Todo
el pavor, la desesperación y la devastación de mi corazón habían requerido
menos tiempo del que había pensado. Los minutos transcurrían con mayor lentitud
de lo habitual. Jasper aún no había regresado cuando me reuní con Alice. Me
atemorizaba permanecer con ella en la misma habitación —por miedo a lo que
pudiera adivinar— tanto como rehuirla, por el mismo motivo.
Creía
que mis pensamientos torturados y volubles harían que fuera incapaz de
sorprenderme por nada, pero me
sorprendí de verdad cuando la vi doblarse sobre el escritorio,
aferrándose al borde con ambas manos.
—
¿Alice?
No
reaccionó cuando mencioné su nombre, pero movía la cabeza de un lado a otro. Vi
su rostro y la expresión vacía y aturdida de su mirada. De inmediato pensé en
mi madre. ¿Era ya demasiado tarde?
Me
apresuré a acudir junto a ella y sin pensarlo, extendí la mano para tocar la
suya.
—
¡Alice! —exclamó Jasper con voz temblorosa.
Este
ya se hallaba a su lado, justo detrás, cubriéndole las manos con las suyas y
soltando la presa que la aferraba a la mesa. Al otro lado de la sala de estar,
la puerta de la habitación se cerró sola con suave chasquido.
—
¿Qué ves? —exigió saber.
Ella
apartó el rostro de mí y lo hundió en el pecho de Jasper.
—Bella
—dijo Alice.
—Estoy
aquí —repliqué.
Aunque
con una expresión ausente, Alice giró la cabeza hasta que nuestras miradas se
engarzaron. Comprendí inmediatamente que no me hablaba a mí, sino que había
respondido a la pregunta de Jasper.
—
¿Qué has visto? —inquirí. Pero en mi voz átona e indiferente no había ninguna
pregunta de verdad.
Jasper
me estudió con atención. Mantuve la expresión ausente y esperé. Estaba confuso
y su mirada iba del rostro de Alice al mío mientras sentía el caos... Yo había
adivinado lo que acababa de ver Alice.
Sentí
que un remanso de tranquilidad se instalaba en mi interior, y celebré la
intervención de Jasper, ya que me ayudaba a disciplinar mis emociones y
mantenerlas bajo control.
Alice
también se recobró y al final, con voz sosegada y convincente, contestó:
—En
realidad, nada. Sólo la misma habitación de antes.
Por
último, me miró con expresión dulce y retraída antes de preguntar:
—
¿Quieres desayunar?
—No,
tomaré algo en el aeropuerto.
También
yo me sentía muy tranquila. Me fui al baño a darme una ducha. Por un momento
creí que Jasper había compartido conmigo su extraño poder extrasensorial, ya
que percibí la virulenta desesperación de Alice, a pesar de que la ocultaba muy
bien, desesperación porque yo saliera de la habitación y ella se pudiera quedar
a solas con Jasper. De ese modo, le podría contar que se estaban equivocando,
que iban a fracasar...
Me
preparé metódicamente, concentrándome en cada una de las pequeñas tareas. Me
solté el pelo, extendiéndolo a mí alrededor, para que me cubriera el rostro. El
pacífico estado de ánimo en que Jasper me había sumido cumplió su cometido y me
ayudó a pensar con claridad y a planear. Rebusqué en mi petate hasta encontrar
el calcetín lleno de dinero y lo vacié en mi monedero.
Ardía
en ganas de llegar al aeropuerto y estaba de buen humor cuando nos marchamos a
eso de las siete de la mañana. En esta ocasión, me senté sola en el asiento
trasero mientras que Alice reclinaba la espalda contra la puerta, con el rostro
frente a Jasper, aunque cada pocos segundos me lanzaba miradas desde detrás de
sus gafas de sol.
—
¿Alice? —pregunté con indiferencia.
—
¿Sí? —contestó con prevención.
—
¿Cómo funcionan tus visiones? —miré por la ventanilla lateral y mi voz sonó
aburrida—. Edward me dijo que no eran definitivas, que las cosas podían
cambiar.
El
pronunciar el nombre de Edward me resultó más difícil de lo esperado, y esa
sensación debió alertar a Jasper, ya que poco después una fresca ola de
serenidad inundó el vehículo.
—Sí,
las cosas pueden cambiar... —murmuró, supongo que de forma esperanzada—. Algunas
visiones se aproximan a la verdad más que otras, como la predicción
metereológica. Resulta más difícil con los hombres. Sólo veo el curso que van a
tomar las cosas cuando están sucediendo. El futuro cambia por completo una vez
que cambian la decisión tomada o efectúan otra nueva, por pequeña que sea.
Asentí
con gesto pensativo.
—Por
eso no pudiste ver a James en Phoenix hasta que no decidió venir aquí.
—Sí
—admitió, mostrándose todavía cautelosa.
Y
tampoco me había visto en la habitación de los espejos con James hasta que no
accedí a reunirme con él. Intenté no pensar en qué otras cosas podría haber
visto, ya que no quería que el pánico hiciera recelar aún más a Jasper. De
todos modos, los dos iban a redoblar la atención con la que me vigilaban a raíz
de la visión de Alice. La situación se estaba volviendo imposible.
La
suerte se puso de mi parte cuando llegamos al aeropuerto, o tal vez sólo era
que habían mejorado mis probabilidades. El avión de Edward iba a aterrizar en
la terminal cuatro, la más grande de todas, pero tampoco era extraño que fuera
así, ya que allí aterrizaban la mayor parte de los vuelos. Sin duda, era la
terminal que más me convenía —la más grande y la que ofrecía mayor confusión—,
y en el nivel tres había una puerta que posiblemente sería mi única
oportunidad.
Aparcamos
en el cuarto piso del enorme garaje. Fui yo quien los guié, ya que, por una
vez, conocía el entorno mejor que ellos. Tomamos el ascensor para descender al
nivel tres, donde bajaban los pasajeros. Alice y Jasper se entretuvieron mucho
rato estudiando el panel de salida de los vuelos. Los escuchaba discutiendo las
ventajas e inconvenientes de Nueva York, Chicago, Atlanta, lugares que nunca
había visto, y que, probablemente, nunca vería.
Esperaba
mi oportunidad con impaciencia, incapaz de evitar que mi pie zapateara en el
suelo. Nos sentamos en una de las largas filas de sillas cerca de los
detectores de metales. Jasper y Alice fingían observar a la gente, pero en
realidad, sólo me observaban a mí. Ambos seguían de reojo todos y cada uno de
mis movimientos en la silla. Me sentía desesperanzada. ¿Podría arriesgarme a
correr? ¿Se atreverían a impedir que me escapara en un lugar público como éste?
¿O simplemente me seguirían?
Saqué
del bolso el sobre sin destinatario y lo coloqué encima del bolso negro de piel
que llevaba Alice; ésta me miró sorprendida.
—Mi
carta —le expliqué.
Asintió
con la cabeza e introdujo el sobre en el bolso debajo de la solapa, de modo que
Edward lo encontraría relativamente pronto.
Los
minutos transcurrían e iba acercándose el aterrizaje del avión en el que
viajaba Edward. Me sorprendía cómo cada una de mis células parecía ser
consciente de su llegada y la anhelarla. Esa sensación me complicaba las cosas,
y pronto me descubrí buscando excusas para quedarme a verle antes de escapar,
pero sabía que eso me limitaba la posibilidad de huir.
Alice
se ofreció varias veces para acompañarme a desayunar. —Más tarde —le dije—,
todavía no.
Estudié
el panel de llegadas de los vuelos, comprobando cómo uno tras otro llegaban con
puntualidad. El vuelo procedente de Seattle cada vez ocupaba una posición más
alta en el panel. —
Los
dígitos volvieron a cambiar cuando sólo me quedaban treinta minutos para
intentar la fuga. Su vuelo llegaba con diez minutos de adelanto, por lo que se
me acababa el tiempo.
—Creo
que me apetece comer ahora —dije rápidamente.
Alice
se puso de pie.
—Iré
contigo.
—
¿Te importa que venga Jasper en tu lugar? —pregunté—. Me siento un poco... —no
terminé la frase. Mis ojos estaban lo bastante enloquecidos como para
transmitir lo que no decían las palabras.
Jasper
se levantó. La mirada de Alice era confusa, pero, comprobé para alivio mío, que
no sospechaba nada. Ella debía de atribuir la alteración en su visión a alguna
maniobra del rastreador, más que a una posible traición por mi parte.
Jasper
caminó junto a mí en silencio, con la mano en mis ríñones, como si me estuviera
guiando. Simulé falta de interés por las primeras cafeterías del aeropuerto con
que nos encontramos, y movía la cabeza a izquierda y derecha en busca de lo que
realmente quería encontrar: los servicios para señoras del nivel tres, que
estaban a la vuelta de la esquina, lejos del campo de visión de Alice.
—
¿Te importa? —pregunté a Jasper al pasar por delante—. Sólo será un momento.
—Aquí
estaré —dijo él.
Eché
a correr en cuanto la puerta se cerró detrás de mí. Recordé aquella ocasión en
que me extravié por culpa de este baño, que tenía dos salidas.
Sólo
tenía que dar un pequeño salto para ganar los ascensores cuando saliera por la
otra puerta. No entraría en el campo de visión de Jasper si éste permanecía
donde me había dicho. Era mi única oportunidad, por lo que tendría que seguir
corriendo si él me veía. La gente se quedaba mirándome, pero los ignoré. Los
ascensores estaban abiertos, esperando, cuando doblé la esquina. Me precipité
hacia uno de ellos ——estaba casi lleno, pero era el que bajaba— y metí la mano
entre las dos hojas de la puerta que se cerraba. Me acomodé entre los irritados
pasajeros y me cercioré con un rápido vistazo de que el botón de la planta que
daba a la calle estuviera pulsado. Estaba encendido cuando las puertas se
cerraron.
Salí
disparada de nuevo en cuanto se abrieron, a pesar de los murmullos de enojo que
se levantaron a mi espalda. Anduve con lentitud mientras pasaba al lado de los
guardias de seguridad, apostados junto a la cinta transportadora, preparada
para correr tan pronto como viera las puertas de salida. No tenía forma de
saber si Jasper ya me estaba buscando. Sólo dispondría de unos segundos si
seguía mi olor. Estuve a punto de estrellarme contra los cristales mientras
cruzaba de un salto las puertas automáticas, que se abrieron con excesiva
lentitud.
No
había ni un solo taxi a la vista a lo largo del atestado bordillo de la acera.
No
me quedaba tiempo. Alice y Jasper estarían a punto de descubrir mi fuga, si no
lo habían hecho ya, y me localizarían en un abrir y cerrar de ojos.
El
servicio de autobús del hotel Hyatt acababa de cerrar las puertas a pocos pasos
de donde me encontraba.
—
¡Espere! ——grité al tiempo que corría y le hacía señas al conductor.
—Éste
es el autobús del Hyatt —dijo el conductor confundido al abrir la puerta.
—Sí.
Allí es adonde voy —contesté con la respiración entrecortada, y subí
apresuradamente los escalones.
Al
no llevar equipaje, me miró con desconfianza, pero luego se encogió de hombros
y no se molestó en hacerme más preguntas.
La
mayoría de los asientos estaban vacíos. Me senté lo más alejada posible de los
restantes viajeros y miré por la ventana, primero a la acera y después al
aeropuerto, que se iba quedando atrás. No pude evitar imaginarme a Edward de
pie al borde de la calzada, en el lugar exacto donde se perdía mi pista. No puedes llorar aún, me dije a mí
misma. Todavía me quedaba un largo camino por recorrer.
La
suerte siguió sonriéndome. En frente del Hyatt, una pareja de aspecto fatigado
estaba sacando la última maleta del maletero de un taxi. Me bajé del autobús de
un salto e inmediatamente me lancé hacia el taxi y me introduje en el asiento
de atrás. La cansada pareja y el conductor del autobús me miraron fijamente.
Le
indiqué al sorprendido taxista las señas de mi madre.
—Necesito
llegar aquí lo más pronto posible.
—Pero
esto está en Scottsdale —se quejó.
Arrojé
cuatro billetes de veinte sobre el asiento.
—
¿Es esto suficiente?
—Sí,
claro, chica, sin problema.
Me
recliné sobre el asiento y crucé los brazos sobre el regazo. Las calles de la
ciudad, que me resultaba tan familiar, pasaban rápidamente a nuestro lado, pero
no me molesté ni en mirar por la ventanilla. Hice un gran esfuerzo por mantener
el control y estaba resuelta a no perderlo llegada a aquel punto, ahora que
había completado con éxito mi plan. No merecía la pena permitirme más miedo ni
más ansiedad. El camino estaba claro, y sólo tenía que seguirlo.
Así
pues, en lugar de eso cerré los ojos y pasé los veinte minutos de camino
creyéndome con Edward en vez de dejarme llevar por el pánico.
Imaginé
que me había quedado en el aeropuerto a la espera de su llegada. Visualicé cómo
me pondría de puntillas para verle el rostro lo antes posible, y la rapidez y
el garbo con que él se deslizaría entre el gentío. Entonces, tan impaciente
como siempre, yo recorrería a toda prisa los pocos metros que me separaban de
él para cobijarme entre sus brazos de mármol, al fin a salvo.
Me
pregunté adonde habríamos ido. A algún lugar del norte, para que él pudiera
estar al aire libre durante el día, o quizás a algún paraje remoto en el que
nos hubiéramos tumbado al sol, juntos otra vez. Me lo imaginé en la playa, con
su piel destellando como el mar. No me importaba cuánto tiempo tuviéramos que
ocultarnos. Quedarme atrapada en una habitación de hotel con él sería una
especie de paraíso, con la cantidad de preguntas que todavía tenía que hacerle.
Podría estar hablando con él para siempre, sin dormir nunca, sin separarme de
él jamás.
Vislumbré
con tal claridad su rostro que casi podía oír su voz, y en ese momento, a pesar
del horror y la desesperanza, me sentí feliz. Estaba tan inmersa en mi ensueño
escapista que perdí la noción del tiempo transcurrido.
—Eh,
¿qué número me dijo?
La
pregunta del taxista pinchó la burbuja de mi fantasía, privando de color mis
maravillosas ilusiones vanas. El miedo, sombrío y duro, estaba esperando para
ocupar el vacío que aquéllas habían dejado.
—Cincuenta
y ocho —contesté con voz ahogada.
Me
miró nervioso, pensando que quizás me iba a dar un ataque o algo parecido.
—Entonces,
hemos llegado.
El
taxista estaba deseando que yo saliera del coche; probablemente, albergaba la
esperanza de que no le pidiera las vueltas.
—Gracias
—susurré.
No
hacía falta que me asustara, me recordé. La casa estaba vacía. Debía
apresurarme. Mamá me esperaba aterrada, y dependía de mí.
Subí
corriendo hasta la puerta y me estiré con un gesto maquinal para tomar la llave
de debajo del alero. Abrí la puerta. El interior permanecía a oscuras y
deshabitado, todo en orden. Volé hacia el teléfono y encendí la luz de la
cocina en el trayecto. En la pizarra blanca había un número de diez dígitos
escrito a rotulador con caligrafía pequeña y esmerada. Pulsé los botones del
teclado con precipitación y me equivoqué. Tuve que colgar y empezar de nuevo.
En esta ocasión me concentré sólo en las teclas, pulsándolas con cuidado, una
por una. Lo hice correctamente. Sostuve el auricular en la oreja con mano temblorosa.
Sólo sonó una vez.
—Hola,
Bella ——contestó James con voz tranquila—. Lo has hecho muy deprisa. Estoy
impresionado.
—
¿Se encuentra bien mi madre?
—Está
estupendamente. No te preocupes, Bella, no tengo nada contra ella. A menos que
no vengas sola, claro —dijo esto con despreocupación, casi divertido.
—Estoy
sola.
Nunca
había estado más sola en toda mi vida.
—Muy
bien. Ahora, dime, ¿conoces el estudio de ballet que se encuentra justo a la vuelta de la esquina de tu
casa?
—Sí,
sé cómo llegar hasta allí.
—Bien,
entonces te veré muy pronto.
Colgué.
Salí
corriendo de la habitación y crucé la puerta hacia el calor achicharrante de la
calle.
No
había tiempo para volver la vista atrás y contemplar mi casa. Tampoco deseaba
hacerlo tal y como se encontraba ahora, vacía, como un símbolo del miedo en vez
de un santuario. La última persona en caminar por aquellas habitaciones
familiares había sido mi enemigo.
Casi
podía ver a mi madre con el rabillo del ojo, de pie a la sombra del gran
eucalipto donde solía jugar de niña; o arrodillada en un pequeño espacio no
asfaltado junto al buzón de correos, un cementerio para todas las flores que
había plantado. Los recuerdos eran mejores que cualquier realidad que hoy
pudiera ver, pero aun así, los aparté de mi mente rápidamente y me encaminé
hacia la esquina, dejándolo todo atrás.
Me
sentía torpe, como si corriera sobre arena mojada. Parecía incapaz de mantener
el equilibrio sobre el cemento. Tropecé varias veces, y en una ocasión me caí.
Me hice varios rasguños en las manos cuando las apoyé en la acera para
amortiguar la caída. Luego me tambaleé, para volver a caerme, pero finalmente
conseguí llegar a la esquina. Ya sólo me quedaba otra calle más. Corrí de
nuevo, jadeando, con el rostro empapado de sudor. El sol me quemaba la piel;
brillaba tanto que su intenso reflejo sobre el cemento blanco me cegaba. Me
sentía peligrosamente vulnerable. Añoré la protección de los verdes bosques de
Forks, de mi casa, con una intensidad que jamás hubiera imaginado.
Al
doblar la última esquina y llegar a Cactus, pude ver el estudio de ballet, que conservaba el mismo
aspecto exterior que recordaba. La plaza de aparcamiento de la parte delantera
estaba vacía y las persianas de todas las ventanas, echadas. No podía correr—más,
me asfixiaba. El esfuerzo y el pánico me habían dejado extenuada. El recuerdo
de mi madre era lo único que, un paso tras otro, me mantenía en movimiento.
Al
acercarme vi el letrero colocado por la parte interior de la puerta. Estaba
escrito a mano en papel rosa oscuro: decía que el estudio de danza estaba
cerrado por las vacaciones de primavera. Aferré el pomo y lo giré con cuidado.
Estaba abierto. Me esforcé por contener el aliento y abrí la puerta.
El
oscuro vestíbulo estaba vacío y su temperatura era fresca. Se podía oír el zumbido
del aire acondicionado. Las sillas de plástico estaban apiladas contra la pared
y la alfombra olía a champú. El aula de danza orientada al oeste estaba a
oscuras y podía verla a través de una ventana abierta con vistas a esa sala. El
aula que daba al este, la habitación más grande, estaba iluminada a pesar de
tener las persianas echadas.
Se
apoderó de mí un miedo tan fuerte que me quedé literalmente paralizada. Era
incapaz de dar un solo paso.
Entonces,
la voz de mi madre me llamó con el mismo tono de pánico e histeria.
—
¿Bella? ¿Bella? —Me precipité hacia la puerta, hacia el sonido de su voz—.
¡Bella, me has asustado! —Continuó hablando mientras yo entraba corriendo en el
aula de techos altos—. ¡No lo vuelvas a hacer nunca más!
Miré
a mí alrededor, intentando descubrir de dónde venía su voz. Entonces la oí reír
y me giré hacia el lugar de procedencia del sonido.
Y
allí estaba ella, en la pantalla de la televisión, alborotándome el pelo con
alivio. Era el Día de Acción de Gracias y yo tenía doce años. Habíamos ido a
ver a mi abuela el año anterior a su muerte. Fuimos a la playa un día y me
incliné demasiado desde el borde del embarcadero. Me había visto perder pie y
luego mis intentos de recuperar el equilibrio. « ¿Bella? ¿Bella?», me había
llamado ella asustada.
La
pantalla del televisor se puso azul.
Me
volví lentamente. Inmóvil, James estaba de pie junto a la salida de emergencia,
por eso no le había visto al principio. Sostenía en la mano el mando a
distancia. Nos miramos el uno al otro durante un buen rato y entonces sonrió.
Caminó
hacia mí y pasó muy cerca. Depositó el mando al lado del vídeo. Me di la vuelta
con cuidado para seguir sus movimientos.
—Lamento
esto, Bella, pero ¿acaso no es mejor que tu madre no se haya visto implicada en
este asunto? —dijo con voz cortés, amable.
De
repente caí en la cuenta. Mi madre seguía a salvo en Florida. Nunca había oído
mi mensaje. Los ojos rojo oscuro de aquel rostro inusualmente pálido que ahora
tenía delante de mí jamás la habían aterrorizado. Estaba a salvo.
—Sí
—contesté llena de alivio.
—No
pareces enfadada porque te haya engañado.
—No
lo estoy.
La
euforia repentina me había insuflado coraje. ¿Qué importaba ya todo? Pronto
habría terminado y nadie haría daño a Charlie ni a mamá, nunca tendrían que
pasar miedo. Me sentía casi mareada. La parte más racional de mi mente me avisó
de que estaba a punto de derrumbarme a causa del estrés.
—
¡Qué extraño! Lo piensas de verdad —sus ojos oscuros me examinaron con interés.
El iris de sus pupilas era casi negro, pero había una chispa de color rubí
justo en el borde. Estaba sediento—. He de conceder a vuestro extraño aquelarre
que vosotros, los humanos, podéis resultar bastante interesantes. Supongo que
observaros debe de ser toda una atracción. Y lo extraño es que muchos de
vosotros no parecéis tener conciencia alguna de lo interesantes que sois.
Se
encontraba cerca de mí, con los brazos cruzados, mirándome con curiosidad. Ni
el rostro ni la postura de James mostraban el menor indicio de amenaza. Tenía
un aspecto muy corriente, no había nada destacable en sus facciones ni en su
cuerpo, salvo la piel pálida y los ojos ojerosos a los que ya me había
acostumbrado. Vestía una camiseta azul claro de manga larga y unos vaqueros
desgastados.
—Supongo
que ahora vas a decirme que tu novio te vengará —aventuró casi esperanzado, o
eso me pareció.
—No,
no lo creo. De hecho, le he pedido que no lo haga.
—
¿Y qué te ha contestado?
—No
lo sé —resultaba extrañamente sencillo conversar con un cazador tan gentil—. Le
dejé una carta.
—
¿Una carta? ¡Qué romántico! —la voz se endureció un poco cuando añadió un punto
de sarcasmo al tono educado—. ¿Y crees que te hará caso?
—Eso
espero.
—Humm.
Bueno, en tal caso, tenemos expectativas distintas. Como ves, esto ha sido
demasiado fácil, demasiado rápido. Para serte sincero, me siento decepcionado.
Esperaba un desafío mucho mayor. Y después de todo, sólo he necesitado un poco
de suerte.
Esperé
en silencio.
—Hice
que Victoria averiguara más cosas sobre ti cuando no consiguió atrapar a tu
padre. Carecía de sentido darte caza por todo el planeta cuando podía esperar
cómodamente en un lugar de mi elección. Por eso, después de hablar con
Victoria, decidí venir a Phoenix para hacer una visita a tu madre. Te había
oído decir que regresabas a casa. Al principio, ni se me ocurrió que lo dijeras
en serio, pero luego lo estuve pensando. ¡Qué predecibles sois los humanos! Os
gusta estar en un entorno conocido, en algún lugar que os infunda seguridad.
¿Acaso no sería una estratagema perfecta que si te persiguiéramos acudieras al
último lugar en el que deberías estar, es decir, a donde habías dicho que ibas
a ir?
»Pero
claro, no estaba seguro, sólo era una corazonada. Habitualmente las suelo tener
sobre las presas que cazo, un sexto sentido, por llamarlo así. Escuché tu
mensaje cuando entré a casa de tu madre, pero claro, no podía estar seguro del
lugar desde el que llamabas. Era útil tener tu número, pero por lo que yo
sabía, lo mismo podías estar en la
Antártida; y el truco no funcionaría a menos que estuvieras
cerca.
«Entonces,
tu novio toma un avión a Phoenix. Victoria lo estaba vigilando, naturalmente;
no podía actuar solo en un juego con tantos jugadores. Y así fue como me
confirmaron lo que yo barruntaba, que te encontrabas aquí. Ya estaba preparado;
había visto tus enternecedores vídeos familiares, por lo que sólo era cuestión
de marcarse el farol.
«Demasiado
fácil, como ves. En realidad, nada que esté a mi altura. En fin, espero que te
equivoques con tu novio. Se llama Edward, ¿verdad?
No
contesté. La sensación de valentía me abandonaba por momentos. Me di cuenta de
que estaba a punto de terminar de regodearse en su victoria. Aunque, de todos
modos, ya me daba igual. No había ninguna gloria para él en abatirme a mí, una
débil humana.
—
¿Te molestaría mucho que también yo le dejara una cartita a tu Edward?
Dio
un paso atrás y pulsó algo en una videocámara del tamaño de la palma de la
mano, equilibrada cuidadosamente en lo alto del aparato de música. Una diminuta
luz roja indicó que ya estaba grabando. La ajustó un par de veces, ampliando el
encuadre. Lo miré horrorizada.
—Lo
siento, pero dudo de que se vaya a resistir a darme caza después de que vea
esto. Y no quiero que se pierda nada. Todo esto es por él, claro. Tú
simplemente eres una humana, que, desafortunadamente, estaba en el sitio
equivocado y en el momento equivocado, y podría añadir también, que en compañía
de la gente equivocada.
Dio
un paso hacia mí, sonriendo.
—Antes
de que empecemos...
Sentí
náuseas en la boca del estómago mientras hablaba. Esto era algo que yo no había
previsto.
—Hay
algo que me gustaría restregarle un poco por las narices a tu novio. La
solución fue obvia desde el principio, y siempre temí que tu Edward se
percatara y echara a perder la diversión. Me pasó una vez, oh, sí, hace siglos.
La primera y única vez que se me ha escapado una presa.
»E1
vampiro que tan estúpidamente se había encariñado con aquella insignificante
presa hizo la elección que tu Edward ha sido demasiado débil para llevar a
cabo, ya ves. Cuando aquel viejo supo que iba detrás de su amiguita, la raptó
del sanatorio mental donde él trabajaba —nunca
entenderé la obsesión que algunos vampiros tienen por vosotros, los
humanos—, y la liberó de la única forma que tenía para ponerla a salvo. La
pobre criaturita ni siquiera pareció notar el dolor. Había permanecido
encerrada demasiado tiempo en aquel agujero negro de su celda. Cien años antes
la habrían quemado en la hoguera por sus visiones, pero en el siglo XIX te
llevaban al psiquiátrico y te administraban tratamientos de electro—choque.
Cuando abrió los ojos fortalecida con su nueva juventud, fue como si nunca
antes hubiera visto el sol. El viejo la convirtió en un nuevo y poderoso
vampiro, pero entonces yo ya no tenía ningún aliciente para tocarla —suspiró—.
En venganza, maté al viejo.
—Alice
—dije en voz baja, atónita.
—Sí,
tu amiguita. Me sorprendió verla en el claro. Supuse que su aquelarre obtendría
alguna ventaja de esta experiencia. Yo te tengo a ti, y ellos la tienen a ella.
La única víctima que se me ha escapado, todo un honor, la verdad.
»Y
tenía un olor realmente delicioso. Aún lamento no haber podido probarla... Olía
incluso mejor que tú. Perdóname, no quiero ofenderte, tú hueles francamente
bien. Un poco floral, creo...
Dio
otro paso en mi dirección hasta situarse a poca distancia. Levantó un mechón de
mi pelo y lo olió con delicadeza. Entonces, lo puso otra vez en su sitio con
dulzura y sentí sus dedos fríos en mi garganta. Alzó luego la mano para
acariciarme rápidamente una sola vez la mejilla con el pulgar, con expresión de
curiosidad. Deseaba echar a correr con todas mis fuerzas, pero estaba
paralizada. No era capaz siquiera de estremecerme.
—No
—murmuró para sí mientras dejaba caer la mano—. No lo entiendo —suspiró—. En
fin, supongo que deberíamos continuar. Luego, podré telefonear a tus amigos y decirles dónde te pueden encontrar,
a ti y a mi mensajito.
Ahora
me sentía realmente mal. Supe que iba a ser doloroso, lo leía en sus ojos. No
se conformaría con ganar, alimentarse y desaparecer. El final rápido con que yo
contaba no se produciría. Empezaron a temblarme las rodillas y temí caerme de
un momento a otro.
El
cazador retrocedió un paso y empezó a dar vueltas en torno a mí con gesto
indiferente, como si quisiera obtener la mejor vista posible de una estatua en
un museo. Su rostro seguía siendo franco y amable mientras decidía por dónde
empezar.
Entonces,
se echó hacia atrás y se agazapó en una postura que reconocí de inmediato. Su
amable sonrisa se ensanchó, y creció hasta dejar de ser una sonrisa y
convertirse en un amasijo de dientes visibles y relucientes.
No
pude evitarlo, intenté correr aun sabiendo que sería inútil y que mis rodillas
estaban muy débiles. Me invadió el pánico y salté hacia la salida de
emergencia.
Lo
tuve delante de mí en un abrir y cerrar de ojos. Actuó tan rápido que no vi si
había usado los pies o las manos. Un golpe demoledor impactó en mi pecho y me
sentí volar hacia atrás, hasta sentir el crujido del cristal al romperse cuando
mi cabeza se estrelló contra los espejos. El cristal se agrietó y los trozos se
hicieron añicos al caer al suelo, a mi lado.
Estaba
demasiado aturdida para sentir el dolor. Ni siquiera podía respirar.
Se
acercó muy despacio.
—Esto
hará un efecto muy bonito —dijo con voz amable otra vez mientras examinaba el
caos de cristales—. Pensé que esta habitación crearía un efecto visualmente
dramático para mi película. Por eso escogí este lugar para encontrarnos. Es
perfecto, ¿a que sí?
Le
ignoré mientras gateaba de pies y manos en un intento de arrastrarme hasta la
otra puerta.
Se
abalanzó sobre mí de inmediato y me pateó con fuerza la pierna. Oí el espantoso
chasquido antes de sentirlo, pero luego lo sentí y no pude reprimir el grito de agonía. Me retorcí para
agarrarme la pierna, él permaneció junto a mí, sonriente.
—
¿Te gustaría reconsiderar tu última petición? —me preguntó con amabilidad.
Me
golpeó la pierna rota con el pie. Oí un alarido taladrador. En estado de shock, lo reconocí como mío.
—
¿Sigues sin querer que Edward intente encontrarme? —me acució.
—No
—dije con voz ronca—. No, Edward, no lo hagas...
Entonces,
algo me impactó en la cara y me arrojó de nuevo contra los espejos.
Por
encima del dolor de la pierna, sentí el filo cortante del cristal rasgarme el
cuero cabelludo. En ese momento, un líquido caliente y húmedo empezó a
extenderse por mi pelo a una velocidad alarmante. Noté cómo empapaba el hombro
de mi camiseta y oí el goteo en la madera sobre la que me hallaba. Se me hizo
un nudo en el estómago a causa del olor.
A
través de la náusea y el vértigo, atisbé algo que me dio un último hilo de
esperanza. Los ojos de James, que poco antes sólo mostraban interés, ahora
ardían con una incontrolable necesidad. La sangre, que extendía su color
carmesí por la camiseta blanca y empezaba a formar un charco rápidamente en el
piso, lo estaba enloqueciendo a causa de su sed. No importaban ya cuáles fueran
sus intenciones originales, no se podría refrenar mucho tiempo.
Ojala
que fuera rápido a partir de ahora, todo lo que podía esperar es que la pérdida
de sangre se llevara mi conciencia con ella. Se me cerraban los ojos.
Oí
el gruñido final del cazador como si proviniera de debajo del agua. Pude ver, a
través del túnel en el que se había convertido mi visión, cómo su sombra oscura
caía sobre mí. Con un último esfuerzo, alcé la mano instintivamente para
protegerme la cara. Entonces se me cerraron los ojos y me dejé ir.
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