los téjanos, las botas y el jersey
verde más tupido y pesado que tenía. Con el broche prendido en la solapa
del abrigo gris, bajé la escalera para ir a dar un paseo. Sabía que el frío se
me iba a meter hasta los huesos, pero valdría la pena si las primeras
pisadas de los prados y el bosque eran las mías. Sin embargo, al llegar a la
puerta vi que no había sido la única que había tenido la misma idea.
Balthazar me sonrió avergonzado por encima de su bufanda roja.
—Cientos de años en Nueva Inglaterra y la nieve sigue emocionándome.
—Sé cómo te sientes. —Todavía seguía existiendo cierta fricción entre
nosotros, pero mis buenos modales me obligaron a invitarle a pasear—.
¿Quieres ir a dar una vuelta?
—Sí. Vamos.
Al principio ambos permanecimos callados, aunque no estábamos
incómodos. La nevada y la luz primeriza de la mañana, rosada y dorada,
exigían silencio, y a ninguno de los dos le apetecía oír otra cosa que no
fuera el crujido amortiguado de nuestras botas sobre la nieve. El camino
que tomamos nos llevó hasta el bosque, igual que el paseo que habíamos
dado la noche del Baile de otoño. Inhalé y solté una cálida bocanada de
vaho suave y gris en el cielo invernal.
A Balthazar se le formaron unas arruguitas en la comisura de los ojos,
como si estuviera divirtiéndose o, al menos, como si se sintiera feliz. Pensé
en los siglos que debía de haber vivido y en el hecho de que todavía no
tuviera a alguien con quien compartirlos.
—¿Puedo hacerte una pregunta personal?
Balthazar parpadeó, sorprendido, aunque no molesto.
—Claro.
—¿Cuándo moriste?
En vez de contestar de inmediato, Balthazar siguió caminando. Por el
modo en que miró el horizonte pensé que estaba intentando recordar
cómo eran las cosas... antes.
—En 1691.
—¿En Nueva Inglaterra? —pregunté, recordando lo que ya me había
contado.
—Sí, de hecho no muy lejos de aquí. En el mismo pueblo en que nací.
Solo había salido de él un par de veces. —Balthazar tenía la mirada
perdida en el horizonte—. En un viaje a Boston.
—Si prefieres no hablar del tema...
—No, no pasa nada. Hace mucho tiempo que no hablo de casa.
Un cuervo hambriento se poso en una rama de un acebo cercano, negro
y reluciente en medio de las espinosas hojas, y se puso a picotear las
bayas. Balthazar se quedo observando los progresos del cuervo,
probablemente para no tener que mirarme a mí. No sabía qué estaba
preparándose para decir, pero comprendí que no le resultaba fácil.
—Mis padres se establecieron aquí en los primeros años. No vinieron en
el Mayflower, pero tampoco tardaron mucho más. Mi hermana Charity
nació durante el viaje. Ya tenía un mes cuando vio tierra firme por primera
vez. Dijeron que eso la hizo inestable, que no estaba enraizada a la tierra.
—Suspiró—. Yo nací aquí. Americano de nacimiento con ascendencia
europea. En aquellos tiempos no era muy común.
—Charity. Era un nombre puritano, ¿no?
Creí recordar que lo había leído en algún libro, pero no podía
imaginarme a Balthazar vestido como uno de los primeros colonos
celebrando el día de Acción de Gracias.
—Los más ancianos no nos habrían situado entre los devotos. Solo nos
admitieron en la parroquia de la iglesia porque... —Mi expresión debió de
traicionar mi confusión, porque se echó a reír—. Historia antigua. Para los
estándares actuales, mi familia era profundamente religiosa. Mis padres
bautizaron a mi hermana con el nombre de una de las virtudes sagradas.
Creían en esas virtudes como si fueran algo tan real que pudiera tocarse,
en algo alejado de ellos. Como se cree hoy en el sol y las estrellas.
—Si eran tan religiosos, ¿por qué te pusieron un nombre tan original
como Balthazar?
Me miró fijamente.
—Balthazar era uno de los tres Reyes Magos que le llevaron presentes al
Niño Jesús.
—Ah.
—No era mi intención hacerte sentir mal. —Balthazar descansó su
manaza en mi hombro apenas un minuto—. Ahora hay muy poca gente
que se lo enseñe a sus hijos, pero antes formaba parte de la vida diaria. El
mundo cambia a marchas forzadas y es muy difícil seguir su ritmo.
—Debes de echarlos mucho de menos. A tu familia, me refiero.
Me sentía totalmente fuera de lugar. ¿Qué debía de suponer para
Balthazar el llevar varios siglos sin ver a sus padres o a su hermana? Ni
siquiera podía llegar a imaginar el dolor que acarreaba.
«¿Y cuando tú lleves doscientos años sin ver a Lucas?»
No podía soportar volver a pensar en eso otra vez, así que me concentré
en Balthazar.
—A veces creo que he cambiado tanto que mis padres apenas me
reconocerían. Y mi hermana... —Balthazar se detuvo y luego sacudió la
cabeza—. Sé que me has preguntado cómo eran las cosas entonces, hasta
qué punto cambian, pero en realidad lo que cambia somos nosotros,
Bianca. Eso es lo que más asusta y es una de las razones por las que
mucha gente de aquí se comporta como adolescentes, aunque tengan
cientos de años. No entienden lo que les ocurre o lo que le sucede al
mundo al que han de incorporarse. Es una especie de adolescencia eterna.
Y no es muy divertido.
Me abracé, temblaba de frío y de miedo al pensar en todos esos años,
décadas y siglos que me esperaban por delante, cambiantes e inciertos.
Seguimos caminando un rato, Balthazar ensimismado en sus
pensamientos y yo perdida en los míos. Nuestros pies levantaban
pequeñas esquirlas de nieve fresca e íbamos dejando las únicas pisadas
en un mar blanco. Al final, encontré el valor de preguntarle a Balthazar lo
que realmente quería saber.
—Si pudieras retroceder en el tiempo, ¿te los traerías contigo? ¿A tu
familia?
Esperaba que me dijera que sí, que haría cualquier cosa para volver a
estar con ellos. O que me dijera que no, que a pesar de todo no habría
encontrado las fuerzas para acabar con sus vidas. Cualquiera de las dos
respuestas me diría mucho acerca de cuánto duraba el dolor, hasta
cuándo tendría que soportar la angustia de haber perdido a Lucas. Lo que
no esperaba era que Balthazar se detuviera en seco y me mirara con
dureza.
—Si pudiera volver atrás, moriría con mis padres —contestó.
—¿Qué?
Estaba tan sorprendida que no se me ocurrió nada mejor que decir.
Balthazar se acercó a mí y me tocó la mejilla con su mano enguantada.
Su gesto no fue cariñoso, como el de Lucas. Lo que Balthazar intentaba
era abrirme los ojos, despertarme a la realidad.
—Tú estás viva, Bianca, aunque todavía no sabes apreciar lo que eso
significa. Es mejor que ser un vampiro, mejor que cualquier cosa. Ya
apenas recuerdo qué se sentía estando vivo, y si pudiera volver a sentirlo,
aunque solo fuera por un día, no podría pagarlo ni con todo el oro del
mundo. Incluso volver a morir, para siempre. Los siglos que he vivido y las
maravillas que he visto no pueden compararse a estar vivo. ¿Por qué crees
que los vampiros de aquí son tan crueles con los alumnos humanos?
—Porque... Bueno, porque son unos esnobs, supongo...
—Te equivocas, es por celos. —Nos miramos en silencio un largo rato
antes de que añadiera—: Disfruta de la vida mientras puedas, porque no
dura... Ni para los vampiros ni para nadie.
Jamás me habían dicho nada por el estilo. Mis padres no añoraban estar
vivos, ¿no? Nunca les había oído decir ni una palabra al respecto. Y
Courtney, Erich, Patrice, Ranulf... ¿De verdad todos ellos deseaban ser
humanos?
—No me crees —dijo Balthazar, tal vez adivinando mis dudas.
—No es eso. Sé que no me mientes, no me mentirías sobre algo tan
importante, tú no eres así.
Balthazar asintió y al ver la lenta y leve sonrisa que empezó a dibujarse
en sus labios, tuve la sensación de haber dicho más de lo que pretendía
decir. Esa luz esperanzada en su mirada era algo que no había visto desde
la noche del Baile de otoño, antes de que me decantara por Lucas.
Sin embargo, lo que más me reconcomía era que yo también había
dicho la verdad: Balthazar nunca me mentiría acerca de algo importante,
ni aunque la verdad me resultara ingrata de oír. Balthazar era alguien en
quien se podía confiar, una buena persona, y deseé ser como él, alguien
que antepusiera el bien común a sus propios intereses, alguien que se
hubiera merecido la confianza de Lucas.
«Tal vez todavía no sea demasiado tarde», pensé.
Nuestras pisadas dibujaron un camino serpenteante por los prados de
regreso al internado, donde me despedí de Balthazar y subí la escalera a
toda prisa hacia la sala de ordenadores. Por fortuna, la puerta no estaba
cerrada. Mientras esperaba que mi ordenador se encendiera, recordé la
lámina de El beso de Klimt sobre mi cama. Los dos amantes se abrazaban
para la eternidad, fusionándose en uno solo, fundidos en un mosaico de
rosa y oro.
Cuando se ama a alguien hay que impedir que las mentiras se
interpongan entre ambos. No importa lo que suceda, aunque se le pierda
para siempre, decir la verdad es fundamental.
Introduje la dirección de correo electrónico de Lucas con dedos
temblorosos, y en la línea de asunto puse: «y nada más que la verdad».
Empecé a escribir y vomité todo lo que había guardado hasta ese día. Le
conté que lo que había visto esa noche era cierto con toda la brevedad y
sencillez de la que fui capaz.
Que era un vampiro, hija de vampiros y que estaba predestinada a ser
como ellos.
Que Medianoche estaba lleno de vampiros, que la escuela existía para
instruirnos en los cambios que sufría el mundo y para protegernos de la
gente que nos tenía miedo porque no nos entendía.
Que le había mordido la noche del Baile de otoño sin intención de
hacerle daño porque deseaba estar lo más cerca posible de él.
Las palabras salían a borbotones. En realidad era un poco caótico.
Nunca me había atrevido a contar esos secretos y no dejaba de repetirme
y de explicarme mal o de hacer preguntas de cuyas respuestas no estaba
segura. Sin embargo, todo eso daba igual. Lo único que importaba de
verdad era sincerarme con Lucas de una vez por todas.
Al final, escribí:
No te lo cuento porque con ello espere recuperarte. Sé que no lo
merezco, sobre todo después de lo que he hecho, y aunque no estás en
peligro en Medianoche, supongo que no querrás volver a acercarte a la
escuela.
Si te escribo es en gran parte para pedirte que, si todavía no le has
dicho a nadie lo que viste aquí, por favor no lo hagas. No le enseñes a
nadie este correo. Guarda este secreto por mí. Si la verdad sale a la luz,
mis padres, Balthazar y muchos otros estudiantes estarán en peligro y
todo habría sido por mi culpa. No podría soportar haber sido la
responsable de haberle hecho daño a alguien.
No le he contado a nadie que me viste con Erich en el tejado. Lo he
hecho para mantenerte a salvo. A cambio podrías hacer lo mismo por mí,
¿de acuerdo? Es lo único que te pido. Tal vez sea más de lo que merezco,
pero no se trata solo de mí, se trata de la gente que podría resultar
malparada.
También quería que supieras que me importas lo suficiente como para
contarte la verdad. Siento haber tardado tanto y que sea demasiado
tarde, pero espero que sepas entender su importancia cuando
comprendas cómo me siento.
Te añoraré siempre. Adiós, Lucas.
Apreté el botón de «enviar» antes de que pudiera arrepentirme, y nada
más hacerlo, sentí que un escalofrío me recorría el cuerpo. ¿Y si Lucas
ignoraba mis palabras? ¿Y si el correo electrónico que le había enviado no
solo no lo animaba a guardar silencio sino que además le proporcionaba
pruebas? Tal vez debería haberme arrepentido de habérselo enviado, pero
no fue así. Tal vez Lucas ya no volviera a confiar en mí, pero yo seguía
confiando en él.
No esperaba una respuesta. Sin embargo, la esperanza era lo último
que se perdía. Me pasé todo el día comprobando y volviendo a comprobar
el correo electrónico, y el siguiente, y luego en Navidad, en cuanto pude
escaquearme de la entrega de regalos.
Lucas no había contestado.
Año Nuevo. Nada.
Me dije que había valido la pena decirle la verdad aunque solo fuera por
tener la conciencia tranquila, y lo creía de todo corazón, pero no por eso
fue más fácil tener que afrontar que mi confesión no había servido de
nada. Lo había perdido para siempre.

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