Me
condujo de vuelta a la habitación que había identificado como el despacho de
Carlisle. Se detuvo delante de la puerta durante unos instantes.
—Adelante
—nos invitó la voz de Carlisle.
Edward
abrió la puerta de acceso a una sala de techos altos con vigas de madera y de
grandes ventanales orientados hacia el oeste. Las paredes también estaban
revestidas con paneles de madera más oscura que la del vestíbulo, allí donde
ésta se podía ver, ya que unas estanterías, que llegaban por encima de mi
cabeza, ocupaban la mayor parte de la superficie. Contenían más libros de los
que jamás había visto fuera de una biblioteca.
Carlisle
se sentaba en un sillón de cuero detrás del enorme escritorio de caoba. Acababa
de poner un marcador entre las páginas del libro que sostenía en las manos. El
despacho era idéntico a como yo imaginaba que sería el de un decano de la
facultad, sólo que Carlisle parecía demasiado joven para encajar en el papel.
—
¿Qué puedo hacer por vosotros? —nos preguntó con tono agradable mientras se
levantaba del sillón.
—Quería
enseñar a Bella un poco de nuestra historia —contestó Edward—. Bueno, en
realidad, de tu historia.
—No
pretendíamos molestarte —me disculpé.
—En
absoluto. ¿Por dónde vais a comenzar?
—Por
los cuadros —contestó Edward mientras me ponía con suavidad la mano sobre el
hombro y me hacía girar para mirar hacia la puerta por la que acabábamos de
entrar.
Cada
vez que me tocaba, incluso aunque fuera por casualidad, mi corazón reaccionaba
de forma audible. Resultaba de lo más embarazoso en presencia de Carlisle.
La
pared hacia la que nos habíamos vuelto era diferente de las demás, ya que
estaba repleta de cuadros enmarcados de todos los tamaños y colores —unos muy
vivos y otros de apagados monocromos— en lugar de estanterías. Busqué un motivo
oculto común que diera coherencia a la colección, pero no encontré nada después
de mi apresurado examen.
Edward
me arrastró hacia el otro lado, a la izquierda, y me dejó delante de un pequeño
óleo con un sencillo marco de madera. No figuraba entre los más grandes ni los
más destacados. Pintado con diferentes tonos de sepia, representaba la
miniatura de una ciudad de tejados muy inclinados con finas agujas en lo alto
de algunas torres diseminadas. Un río muy caudaloso —lo cruzaba un puente
cubierto por estructuras similares a minúsculas catedrales— dominaba el primer
plano.
—Londres
hacia 1650 —comentó.
—El
Londres de mi juventud —añadió Carlisle a medio metro detrás de nosotros. Me
estremecí. No le había oído aproximarse. Edward me apretó la mano.
—
¿Le vas a contar la historia? —inquirió Edward.
Me
retorcí un poco para ver la reacción de Carlisle. Sus ojos se encontraron con los
míos y me sonrió.
—Lo
haría —replicó—, pero de hecho llego tarde. Han telefoneado del hospital esta
mañana. El doctor Snow se ha tomado un día de permiso. Además, te conoces la
historia tan bien como yo —añadió, dirigiendo a Edward una gran sonrisa.
Resultaba
difícil asimilar una combinación tan extraña: las preocupaciones del día a día
de un médico de pueblo en mitad de una conversación sobre sus primeros días en
el Londres del siglo XVII.
También
desconcertaba saber que hablaba en voz alta sólo en deferencia hacia mí.
Carlisle
abandonó la estancia después de destinarme otra cálida sonrisa. Me quedé mirando
el pequeño cuadro de la ciudad natal de Carlisle durante un buen rato.
Finalmente, volví los ojos hacia Edward, que estaba observándome, y le
pregunté:
—
¿Qué sucedió luego? ¿Qué ocurrió cuando comprendió lo que le había pasado?
Volvió
a estudiar las pinturas y miré para saber qué imagen atraía su interés ahora.
Se trataba de un paisaje de mayor tamaño y colores apagados, una pradera
despejada a la sombra de un bosque con un pico escarpado a lo lejos.
—Cuando
supo que se había convertido —prosiguió en voz baja—, se rebeló contra su
condición, intentó destruirse, pero eso no es fácil de conseguir.
—
¿Cómo?
No
quería decirlo en voz alta, pero las palabras se abrieron paso a través de mi
estupor.
—Se
arrojó desde grandes alturas —me explicó Edward con voz impasible—, e intentó
ahogarse en el océano, pero en esa nueva vida era joven y muy fuerte. Resulta
sorprendente que fuera capaz de resistir el deseo... de alimentarse... cuando
era aún tan inexperto. El instinto es más fuerte en ese momento y lo arrastra
todo, pero sentía tal repulsión hacia lo que era que tuvo la fuerza para
intentar matarse de hambre.
—
¿Es eso posible? —inquirí con voz débil.
—No,
hay muy pocas formas de matarnos.
Abrí
la boca para formular otra pregunta, pero Edward comenzó a hablar antes de que
lo pudiera hacer.
—De
modo que su hambre crecía y al final se debilitó. Se alejó cuanto pudo de toda
población humana al detectar que su fuerza de voluntad también se estaba
debilitando. Durante meses, estuvo vagabundeando de noche en busca de los
lugares más solitarios, maldiciéndose.
»Una
noche, una manada de ciervos cruzó junto a su escondrijo. La sed le había
vuelto tan salvaje que los atacó sin pensarlo. Recuperó las fuerzas y
comprendió que había una alternativa a ser el vil monstruo que temía ser.
¿Acaso no había comido venado en su anterior vida? Podía vivir sin ser un
demonio y de nuevo se halló a sí mismo.
«Comenzó
a aprovechar mejor su tiempo. Siempre había sido inteligente y ávido de
aprender. Ahora tenía un tiempo ilimitado por delante. Estudiaba de noche y
trazaba planes durante el día. Se marchó a Francia a nado y...
—
¿Nadó hasta Francia?
—Bella,
la gente siempre ha cruzado a nado el Canal —me recordó con paciencia.
—Supongo
que es cierto. Sólo que parecía divertido en ese contexto. Continúa.
—Nadar
es fácil para nosotros...
—Todo
es fácil para ti —me quejé.
Me
aguardó con expresión divertida.
—No
volveré a interrumpirte otra vez, lo prometo.
Rió
entre dientes con aire misterioso y terminó la frase:
—Es
fácil porque, técnicamente, no necesitamos respirar.
—Tú...
—No,
no, lo has prometido —se rió y me puso con suavidad el helado dedo en los
labios—. ¿Quieres oír la historia o no?
—No
me puedes soltar algo así y esperar que no diga nada —mascullé contra su dedo.
Levantó
la mano hasta ponerla sobre mi cuello. Mi corazón se desbocó, pero perseveré.
—
¿No necesitas respirar? —exigí saber.
—No,
no es una necesidad —se encogió de hombros—. Sólo un hábito.
—
¿Cuánto puedes aguantar sin respirar?
—Supongo
que indefinidamente, no lo sé. La privación del sentido del olfato resulta un
poco incómoda.
—Un
poco incómoda —repetí.
No
prestaba atención a mis expresiones, pero hubo algo en ellas que le ensombreció
el ánimo. La mano le colgó a un costado y se quedó inmóvil, mirándome con gran
intensidad. El silencio se prolongó y sus facciones siguieron tan inmóviles
como una piedra.
—
¿Qué ocurre? —susurré mientras le acariciaba el rostro helado.
Sus
facciones se suavizaron ante mi roce y suspiró.
—Sigo
a la espera de que pase.
—
¿A que pase el qué?
—Sé
que en algún momento, habrá algo que te diga o que te haga ver que va a ser
demasiado. Y entonces te alejarás de mí entre alaridos —esbozó una media
sonrisa, pero sus ojos eran serios—. No voy a detenerte. Quiero que suceda,
porque quiero que estés a salvo. Y aun así, quiero estar a tu lado. Ambos
deseos son imposibles de conciliar...
Dejó
la frase en el aire mientras contemplaba mi rostro, a la espera.
—No
voy a irme a ningún lado —le prometí.
—Ya
lo veremos —contestó, sonriendo de nuevo.
Le
fruncí el ceño.
—Bueno,
continuemos... Carlisle se marchó a Francia a nado.
Hizo
una pausa mientras intentaba recuperar el hilo de la historia. Con gesto
pensativo, fijó la mirada en otra pintura, la de mayor colorido y de marco más
lujoso, y también la más grande. Personajes llenos de vida, envueltos en
túnicas onduladas y enroscadas en torno a grandes columnas en el exterior de
balconadas marmóreas, llenaban el lienzo. No sabía si representaban figuras de
la mitología helena o si los personajes que flotaban en las nubes de la parte
superior tenían algún significado bíblico.
—Carlisle
nadó hacia Francia y continuó por Europa y sus universidades. De noche estudió
música, ciencias, medicina y encontró su vocación y su penitencia en salvar
vidas —su expresión se tornó sobrecogida, casi reverente—. No sé describir su
lucha de forma adecuada. Carlisle necesitó dos siglos de atormentadores
esfuerzos para perfeccionar su autocontrol. Ahora es prácticamente inmune al
olor de la sangre humana y es capaz de hacer el trabajo que adora sin
sufrimiento. Obtiene una gran paz de espíritu allí, en el hospital...
Edward
se quedó con la mirada ausente durante bastante tiempo. De repente, pareció
recordar su intención. Dio unos golpecitos en la enorme pintura que teníamos
delante con el dedo.
—Estudió
en Italia cuando descubrió que allí había otros. Eran mucho más civilizados y
cultos que los espectros de las alcantarillas londinenses.
Rozó
a un cuarteto relativamente sereno de figuras pintadas en lo alto de un balcón
que miraban con calma el caos reinante a sus pies. Estudié al grupo con cuidado
y, con una risa de sorpresa, reconocí al hombre de cabellos dorados.
—Los
amigos de Carlisle fueron una gran fuente de inspiración para Francesco
Solimena. A menudo los representaba como dioses —rió entre dientes—. Aro,
Marco, Cayo —dijo conforme iba señalando a los otros tres, dos de cabellos
negros y uno de cabellos canos——, los patrones nocturnos de las artes.
—
¿Qué fue de ellos? —pregunté en voz alta, con la yema de los dedos inmóvil en
el aire a un centímetro de las figuras de la tela.
—Siguen
ahí, como llevan haciendo desde hace quién sabe cuántos milenios —se encogió de
hombros—. Carlisle sólo estuvo entre ellos por un breve lapso de tiempo, apenas
unas décadas. Admiraba profundamente su amabilidad y su refinamiento, pero
persistieron en su intento de curarle de aquella aversión a su «fuente natural
de alimentación». Ellos intentaron persuadirle y él a ellos, en vano. Llegados
a ese punto, Carlisle decidió probar suerte en el Nuevo Mundo. Soñaba con
hallar a otros como él. Ya sabes, estaba muy solo.
«Transcurrió
mucho tiempo sin que encontrara a nadie, pero podía interactuar entre los
confiados humanos como si fuera uno de ellos porque los monstruos se habían
convertido en tema para los cuentos de hadas. Comenzó a practicar la medicina.
Pero rehuía el ansiado compañerismo al no poderse arriesgar a un exceso de
confianza.
«Trabajaba
por las noches en un hospital de Chicago cuando golpeó la pandemia de gripe. Le
había estado dando vueltas durante varios años y casi había decidido actuar. Ya
que no encontraba un compañero, lo crearía; pero dudaba si hacerlo o no, ya que
él mismo no estaba totalmente seguro de cómo se había convertido. Además, se
había jurado no arrebatar la vida de nadie de la misma manera que se la habían
robado a él. Estaba en ese estado de ánimo cuando me encontró. No había
esperanza para mí. Me habían dejado en la sala de los moribundos. Había
asistido a mis padres, por lo que sabía que estaba solo en el mundo, .y decidió
intentarlo....
Ahora,
cuando dejó la frase inacabada, su voz era apenas un susurro. Me pregunté qué
imágenes ocuparían su mente en ese instante, ¿los recuerdos de Carlisle o los
suyos? Esperé sin hacer ruido.
Una
angelical sonrisa iluminaba su rostro cuando se volvió hacia mí.
—Y
así es como se cerró el círculo —concluyó.
—Entonces,
¿siempre has estado con Carlisle?
—Casi
siempre.
Me
puso la mano en la cintura con suavidad y me arrastró con él mientras cruzaba
la puerta. Me volví a mirar los cuadros de la pared, preguntándome si alguna
vez llegaría a oír el resto de las historias.
Edward
no dijo nada mientras caminábamos hacia el vestíbulo, de modo que pregunté:
—
¿Casi?
Suspiró.
Parecía renuente a responder.
—Bueno,
tuve el típico brote de rebeldía adolescente unos diez años después de...
nacer... o convertirme, como prefieras llamarlo. No me resignaba a llevar su
vida de abstinencia y estaba resentido con él por refrenar mi sed, por lo que
me marché a seguir mi camino durante un tiempo.
—
¿De verdad?
Estaba
mucho más intrigada que asustada, que es como debería estar.
Y
él lo sabía. Vagamente me di cuenta de que nos dirigíamos al siguiente tramo de
escaleras, pero no estaba prestando demasiada atención a cuanto me rodeaba.
—
¿No te causa repulsa?
—No.
—
¿Por qué no?
—Supongo
que... suena razonable.
Soltó
una carcajada más fuerte que las anteriores. Ahora nos encontrábamos en lo más
alto de las escaleras, en otro vestíbulo de paredes revestidas con paneles de
madera.
—Gocé
de la ventaja de saber qué pensaban todos cuantos me rodeaban, fueran humanos o
no, desde el momento de mi renacimiento —susurró—. Ésa fue la razón por la que
tardé diez años en desafiar a Carlisle... Podía leer su absoluta sinceridad y
comprender la razón de su forma de vida.
Apenas
tardé unos pocos años en volver a su lado y comprometerme de nuevo con su
visión. Creí poderme librar de los remordimientos de conciencia, ya que podía
dejar a los inocentes y perseguir sólo a los malvados al conocer los
pensamientos de mis presas. Si seguía a un asesino hasta un callejón oscuro
donde acosaba a una chica, si la salvaba, en ese caso no sería tan terrible.
Me
estremecí al imaginar con claridad lo que describía: el callejón de noche, la
chica atemorizada, el hombre siniestro detrás de ella y Edward de caza, terrible
y glorioso como un joven dios, imparable. ¿Le estaría agradecida la chica o se
asustaría más que antes?
—Pero
con el paso del tiempo comencé a verme como un monstruo. No podía rehuir la
deuda de haber tomado demasiadas vidas, sin importar cuánto se lo merecieran, y
regresé con Carlisle y Esme. Me acogieron como al hijo pródigo. Era más de lo
que merecía.
Nos
habíamos detenido frente a la última puerta del vestíbulo.
—Mi
habitación —me informó al tiempo que abría la puerta y me hacía pasar.
Su
habitación tenía vistas al sur y una ventana del tamaño de la pared, igual que
en el gran recibidor del primer piso. Toda la parte posterior de la casa debía
de ser de vidrio. La vista daba al meandro que describía el río Sol Duc antes
de cruzar el bosque intacto que llegaba hasta la cordillera de Olympic
Mountain. La pared de la cara oeste estaba totalmente cubierta por una sucesión
de estantes repletos de CD. El cuarto de Edward estaba mejor surtido que una
tienda de música. En el rincón había un sofisticado aparato de música, de un
tipo que no me atrevía a tocar por miedo a romperlo. No había ninguna cama,
sólo un espacioso y acogedor sofá de cuero negro. Una gruesa alfombra de tonos
dorados cubría el suelo y las paredes estaban tapizadas de tela de un tono ligeramente
más oscuro.
—
¿Para conseguir una buena acústica? —aventuré.
Edward
rió entre dientes y asintió con la cabeza.
Tomó
un mando a distancia y encendió el equipo, la suave música de jazz, pese a
estar a un volumen bajo, sonaba como si el grupo estuviera con nosotros en la
habitación. Me fui a mirar su alucinante colección de música.
—
¿Cómo los clasificas? —pregunté al sentirme incapaz de encontrar un criterio
para el orden de los títulos.
No
me estaba prestando atención.
—Esto...
Por año, y luego por preferencia personal dentro de ese año —contestó con aire
distraído.
Al
darme la vuelta, le vi mirarme con un brillo muy peculiar en los ojos.
—
¿Qué ocurre?
—Contaba
con sentirme aliviado después de habértelo explicado todo, de no tener secretos
para ti, pero no esperaba sentir más que eso. Me gusta —se encogió de hombros al tiempo que sonreía
imperceptiblemente—. Me hace feliz.
—Me
alegro.
Le
devolví la sonrisa. Me preocuparía que se arrepintiera de haberme contado todo
aquello. Era bueno saber que no era el caso.
Pero
entonces, mientras sus ojos estudiaban mi expresión, su sonrisa se apagó y su
frente se pobló de arrugas.
—Aún
sigues esperando que salga huyendo —supuse—, gritando espantada, ¿verdad?
Una
ligera sonrisa curvó sus labios y asintió.
—Lamento
estropearte la ilusión, pero no inspiras tanto miedo, de veras —con toda
naturalidad, le mentí—: De hecho, no me asustas nada en absoluto.
Se
detuvo y arqueó las cejas con manifiesta incredulidad. Una sonrisa ancha y
traviesa recorrió su rostro.
—No
deberías haber dicho eso, de veras.
Edward
emitió un sordo gruñido gutural y los labios mostraron unos dientes perfectos
al curvarse hacia atrás. De repente, su cuerpo cambió, se había agachado, tenso
como un león a punto de acometer.
Sin
dejar de mirarlo, me aparté de él.
—No
deberías haberlo dicho.
No
le vi saltar hacia mí, fue demasiado rápido. De repente me encontré en el aire
y luego caímos sobre el sofá, que golpeó contra la pared por el impacto. Sus
brazos formaron una protectora jaula durante todo el tiempo, por lo que apenas
sentí el zarandeo, pero seguía respirando agitadamente cuando intenté ponerme
en pie.
—
¿Qué era lo que decías? —preguntó juguetón.
—Que
eres un monstruo realmente aterrador —repliqué. El jadeo de mi voz estropeó
algo el sarcasmo de mi respuesta.
—Mucho
mejor —aprobó.
—Esto...
—forcejeé——. ¿Me puedes bajar ya?
Se
limitó a reírse.
—
¿Se puede? —preguntó una voz que parecía proceder del vestíbulo.
Me
debatí para liberarme, pero Edward se limitó a dejar que pudiera sentarme de
forma más convencional sobre su regazo. Entonces vi en el vestíbulo a Alice y a
Jasper detrás de ella. Me puse colorada, pero Edward parecía a gusto.
—Adelante
—contestó Edward, que aún seguía riéndose discretamente.
Alice
no pareció hallar nada inusual en nuestro abrazo. Caminó —casi bailó, tal era
la gracia de sus movimientos— hacia el centro del cuarto y se dobló de forma
sinuosa para sentarse sobre el suelo. Jasper, sin embargo, se detuvo en el
umbral un poco sorprendido. Clavó los ojos en el rostro de Edward y me pregunté
si estaba tanteando el clima reinante con su inusual sensibilidad.
—Parecía
que te ibas a almorzar a Bella —anunció Alice—, y veníamos a ver si la podíamos
compartir.
Me
puse rígida durante un instante, hasta que me percaté de la gran sonrisa de Edward.
No sabría decir si se debía al comentario de Alice o a mi reacción.
—Lo
siento. No creo que haya bastante para compartir —replicó sin dejar de rodearme
con los brazos.
—De
hecho —dijo Jasper, sonriendo a su pesar cuando entró en la habitación—, Alice anuncia
una gran tormenta para esta noche y Emmett quiere jugar a la pelota. ¿Te
apuntas?
Las
palabras eran bastante comunes, pero me desconcertaba el contexto; aunque Alice
era más fiable que el hombre del tiempo.
Los
ojos de Edward se iluminaron, pero aun así vaciló.
—Traerías
a Bella, por supuesto —añadió Alice jovialmente. Había creído atisbar la rápida
mirada que Jasper le lanzaba.
—
¿Quieres ir? —me preguntó Edward, animado y con expresión de entusiasmo.
—Claro
—no podía decepcionar a un rostro como ése—. Eh, ¿adonde vamos?
—Hemos
de esperar a que truene para jugar, ya verás la razón —me prometió.
—
¿Necesitaré un paraguas?
Las
tres rompieron a reír estrepitosamente.
—
¿Lo va a necesitar? —preguntó Jasper a Alice.
—No;
—estaba segura—. La tormenta va a descargar sobre el pueblo. El claro del
bosque debería de estar bastante seco.
—En
ese caso, perfecto.
El
entusiasmo de la voz de Jasper fue contagioso, por descontado. Yo misma me
descubrí más curiosa que aterrada.
—Vamos
a ver si Carlisle quiere venir.
Alice
se levantó y cruzó la puerta de un modo que hubiera roto de envidia el corazón
de una bailarina.
—Como
si no lo supieras —la pinchó Jasper.
Ambos
siguieron su camino con rapidez, pero Jasper se las arregló para dejar la
puerta discretamente cerrada al salir.
—
¿A qué vamos a jugar? —quise saber.
—Tú
vas a mirar —aclaró Edward—. Nosotros jugaremos al béisbol.
Levanté
los ojos hacia el cielo
—
¿A los vampiros les gusta el béisbol?
—Es el pasatiempo americano —me replicó con burlona
solemnidad.
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