miércoles, 2 de febrero de 2005

EL JUEGO DEL ESCONDITE





Todo el pavor, la desesperación y la devastación de mi corazón habían requerido menos tiempo del que había pensado. Los minutos transcurrían con mayor lentitud de lo habitual. Jasper aún no había regresado cuando me reuní con Alice. Me atemorizaba permanecer con ella en la misma habitación —por miedo a lo que pudiera adivinar— tanto como rehuirla, por el mismo motivo.
Creía que mis pensamientos torturados y volubles harían que fuera incapaz de sorprenderme por nada, pero me sorprendí de verdad cuando la vi doblarse sobre el escritorio, aferrándose al borde con ambas manos.
— ¿Alice?
No reaccionó cuando mencioné su nombre, pero movía la cabeza de un lado a otro. Vi su rostro y la expresión vacía y aturdida de su mirada. De inmediato pensé en mi madre. ¿Era ya demasiado tarde?
Me apresuré a acudir junto a ella y sin pensarlo, extendí la mano para tocar la suya.
— ¡Alice! —exclamó Jasper con voz temblorosa.
Este ya se hallaba a su lado, justo detrás, cubriéndole las manos con las suyas y soltando la presa que la aferraba a la mesa. Al otro lado de la sala de estar, la puerta de la habitación se cerró sola con suave chasquido.
— ¿Qué ves? —exigió saber.
Ella apartó el rostro de mí y lo hundió en el pecho de Jasper.
—Bella —dijo Alice.
—Estoy aquí —repliqué.
Aunque con una expresión ausente, Alice giró la cabeza hasta que nuestras miradas se engarzaron. Comprendí inmediatamente que no me hablaba a mí, sino que había respondido a la pregunta de Jasper.
— ¿Qué has visto? —inquirí. Pero en mi voz átona e indiferente no había ninguna pregunta de verdad.
Jasper me estudió con atención. Mantuve la expresión ausente y esperé. Estaba confuso y su mirada iba del rostro de Alice al mío mientras sentía el caos... Yo había adivinado lo que acababa de ver Alice.
Sentí que un remanso de tranquilidad se instalaba en mi interior, y celebré la intervención de Jasper, ya que me ayudaba a disciplinar mis emociones y mantenerlas bajo control.
Alice también se recobró y al final, con voz sosegada y convincente, contestó:
—En realidad, nada. Sólo la misma habitación de antes.
Por último, me miró con expresión dulce y retraída antes de preguntar:
— ¿Quieres desayunar?
—No, tomaré algo en el aeropuerto.
También yo me sentía muy tranquila. Me fui al baño a darme una ducha. Por un momento creí que Jasper había compartido conmigo su extraño poder extrasensorial, ya que percibí la virulenta desesperación de Alice, a pesar de que la ocultaba muy bien, desesperación porque yo saliera de la habitación y ella se pudiera quedar a solas con Jasper. De ese modo, le podría contar que se estaban equivocando, que iban a fracasar...
Me preparé metódicamente, concentrándome en cada una de las pequeñas tareas. Me solté el pelo, extendiéndolo a mí alrededor, para que me cubriera el rostro. El pacífico estado de ánimo en que Jasper me había sumido cumplió su cometido y me ayudó a pensar con claridad y a planear. Rebusqué en mi petate hasta encontrar el calcetín lleno de dinero y lo vacié en mi monedero.
Ardía en ganas de llegar al aeropuerto y estaba de buen humor cuando nos marchamos a eso de las siete de la mañana. En esta ocasión, me senté sola en el asiento trasero mientras que Alice reclinaba la espalda contra la puerta, con el rostro frente a Jasper, aunque cada pocos segundos me lanzaba miradas desde detrás de sus gafas de sol.
— ¿Alice? —pregunté con indiferencia.
— ¿Sí? —contestó con prevención.
— ¿Cómo funcionan tus visiones? —miré por la ventanilla lateral y mi voz sonó aburrida—. Edward me dijo que no eran definitivas, que las cosas podían cambiar.
El pronunciar el nombre de Edward me resultó más difícil de lo esperado, y esa sensación debió alertar a Jasper, ya que poco después una fresca ola de serenidad inundó el vehículo.
—Sí, las cosas pueden cambiar... —murmuró, supongo que de forma esperanzada—. Algunas visiones se aproximan a la verdad más que otras, como la predicción metereológica. Resulta más difícil con los hombres. Sólo veo el curso que van a tomar las cosas cuando están sucediendo. El futuro cambia por completo una vez que cambian la decisión tomada o efectúan otra nueva, por pequeña que sea.
Asentí con gesto pensativo.
—Por eso no pudiste ver a James en Phoenix hasta que no decidió venir aquí.
—Sí —admitió, mostrándose todavía cautelosa.
Y tampoco me había visto en la habitación de los espejos con James hasta que no accedí a reunirme con él. Intenté no pensar en qué otras cosas podría haber visto, ya que no quería que el pánico hiciera recelar aún más a Jasper. De todos modos, los dos iban a redoblar la atención con la que me vigilaban a raíz de la visión de Alice. La situación se estaba volviendo imposible.
La suerte se puso de mi parte cuando llegamos al aeropuerto, o tal vez sólo era que habían mejorado mis probabilidades. El avión de Edward iba a aterrizar en la terminal cuatro, la más grande de todas, pero tampoco era extraño que fuera así, ya que allí aterrizaban la mayor parte de los vuelos. Sin duda, era la terminal que más me convenía —la más grande y la que ofrecía mayor confusión—, y en el nivel tres había una puerta que posiblemente sería mi única oportunidad.
Aparcamos en el cuarto piso del enorme garaje. Fui yo quien los guié, ya que, por una vez, conocía el entorno mejor que ellos. Tomamos el ascensor para descender al nivel tres, donde bajaban los pasajeros. Alice y Jasper se entretuvieron mucho rato estudiando el panel de salida de los vuelos. Los escuchaba discutiendo las ventajas e inconvenientes de Nueva York, Chicago, Atlanta, lugares que nunca había visto, y que, probablemente, nunca vería.
Esperaba mi oportunidad con impaciencia, incapaz de evitar que mi pie zapateara en el suelo. Nos sentamos en una de las largas filas de sillas cerca de los detectores de metales. Jasper y Alice fingían observar a la gente, pero en realidad, sólo me observaban a mí. Ambos seguían de reojo todos y cada uno de mis movimientos en la silla. Me sentía desesperanzada. ¿Podría arriesgarme a correr? ¿Se atreverían a impedir que me escapara en un lugar público como éste? ¿O simplemente me seguirían?
Saqué del bolso el sobre sin destinatario y lo coloqué encima del bolso negro de piel que llevaba Alice; ésta me miró sorprendida.
—Mi carta —le expliqué.
Asintió con la cabeza e introdujo el sobre en el bolso debajo de la solapa, de modo que Edward lo encontraría relativamente pronto.
Los minutos transcurrían e iba acercándose el aterrizaje del avión en el que viajaba Edward. Me sorprendía cómo cada una de mis células parecía ser consciente de su llegada y la anhelarla. Esa sensación me complicaba las cosas, y pronto me descubrí buscando excusas para quedarme a verle antes de escapar, pero sabía que eso me limitaba la posibilidad de huir.
Alice se ofreció varias veces para acompañarme a desayunar. —Más tarde —le dije—, todavía no.
Estudié el panel de llegadas de los vuelos, comprobando cómo uno tras otro llegaban con puntualidad. El vuelo procedente de Seattle cada vez ocupaba una posición más alta en el panel.
Los dígitos volvieron a cambiar cuando sólo me quedaban treinta minutos para intentar la fuga. Su vuelo llegaba con diez minutos de adelanto, por lo que se me acababa el tiempo.
—Creo que me apetece comer ahora —dije rápidamente.
Alice se puso de pie.
—Iré contigo.
— ¿Te importa que venga Jasper en tu lugar? —pregunté—. Me siento un poco... —no terminé la frase. Mis ojos estaban lo bastante enloquecidos como para transmitir lo que no decían las palabras.
Jasper se levantó. La mirada de Alice era confusa, pero, comprobé para alivio mío, que no sospechaba nada. Ella debía de atribuir la alteración en su visión a alguna maniobra del rastreador, más que a una posible traición por mi parte.
Jasper caminó junto a mí en silencio, con la mano en mis ríñones, como si me estuviera guiando. Simulé falta de interés por las primeras cafeterías del aeropuerto con que nos encontramos, y movía la cabeza a izquierda y derecha en busca de lo que realmente quería encontrar: los servicios para señoras del nivel tres, que estaban a la vuelta de la esquina, lejos del campo de visión de Alice.
— ¿Te importa? —pregunté a Jasper al pasar por delante—. Sólo será un momento.
—Aquí estaré —dijo él.
Eché a correr en cuanto la puerta se cerró detrás de mí. Recordé aquella ocasión en que me extravié por culpa de este baño, que tenía dos salidas.
Sólo tenía que dar un pequeño salto para ganar los ascensores cuando saliera por la otra puerta. No entraría en el campo de visión de Jasper si éste permanecía donde me había dicho. Era mi única oportunidad, por lo que tendría que seguir corriendo si él me veía. La gente se quedaba mirándome, pero los ignoré. Los ascensores estaban abiertos, esperando, cuando doblé la esquina. Me precipité hacia uno de ellos ——estaba casi lleno, pero era el que bajaba— y metí la mano entre las dos hojas de la puerta que se cerraba. Me acomodé entre los irritados pasajeros y me cercioré con un rápido vistazo de que el botón de la planta que daba a la calle estuviera pulsado. Estaba encendido cuando las puertas se cerraron.
Salí disparada de nuevo en cuanto se abrieron, a pesar de los murmullos de enojo que se levantaron a mi espalda. Anduve con lentitud mientras pasaba al lado de los guardias de seguridad, apostados junto a la cinta transportadora, preparada para correr tan pronto como viera las puertas de salida. No tenía forma de saber si Jasper ya me estaba buscando. Sólo dispondría de unos segundos si seguía mi olor. Estuve a punto de estrellarme contra los cristales mientras cruzaba de un salto las puertas automáticas, que se abrieron con excesiva lentitud.
No había ni un solo taxi a la vista a lo largo del atestado bordillo de la acera.
No me quedaba tiempo. Alice y Jasper estarían a punto de descubrir mi fuga, si no lo habían hecho ya, y me localizarían en un abrir y cerrar de ojos.
El servicio de autobús del hotel Hyatt acababa de cerrar las puertas a pocos pasos de donde me encontraba.
— ¡Espere! ——grité al tiempo que corría y le hacía señas al conductor.
—Éste es el autobús del Hyatt —dijo el conductor confundido al abrir la puerta.
—Sí. Allí es adonde voy —contesté con la respiración entrecortada, y subí apresuradamente los escalones.
Al no llevar equipaje, me miró con desconfianza, pero luego se encogió de hombros y no se molestó en hacerme más preguntas.
La mayoría de los asientos estaban vacíos. Me senté lo más alejada posible de los restantes viajeros y miré por la ventana, primero a la acera y después al aeropuerto, que se iba quedando atrás. No pude evitar imaginarme a Edward de pie al borde de la calzada, en el lugar exacto donde se perdía mi pista. No puedes llorar aún, me dije a mí misma. Todavía me quedaba un largo camino por recorrer.
La suerte siguió sonriéndome. En frente del Hyatt, una pareja de aspecto fatigado estaba sacando la última maleta del maletero de un taxi. Me bajé del autobús de un salto e inmediatamente me lancé hacia el taxi y me introduje en el asiento de atrás. La cansada pareja y el conductor del autobús me miraron fijamente.
Le indiqué al sorprendido taxista las señas de mi madre.
—Necesito llegar aquí lo más pronto posible.
—Pero esto está en Scottsdale —se quejó.
Arrojé cuatro billetes de veinte sobre el asiento.
— ¿Es esto suficiente?
—Sí, claro, chica, sin problema.
Me recliné sobre el asiento y crucé los brazos sobre el regazo. Las calles de la ciudad, que me resultaba tan familiar, pasaban rápidamente a nuestro lado, pero no me molesté ni en mirar por la ventanilla. Hice un gran esfuerzo por mantener el control y estaba resuelta a no perderlo llegada a aquel punto, ahora que había completado con éxito mi plan. No merecía la pena permitirme más miedo ni más ansiedad. El camino estaba claro, y sólo tenía que seguirlo.
Así pues, en lugar de eso cerré los ojos y pasé los veinte minutos de camino creyéndome con Edward en vez de dejarme llevar por el pánico.
Imaginé que me había quedado en el aeropuerto a la espera de su llegada. Visualicé cómo me pondría de puntillas para verle el rostro lo antes posible, y la rapidez y el garbo con que él se deslizaría entre el gentío. Entonces, tan impaciente como siempre, yo recorrería a toda prisa los pocos metros que me separaban de él para cobijarme entre sus brazos de mármol, al fin a salvo.
Me pregunté adonde habríamos ido. A algún lugar del norte, para que él pudiera estar al aire libre durante el día, o quizás a algún paraje remoto en el que nos hubiéramos tumbado al sol, juntos otra vez. Me lo imaginé en la playa, con su piel destellando como el mar. No me importaba cuánto tiempo tuviéramos que ocultarnos. Quedarme atrapada en una habitación de hotel con él sería una especie de paraíso, con la cantidad de preguntas que todavía tenía que hacerle. Podría estar hablando con él para siempre, sin dormir nunca, sin separarme de él jamás.
Vislumbré con tal claridad su rostro que casi podía oír su voz, y en ese momento, a pesar del horror y la desesperanza, me sentí feliz. Estaba tan inmersa en mi ensueño escapista que perdí la noción del tiempo transcurrido.
—Eh, ¿qué número me dijo?
La pregunta del taxista pinchó la burbuja de mi fantasía, privando de color mis maravillosas ilusiones vanas. El miedo, sombrío y duro, estaba esperando para ocupar el vacío que aquéllas habían dejado.
—Cincuenta y ocho —contesté con voz ahogada.
Me miró nervioso, pensando que quizás me iba a dar un ataque o algo parecido.
—Entonces, hemos llegado.
El taxista estaba deseando que yo saliera del coche; probablemente, albergaba la esperanza de que no le pidiera las vueltas.
—Gracias —susurré.
No hacía falta que me asustara, me recordé. La casa estaba vacía. Debía apresurarme. Mamá me esperaba aterrada, y dependía de mí.
Subí corriendo hasta la puerta y me estiré con un gesto maquinal para tomar la llave de debajo del alero. Abrí la puerta. El interior permanecía a oscuras y deshabitado, todo en orden. Volé hacia el teléfono y encendí la luz de la cocina en el trayecto. En la pizarra blanca había un número de diez dígitos escrito a rotulador con caligrafía pequeña y esmerada. Pulsé los botones del teclado con precipitación y me equivoqué. Tuve que colgar y empezar de nuevo. En esta ocasión me concentré sólo en las teclas, pulsándolas con cuidado, una por una. Lo hice correctamente. Sostuve el auricular en la oreja con mano temblorosa. Sólo sonó una vez.
—Hola, Bella ——contestó James con voz tranquila—. Lo has hecho muy deprisa. Estoy impresionado.
— ¿Se encuentra bien mi madre?
—Está estupendamente. No te preocupes, Bella, no tengo nada contra ella. A menos que no vengas sola, claro —dijo esto con despreocupación, casi divertido.
—Estoy sola.
Nunca había estado más sola en toda mi vida.
—Muy bien. Ahora, dime, ¿conoces el estudio de ballet que se encuentra justo a la vuelta de la esquina de tu casa?
—Sí, sé cómo llegar hasta allí.
—Bien, entonces te veré muy pronto.
Colgué.
Salí corriendo de la habitación y crucé la puerta hacia el calor achicharrante de la calle.
No había tiempo para volver la vista atrás y contemplar mi casa. Tampoco deseaba hacerlo tal y como se encontraba ahora, vacía, como un símbolo del miedo en vez de un santuario. La última persona en caminar por aquellas habitaciones familiares había sido mi enemigo.
Casi podía ver a mi madre con el rabillo del ojo, de pie a la sombra del gran eucalipto donde solía jugar de niña; o arrodillada en un pequeño espacio no asfaltado junto al buzón de correos, un cementerio para todas las flores que había plantado. Los recuerdos eran mejores que cualquier realidad que hoy pudiera ver, pero aun así, los aparté de mi mente rápidamente y me encaminé hacia la esquina, dejándolo todo atrás.
Me sentía torpe, como si corriera sobre arena mojada. Parecía incapaz de mantener el equilibrio sobre el cemento. Tropecé varias veces, y en una ocasión me caí. Me hice varios rasguños en las manos cuando las apoyé en la acera para amortiguar la caída. Luego me tambaleé, para volver a caerme, pero finalmente conseguí llegar a la esquina. Ya sólo me quedaba otra calle más. Corrí de nuevo, jadeando, con el rostro empapado de sudor. El sol me quemaba la piel; brillaba tanto que su intenso reflejo sobre el cemento blanco me cegaba. Me sentía peligrosamente vulnerable. Añoré la protección de los verdes bosques de Forks, de mi casa, con una intensidad que jamás hubiera imaginado.
Al doblar la última esquina y llegar a Cactus, pude ver el estudio de ballet, que conservaba el mismo aspecto exterior que recordaba. La plaza de aparcamiento de la parte delantera estaba vacía y las persianas de todas las ventanas, echadas. No podía correr—más, me asfixiaba. El esfuerzo y el pánico me habían dejado extenuada. El recuerdo de mi madre era lo único que, un paso tras otro, me mantenía en movimiento.
Al acercarme vi el letrero colocado por la parte interior de la puerta. Estaba escrito a mano en papel rosa oscuro: decía que el estudio de danza estaba cerrado por las vacaciones de primavera. Aferré el pomo y lo giré con cuidado. Estaba abierto. Me esforcé por contener el aliento y abrí la puerta.
El oscuro vestíbulo estaba vacío y su temperatura era fresca. Se podía oír el zumbido del aire acondicionado. Las sillas de plástico estaban apiladas contra la pared y la alfombra olía a champú. El aula de danza orientada al oeste estaba a oscuras y podía verla a través de una ventana abierta con vistas a esa sala. El aula que daba al este, la habitación más grande, estaba iluminada a pesar de tener las persianas echadas.
Se apoderó de mí un miedo tan fuerte que me quedé literalmente paralizada. Era incapaz de dar un solo paso.
Entonces, la voz de mi madre me llamó con el mismo tono de pánico e histeria.
— ¿Bella? ¿Bella? —Me precipité hacia la puerta, hacia el sonido de su voz—. ¡Bella, me has asustado! —Continuó hablando mientras yo entraba corriendo en el aula de techos altos—. ¡No lo vuelvas a hacer nunca más!
Miré a mí alrededor, intentando descubrir de dónde venía su voz. Entonces la oí reír y me giré hacia el lugar de procedencia del sonido.
Y allí estaba ella, en la pantalla de la televisión, alborotándome el pelo con alivio. Era el Día de Acción de Gracias y yo tenía doce años. Habíamos ido a ver a mi abuela el año anterior a su muerte. Fuimos a la playa un día y me incliné demasiado desde el borde del embarcadero. Me había visto perder pie y luego mis intentos de recuperar el equilibrio. « ¿Bella? ¿Bella?», me había llamado ella asustada.
La pantalla del televisor se puso azul.
Me volví lentamente. Inmóvil, James estaba de pie junto a la salida de emergencia, por eso no le había visto al principio. Sostenía en la mano el mando a distancia. Nos miramos el uno al otro durante un buen rato y entonces sonrió.
Caminó hacia mí y pasó muy cerca. Depositó el mando al lado del vídeo. Me di la vuelta con cuidado para seguir sus movimientos.
—Lamento esto, Bella, pero ¿acaso no es mejor que tu madre no se haya visto implicada en este asunto? —dijo con voz cortés, amable.
De repente caí en la cuenta. Mi madre seguía a salvo en Florida. Nunca había oído mi mensaje. Los ojos rojo oscuro de aquel rostro inusualmente pálido que ahora tenía delante de mí jamás la habían aterrorizado. Estaba a salvo.
—Sí —contesté llena de alivio.
—No pareces enfadada porque te haya engañado.
—No lo estoy.
La euforia repentina me había insuflado coraje. ¿Qué importaba ya todo? Pronto habría terminado y nadie haría daño a Charlie ni a mamá, nunca tendrían que pasar miedo. Me sentía casi mareada. La parte más racional de mi mente me avisó de que estaba a punto de derrumbarme a causa del estrés.
— ¡Qué extraño! Lo piensas de verdad —sus ojos oscuros me examinaron con interés. El iris de sus pupilas era casi negro, pero había una chispa de color rubí justo en el borde. Estaba sediento—. He de conceder a vuestro extraño aquelarre que vosotros, los humanos, podéis resultar bastante interesantes. Supongo que observaros debe de ser toda una atracción. Y lo extraño es que muchos de vosotros no parecéis tener conciencia alguna de lo interesantes que sois.
Se encontraba cerca de mí, con los brazos cruzados, mirándome con curiosidad. Ni el rostro ni la postura de James mostraban el menor indicio de amenaza. Tenía un aspecto muy corriente, no había nada destacable en sus facciones ni en su cuerpo, salvo la piel pálida y los ojos ojerosos a los que ya me había acostumbrado. Vestía una camiseta azul claro de manga larga y unos vaqueros desgastados.
—Supongo que ahora vas a decirme que tu novio te vengará —aventuró casi esperanzado, o eso me pareció.
—No, no lo creo. De hecho, le he pedido que no lo haga.
— ¿Y qué te ha contestado?
—No lo sé —resultaba extrañamente sencillo conversar con un cazador tan gentil—. Le dejé una carta.
— ¿Una carta? ¡Qué romántico! —la voz se endureció un poco cuando añadió un punto de sarcasmo al tono educado—. ¿Y crees que te hará caso?
—Eso espero.
—Humm. Bueno, en tal caso, tenemos expectativas distintas. Como ves, esto ha sido demasiado fácil, demasiado rápido. Para serte sincero, me siento decepcionado. Esperaba un desafío mucho mayor. Y después de todo, sólo he necesitado un poco de suerte.
Esperé en silencio.
—Hice que Victoria averiguara más cosas sobre ti cuando no consiguió atrapar a tu padre. Carecía de sentido darte caza por todo el planeta cuando podía esperar cómodamente en un lugar de mi elección. Por eso, después de hablar con Victoria, decidí venir a Phoenix para hacer una visita a tu madre. Te había oído decir que regresabas a casa. Al principio, ni se me ocurrió que lo dijeras en serio, pero luego lo estuve pensando. ¡Qué predecibles sois los humanos! Os gusta estar en un entorno conocido, en algún lugar que os infunda seguridad. ¿Acaso no sería una estratagema perfecta que si te persiguiéramos acudieras al último lugar en el que deberías estar, es decir, a donde habías dicho que ibas a ir?
»Pero claro, no estaba seguro, sólo era una corazonada. Habitualmente las suelo tener sobre las presas que cazo, un sexto sentido, por llamarlo así. Escuché tu mensaje cuando entré a casa de tu madre, pero claro, no podía estar seguro del lugar desde el que llamabas. Era útil tener tu número, pero por lo que yo sabía, lo mismo podías estar en la Antártida; y el truco no funcionaría a menos que estuvieras cerca.
«Entonces, tu novio toma un avión a Phoenix. Victoria lo estaba vigilando, naturalmente; no podía actuar solo en un juego con tantos jugadores. Y así fue como me confirmaron lo que yo barruntaba, que te encontrabas aquí. Ya estaba preparado; había visto tus enternecedores vídeos familiares, por lo que sólo era cuestión de marcarse el farol.
«Demasiado fácil, como ves. En realidad, nada que esté a mi altura. En fin, espero que te equivoques con tu novio. Se llama Edward, ¿verdad?
No contesté. La sensación de valentía me abandonaba por momentos. Me di cuenta de que estaba a punto de terminar de regodearse en su victoria. Aunque, de todos modos, ya me daba igual. No había ninguna gloria para él en abatirme a mí, una débil humana.
— ¿Te molestaría mucho que también yo le dejara una cartita a tu Edward?
Dio un paso atrás y pulsó algo en una videocámara del tamaño de la palma de la mano, equilibrada cuidadosamente en lo alto del aparato de música. Una diminuta luz roja indicó que ya estaba grabando. La ajustó un par de veces, ampliando el encuadre. Lo miré horrorizada.
—Lo siento, pero dudo de que se vaya a resistir a darme caza después de que vea esto. Y no quiero que se pierda nada. Todo esto es por él, claro. Tú simplemente eres una humana, que, desafortunadamente, estaba en el sitio equivocado y en el momento equivocado, y podría añadir también, que en compañía de la gente equivocada.
Dio un paso hacia mí, sonriendo.
—Antes de que empecemos...
Sentí náuseas en la boca del estómago mientras hablaba. Esto era algo que yo no había previsto.
—Hay algo que me gustaría restregarle un poco por las narices a tu novio. La solución fue obvia desde el principio, y siempre temí que tu Edward se percatara y echara a perder la diversión. Me pasó una vez, oh, sí, hace siglos. La primera y única vez que se me ha escapado una presa.
»E1 vampiro que tan estúpidamente se había encariñado con aquella insignificante presa hizo la elección que tu Edward ha sido demasiado débil para llevar a cabo, ya ves. Cuando aquel viejo supo que iba detrás de su amiguita, la raptó del sanatorio mental donde él trabajaba —nunca entenderé la obsesión que algunos vampiros tienen por vosotros, los humanos—, y la liberó de la única forma que tenía para ponerla a salvo. La pobre criaturita ni siquiera pareció notar el dolor. Había permanecido encerrada demasiado tiempo en aquel agujero negro de su celda. Cien años antes la habrían quemado en la hoguera por sus visiones, pero en el siglo XIX te llevaban al psiquiátrico y te administraban tratamientos de electro—choque. Cuando abrió los ojos fortalecida con su nueva juventud, fue como si nunca antes hubiera visto el sol. El viejo la convirtió en un nuevo y poderoso vampiro, pero entonces yo ya no tenía ningún aliciente para tocarla —suspiró—. En venganza, maté al viejo.
—Alice —dije en voz baja, atónita.
—Sí, tu amiguita. Me sorprendió verla en el claro. Supuse que su aquelarre obtendría alguna ventaja de esta experiencia. Yo te tengo a ti, y ellos la tienen a ella. La única víctima que se me ha escapado, todo un honor, la verdad.
»Y tenía un olor realmente delicioso. Aún lamento no haber podido probarla... Olía incluso mejor que tú. Perdóname, no quiero ofenderte, tú hueles francamente bien. Un poco floral, creo...
Dio otro paso en mi dirección hasta situarse a poca distancia. Levantó un mechón de mi pelo y lo olió con delicadeza. Entonces, lo puso otra vez en su sitio con dulzura y sentí sus dedos fríos en mi garganta. Alzó luego la mano para acariciarme rápidamente una sola vez la mejilla con el pulgar, con expresión de curiosidad. Deseaba echar a correr con todas mis fuerzas, pero estaba paralizada. No era capaz siquiera de estremecerme.
—No —murmuró para sí mientras dejaba caer la mano—. No lo entiendo —suspiró—. En fin, supongo que deberíamos continuar. Luego, podré telefonear a tus amigos y decirles dónde te pueden encontrar, a ti y a mi mensajito.
Ahora me sentía realmente mal. Supe que iba a ser doloroso, lo leía en sus ojos. No se conformaría con ganar, alimentarse y desaparecer. El final rápido con que yo contaba no se produciría. Empezaron a temblarme las rodillas y temí caerme de un momento a otro.
El cazador retrocedió un paso y empezó a dar vueltas en torno a mí con gesto indiferente, como si quisiera obtener la mejor vista posible de una estatua en un museo. Su rostro seguía siendo franco y amable mientras decidía por dónde empezar.
Entonces, se echó hacia atrás y se agazapó en una postura que reconocí de inmediato. Su amable sonrisa se ensanchó, y creció hasta dejar de ser una sonrisa y convertirse en un amasijo de dientes visibles y relucientes.
No pude evitarlo, intenté correr aun sabiendo que sería inútil y que mis rodillas estaban muy débiles. Me invadió el pánico y salté hacia la salida de emergencia.
Lo tuve delante de mí en un abrir y cerrar de ojos. Actuó tan rápido que no vi si había usado los pies o las manos. Un golpe demoledor impactó en mi pecho y me sentí volar hacia atrás, hasta sentir el crujido del cristal al romperse cuando mi cabeza se estrelló contra los espejos. El cristal se agrietó y los trozos se hicieron añicos al caer al suelo, a mi lado.
Estaba demasiado aturdida para sentir el dolor. Ni siquiera podía respirar.
Se acercó muy despacio.
—Esto hará un efecto muy bonito —dijo con voz amable otra vez mientras examinaba el caos de cristales—. Pensé que esta habitación crearía un efecto visualmente dramático para mi película. Por eso escogí este lugar para encontrarnos. Es perfecto, ¿a que sí?
Le ignoré mientras gateaba de pies y manos en un intento de arrastrarme hasta la otra puerta.
Se abalanzó sobre mí de inmediato y me pateó con fuerza la pierna. Oí el espantoso chasquido antes de sentirlo, pero luego lo sentí y no pude reprimir el grito de agonía. Me retorcí para agarrarme la pierna, él permaneció junto a mí, sonriente.
— ¿Te gustaría reconsiderar tu última petición? —me preguntó con amabilidad.
Me golpeó la pierna rota con el pie. Oí un alarido taladrador. En estado de shock, lo reconocí como mío.
— ¿Sigues sin querer que Edward intente encontrarme? —me acució.
—No —dije con voz ronca—. No, Edward, no lo hagas...
Entonces, algo me impactó en la cara y me arrojó de nuevo contra los espejos.
Por encima del dolor de la pierna, sentí el filo cortante del cristal rasgarme el cuero cabelludo. En ese momento, un líquido caliente y húmedo empezó a extenderse por mi pelo a una velocidad alarmante. Noté cómo empapaba el hombro de mi camiseta y oí el goteo en la madera sobre la que me hallaba. Se me hizo un nudo en el estómago a causa del olor.
A través de la náusea y el vértigo, atisbé algo que me dio un último hilo de esperanza. Los ojos de James, que poco antes sólo mostraban interés, ahora ardían con una incontrolable necesidad. La sangre, que extendía su color carmesí por la camiseta blanca y empezaba a formar un charco rápidamente en el piso, lo estaba enloqueciendo a causa de su sed. No importaban ya cuáles fueran sus intenciones originales, no se podría refrenar mucho tiempo.
Ojala que fuera rápido a partir de ahora, todo lo que podía esperar es que la pérdida de sangre se llevara mi conciencia con ella. Se me cerraban los ojos.
Oí el gruñido final del cazador como si proviniera de debajo del agua. Pude ver, a través del túnel en el que se había convertido mi visión, cómo su sombra oscura caía sobre mí. Con un último esfuerzo, alcé la mano instintivamente para protegerme la cara. Entonces se me cerraron los ojos y me dejé ir.

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