Finalmente,
me despertó la tenue luz de otro día nublado. Yacía con el brazo sobre los
ojos, grogui y confusa. Algo, el atisbo de un sueño digno de recordar, pugnaba
por abrirse paso en mi mente. Gemí y rodé sobre un costado esperando volver a
dormirme. Y entonces lo acaecido el día anterior irrumpió en mi conciencia.
—
¡Oh!
Me
senté tan deprisa que la cabeza me empezó a dar vueltas.
—Tu
pelo parece un almiar, pero me gusta.
La
voz serena procedía de la mecedora de la esquina.
—¡Edward,
te has quedado! —me regocijé y crucé el dormitorio para arrojarme
irreflexivamente a su regazo. Me quedé helada, sorprendida por mi desenfrenado
entusiasmo, en el instante en el que comprendí lo que había hecho. Alcé la
vista, temerosa de haberme pasado de la raya, pero él se reía.
—Por
supuesto —contestó, sorprendido, pero complacido de mi reacción. Me frotó la
espalda con las manos.
Recosté
con cuidado la cabeza sobre su hombro, inspirando el olor de su piel.
—Estaba
convencida de que era un sueño.
—No
eres tan creativa —se mofó.
—¡Charlie!
—exclamé.
Volví
a saltar de forma irreflexiva en cuanto me acordé de él y me dirigí hacia la
puerta.
—Se
marchó hace una hora... Después de volver a conectar los cables de la batería
de tu coche, debería añadir. He de admitir cierta decepción. ¿Es todo lo que se
le ocurre para detenerte si estuvieras decidida a irte?
Estuve
reflexionando mientras me quedaba de pie, me moría de ganas de regresar junto a
él, pero temí tener mal aliento.
—No
sueles estar tan confundida por la mañana —advirtió.
Me
tendió los brazos para que volviera. Una invitación casi irresistible.
—Necesito
otro minuto humano —admití.
—Esperaré.
Me
precipité hacia el baño sin reconocer mis emociones. No me conocía a mí misma,
ni por dentro ni por fuera. El rostro del espejo, con los ojos demasiado
brillantes y unas manchas rojizas de fiebre en los pómulos, era prácticamente
el de una desconocida. Después de cepillarme los dientes, me esforcé por alisar
la caótica maraña que era mi pelo. Me eché agua fría sobre el rostro e intenté
respirar con normalidad sin éxito evidente. Regresé a mi cuarto casi a la
carrera.
Parecía
un milagro que siguiera ahí, esperándome con los brazos tendidos para mí.
Extendió la mano y mi corazón palpitó con inseguridad.
—Bienvenida
otra vez —musitó, tomándome en brazos.
Me
meció en silencio durante unos momentos, hasta que me percaté de que se había
cambiado de ropa y llevaba el pelo liso.
—¡Te
has ido! —le acusé mientras tocaba el cuello de su camiseta nueva.
—Difícilmente
podía salir con las ropas que entré. ¿Qué pensarían los vecinos?
Hice
un mohín.
—Has
dormido profundamente, no me he perdido nada —sus ojos centellearon—. Empezaste
a hablar en sueños muy pronto.
Gemí.
—¿Qué
oíste?
Los
ojos dorados se suavizaron.
—Dijiste
que me querías.
—Eso
ya lo sabías —le recordé, hundí mi cabeza en su hombro.
—Da
lo mismo, es agradable oírlo.
Oculté
la cara contra su hombro.
—Te
quiero —susurré.
—Ahora
tú eres mi vida —se limitó a contestar.
No
había nada más que decir por el momento. Nos mecimos de un lado a otro mientras
se iba iluminando el dormitorio.
—Hora
de desayunar —dijo al fin de manera informal para demostrar, estaba segura, que
se acordaba de todas mis debilidades humanas.
Me
protegí la garganta con ambas manos y lo miré fijamente con ojos abiertos de
miedo. El pánico cruzó por su rostro.
—¡Era
una broma! —me reí con disimulo—. ¡Y tú dijiste que no sabía actuar!
Frunció
el ceño de disgusto.
—Eso
no ha sido divertido.
—Lo
ha sido, y lo sabes.
No
obstante, estudié sus ojos dorados con cuidado para asegurarme de que me había
perdonado. Al parecer, así era.
—¿Puedo
reformular la frase? —preguntó—. Hora de desayunar para los humanos.
—Ah,
de acuerdo.
Me
echó sobre sus hombros de piedra, con suavidad, pero con tal rapidez que me
dejó sin aliento. Protesté mientras me llevaba con facilidad escaleras abajo,
pero me ignoró. Me sentó con delicadeza, derecha sobre la silla.
La
cocina estaba brillante, alegre, parecía absorber mi estado de ánimo.
—¿Qué
hay para desayunar? —pregunté con tono agradable.
Aquello
le descolocó durante un minuto.
—Eh...
No estoy seguro. ¿Qué te gustaría?
Arrugó
su frente de mármol. Esbocé una amplia sonrisa y me levanté de un salto.
—Vale,
sola me defiendo bastante bien. Obsérvame cazar.
Encontré
un cuenco y una caja de cereales. Pude sentir sus ojos fijos en mí mientras
echaba la leche y tomaba una cuchara. Puse el desayuno sobre la mesa, y luego
me detuve para, sin querer ser irónica, preguntarle:
—¿Quieres
algo?
Puso
los ojos en blanco.
—Limítate
a comer, Bella.
Me
senté y le observé mientras comía. Edward me contemplaba fijamente, estudiando
cada uno de mis movimientos, por lo que me sentí cohibida. Me aclaré la
garganta para hablar y distraerle.
—¿Qué
planes tenemos para hoy?
—Eh...
—le observé elegir con cuidado la respuesta—. ¿Qué te parecería conocer a mi
familia?
Tragué
saliva.
—¿Ahora
tienes miedo?
Parecía
esperanzado.
—Sí
—admití, pero cómo negarlo si lo podía advertir en mis ojos.
—No
te preocupes —esbozó una sonrisa de suficiencia—. Té protegeré.
—No
los temo a ellos —me expliqué—, sino a que no les guste. ¿No les va a
sorprender que lleves a casa para conocerlos a alguien, bueno, a alguien como
yo?
—Oh,
están al corriente de todo. Ayer cruzaron apuestas, ya sabes —sonrió, pero su
voz era severa—, sobre si te traería de vuelta, aunque no consigo imaginar la
razón por la que alguien apostaría contra Alice. De todos modos, no tenemos
secretos en la familia. No es viable con mi don para leer las mentes, la
precognición de Alice y todo eso.
—Y
Jasper haciéndote sentir todo el cariño con que te arrancaría las tripas.
—Prestaste
atención —comentó con una sonrisa de aprobación.
—Sé
hacerlo de vez en cuando —hice una mueca——. ¿Así que Alice me vio regresar?
Su
reacción fue extraña.
—Algo
por el estilo —comentó con incomodidad mientras se daba la vuelta para que no
le pudiera ver los ojos. Le miré con curiosidad.
—¿Tiene
buen sabor? —preguntó al volverse de repente y contemplar mi desayuno con un
gesto burlón—. La verdad es que no parece muy apetitoso.
—Bueno,
no es un oso gris irritado... —murmuré, ignorándole cuando frunció el ceño.
Aún
me seguía preguntando por qué me había respondido de esa manera cuando mencioné
a Alice. Mientras especulaba, me apresuré a terminar los cereales.
Permaneció
plantado en medio de la cocina, de nuevo convertido en la estatua de un Adonis,
mirando con expresión ausente por las ventanas traseras. Luego, volvió a posar
los ojos en mí y esbozó esa arrebatadora sonrisa suya.
—Creo
que también tú deberías presentarme a tu padre.
—Ya
te conoce —le recordé.
—Como
tu novio, quiero decir.
Le
miré con gesto de sospecha.
—¿Por
qué?
—¿No
es ésa la costumbre? —preguntó inocentemente.
—Lo
ignoro —admití. Mi historial de novios me ofrecía pocas referencias con las que
trabajar, y ninguna de las reglas normales sobre salir con chicos venía al
caso—. No es necesario, ya sabes. No espero que tú... Quiero decir, no tienes
que fingir por mí.
Su
sonrisa fue paciente.
—No
estoy fingiendo.
Empujé
el resto de los cereales a una esquina del cuenco mientras me mordía el labio.
—¿Vas
a decirle a Charlie que soy tu novio o no? —quiso saber.
—¿Es
eso lo que eres?
En
mi fuero interno, me encogí ante la perspectiva de unir a Edward, Charlie y la
palabra novio en la misma
habitación y al mismo tiempo.
—Admito
que es una interpretación libre, dada la connotación humana de la palabra.
—De
hecho, tengo la impresión de que eres algo más —confesé clavando los ojos en la
mesa.
—Bueno,
no creo necesario darle todos los detalles morbosos —se estiró sobre la mesa y
me levantó el mentón con un dedo frío y suave—. Pero vamos a necesitar una explicación
de por qué merodeo tanto por aquí. No quiero que el jefe de policía Swan me
imponga una orden de alejamiento.
—¿Estarás?
—pregunté, repentinamente ansiosa—. ¿De veras vas a estar aquí?
—Tanto
tiempo como tú me quieras —me aseguró.
—Te
querré siempre —le avisé—. Para siempre.
Caminó
alrededor de la mesa muy despacio y se detuvo muy cerca, extendió la mano para
acariciarme la mejilla con las yemas de los dedos. Su expresión era
inescrutable.
—¿Eso
te entristece?
No
contestó y me miró fijamente a los ojos por un periodo de tiempo inmensurable.
—¿Has
terminado? ——preguntó finalmente.
Me
incorporé de un salto.
—Sí.
—Vístete...
Te esperaré aquí.
Resultó
difícil decidir qué ponerme. Dudaba que hubiera libros de etiqueta en los que
se detallara cómo vestirte cuando tu novio vampiro te lleva a su casa para que
conozcas a su familia vampiro. Era un alivio emplear la palabra en mi fuero
interno. Sabía que yo misma la eludía de forma intencionada.
Terminé
poniéndome mi única falda, larga y de color caqui, pero aun así informal. Me
vestí con la blusa de color azul oscuro de la que Edward había hablado
favorablemente en una ocasión. Un rápido vistazo en el espejo me convenció de
que mi pelo era una causa perdida, por lo que me lo recogí en una coleta.
—De
acuerdo —bajé a saltos las escaleras—. Estoy presentable.
Me
esperaba al pie de las mismas, más cerca de lo que pensaba, por lo que salté
encima de él. Edward me sostuvo, durante unos segundos me retuvo con cautela a
cierta distancia antes de atraerme súbitamente.
—Te
has vuelto a equivocar —me murmuró al oído—. Vas totalmente indecente. No está
bien que alguien tenga un aspecto tan apetecible.
—¿Cómo
de apetecible? Puedo cambiar...
Suspiró
al tiempo que sacudía la cabeza.
—Eres
tan ridícula...
Presionó
con suavidad sus labios helados en mi frente y la habitación empezó a dar
vueltas. El olor de su respiración me impedía pensar.
—¿Debo
explicarte por qué me resultas apetecible?
Era
claramente una pregunta retórica. Sus dedos descendieron lentamente por mi
espalda y su aliento rozó con más fuerza mi piel. Mis manos descansaban
flácidas sobre su pecho y otra vez me sentí aturdida. Inclinó la cabeza
lentamente y por segunda vez sus fríos labios tocaron los míos con mucho
cuidado, separándolos levemente.
Entonces
sufrí un colapso.
—¿Bella?
—dijo alarmado mientras me recogía y me alzaba en vilo.
—Has
hecho que me desmaye... —le acusé en mi aturdimiento.
—¿Qué
voy a hacer contigo? —Gimió con desesperación—. Ayer te beso, ¡y me atacas! ¡Y
hoy te desmayas!
Me
reí débilmente, dejando que sus brazos me sostuvieran mientras la cabeza seguía
dándome vueltas.
—Eso
te pasa por ser bueno en todo.
Suspiró.
—Ése
es el problema —yo aún seguía grogui—. Eres demasiado bueno. Muy, muy bueno.
—¿Estás
mareada? —preguntó. Me había visto así con anterioridad.
—No...
No fue la misma clase de desfallecimiento de siempre. No sé qué ha sucedido
—agité la cabeza con gesto de disculpa—. Creo que me olvidé de respirar.
—No
te puedo llevar de esta guisa a ningún sitio.
—Estoy
bien —insistí—. Tu familia va a pensar que estoy loca de todos modos, así
que... ¿Cuál es la diferencia?
Evaluó
mi expresión durante unos instantes.
—No
soy imparcial con el color de esa blusa —comentó inesperadamente. Enrojecí de
placer y desvié la mirada.
—Mira,
intento con todas mis fuerzas no pensar en lo que estoy a punto de hacer, así
que ¿podemos irnos ya?
—A
ti no te preocupa dirigirte al encuentro de una casa llena de vampiros, lo que
te preocupa es conseguir su aprobación, ¿me equivoco?
—No
—contesté de inmediato, ocultando mi sorpresa ante el tono informal con el que
utilizaba la palabra.
Sacudió
la cabeza.
—Eres
increíble.
Cuando
condujo fuera del centro del pueblo comprendí que no tenía ni idea de dónde
vivía. Cruzamos el puente sobre el río Calwah, donde la carretera se desviaba
hacia el Norte. Las casas que aparecían de forma intermitente al pasar se
encontraban cada vez más alejadas de la carretera, y eran de mayor tamaño.
Luego sobrepasamos otro núcleo de edificios antes de dirigirnos al bosque
neblinoso. Intentaba decidir entre preguntar o tener paciencia y mantenerme
callada cuando giró bruscamente para tomar un camino sin pavimentar. No estaba
señalizado y apenas era visible entre los helechos. El bosque, serpenteante
entre los centenarios árboles, invadía a ambos lados el sendero hasta tal punto
que sólo era distinguible a pocos metros de distancia.
Luego,
a escasos kilómetros, los árboles ralearon y de repente nos encontramos en una
pequeña pradera, ¿o era un jardín? Sin embargo, se mantenía la penumbra del
bosque; no remitió debido a que las inmensas ramas de seis cedros primigenios
daban sombra a todo un acre de tierra. La sombra de los árboles protegía los
muros de la casa que se erguía entre ellos, dejando sin justificación alguna el
profundo porche que rodeaba el primer piso.
No
sé lo que en realidad pensaba encontrarme, pero definitivamente no era aquello.
La casa, de unos cien años de antigüedad, era atemporal y elegante. Estaba
pintada de un blanco suave y desvaído. Tenía tres pisos de altura y era
rectangular y bien proporcionada. El monovolumen era el único coche a la vista.
Podía escuchar fluir el río cerca de allí, oculto en la penumbra del bosque.
—¡Guau!
—¿Te
gusta? —preguntó con una sonrisa.
—Tiene...
cierto encanto.
Me
tiró de la coleta y rió entre dientes. Luego, cuando me abrió la puerta, me
preguntó.
—¿Lista?
—Ni
un poquito... ¡Vamos!
Intenté
reírme, pero la risa se me quedó pegada a la garganta. Me alisé el peso con
gesto nervioso.
—Tienes
un aspecto adorable.
Me
tomó de la mano de forma casual, sin pensarlo.
Caminamos
hacia el porche a la densa sombra de los árboles. Sabía que notaba mi tensión.
Me frotaba el dorso de la mano, describiendo círculos con el dedo pulgar.
Me
abrió la puerta.
El
interior era aún más sorprendente y menos predecible que el exterior. Era muy
luminoso, muy espacioso y muy grande. Lo más posible es que originariamente
hubiera estado dividido en varias habitaciones, pero habían hecho desaparecer
los tabiques para conseguir un espacio más amplio. El muro trasero, orientado
hacia el sur, había sido totalmente reemplazado por una vidriera y más allá de
los cedros, el jardín, desprovisto de árboles, se estiraba hasta alcanzar el
ancho río. Una maciza escalera de caracol dominaba la parte oriental de la
estancia. Las paredes, el alto techo de vigas, los suelos de madera y las
gruesas alfombras eran todos de diferentes tonalidades de blanco.
Los
padres de Edward nos aguardaban para recibirnos a la izquierda de la entrada,
sobre un altillo del suelo, en el que descansaba un espectacular piano de cola.
Había
visto antes al doctor Cullen, por supuesto, pero eso no evitó que su joven y
ultrajante perfección me sorprendieran de nuevo. Presumí que quien estaba a su
lado era Esme, la única a la que no había visto con anterioridad. Tenía los mismos
rasgos pálidos y hermosos que el resto. Había algo en su rostro en forma de
corazón y en las ondas de su suave pelo de color caramelo que recordaba a la
ingenuidad de la época de las películas de cine mudo. Era pequeña y delgada,
pero, aun así, de facciones menos pronunciadas, más redondeadas que las de los
otros. Ambos vestían de manera informal, con colores claros que encajaban con
el interior de la casa. Me sonrieron en señal de bienvenida, pero ninguno hizo
ademán de acercarse a nosotros en lo que supuse era un intento de no asustarme.
La voz de Edward rompió el breve lapso de silencio.
—Carlisle,
Esme, os presento a Bella.
—Sé
bienvenida, Bella.
El
paso de Carlisle fue comedido y cuidadoso cuando se acercó a mí. Alzó una mano
con timidez y me adelanté un paso para estrechársela.
—Me
alegro de volver a verle, doctor Cullen.
—Llámame
Carlisle, por favor.
Le
sonreí de oreja a oreja con una repentina confianza que me sorprendió. Noté el
alivio de Edward, que seguía a mi lado.
Esme
sonrió y avanzó un paso para alcanzar mi mano. El apretón de su fría mano, dura
como la piedra, era tal y como yo esperaba.
—Me
alegro mucho de conocerte —dijo con sinceridad.
—Gracias.
Yo también me alegro.
Y
ahí estaba yo. Era como encontrarse formando parte de un cuento de hadas...
Blancanieves en carne y hueso.
—¿Dónde
están Alice y Jasper? —preguntó Edward, pero nadie tuvo ocasión de responder,
ya que ambos aparecieron en ese momento en lo alto de las amplias escaleras.
—¡Hola,
Edward! —le saludó Alice con entusiasmo.
Echó
a correr escaleras abajo, una centella de pelo oscuro y tez nívea, que llegó
para detenerse delante de mí repentinamente y con elegancia. Esme y Carlisle le
lanzaron sendas miradas de aviso, pero a mí me agradó. Después de todo, eso era
natural para ella.
—Hola,
Bella —dijo Alice y se adelantó para darme un beso en la mejilla.
Si
Carlisle y Esme habían parecido antes muy cautos, ahora se mostraron
estupefactos. Mis ojos también reflejaban esa sorpresa, pero al mismo tiempo me
complacía mucho que ella pareciera aceptarme por completo. Me sorprendió
percatarme de que Edward, a mi lado, se ponía rígido. Le miré, pero su
expresión era inescrutable.
—Hueles
bien —me alabó, para mi enorme vergüenza—, hasta ahora no me había dado cuenta.
Nadie
más parecía saber qué decir cuando Jasper se presentó allí, alto, leonino.
Sentí una sensación de alivio y de repente me encontré muy a gusto a pesar del
sitio en que me hallaba. Edward miró fijamente a Jasper y enarcó una ceja.
Entonces recordé lo que éste era capaz de hacer.
—Hola,
Bella —me saludó Jasper.
Mantuvo
la distancia y no me ofreció la
mano para que la estrechara, pero era imposible sentirse incómodo cerca de él.
—Hola,
Jasper —le sonreí con timidez, y luego a los demás, antes de añadir como
fórmula de cortesía—Me alegro de conoceros a todos... Tenéis una casa preciosa.
—Gracias
—contestó Esme—. Estarnos encantados de que hayas venido.
Me
habló con sentimiento, y me di cuenta de que pensaba que yo era valiente.
También
caí en la cuenta de que no se veía por ninguna parte a Rosalie y a Emmett.
Recordé entonces la negativa demasiado inocente de Edward cuando le pregunté si
no les agradaba a todos.
La
expresión de Carlisle me distrajo del hilo de mis pensamientos. Miraba a Edward
de forma significativa con gran intensidad. Vi a Edward asentir una vez con el
rabillo del ojo.
Miré
hacia otro lado, intentando ser amable, y mis ojos vagaron de nuevo hacia el
hermoso instrumento que había sobre la tarima al lado de la puerta. Súbitamente
recordé una fantasía de mi niñez, según la cual, compraría un gran piano de
cola a mi madre si alguna vez me tocaba la lotería. No era una buena pianista,
sólo tocaba para sí misma en nuestro piano de segunda mano, pero a mí me
encantaba verla tocar. Se la veía feliz, absorta, entonces me parecía un ser
nuevo y misterioso, alguien diferente a la persona a quien daba por hecho que
conocía. Me hizo tomar clases, por supuesto, pero, como la mayoría de los
niños, lloriqueé hasta conseguir que dejara de llevarme.
Esme
se percató de mi atención y, señalando el piano con un movimiento de cabeza, me
preguntó:
—¿Tocas?
Negué
con la cabeza.
—No,
en absoluto. Pero es tan hermoso... ¿Es tuyo?
—No
—se rió—. ¿No te ha dicho Edward que es músico?
—No
—entrecerré los ojos antes de mirarle—. Supongo que debería de haberlo sabido.
Esme
arqueó las cejas como muestra de su confusión.
—Edward
puede hacerlo todo, ¿no? —le expliqué.
Jasper
se rió con disimulo y Esme le dirigió una mirada de reprobación.
—Espero
que no hayas estado alardeando... Es de mala educación —le riñó.
—Sólo
un poco —Edward rió de buen grado, el rostro de Esme se suavizó al oírlo y
ambos intercambiaron una rápida mirada cuyo significado no comprendí, aunque la
faz de ella parecía casi petulante.
—De
hecho —rectifiqué—, se ha mostrado demasiado modesto.
—Bueno,
toca para ella —le animó Esme.
—Acabas
de decir que alardear es de mala educación —objetó Edward.
—Cada
regla tiene su excepción —le replicó.
—Me
gustaría oírte tocar —dije, sin que nadie me hubiera pedido mi opinión.
—Entonces,
decidido.
Esme
empujó hacia el piano a Edward, que tiró de mí y me hizo sentarme a su lado en
el banco. Me dedicó una prolongada y exasperada mirada antes de volverse hacia
las teclas.
Luego
sus dedos revolotearon rápidamente sobre las teclas de marfil y una
composición, tan compleja y exuberante que resultaba imposible creer que la
interpretara un único par de manos, llenó la habitación. Me quedé boquiabierta
del asombro y a mis espaldas oí risas en voz baja ante mi reacción.
Edward
me miró con indiferencia mientras la música seguía surgiendo a nuestro
alrededor sin descanso. Me guiñó un ojo:
—¿Te
gusta?
—¿Tú
has escrito esto? —dije entrecortadamente al comprenderlo.
Asintió.
—Es
la favorita de Esme.
Cerré
los ojos al tiempo que sacudía la cabeza.
—¿Qué
ocurre?
—Me
siento extremadamente insignificante.
El
ritmo de la música se hizo más pausado hasta transformarse en algo más suave y,
para mi sorpresa, entre la profusa maraña de notas, distinguí la melodía de la
nana que me tarareaba.
—Tú
inspiraste ésta —dijo en voz baja. La música se convirtió en algo de
desbordante dulzura.
No
me salieron las palabras.
—Les
gustas, ya lo sabes —dijo con tono coloquial—. Sobre todo a Esme.
Eché
un fugaz vistazo a mis espaldas, pero la enorme estancia se había quedado
vacía.
—
¿Adonde han ido?
—Supongo
que, muy sutilmente, nos han concedido un poco de intimidad.
Suspiré.
—Les
gusto, pero Rosalie y Emmett... —dejé la frase sin concluir porque no estaba
muy segura de cómo expresar mis dudas.
Edward
torció el gesto.
—No
te preocupes por Rosalie —insistió con su persuasiva mirada—. Cambiará de
opinión.
Fruncí
los labios con escepticismo.
—¿Y
Emmett?
—Bueno,
opina que soy un lunático, lo cual es cierto, pero no tienen ningún problema
contigo. Está intentando razonar con Rosalie.
—¿Qué
le perturba? —inquirí, no muy segura de querer conocer la respuesta.
Suspiró
profundamente.
—Rosalie
es la que más se debate contra... contra lo que somos. Le resulta duro que
alguien de fuera de la familia sepa la verdad, y está un poco celosa.
—¿Rosalie
tiene celos de mí? —pregunté con incredulidad.
Intenté
imaginarme un universo en el que alguien tan impresionante como Rosalie tuviera
alguna posible razón para sentir celos de alguien como yo.
—Eres
humana —Edward se encogió de hombros—. Es lo que ella también desearía ser.
—Vaya
—musité, aún aturdida—. En cuanto a Jasper...
—En
realidad, eso es culpa mía —me explicó—. Ya te dije que era el que hace menos
tiempo que está probando nuestra forma de vida. Le previne para que se
mantuviera a distancia.
Pensé
en la razón de esa instrucción y me estremecí.
—¿Y
Esme y Carlisle...? —continué rápidamente para evitar que se diera cuenta.
—Son
felices de verme feliz. De hecho, a Esme no le preocuparía que tuvieras un
tercer ojo y dedos palmeados. Durante todo este tiempo se ha preocupado por mí,
temiendo que se hubiera perdido alguna parte esencial de mi carácter, ya que
era muy joven cuando Carlisle me convirtió... Está entusiasmada. Se ahoga de
satisfacción cada vez que te toco.
—Alice
parece muy... entusiasta.
—Alice
tiene su propia forma de ver las cosas —murmuró con los labios repentinamente
contraídos.
—Y
no me la vas a explicar, ¿verdad?
Se
produjo un momento de comunicación sin palabras entre nosotros. Edward
comprendió que yo sabía que me ocultaba algo y yo que no me lo iba a revelar.
Ahora, no.
—¿Qué
te estaba diciendo antes Carlisle?
Sus
cejas se juntaron hasta casi tocarse.
—Te
has dado cuenta, ¿verdad?
Me
encogí de hombros.
—Naturalmente.
Me
miró con gesto pensativo durante unos segundos antes de responder.
—Quería
informarme de ciertas noticias... No sabía si era algo que yo debería compartir
contigo.
—¿Lo
harás?
—Tengo
que hacerlo, porque durante los próximos días, tal vez semanas, voy a ser un
protector muy autoritario y me disgustaría que pensaras que soy un tirano por
naturaleza.
—¿Qué
sucede?
—En
sí mismo, nada malo. Alice acaba de «ver» que pronto vamos a tener visita.
Saben que estamos aquí y sienten curiosidad.
—¿Visita?
—Sí,
bueno... Los visitantes se parecen a nosotros en sus hábitos de caza, por
supuesto. Lo más probable es que no vayan a entrar al pueblo para nada, pero,
desde luego, no voy a dejar que estés fuera de mi vista hasta que se hayan
marchado.
Me
estremecí.
—¡Por
fin, una reacción racional! —murmuró—. Empezaba a creer que no tenías instinto
de supervivencia alguno.
Dejé
pasar el comentario y aparté la vista para que mis ojos recorrieran de nuevo la
espaciosa estancia. Él siguió la dirección de mi mirada.
—No
es lo que esperabas, ¿verdad? —inquirió muy ufano.
—No
—admití.
—No
hay ataúdes ni cráneos apilados en los rincones. Ni siquiera creo que tengamos
telarañas... ¡Qué decepción debe de ser para ti! —prosiguió con malicia.
Ignoré
su broma.
—Es
tan luminoso, tan despejado.
Se
puso más serio al responder:
—Es
el único lugar que tenemos para escondernos.
Edward
seguía tocando la canción, mi canción, que siguió fluyendo libremente hasta su
conclusión, las notas finales habían cambiado, eran más melancólicas y la
última revoloteó en el silencio de forma conmovedora.
—Gracias
—susurré.
Entonces
me di cuenta de que tenía los ojos anegados en lágrimas. Me las enjugué,
avergonzada.
Rozó
la comisura de mis ojos para atrapar una lágrima que se me había escapado. Alzó
el dedo y examinó la gota con ademán inquietante. Entonces, a una velocidad tal
que no pude estar segura de que realmente lo hiciera, se llevó el dedo a la
boca para saborearla.
Le
miré de manera intuitiva, y Edward sostuvo mí mirada un prolongado momento
antes de esbozar una sonrisa finalmente.
—¿Quieres
ver el resto de la casa?
—¿Nada
de ataúdes? —me quise asegurar.
El
sarcasmo de mi voz no logró ocultar del todo la leve pero genuina ansiedad que
me embargaba. Se echó a reír, me tomó de la mano y me alejó del piano.
—Nada
de ataúdes —me prometió.
Acaricié
la suave y lisa barandilla con la mano mientras subíamos por la imponente
escalera. En lo alto de la misma había un gran vestíbulo de paredes revestidas
con paneles de madera color miel, el mismo que las tablas del suelo.
—La
habitación de Rosalie y Emmett... El despacho de Carlisie. .. —Hacía gestos con
la mano conforme íbamos pasando delante de las puertas—. La habitación de
Alice...
Edward
hubiera continuado, pero me detuve en seco al final del vestíbulo, contemplando
con incredulidad el ornamento que pendía del muro por encima de mi cabeza. Se
rió entre dientes de mi expresión de asombro.
—Puedes
reírte, es una especie de ironía.
No
lo hice. De forma automática, alcé la mano con un dedo extendido como si fuera
a tocar la gran cruz de madera. Su oscura pátina contrastaba con el color suave
de la pared. Pero no la toqué, aun cuando sentí curiosidad por saber si su
madera antigua era tan suave al tacto como aparentaba.
—Debe
de ser muy antigua —aventuré.
Se
encogió de hombros.
—Es
del siglo XVI, a principios de la década de los treinta, más o menos.
Aparté
los ojos de la cruz para mirarle.
—¿Por
qué conserváis esto aquí?
—Por
nostalgia. Perteneció al padre de Carlisle.
—¿Coleccionaba
antigüedades? —sugerí dubitativamente.
—No.
La talló él mismo para colgarla en la pared, encima del pulpito de la vicaría
en la que predicaba.
No
estaba segura de si la cara delataba mi sorpresa, pero, sólo por si acaso,
continué mirando la sencilla y antigua cruz. Efectué el cálculo de memoria. La
reliquia tendría unos trescientos setenta años. El silencio se prolongó mientras
me esforzaba por asimilar la noción de tantísimos años.
—¿Te
encuentras bien? —preguntó preocupado.
—¿Cuántos
años tiene Carlisle? —inquirí en voz baja, sin apartar los ojos de la cruz e
ignorando su pregunta.
—Acaba
de celebrar su cumpleaños tricentésimo sexagésimo segundo —contestó Edward. Le
miré de nuevo, con un millón de preguntas en los ojos.
Me
estudió atentamente mientras hablaba:
—Carlisle
nació en Londres, él cree que hacia 1640. Aunque las fechas no se señalaban con
demasiada precisión en aquella época, al menos, no para la gente común, sí se
sabe que sucedió durante el gobierno de Cromwell.
No
descompuse el gesto, consciente del escrutinio al que Edward me sometía al
informarme:
—Fue
el hijo único de un pastor anglicano. Su madre murió al alumbrarle a él. Su
padre era un fanático. Cuando los protestantes subieron al poder, se unió con
entusiasmo a la persecución desatada contra los católicos y personas de otros
credos. También creía a pies juntillas en la realidad del mal. Encabezó
partidas de caza contra brujos, licántropos... y vampiros.
Me
quedé aún más quieta ante la mención de esa palabra. Estaba segura de que lo
había notado, pero continuó hablando sin pausa.
—Quemaron
a muchos inocentes, por supuesto, ya que las criaturas a las que realmente
ellos perseguían no eran tan fáciles de atrapar.
»E1
pastor colocó a su obediente hijo al frente de las razias cuando se hizo mayor.
Al principio, Carlisle fue una decepción. No se precipitaba en lanzar
acusaciones ni veía demonios donde no los había, pero era persistente y mucho
más inteligente que su padre. De hecho, localizó un aquelarre de auténticos
vampiros que vivían ocultos en las cloacas de la ciudad y sólo salían de caza
durante las noches. En aquellos días, cuando los monstruos no eran meros mitos
y leyendas, ésa era la forma en que debían vivir.
—La
gente reunió horcas y teas, por supuesto, y se apostó allí donde Carlisle había
visto a los monstruos salir a la calle —ahora la risa de Edward fue más breve y
sombría—. Al final, apareció uno.
»Debía
de ser muy viejo y estar debilitado por el hambre. Carlisle le oyó cómo avisaba
a los otros en latín cuando detectó el efluvio del gentío —Edward hablaba con
un hilo de voz y tuve que aguzar el oído para comprender las palabras—. Luego,
corrió por las calles y Carlisle, que tenía veintitrés años y era muy rápido,
encabezó la persecución. La criatura podía haberlos dejado atrás con facilidad,
pero se revolvió y, dándose la vuelta, los atacó. Carlisle piensa que debía
estar sediento. Primero se abalanzó sobre él, pero le plantó cara para
defenderse y había otros muy cerca a quienes atacar. El vampiro mató a dos
hombres y se escabulló llevándose a un tercero y dejando a Carlisle sangrando
en la calle.
Hizo
una pausa. Intuí que estaba censurando una parte de la historia, que me
ocultaba algo.
—Carlisle
sabía lo que haría su padre: quemar los cuerpos y matar a cualquiera que
hubiera resultado infectado por el monstruo. Carlisle actuó por instinto para
salvar su piel. Se alejó a rastras del callejón mientras la turba perseguía al
monstruo y a su presa. Se ocultó en un sótano y se enterró entre patatas podridas durante tres días. Es un
milagro que consiguiera mantenerse en silencio y pasar desapercibido.
»Se
dio cuenta de que se había «convertido» cuando todo terminó.
No
estaba muy segura de lo que reflejaba mi rostro, pero de repente enmudeció.
—¿Cómo
te encuentras? —preguntó.
—Estoy
bien —le aseguré, y, aunque me mordí el labio dubitativa, debió de ver la
curiosidad reluciendo en mis ojos.
—Espero
—dijo con una sonrisa— que tengas algunas preguntas que hacerme.
—Unas
cuantas.
Al
sonreír, Edward dejó entrever su brillante dentadura. Se dirigió de vuelta al
vestíbulo, me tomó de la mano y me arrastró.
—En
ese caso, vamos —me animó—. Te lo voy a mostrar.
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