—
¡Billy! —le llamó Charlie tan pronto como se bajó del coche.
Me
volví hacia la casa y, una vez me hube guarecido debajo del porche, hice
señales a Jacob para que entrase. Oí a Charlie saludarlos efusivamente a mis
espaldas.
—Jake,
voy a hacer como que no te he visto al volante —dijo con desaprobación.
—En
la reserva conseguimos muy pronto los permisos de conducir —replicó Jacob
mientras yo abría la puerta y encendía la luz del porche.
—Seguro
que sí —se rió Charlie.
—De
alguna manera he de dar una vuelta.
A
pesar de los años transcurridos, reconocí con facilidad la voz retumbante de
Billy. Su sonido me hizo sentir repentinamente más joven, una niña.
Entré
en la casa, dejando abierta la puerta detrás de mí, y fui encendiendo las luces
antes de colgar mi cazadora. Luego, permanecí en la puerta, contemplando con
ansiedad cómo Charlie y Jacob ayudaban a Billy a salir del coche y a sentarse
en la silla de ruedas.
Me
aparté del camino mientras entraban a toda prisa sacudiéndose la lluvia.
—Menuda
sorpresa —estaba diciendo Charlie.
—Hace
ya mucho tiempo que no nos vemos. Confío en que no sea un mal momento
—respondió Billy, cuyos inescrutables ojos oscuros volvieron a fijarse en mí.
—No,
es magnífico. Espero que os podáis quedar para el partido.
Jacob
mostró una gran sonrisa.
—Creo
que ése es el plan... Nuestra televisión se estropeó la semana pasada.
Billy
le dirigió una mueca a su hijo y añadió:
—Y,
por supuesto, Jacob deseaba volver a ver a Bella.
Jacob
frunció el ceño y agachó la cabeza mientras yo reprimía una oleada de
remordimiento. Tal vez había sido demasiado convincente en la playa.
—
¿Tenéis hambre? —pregunté mientras me dirigía hacia la cocina, deseosa de
escaparme de la inquisitiva mirada de Billy.
—No,
cenamos antes de venir —respondió Jacob.
—
¿Y tú, Charlie? —le pregunté de refilón al tiempo que doblaba la esquina a toda
prisa para escabullirme.
—Claro
—replicó. Su voz se desplazó hacia la habitación de en frente, hacia el
televisor. Oí cómo le seguía la silla de Billy.
Los
sandwiches de queso se estaban tostando en la sartén mientras cortaba en
rodajas un tomate cuando sentí que había alguien a mis espaldas.
—Bueno,
¿cómo te va todo? —inquirió Jacob.
—Bastante
bien —sonreí. Era difícil resistirse a su entusiasmo—. ¿Y a ti? ¿Terminaste el
coche?
—No
—arrugó la frente—. Aún necesito piezas. Hemos pedido prestado ése —comentó
mientras señalaba con el pulgar en dirección al patio delantero.
—Lo
siento, pero no he visto ninguna pieza. ¿Qué es lo que estáis buscando?
—Un
cilindro maestro —sonrió de oreja a oreja y de repente añadió—: ¿Hay algo que
no funcione en el monovolumen?
—Ah.
Me lo preguntaba al ver que no lo conducías.
Mantuve
la vista fija en la sartén mientras levantaba el extremo de un sándwich para
comprobar la parte inferior.
—Di
un paseo con un amigo.
—Un
buen coche —comentó con admiración—, aunque no reconocí al conductor. Creía
conocer a la mayoría de los chicos de por aquí.
Asentí
sin comprometerme ni alzar los ojos mientras daba la vuelta a los sandwiches.
—Papá
parecía conocerle de alguna parte.
—Jacob,
¿me puedes pasar algunos platos? Están en el armario de encima del fregadero.
—Claro.
Tomó
los platos en silencio. Esperaba que dejara el asunto.
—
¿Quién es? —preguntó mientras situaba dos platos sobre la encimera, cerca de
mí. Suspiré derrotada.
—Edward
Cullen.
Para
mi sorpresa, rompió a reír. Alcé la vista hacia él, que parecía un poco
avergonzado.
—Entonces,
supongo que eso lo explica todo —comentó—. Me preguntaba por qué papá se
comportaba de un modo tan extraño.
—Es
cierto —simulé una expresión inocente—. No le gustan los Cullen.
—Viejo
supersticioso —murmuró en un susurro.
—No
crees que se lo vaya a decir a Charlie, ¿verdad? —no pude evitar el
preguntárselo. Las palabras, pronunciadas en voz baja, salieron precipitadamente
de mis labios.
—Lo
dudo —respondió finalmente—. Creo que Charlie le soltó una buena reprimenda la
última vez, y desde entonces no han hablado mucho. Me parece que esta noche es
una especie de reencuentro, por lo que no creo que papá lo vuelva a mencionar.
—Ah
—dije, intentando parecer indiferente.
Me
quedé en el cuarto de estar después de llevarle a Charlie la cena, fingiendo
ver el partido mientras Jacob charlaba conmigo; pero, en realidad, estaba
escuchando la conversación de los dos hombres, atenta a cualquier indicio de
algo sospechoso y buscando la forma de detener a Billy llegado el momento.
Fue
una larga noche. Tenía muchos deberes sin hacer, pero temía dejar a Billy a
solas con Charlie. Finalmente, el partido terminó.
—
¿Vais a regresar pronto tus amigos y tú a la playa? —preguntó Jacob mientras
empujaba la silla de su padre fuera del umbral.
—No
estoy segura —contesté con evasivas.
—Ha
sido divertido, Charlie ——dijo Billy.
—Acércate
a ver el próximo partido —le animó Charlie.
—Seguro,
seguro —dijo Billy—. Aquí estaremos. Que paséis una buena noche —sus ojos me
enfocaron y su sonrisa desapareció al agregar con gesto serio—: Cuídate, Bella.
—Gracias
—musité desviando la mirada.
Me
dirigí hacia las escaleras mientras Charlie se despedía con la mano desde la
entrada.
—Aguarda,
Bella —me pidió.
Me
encogí. ¿Le había dicho Billy algo antes de que me reuniera con ellos en el
cuarto de estar?
Pero
Charlie aún seguía relajado y sonriente a causa de la inesperada visita.
—No
he tenido ocasión de hablar contigo esta noche. ¿Qué tal te ha ido el día?
—Bien
—vacilé, con un pie en el primer escalón, en busca de detalles que pudiera
compartir con él sin comprometerme—. Mi equipo de bádminton ganó los cuatro
partidos.
—
¡Vaya! No sabía que supieras jugar al bádminton.
—Bueno,
lo cierto es que no, pero mi compañero es realmente bueno —admití.
—
¿Quién es? —inquirió en señal de interés.
—Eh...
Mike Newton —le revelé a regañadientes.
—Ah,
sí. Me comentaste que eras amiga del chico de los Newton —se animó—. Una buena
familia —musitó para sí durante un minuto—. ¿Por qué no le pides que te lleve
al baile este fin de semana?
—
¡Papá! —gemí—. Está saliendo con mi amiga Jessica. Además, sabes que no sé
bailar.
—Ah,
sí—murmuró. Entonces me sonrió con un gesto de disculpa—. Bueno, supongo que es
mejor que te vayas el sábado. .. Había planeado ir de pesca con los chicos de
la comisaría. Parece que va a hacer calor de verdad, pero me puedo quedar en
casa si quieres posponer tu viaje hasta que alguien te pueda acompañar. Sé que te
dejo aquí sola mucho tiempo.
—Papá,
lo estás haciendo fenomenal —le sonreí con la esperanza de ocultar mi alivio—.
Nunca me ha preocupado estar sola, en eso me parezco mucho a ti.
Le
guiñé un ojo, y al sonreírme le salieron arrugas alrededor de los ojos.
Esa
noche dormí mejor porque me encontraba demasiado cansada para soñar de nuevo.
Estaba de buen humor cuando el gris perla de la mañana me despertó. La tensa
velada con Billy y Jacob ahora me parecía inofensiva y decidí olvidarla por
completo. Me descubrí silbando mientras me recogía el pelo con un pasador.
Luego, bajé las escaleras dando saltos. Charlie, que desayunaba sentado a la
mesa, se dio cuenta y comentó:
—Estás
muy alegre esta mañana.
Me
encogí de hombros.
—Es
viernes.
Me
di mucha prisa para salir en cuanto se fuera Charlie. Había preparado la
mochila, me había calzado los zapatos y cepillado los dientes, pero Edward fue
más rápido a pesar de que salí disparada por la puerta en cuanto me aseguré de
que Charlie se había perdido de vista. Me esperaba en su flamante coche con las
ventanillas bajadas y el motor apagado.
Esta
vez no vacilé en subirme al asiento del copiloto lo más rápidamente posible
para verle el rostro. Me dedicó esa sonrisa traviesa y abierta que me hacía
contener el aliento y me paralizaba el corazón. No podía concebir que un ángel
fuera más espléndido. No había nada en Edward que se pudiera mejorar.
—
¿Cómo has dormido? —me preguntó. ¿Sabía lo atrayente que resultaba su voz?
—Bien.
¿Qué tal tu noche?
—Placentera.
Una
sonrisa divertida curvó sus labios. Me pareció que me estaba perdiendo una
broma privada.
—
¿Puedo preguntarte qué hiciste?
—No
—volvió a sonreír—, el día de hoy sigue siendo mío.
Quería
saber cosas sobre la gente, sobre Renée, sus aficiones, qué hacíamos juntas en
nuestro tiempo libre, y luego sobre la única abuela a la que había conocido,
mis pocos amigos del colegio y... me
puse colorada cuando me preguntó por los chicos con los que había tenido citas.
Me aliviaba que en realidad nunca hubiera salido con ninguno, por lo que la
conversación sobre ese tema en particular no fue demasiado larga. Pareció tan
sorprendido como Jessica y Angela por mi escasa vida romántica.
—
¿Nunca has conocido a nadie que te haya gustado? —me preguntó con un tono tan
serio que me hizo preguntarme qué estaría pensando al respecto.
De
mala gana, fui sincera:
—En
Phoenix, no.
Frunció
los labios con fuerza.
Para
entonces, nos hallábamos ya en la cafetería. El día había transcurrido
rápidamente en medio de ese borrón que se estaba convirtiendo en rutina.
Aproveché la breve pausa para dar un mordisco a mi rosquilla.
—Hoy
debería haberte dejado que condujeras —anunció sin venir a cuento mientras
masticaba.
—
¿Por qué? —quise saber.
—Me
voy a ir con Alice después del almuerzo.
—Vaya
—parpadeé, confusa y desencantada—. Está bien, no está demasiado lejos para un
paseo.
Me
miró con impaciencia.
—No
te voy a hacer ir a casa andando. Tomaremos tu coche y lo dejaremos aquí para
ti.
—No
llevo la llave encima —musité—. No me importa caminar, de verdad.
Lo
que me importaba era disponer de menos tiempo en su compañía.
Negó
con la cabeza.
—Tu
monovolumen estará aquí y la llave en el contacto, a menos que temas que
alguien te lo pueda robar.
Se
rió sólo de pensarlo.
—De
acuerdo —acepté con los labios apretados.
Estaba
casi segura de que tenía la llave en el bolsillo de los vaqueros que había
llevado el miércoles, debajo de una pila de ropa en el lavadero.
Jamás
la encontraría, aunque irrumpiera en mi casa o cualquier otra cosa que
estuviera planeando. Pareció percatarse del desafío implícito en mi aceptación,
pero sonrió burlón, demasiado seguro de sí mismo.
—
¿Adonde vas a ir? —pregunté de la forma más natural que fui capaz.
—De
caza —replicó secamente—. Si voy a estar a solas contigo mañana, voy a tomar
todas las precauciones posibles —su rostro se hizo más taciturno y suplicante—.
Siempre lo puedes cancelar, ya sabes.
Bajé
la vista, temerosa del persuasivo poder de sus ojos. Me negué a dejarme
convencer de que le temiera, sin importar lo real que pudiera ser el peligro. No importa, me repetí en la mente.
—No
—susurré mientras le miraba a la cara—. No puedo.
—Tal
vez tengas razón —murmuró sombríamente.
El
color de sus ojos parecía oscurecerse conforme lo miraba.
Cambié
de tema.
—
¿A qué hora te veré mañana? —quise saber, ya deprimida por la idea de tener que
dejarle ahora.
—Eso
depende... Es sábado. ¿No quieres dormir hasta tarde? —me ofreció.
—No
—respondí a toda prisa. Contuvo una sonrisa.
—Entonces,
a la misma hora de siempre —decidió—. ¿Estará Charlie ahí?
—No,
mañana se va a pescar.
Sonreí
abiertamente ante el recuerdo de la forma tan conveniente con que se habían
solucionado las cosas.
—
¿Y qué pensará si no vuelves? —inquirió con la voz cortante.
—No
tengo ni idea —repliqué con frialdad—. Sabe que tengo intención de hacer la
colada. Tal vez crea que me he caído dentro de la lavadora.
Me
miró con el ceño enfurruñado y yo hice lo mismo. Su rabia fue mucho más
impresionante que la mía.
—
¿Qué vas a cazar esta noche? —le pregunté cuando estuve segura de haber perdido
el concurso de ceños.
—Cualquier
cosa que encontremos en el parque —parecía divertido por mi informal referencia
a sus actividades secretas—. No vamos a ir lejos.
—
¿Por qué vas con Alice? —me extrañé.
—Alice
es la más... compasiva.
Frunció
el ceño al hablar.
—
¿Y los otros? —Pregunté con timidez—. ¿Cómo se lo toman?
Arrugó
la frente durante unos momentos.
—La
mayoría con incredulidad.
Miré
a hurtadillas y con rapidez a
su familia. Permanecían sentados con la mirada perdida en diferentes
direcciones, del mismo modo que la primera vez que los vi. Sólo que ahora eran
cuatro, su hermoso hermano con pelo de bronce se sentaba frente a mí con los
dorados ojos turbados.
—No
les gusto —supuse.
—No
es eso —disintió, pero sus ojos eran demasiado inocentes para mentir—. No
comprenden por qué no te puedo dejar sola.
Sonreí
de oreja a oreja.
—Yo
tampoco, si vamos al caso.
Edward
movió la cabeza lentamente y luego miró al techo antes de que nuestras miradas
volvieran a encontrarse.
—Te
lo dije, no te ves a ti misma con ninguna claridad. No te pareces a nadie que
haya conocido. Me fascinas.
Le
dirigí una mirada de furia, segura de que hablaba en broma. Edward sonrió al
descifrar mi expresión.
—Al
tener las ventajas que tengo —murmuró mientras se tocaba la frente con discreción—,
disfruto de una superior comprensión de la naturaleza humana. Las personas son
predecibles, pero tú nunca haces lo que espero. Siempre me pillas desprevenido.
Desvié
la mirada y mis ojos volvieron a vagar de vuelta a su familia, avergonzada y
decepcionada. Sus palabras me hacían sentir como una cobaya. Quise reírme de mí
misma por haber esperado otra cosa.
—Esa
parte resulta bastante fácil de explicar —continuó. Aunque todavía no era capaz
de mirarle, sentí sus ojos fijos en mi rostro—, pero hay más, y no es tan
sencillo expresarlo con palabras...
Seguía
mirando fijamente a los Cullen mientras él hablaba. De repente, Rosalie, su
rubia e impresionante hermana, se volvió para echarme un vistazo. No, no para
echarme un vistazo. Para atraparme en una mirada feroz con sus ojos fríos y
oscuros. Hasta que Edward se interrumpió a mitad de frase y emitió un bufido
muy bajo. Fue casi un siseo.
Rosalie
giró la cabeza y me liberé. Volví a mirar a Edward, y supe que podía ver la
confusión y el miedo que me había hecho abrir tanto los ojos. Su rostro se
tensó mientras se explicaba:
—Lo
lamento. Ella sólo está preocupada. Ya ves... Después de haber pasado tanto
tiempo en público contigo no es sólo peligroso para mí si... —bajó la vista.
—
¿Si...?
—Si
las cosas van mal.
Dejó
caer la cabeza entre las manos, como aquella noche en Port Angeles. Su angustia
era evidente. Anhelaba confortarle, pero estaba muy perdida para saber cómo
hacerlo. Extendí la mano hacia él involuntariamente, aunque rápidamente la dejé
caer sobre la mesa, ante el temor de que mi caricia empeorase las cosas.
Lentamente comprendía que sus palabras deberían asustarme. Esperé a que el
miedo llegara, pero todo lo que sentía era dolor por su pesar.
Y
frustración... Frustración porque Rosalie hubiera interrumpido fuera lo que
fuera lo que estuviese a punto de decir. No sabía cómo sacarlo a colación de
nuevo. Seguía con la cabeza entre las manos. Intenté hablar con un tono de voz
normal:
—
¿Tienes que irte ahora?
—Sí
—alzó el rostro, por un momento estuvo serio, pero luego cambió de estado de
ánimo y sonrió—. Probablemente sea lo mejor. En Biología aún nos quedan por
soportar quince minutos de esa espantosa película. No creo que lo aguante más.
Me
llevé un susto. De repente, Alice se encontraba en pie detrás del hombro de
Edward. Su pelo corto y de punta, negro como la tinta, rodeaba su exquisita,
delicada y pequeña faz como un halo impreciso. Su delgada figura era esbelta y
grácil incluso en aquella absoluta inmovilidad. Edward la saludó sin desviar la
mirada de mí.
—Alice.
—Edward
—respondió ella. Su aguda voz de soprano era casi tan atrayente como la de su
hermano.
—Alice,
te presento a Bella... Bella, ésta es Alice —nos presentó haciendo un gesto
informal con la mano y una seca sonrisa en el rostro.
—Hola,
Bella —sus brillantes ojos de color obsidiana eran inescrutables, pero la
sonrisa era cordial—. Es un placer conocerte al fin.
Edward
le dirigió una mirada sombría.
—Hola,
Alice —musité con timidez.
—
¿Estás preparado? —le preguntó.
—Casi
—replicó Edward con voz distante—. Me reuniré contigo en el coche.
Alice
se alejó sin decir nada más. Su andar era tan flexible y sinuoso que sentí una
aguda punzada de celos.
—Debería
decir «que te diviertas», ¿o es el sentimiento equivocado? —le pregunté
volviéndome hacia él.
—No,
«que te diviertas» es tan bueno como cualquier otro.
Esbozó
una amplia sonrisa.
—En
tal caso, que te diviertas.
Me
esforcé en parecer sincera, pero, por supuesto, no le engañé.
—Lo
intentaré —seguía sonriendo—. Y tú, intenta mantenerte a salvo, por favor.
—A
salvo en Forks... ¡Menudo reto!
—Para
ti lo es —el rostro se endureció—. Prométemelo.
—Prometo
que intentaré mantenerme ilesa —declamé—. Esta noche haré la colada... Una
tarea que no debería entrañar demasiado peligro.
—No
te caigas dentro de la lavadora —se mofó.
—Haré
lo que pueda.
Se
puso en pie y yo también me levanté.
—Te
veré mañana —musité.
—Te
parece mucho tiempo, ¿verdad? —murmuró.
Asentí
con desánimo.
—Por
la mañana, allí estaré —me prometió esbozando su sonrisa picara.
Extendió
la mano a través de la mesa para acariciarme la cara, me rozó levemente los
pómulos y luego se dio la vuelta y se alejó. Clavé mis ojos en él hasta que se
marchó.
Sentí
la enorme tentación de hacer novillos el resto del día, faltar al menos a clase
de Educación física, pero mi instinto me detuvo. Sabía que Mike y los demás
darían por supuesto que estaba con Edward si desaparecía ahora, y a él le
preocupaba el tiempo que pasábamos juntos en público por si las cosas no salían
bien. Me negué a entretenerme con ese último pensamiento y en vez de eso,
concentré mi atención en hacer que las cosas fueran más seguras para él.
Intuitivamente,
sabía —y me daba cuenta de que él también lo creía así— que mañana iba a ser un
momento crucial. Nuestra relación no podía continuar en el filo de la navaja.
Caeríamos a uno u otro lado, dependiendo por completo de su elección o de sus
instintos. Había tomado mi decisión, lo había hecho incluso antes de haber sido
consciente de la misma y me comprometí a llevarla a cabo hasta el final, porque
para mí no había nada más terrible e insoportable que la idea de separarme de
él. Me resultaba imposible.
Resignada,
me dirigí a clase. Para ser sincera, no sé qué sucedió en Biología, estaba
demasiado preocupada con los pensamientos de lo que sucedería al día siguiente.
En la clase de gimnasia, Mike volvía a dirigirme la palabra otra vez. Me deseó
que tuviera buen tiempo en Seattle. Le expliqué con detalle que, preocupada por
el coche, había cancelado mi viaje.
—
¿Vas a ir al baile con Cullen? —preguntó, repentinamente mohíno.
—No,
no voy a ir con nadie.
—Entonces,
¿qué vas a hacer? —inquirió con demasiado interés.
Mi
reacción instintiva fue decirle que dejara de entrometerse, pero en lugar de
eso le mentí alegremente.
—La
colada, y he de estudiar para el examen de Trigonometría o voy a suspender.
—
¿Te está ayudando Cullen con los estudios?
—Edward
—enfaticé— no me va ayudar con los estudios. Se va a no sé dónde durante el fin
de semana.
Noté
con sorpresa que las mentiras me salían con mayor naturalidad que de costumbre.
—Ah
—se animó—. Ya sabes, de todos modos, puedes venir al baile con nuestro grupo.
Estaría bien. Todos bailaríamos contigo —prometió.
La
imagen mental del rostro de Jessica hizo que el tono de mi voz fuera más
cortante de lo necesario.
—Mike,
no voy a ir al baile, ¿de acuerdo?
—Vale
—se enfurruñó otra vez—. Sólo era una oferta.
Cuando
al fin terminaron las clases, me dirigí al aparcamiento sin entusiasmo. No me
apetecía especialmente ir a casa a pie, pero no veía la forma de recuperar el
monovolumen. Entonces, comencé a creer una vez más que no había nada imposible
para él. Este último instinto demostró ser correcto: mi coche estaba en la
misma plaza en la que él había aparcado el Volvo por la mañana. Incrédula,
sacudí la cabeza mientras abría la puerta —no estaba echado el pestillo— y vi
las llaves en el bombín de la puesta en marcha.
Había
un pedazo de papel blanco doblado sobre mi asiento. Lo tomé y cerré la puerta
antes de desdoblarlo. Había escrito dos palabras con su elegante letra: «Sé
prudente».
El
sonido del motor al arrancar me asustó. Me reí de mí misma.
El
pomo de la puerta estaba cerrado y el pestillo sin echar, tal y como se había
quedado por la mañana. Una vez dentro, me fui directa al lavadero. Parecía que
todo seguía igual. Hurgué entre la ropa en busca de mis vaqueros y revisé los
bolsillos una vez que los hube encontrado. Vacíos. Quizás las hubiera dejado
colgando dentro del coche, pensé sacudiendo la cabeza.
Siguiendo
el mismo instinto que me había movido a mentir a Mike, telefoneé a Jessica so
pretexto de desearle suerte en el baile. Cuando ella me deseó lo mismo para mi
día con Edward, le hablé de la cancelación. Parecía más desencantada de lo
realmente necesario para ser una observadora imparcial. Después de eso, me despedí
rápidamente.
Charlie
estuvo distraído durante la cena, supuse que le preocupaba algo relacionado con
el trabajo, o tal vez con el partido de baloncesto, o puede que le hubiera
gustado de verdad la lasaña. Con Charlie, era difícil saberlo.
—
¿Sabes, papá? —comencé, interrumpiendo su meditación.
—
¿Qué pasa, Bella?
—Creo
que tienes razón en lo del viaje a Seattle. Me parece que voy a esperar hasta
que Jessica o algún otro me puedan acompañar.
—Ah
—dijo sorprendido—. De acuerdo. Bueno, ¿quieres que me quede en casa?
—No,
papá, no cambies de planes. Tengo un millón de cosas que hacer: los deberes, la
colada, necesito ir a la biblioteca y al supermercado. Estaré entrando y
saliendo todo el día. Ve y diviértete.
—
¿Estás segura?
—Totalmente,
papá. Además, el nivel de pescado del congelador está bajando peligrosamente...
Hemos descendido hasta tener reservas sólo para dos o tres años.
Me
sonrió.
—Resulta
muy fácil vivir contigo, Bella.
—Podría
decir lo mismo de ti —contesté entre risas demasiado apagadas, pero no pareció
notarlo. Me sentí culpable por hacerle creer aquello, y estuve a punto de
seguir el consejo de Edward y decirle dónde iba a estar. A punto.
Después
de la cena, doblé la ropa y puse otra colada en la secadora. Por desgracia, era
la clase de trabajo que sólo mantiene ocupadas las manos y mi mente tuvo
demasiado tiempo libre, sin duda, y debido a eso perdí el control. Fluctuaba
entre una ilusión tan intensa que se acercaba al dolor y un miedo insidioso que
minaba mi resolución. Tuve que seguir recordándome que ya había elegido y que
no había vuelta atrás. Saqué del bolsillo la nota de Edward dedicando mucho más
esfuerzo del necesario para embeberme con las dos simples palabras que había
escrito. El quería que estuviera a salvo, me dije una y otra vez. Sólo podía
aferrarme a la confianza de que al fin ese deseo prevaleciera sobre los demás.
¿Qué otra alternativa tenía? ¿Apartarle de mi vida? Intolerable. Además, en
realidad, parecía que toda mi vida girase en torno a él desde que vine a Forks.
Una
vocecita preocupada en el fondo de mi mente se preguntaba cuánto dolería en el
caso de que las cosas terminaran mal.
Me
sentí aliviada cuando se hizo lo bastante tarde para acostarme. Sabía de sobra
que estaba demasiado estresada para dormir, por lo que hice algo que nunca
había hecho antes: tomar sin necesidad y de forma consciente una medicina para
el resfriado, de esas que me dejaban grogui durante unas ocho horas.
Normalmente no hubiera justificado esa clase de comportamiento en mí misma,
pero el día siguiente ya iba a ser bastante complicado como para añadirle que
estuviera atolondrada por no haber pegado ojo. Me sequé el pelo hasta que
estuvo totalmente liso y me ocupé de la ropa que llevaría al día siguiente
mientras aguardaba a que hiciera efecto el fármaco.
Una
vez que lo tuve todo listo para el día siguiente, me tendí al fin en la cama.
Estaba agitada, sin poder parar de dar vueltas. Me levanté y revolví la caja de
zapatos con los CD hasta encontrar una recopilación de los nocturnos de Chopin.
Lo puse a un volumen muy bajo y volví a tumbarme, concentrándome en ir
relajando cada parte de mi cuerpo. En algún momento de ese ejercicio, hicieron
efecto las pastillas contra el resfriado y, por suerte, me quedé dormida.
Me
desperté a primera hora después de haber dormido a pierna suelta y sin
pesadillas gracias al innecesario uso de los fármacos. Aun así, salté de la
cama con el mismo frenesí de la noche anterior. Me vestí rápidamente, me ajusté
el cuello alrededor de la garganta y seguí forcejeando con el suéter de color
canela hasta colocarlo por encima de los vaqueros. Con disimulo, eché un rápido
vistazo por la ventana para verificar que Charlie se había marchado ya. Una
fina y algodonosa capa de nubes cubría el cielo, pero no parecía que fuera a
durar mucho. Desayuné sin saborear lo que comía y me apresuré a fregar los
platos en cuanto hube terminado. Volví a echar un vistazo por la ventana, pero
no se había producido cambio alguno. Apenas había terminado de cepillarme los
dientes y me disponía a bajar las escaleras cuando una sigilosa llamada de
nudillos provocó un sordo golpeteo de mi corazón contra las costillas.
Fui
corriendo hacia la entrada. Tuve un pequeño problema con el pestillo, pero al
fin conseguí abrir la puerta de un tirón y allí estaba él. Se desvaneció toda
la agitación y recuperé la calma en cuanto vi su rostro.
Al
principio no estaba sonriente, sino sombrío, pero su expresión se alegró en
cuanto se fijó en mí, y se rió entre dientes.
—Buenos
días.
—
¿Qué ocurre?
Eché
un vistazo hacia abajo para asegurarme de que no me había olvidado de ponerme
nada importante, como los zapatos o los pantalones.
—Vamos
a juego.
Se
volvió a reír. Me di cuenta de que él llevaba un gran suéter ligero del mismo
color que el mío, cuyo cuello a la caja dejaba al descubierto el de la camisa
blanca que llevaba debajo, y unos vaqueros azules. Me uní a sus risas al tiempo
que ocultaba una secreta punzada de arrepentimiento... ¿Por qué tenía él que
parecer un modelo de pasarela y yo no?
Cerré
la puerta al salir mientras él se dirigía al monovolumen. Aguardó junto a la
puerta del copiloto con una expresión resignada y perfectamente comprensible.
—Hicimos
un trato —le recordé con aire de suficiencia mientras me encaramaba al asiento
del conductor y me estiraba para abrirle la puerta.
—
¿Adonde? —le pregunté.
—Ponte
el cinturón... Ya estoy nervioso.
Le
dirigí una mirada envenenada mientras le obedecía.
—
¿Adonde? —repetí suspirando.
—Toma
la 101 hacia el norte —ordenó.
Era
sorprendentemente difícil concentrarse en la carretera al mismo tiempo que
sentía sus ojos clavados en mi rostro. Lo compensé conduciendo con más cuidado
del habitual mientras cruzaba las calles del pueblo, aún dormido.
—
¿Tienes intención de salir de Forks antes del anochecer?
—Un
poco de respeto —le recriminé—, este trasto tiene los suficientes años para ser
el abuelo de tu coche.
A
pesar de su comentario recriminatorio, pronto atisbamos los límites del pueblo.
Una maleza espesa y una ringlera de troncos verdes reemplazaron las casas y el
césped.
—Gira
a la derecha para tomar la 101 —me indicó cuando estaba a punto de
preguntárselo. Obedecía en silencio.
—Ahora,
avanzaremos hasta que se acabe el asfalto.
Detecté
cierta sorna en su voz, pero tenía demasiado miedo a salirme de la carretera
como para mirarle y asegurarme de que estaba en lo cierto.
—
¿Qué hay allí, donde se acaba el asfalto?
—Una
senda.
—
¿Vamos de caminata? —pregunté preocupada. Gracias a Dios, me había puesto las
zapatillas de tenis.
—
¿Supone algún problema?
Lo
dijo como si esperara que fuera así.
—No.
Intenté
que la mentira pareciera convincente, pero si pensaba que el monovolumen era
lento, tenía que esperar a verme a mí...
—No
te preocupes, sólo son unos ocho kilómetros y no iremos deprisa.
¡Ocho
kilómetros! No le respondí para que no notara cómo el pánico quebraba mi voz.
Ocho kilómetros de raíces traicioneras y piedras sueltas que intentarían
torcerme el tobillo o incapacitarme de alguna otra manera. Aquello iba a
resultar humillante.
Avanzamos
en silencio durante un buen rato mientras yo sentía pavor ante la perspectiva
de nuestra llegada.
—
¿En qué piensas? —preguntó con impaciencia.
—Sólo
me preguntaba adonde nos dirigimos —volví a mentirle.
—Es
un lugar al que me gusta mucho ir cuando hace buen tiempo.
Luego,
ambos nos pusimos a mirar por las ventanillas a las nubes, que comenzaban a
diluirse en el firmamento.
—Charlie
dijo que hoy haría buen tiempo.
—
¿Le dijiste lo que te proponías?
—No.
—Pero
Jessica cree que vamos a Seattle juntos... —la idea parecía de su agrado—. —
¿No?
—No,
le dije que habías suspendido el viaje... cosa que es cierta.
—
¿Nadie sabe que estás conmigo? —inquirió, ahora con enfado.
—Eso
depende... ¿He de suponer que se lo has contado a Alice?
—Eso
es de mucha ayuda, Bella —dijo bruscamente.
Fingí
no haberle oído, pero volvió a la carga y preguntó:
—
¿Te deprime tanto Forks que estás preparando tu suicidio?
—Dijiste
que un exceso de publicidad sobre nosotros podría ocasionarte problemas —le
recordé.
—
¿Y a ti te preocupan mis posibles
problemas? —El tono de su voz era de enfado y amargo sarcasmo—. ¿Y si no regresas?
Negué
con la cabeza sin apartar la vista de la carretera. Murmuró algo en voz baja,
pero habló tan deprisa que no le comprendí.
Nos
mantuvimos en silencio el resto del trayecto en el coche. Noté que en su interior
se alzaban oleadas de rabiosa desaprobación, pero no se me ocurría nada que
decir.
Entonces
se terminó la carretera, que se redujo hasta convertirse en una senda de menos
de medio metro de ancho jalonada de pequeños indicadores de madera. Aparqué sobre
el estrecho arcén y salí sin atreverme a fijar mi vista en él puesto que se
había enfadado conmigo, y tampoco tenía ninguna excusa para mirarle. Hacía
calor, mucho más del que había hecho en Forks desde el día de mi llegada, y a
causa de las nubes hacía casi bochorno. Me quité el suéter y lo anudé en torno
a mi cintura, contenta de haberme puesto una camiseta liviana y sin mangas,
sobre todo si me esperaban ocho kilómetros a pie.
Le
oí dar un portazo y pude comprobar que también él se había desprendido del
suéter. Permanecía cerca del coche, de espaldas a mí, encarándose con el bosque
primigenio.
—Por
aquí —indicó, girando la cabeza y con expresión aún molesta. Comenzó a
adentrarse en el sombrío bosque.
—
¿Y la senda?
El
pánico se manifestó en mi voz mientras rodeaba el vehículo para darle alcance.
—Dije
que al final de la carretera había un sendero, no que lo fuéramos a seguir.
—
¡¿No iremos por la senda?! —pregunté con desesperación.
—No
voy a dejar que te pierdas.
Se
dio la vuelta al hablar, sonriendo con mofa, y contuve un gemido. Llevaba
desabotonada la camiseta blanca sin mangas, por lo que la suave superficie de
su piel se veía desde el cuello hasta los marmóreos contornos de su pecho, sin
que su perfecta musculatura quedara oculta debajo de la ropa. La desesperación
me hirió en lo más hondo al comprender que era demasiado perfecto. No había
manera de que aquella criatura celestial estuviera hecha para mí.
Desconcertado
por mi expresión torturada, Edward me miró fijamente.
—
¿Quieres volver a casa? —dijo con un hilo de voz. Un dolor de diferente
naturaleza al mío impregnaba su voz.
Me
adelanté hasta llegar a su altura, ansiosa por no desperdiciar ni un segundo
del tiempo que pudiera estar en su compañía.
—
¿Qué va mal? —preguntó con amabilidad.
—No
soy una buena senderista —le expliqué con desánimo—. Tendrás que tener
paciencia conmigo.
—Puedo
ser paciente si hago un gran esfuerzo.
Me
sonrió y sostuvo mi mirada en un intento de levantarme el ánimo, súbita e
inexplicablemente alicaído. Intenté devolverle la sonrisa, pero no fue
convincente. Estudió mi rostro.
—Te
llevaré de vuelta a casa —prometió.
No
supe determinar si la promesa se refería al final de la jornada o a una marcha
inmediata. Sabía que él creía que era el miedo lo que me turbaba, y de nuevo agradecí
ser yo la única persona a la que no le pudiera leer el pensamiento.
—Si
quieres que recorra ocho kilómetros a través de la selva antes del atardecer,
será mejor que empieces a indicarme el camino —le repliqué con acritud.
Torció
el gesto mientras se esforzaba por comprender mi tono y la expresión de mis
facciones. Después de unos momentos, se rindió y encabezó la marcha hacia el
bosque.
No
resultó tan duro como me había temido. El camino era plano la mayor parte del
tiempo y estuvo a mi lado para sostenerme al pasar por los húmedos heléchos y
los mosaicos de musgo. Cuando teníamos que sortear árboles caídos o pedruscos,
me ayudaba, levantándome por el codo y soltándome en cuanto la senda se
despejaba. El toque gélido de su piel sobre la mía hacía palpitar mi corazón
invariablemente. Las dos veces en que esto sucedió miré de reojo su rostro,
estaba segura de que, no sabía cómo, él oía mis latidos.
Intenté
mantener los ojos lejos de su cuerpo perfecto tanto como me fue posible, pero a
menudo no podía resistir la tentación de mirarle, y su hermosura me sumía en la
tristeza.
Recorrimos
en silencio la mayor parte del trayecto. De vez en cuando, Edward formulaba una
pregunta al azar, una de las que no me había hecho en los dos días anteriores
de interrogatorio. Me interrogó sobre mis cumpleaños, los profesores en la
escuela primaria y las mascotas de mi infancia... Tuve que admitir que había
renunciado a ellas después de que se murieran tres peces de forma seguida.
Rompió a reír al oírlo con más fuerza de lo que me tenía acostumbrada... De los
bosques desiertos se levantó un eco similar al tañido de las campanas.
La
caminata me llevó la mayor parte de la mañana, pero él no mostró signo alguno
de impaciencia. El bosque se extendía a nuestro alrededor en un interminable
laberinto de viejos árboles, y la idea de que no encontráramos la salida
comenzó a ponerme nerviosa. Edward se encontraba muy a gusto y cómodo en aquel
dédalo de color verde, y nunca pareció dudar sobre qué dirección tomar.
Después
de varias horas, la luz pasó de un tenebroso tono oliváceo a otro jade más
brillante al filtrarse a través del dosel de ramas. El día se había vuelto
soleado, tal y como él había predicho. Comencé a sentir un estremecimiento de
entusiasmo por primera vez desde que entré en el bosque, sensación que
rápidamente se convirtió en impaciencia.
—
¿Aún no hemos llegado? —le pinché, fingiendo fruncir el ceño.
—Casi
—sonrió ante el cambio de mi estado de ánimo—. ¿Ves ese fulgor de ahí delante?
—Humm
—miré atentamente a través del denso follaje del bosque—. ¿Debería verlo?
Esbozó
una sonrisa burlona.
—Puede
que sea un poco pronto para tus ojos.
—Tendré
que pedir hora para visitar al oculista —murmuré.
Su
sonrisa de mofa se hizo más pronunciada.
Pero
entonces, después de recorrer otros cien metros, pude ver sin ningún género de
duda una luminosidad en los árboles que se hallaban delante de mí, un brillo
que era amarillo en lugar de verde. Apreté el paso, mi avidez crecía conforme
avanzaba. Edward me dejó que yo fuera delante y me siguió en silencio.
Alcancé
el borde de aquel remanso de luz y atravesé la última franja de helecho para
entrar en el lugar más maravilloso que había visto en mi vida. La pradera era
un pequeño círculo perfecto lleno de flores silvestres: violetas, amarillas y
de tenue blanco. Podía oír el burbujeo musical de un arroyo que fluía en algún
lugar cercano. El sol estaba directamente en lo alto, colmando el redondel de
una blanquecina calima luminosa. Pasmada, caminé sobre la mullida hierba en
medio de las flores, balanceándose al cálido aire dorado. Me di media vuelta
para compartir con él todo aquello, pero Edward no estaba detrás de mí, como
creía. Repentinamente alarmada, giré a mí alrededor en su busca. Finalmente, lo
localicé, inmóvil debajo de la densa sombra del dosel de ramas, en el mismo
borde del claro, mientras me contemplaba con ojos cautelosos. Sólo entonces
recordé lo que la belleza del prado me había hecho olvidar: el enigma de Edward
y el sol, lo que me había prometido mostrarme hoy.
Di
un paso hacia él, con los ojos relucientes de curiosidad. Los suyos en cambio
se mostraban recelosos. Le sonreí para infundirle valor y le hice señas para
que se reuniera conmigo, acercándome un poco más. Alzó una mano en señal de
aviso y yo vacilé, y retrocedí un paso.
Edward pareció inspirar hondo y entonces salió al
brillante resplandor del mediodía.
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