Todo
el mundo nos miró cuando nos dirigimos juntos a nuestra mesa del laboratorio.
Me di cuenta de que ya no orientaba la silla para sentarse todo lo lejos que le
permitía la mesa. En lugar de eso, se sentaba bastante cerca de mí, nuestros
brazos casi se tocaban.
El
señor Banner — ¡qué hombre tan puntual!— entró a clase de espaldas llevando una
gran mesa metálica de ruedas con un vídeo y un televisor tosco y anticuado. Una
clase con película. El relajamiento de la atmósfera fue casi tangible.
El
profesor introdujo la cinta en el terco vídeo y se dirigió hacia la pared para
apagar las luces.
Entonces,
cuando el aula quedó a oscuras, adquirí conciencia plena de que Edward se
sentaba a menos de tres centímetros de mí. La inesperada electricidad que fluyó
por mi cuerpo me dejó aturdida, sorprendida de que fuera posible estar más
pendiente de él de lo que ya lo estaba. Estuve a punto de no poder controlar el
loco impulso de extender la mano y tocarle, acariciar aquel rostro perfecto en
medio de la oscuridad. Crucé los brazos sobre mi pecho con fuerza, con los
puños crispados. Estaba perdiendo el juicio.
Comenzaron
los créditos de inicio, que iluminaron la sala de forma simbólica. Por
iniciativa propia, mis ojos se precipitaron sobre él. Sonreí tímidamente al
comprender que su postura era idéntica a la mía, con los puños cerrados debajo
de los brazos. Correspondió a mi sonrisa. De algún modo, sus ojos conseguían
brillar incluso en la oscuridad. Desvié la mirada antes de que empezara a
hiperventilar. Era absolutamente ridículo que me sintiera aturdida.
La
hora se me hizo eterna. No pude concentrarme en la película, ni siquiera supe
de qué tema trataba. Intenté relajarme en vano, ya que la corriente eléctrica
que parecía emanar de algún lugar de su cuerpo no cesaba nunca. De forma
esporádica, me permitía alguna breve ojeada en su dirección, pero él tampoco
parecía relajarse en ningún momento. El abrumador anhelo de tocarle también se
negaba a desaparecer. Apreté los dedos contra las costillas hasta que me
dolieron del esfuerzo.
Exhalé
un suspiro de alivio cuando el señor Banner encendió las luces al final de la
clase y estiré los brazos, flexionando los dedos agarrotados. A mi lado, Edward
se rió entre dientes.
—Vaya,
ha sido interesante —murmuró. Su voz tenía un toque siniestro y en sus ojos
brillaba la cautela.
—Humm
—fue todo lo que fui capaz de responder.
—
¿Nos vamos? —preguntó mientras se levantaba ágilmente.
Casi
gemí. Llegaba la hora de Educación física. Me alcé con cuidado, preocupada por
la posibilidad de que esa nueva y extraña intensidad establecida entre nosotros
hubiera afectado a mi sentido del equilibrio.
Caminó
silencioso a mi lado hasta la siguiente clase y se detuvo en la puerta. Me
volví para despedirme. Me sorprendió la expresión desgarrada, casi dolorida, y
terriblemente hermosa de su rostro, y el anhelo de tocarle se inflamó con la
misma intensidad que antes. Enmudecí, mi despedida se quedó en la garganta.
Vacilante
y con el debate interior reflejado en los ojos, alzó la mano y recorrió
rápidamente mi pómulo con las yemas de los dedos. Su piel estaba tan fría como
de costumbre, pero su roce quemaba.
Se
volvió sin decir nada y se alejó rápidamente a grandes pasos.
Entré
en el gimnasio, mareada y tambaleándome un poco. Me dejé ir hasta el vestuario,
donde me cambié como en estado de trance, vagamente consciente de que había
otras personas en torno a mí. No fui consciente del todo hasta que empuñé una
raqueta. No pesaba mucho, pero la sentí insegura en mi mano. Vi a algunos
chicos de clase mirarme a hurtadillas. El entrenador Clapp nos ordenó jugar por
parejas.
Gracias
a Dios, aún quedaban algunos rescoldos de caballerosidad en Mike, que acudió a
mi lado.
—
¿Quieres formar pareja conmigo?
—Gracias,
Mike... —hice un gesto de disculpa—. No tienes por qué hacerlo, ya lo sabes.
—No—te
preocupes, me mantendré lejos de tu camino —dijo con una amplia sonrisa.
Algunas
veces, era muy fácil que Mike me gustara.
La
clase no transcurrió sin incidentes. No sé cómo, con el mismo golpe me las
arreglé para dar a Mike en el hombro y golpearme la cabeza con la raqueta. Pasé
el resto de la hora en el rincón de atrás de la pista, con la raqueta sujeta
bien segura detrás de la espalda. A pesar de estar en desventaja por mi causa,
Mike era muy bueno, y ganó él solo tres de los cuatro partidos. Gracias a él,
conseguí un buen resultado inmerecido cuando el entrenador silbó dando por
finalizada la clase.
—Así...
—dijo cuando nos alejábamos de la pista.
—Así...
¿qué?
—Tú
y Cullen, ¿en? —preguntó con tono de rebeldía. Mi anterior sentimiento de
afecto se disipó.
—No
es de tu incumbencia, Mike —le avisé mientras en mi fuero interno maldecía a
Jessica, enviándola al infierno.
—No
me gusta —musitó en cualquier caso.
—No
tiene por qué —le repliqué bruscamente.
—Te
mira como si... —me ignoró y prosiguió—: Te mira como si fueras algo
comestible.
Contuve
la histeria que amenazaba con estallar, pero a pesar de mis esfuerzos se me
escapó una risita tonta. Me miró ceñudo. Me despedí con la mano y huí al
vestuario.
Me
vestí a toda prisa. Un revoloteo más fuerte que el de las mariposas golpeteaba
incansablemente las paredes de mi estómago al tiempo que mi discusión con Mike
se convertía en un recuerdo lejano. Me preguntaba si Edward me estaría
esperando o si me reuniría con él en su coche. ¿Qué iba a ocurrir si su familia
estaba ahí? Me invadió una oleada de pánico. ¿Sabían que lo sabía? ¿Se suponía
que sabían que lo sabía, o no?
Salí
del gimnasio en ese momento. Había decidido ir a pie hasta casa sin mirar
siquiera al aparcamiento, pero todas mis preocupaciones fueron innecesarias. Edward
me esperaba, apoyado con indolencia contra la pared del gimnasio. Su
arrebatador rostro estaba calmado. Sentí peculiar sensación de alivio mientras
caminaba a su lado.
—Hola
—musité mientras esbozaba una gran sonrisa.
—Hola
—me correspondió con otra deslumbrante—. ¿Cómo te ha ido en gimnasia?
Mi
rostro se enfrió un poco.
—Bien
—mentí.
—
¿De verdad?
No
estaba muy convencido. Desvió levemente la vista y miró por encima del hombro.
Entrecerró los ojos. Miré hacia atrás para ver la espalda de Mike al alejarse.
—
¿Qué pasa? —exigí saber.
Aún
tenso, volvió a mirarme.
—Newton
me saca de mis casillas.
—
¿No habrás estado escuchando otra vez?
Me
aterré. Todo atisbo de mi repentino buen humor se desvaneció.
—
¿Cómo va esa cabeza? —preguntó con inocencia.
—
¡Eres increíble!
Me
di la vuelta y me alejé caminando con paso firme hacia el aparcamiento a pesar
de que había descartado dirigirme hacia ese lugar.
Me
dio alcance con facilidad.
—Fuiste
tú quien mencionaste que nunca te había visto en clase de gimnasia. Eso despertó
mi curiosidad.
No
parecía arrepentido, de modo que le ignoré.
Caminamos
en silencio —un silencio lleno de vergüenza y furia por mi parte— hacia su
coche, pero tuve que detenerme unos cuantos pasos después, ya que un gentío,
todos chicos, lo rodeaban. Luego, me di cuenta de que no rodeaban al Volvo,
sino al descapotable rojo de Rosalie con un inconfundible deseo en los ojos.
Ninguno alzó la vista hacia Edward cuando se deslizó entre ellos para abrir la
puerta. Me encaramé rápidamente al asiento del copiloto, pasando también
inadvertida.
—Ostentoso
—murmuró.
—
¿Qué tipo de coche es?
—Un
M3.
—No
hablo jerga de Car and Driver.
—Es
un BMW
Entornó
los ojos sin mirarme mientras intentaba salir hacia atrás y no atropellar a
ninguno de los fanáticos del automóvil.
Asentí.
Había oído hablar del modelo.
—
¿Sigues enfadada? —preguntó mientras maniobraba con cuidado para salir.
—Muchísimo.
Suspiró.
—
¿Me perdonarás si te pido disculpas?
—Puede...
si te disculpas de corazón —insistí—, y prometes no hacerlo otra vez.
Sus
ojos brillaron con una repentina astucia.
—
¿Qué te parece si me disculpo sinceramente y accedo a dejarte conducir el
sábado? —me propuso como contraoferta.
Lo
sopesé y decidí que probablemente era la mejor oferta que podría conseguir, por
lo que la acepté:
—Hecho.
—Entonces,
lamento haberte molestado —durante un prolongado periodo de tiempo, sus ojos
relucieron con sinceridad, causando estragos en mi ritmo cardiaco. Luego, se
volvieron picaros—. A primera hora de la mañana del sábado estaré en el umbral
de tu puerta.
—Humm...
Que, sin explicación alguna, un Volvo se quede en la carretera no me va a ser
de mucha ayuda con Charlie.
Esbozó
una sonrisa condescendiente.
—No
tengo intención de llevar el coche.
—
¿Cómo...?
—No
te preocupes —me cortó—. Estaré ahí sin coche.
Lo
dejé correr. Tenía una pregunta más acuciante.
—
¿Ya es «más tarde»? —pregunté de forma elocuente. El frunció el ceño.
—Supongo
que sí.
Mantuve
la expresión amable mientras esperaba.
Paró
el motor del coche después de aparcarlo detrás del mío. Alcé la vista
sorprendida: habíamos llegado a casa de Charlie, por supuesto. Resultaba más
fácil montar con Edward si sólo le miraba a él hasta concluir el viaje. Cuando
volví a levantar la vista, él me contemplaba, evaluándome con la mirada.
—Y
aún quieres saber por qué no puedes verme cazar, ¿no? —parecía solemne, pero
creí atisbar un rescoldo de humor en el fondo de sus ojos.
—Bueno
—aclaré—, sobre todo me preguntaba el motivo de tu reacción.
—
¿Te asusté?
Sí.
Sin duda, estaba de buen humor.
—No
—le mentí, pero no picó.
—Lamento
haberte asustado —persistió con una leve sonrisa, pero entonces desapareció la
evidencia de toda broma—. Fue sólo la simple idea de que estuvieras allí
mientras cazábamos.
Se
le tensó la mandíbula.
—
¿Estaría mal?
—En
grado sumo —respondió apretando los dientes.
—
¿Por...?
Respiró
hondo y contempló a través del parabrisas las espesas nubes en movimiento que
descendían hasta quedarse casi al alcance de la mano.
—Nos
entregamos por completo a nuestros sentidos cuando cazamos —habló despacio, a
regañadientes—, nos regimos menos por nuestras mentes. Domina sobre todo el
sentido del olfato. Si estuvieras en cualquier lugar cercano cuando pierdo el
control de esa manera... —sacudió la cabeza mientras se demoraba contemplando
malhumorado las densas nubes.
Mantuve
mi expresión firmemente controlada mientras esperaba que sus ojos me mirasen
para evaluar la reacción subsiguiente. Mi rostro no reveló nada.
Pero
nuestros ojos se encontraron y el silencio se hizo más profundo... y todo cambió.
Descargas de la electricidad que había sentido aquella tarde comenzaron a
cargar el ambiente mientras Edward contemplaba mis ojos de forma implacable. No
me di cuenta de que no respiraba hasta que empezó a darme vueltas la cabeza.
Cuando rompí a respirar agitadamente, quebrando la quietud, cerró los ojos.
—Bella,
creo que ahora deberías entrar en casa —dijo con voz ronca sin apartar la vista
de las nubes.
Abrí
la puerta y la ráfaga de frío polar que irrumpió en el coche me ayudó a
despejar la cabeza. Como estaba medio ida, tuve miedo de tropezar, por lo que
salí del coche con sumo cuidado y cerré la puerta detrás de mí sin mirar atrás.
El zumbido de la ventanilla automática al bajar me hizo darme la vuelta.
—
¿Bella? —me llamó con voz más sosegada.
Se
inclinó hacia la ventana abierta con una leve sonrisa en los labios.
—
¿Sí?
—Mañana
me toca a mí —afirmó.
—
¿El qué te toca?
Ensanchó
la sonrisa, dejando entrever sus dientes relucientes.
—Hacer
las preguntas.
Luego
se marchó. El coche bajó la calle a toda velocidad y desapareció al doblar la
esquina antes de que ni siquiera hubiera podido poner en orden mis ideas.
Sonreí mientras caminaba hacia la casa. Cuando menos, resultaba obvio que
planeaba verme mañana.
Edward
protagonizó mis sueños aquella noche, como de costumbre. Pero el clima de mi
inconsciencia había cambiado. Me estremecía con la misma electricidad que había
presidido la tarde, me agitaba y daba vueltas sin cesar, despertándome a
menudo. Hasta bien entrada la noche no me sumí en un sueño agotado y sin
sueños.
Al
despertar no sólo estaba cansada, sino con los nervios a flor de piel. Me
enfundé el suéter de cuello vuelto y los inevitables jeans mientras soñaba
despierta con camisetas de tirantes y shorts. El desayuno fue el tranquilo y
esperado suceso de siempre. Charlie se preparó unos huevos fritos y yo mi
cuenco de cereales. Me preguntaba si se había olvidado de lo de este sábado,
pero respondió a mi pregunta no formulada cuando se levantó para dejar su plato
en el fregadero.
—Respecto
a este sábado... —comenzó mientras cruzaba la cocina y abría el grifo.
Me
encogí.
—
¿Sí, papá?
—
¿Sigues empeñada en ir a Seattle?
—Ese
era el plan.
Hice
una mueca mientras deseaba que no lo hubiera mencionado para no tener que
componer cuidadosas medias verdades.
Esparció
un poco de jabón sobre el plato y lo extendió con el cepillo.
—
¿Estás segura de que no puedes estar de vuelta a tiempo para el baile?
—No
voy a ir al baile, papá.
Le
fulminé con la mirada.
—
¿No te lo ha pedido nadie? —preguntó al tiempo que ocultaba su consternación
concentrándose en enjuagar el plato.
Esquivé
el campo de minas.
—Es
la chica quien elige.
—Ah.
Frunció
el ceño mientras secaba el plato.
Sentía
simpatía hacia él. Debe de ser duro ser padre y vivir con el miedo a que tu
hija encuentre al chico que le gusta, pero aún más duro el estar preocupado de
que no sea así. Qué horrible sería, pensé con estremecimiento, si Charlie
tuviera la más remota idea de qué era exactamente lo que me gustaba.
Entonces,
Charlie se marchó, se despidió con un movimiento de la mano y yo subí las
escaleras para cepillarme los dientes y recoger mis libros. Cuando oí alejarse
el coche patrulla, sólo fui capaz de esperar unos segundos antes de echar un
vistazo por la ventana. El coche plateado ya estaba ahí, en la entrada de
coches de la casa.
Bajé
las escaleras y salí por la puerta delantera, preguntándome cuánto tiempo
duraría aquella extraña rutina. No quería que acabara jamás.
Me
aguardaba en el coche sin aparentar mirarme cuando cerré la puerta de la casa
sin molestarme en echar el pestillo. Me encaminé hacia el coche, me detuve con
timidez antes de abrir la puerta y entré. Estaba sonriente, relajado y, como
siempre, perfecto e insoportablemente guapo.
—Buenos
días —me saludó con voz aterciopelada—. ¿Cómo estás hoy?
Me
recorrió el rostro con la vista, como si su pregunta fuera algo más que una
mera cortesía.
—Bien,
gracias.
Siempre
estaba bien, mucho mejor que bien, cuando me hallaba cerca de él. Su mirada se
detuvo en mis ojeras.
—Pareces
cansada.
—No
pude dormir —confesé, y de inmediato me removí la melena sobre el hombro
preparando alguna medida para ganar tiempo.
—Yo
tampoco —bromeó mientras encendía el motor.
Me
estaba acostumbrando a ese silencioso ronroneo. Estaba convencida de que me
asustaría el rugido del monovolumen, siempre que llegara a conducirlo de nuevo.
—Eso
es cierto —me reí—. Supongo que he dormido un poquito más que tú.
—Apostaría
a que sí.
—
¿Qué hiciste la noche pasada?
—No
te escapes —rió entre dientes—. Hoy me toca hacer las preguntas a mí.
—Ah,
es cierto. ¿Qué quieres saber?
Torcí
el gesto. No lograba imaginar que hubiera nada en mi vida que le pudiera
resultar interesante.
—
¿Cuál es tu color favorito? —preguntó con rostro grave.
Puse
los ojos en blanco.
—Depende
del día.
—
¿Cuál es tu color favorito hoy? —seguía muy solemne.
—El
marrón, probablemente.
Solía
vestirme en función de mi estado de ánimo. Edward resopló y abandonó su
expresión seria.
—
¿El marrón? —inquirió con escepticismo.
—Seguro.
El marrón significa calor. Echo de menos el marrón. Aquí —me quejé—, una
sustancia verde, blanda y mullida cubre todo lo que se suponía que debía ser
marrón, los troncos de los árboles, las rocas, la tierra.
Mi
pequeño delirio pareció fascinarle. Lo estuvo pensando un momento sin dejar de
mirarme a los ojos.
—Tienes
razón —decidió, serio de nuevo—. El marrón significa calor.
Rápidamente,
aunque con cierta vacilación, extendió la mano y me apartó el pelo del hombro.
Para
ese momento ya estábamos en el instituto. Se volvió de espaldas a mí mientras
aparcaba.
—
¿Qué CD has puesto en tu equipo de música? —tenía el rostro tan sombrío como si
me exigiera una confesión de asesinato.
Me
di cuenta de que no había quitado el CD que me había regalado Phil. Esbozó una
sonrisa traviesa y un brillo peculiar iluminó sus ojos cuando le dije el nombre
del grupo. Tiró de un saliente hasta abrir el compartimiento de debajo del
reproductor de CD del coche, extrajo uno de los treinta discos que guardaba
apretujados en aquel pequeño espacio y me lo entregó.
—
¿De Debussy a esto? —enarcó una ceja. Era el mismo CD. Examiné la familiar
carátula con la mirada gacha.
El
resto del día siguió de forma similar. Me estuvo preguntando cada
insignificante detalle de mi existencia mientras me acompañaba a Lengua, cuando
nos reunimos después de Español, toda la hora del almuerzo. Las películas que
me gustaban y las que aborrecía; los pocos lugares que había visitado; los
muchos sitios que deseaba visitar; y libros, libros sin descanso.
No
recordaba la última vez que había hablado tanto. La mayoría de las veces me
sentía cohibida, con la certeza de resultarle aburrida, pero el completo
ensimismamiento de su rostro y el interminable diluvio de preguntas me
compelían a continuar. La mayoría eran fáciles, sólo unas pocas provocaron
queme sonrojara, pero cuando esto ocurría, se iniciaba toda una nueva ronda de
preguntas. Me había estado lanzando las preguntas con tanta rapidez que me
sentía como si estuviera completando uno de esos test de Psiquiatría en los que
tienes que contestar con la primera palabra que acude a tu mente. Estoy segura
de que habría seguido con esa lista, cualquiera que fuera, que tenía en la
cabeza de no ser porque se percató de mi repentino rubor.
Cuando
me preguntó cuál era mi gema predilecta, sin pensar, me precipité a contestarle
que el topacio. Enrojecí porque, hasta hacía poco, mi favorita era el granate.
Era imposible olvidar la razón del cambio mientras sus ojos me devolvían la
mirada y, naturalmente, no descansaría hasta que admitiera la razón de mi
sonrojo.
—Dímelo
—ordenó al final, una vez que la persuasión había fracasado, porque yo había
hurtado los ojos a su mirada.
—Es
el color de tus ojos hoy —musité, rindiéndome y mirándome las manos mientras
jugueteaba con un mechón de mi cabello—. Supongo que te diría el ónice si me lo
preguntaras dentro de dos semanas.
Le
había dado más información de la necesaria en mi involuntaria honestidad, y me
preocupaba haber provocado esa extraña ira que estallaba cada vez que cedía y
revelaba con demasiada claridad lo obsesionada que estaba.
Pero
su pausa fue muy corta y lanzó la siguiente pregunta:
—
¿Cuáles son tus flores favoritas?
Suspiré
aliviada y proseguí con el psicoanálisis.
Biología
volvió a ser un engorro. Edward había continuado con su cuestionario hasta que
el señor Banner entró en el aula arrastrando otra vez el equipo audiovisual.
Cuando el profesor se aproximó al interruptor, me percaté de que Edward alejaba
levemente su silla de la mía. No sirvió de nada. Saltó la misma chispa
eléctrica y el mismo e incesante anhelo de tocarlo, como el día anterior, en
cuanto la habitación se quedó a oscuras.
Me
recliné en la mesa y apoyé el mentón sobre los brazos doblados. Los dedos
ocultos aferraban el borde de la mesa mientras luchaba por ignorar el estúpido
deseo que me desquiciaba.
No
le miraba, temerosa de que fuera mucho más difícil mantener el autocontrol si
él me miraba. Intenté seguir la película con todas mis fuerzas, pero al final
de la hora no tenía ni idea de lo que acababa de ver. Suspiré aliviada cuando
el señor Banner encendió las luces y por fin miré a Edward, que me estaba
contemplando con unos ojos que no supe interpretar.
Se
levantó en silencio y se detuvo, esperándome. Caminamos hacia el gimnasio sin
decir palabra, como el día anterior, y también me acarició, esta vez con la
palma de su gélida mano, desde la sien a la mandíbula sin despegar los
labios... antes de darse la vuelta y alejarse.
La
clase de Educación física pasó rápidamente mientras contemplaba el espectáculo
del equipo unipersonal de bádminton de Mike, que hoy no me dirigía la palabra,
ya fuera como reacción a mi expresión ausente o porque aún seguía enfadado por
nuestra disputa del día anterior. Me sentí mal por ello en algún rincón de la
mente, pero no me podía ocupar de él en ese momento.
Después,
me apresuré a cambiarme, incómoda, sabiendo que cuanto más rápido me moviera,
más pronto estaría con Edward. La precipitación me volvió más torpe de lo
habitual, pero al fin salí por la puerta; sentí el mismo alivio al verle
esperándome ahí y una amplia
sonrisa se extendió por mi rostro. Respondió con otra antes de lanzarse a
nuevas preguntas.
Ahora
eran diferentes, aunque no tan fáciles de responder. Quería saber qué echaba de
menos de Phoenix, insistiendo en las descripciones de cualquier cosa que
desconociera. Nos sentamos frente a la casa de Charlie durante horas mientras
el cielo oscurecía y nos cayó a plomo un repentino aguacero.
Intenté
describir cosas imposibles como el aroma de la creosota —amargo, ligeramente
resinoso, pero aun así agradable—, el canto fuerte y lastimero de las cigarras
en julio, la liviana desnudez de los árboles, las propias dimensiones del
cielo, cuyo azul se extendía de uno a otro confín en el horizonte sin otras
interrupciones que las montañas bajas cubiertas de purpúreas rocas volcánicas.
Lo
más arduo de explicar fue por qué me resultaba tan hermoso aquel lugar y
también justificar una belleza que no dependía de la vegetación espinosa y
dispersa, que a menudo parecía muerta, sino que tenía más que ver con la
silueta de la tierra, las cuencas poco profundas de los valles entre colinas
escarpadas y la forma en que conservaban la luz del sol. Me encontré
gesticulando con las manos mientras se lo intentaba describir.
Sus
preguntas discretas y perspicaces me dejaron explayarme a gusto y olvidar a la
lúgubre luz de la tormenta la vergüenza por monopolizar la conversación. Al
final, cuando hube acabado dé detallar mi desordenada habitación en Phoenix,
hizo una pausa en lugar de responder con otra cuestión.
—
¿Has terminado? —pregunté con alivio.
—Ni
por asomo, pero tu padre estará pronto en casa.
—
¡Charlie! —de repente, recordé su existencia y suspiré. Estudié el cielo
oscurecido por la lluvia, pero no me reveló nada—. ¿Es muy tarde? —me pregunté
en voz alta al tiempo que miraba el reloj. La hora me había pillado por
sorpresa. Charlie ya debería de estar conduciendo de vuelta a casa.
—Es
la hora del crepúsculo —murmuró Edward al mirar el horizonte de poniente,
oscurecido como estaba por las nubes.
Habló
de forma pensativa, como si su mente estuviera en otro lugar lejano. Le
contemplé mientras miraba fijamente a través del parabrisas. Seguía
observándole cuando de repente sus ojos se volvieron hacia los míos.
—Es
la hora más segura para nosotros —me explicó en respuesta a la pregunta no
formulada de mi mirada—. El momento más fácil, pero también el más triste, en
cierto modo... el fin de otro día, el regreso de la noche —sonrió con
añoranza—. La oscuridad es demasiado predecible, ¿no crees?
—Me
gusta la noche. Jamás veríamos las estrellas sin la oscuridad —fruncí el
entrecejo—. No es que aquí se vean mucho.
Se
rió, y repentinamente su estado de ánimo mejoró.
—Charlie
estará aquí en cuestión de minutos, por lo que a menos que quieras decirle que
vas a pasar conmigo el sábado...
Enarcó
una ceja.
—Gracias,
pero no —reuní mis libros mientras me daba cuenta de que me había quedado
entumecida al permanecer sentada y quieta durante tanto tiempo—. Entonces,
¿mañana me toca a mí?
—
¡Desde luego que no! —Exclamó con fingida indignación—. No te he dicho que haya
terminado, ¿verdad?
—
¿Qué más queda?
—Lo
averiguarás mañana.
Extendió
una mano para abrirme la puerta y su súbita cercanía hizo palpitar alocadamente
mi corazón.
Pero
su mano se paralizó en la manija.
—Mal
asunto —murmuró.
—
¿Qué ocurre?
Me
sorprendió verle con la mandíbula apretada y los ojos turbados. Me miró por un
instante y me dijo con desánimo:
—Otra
complicación.
Abrió
la puerta de golpe con un rápido movimiento y, casi encogido, se apartó de mí
con igual velocidad.
El
destello de los faros a través de la lluvia atrajo mi atención mientras a
escasos metros un coche negro subía el bordillo, dirigiéndose hacia nosotros.
—Charlie
ha doblado la esquina —me avisó mientras vigilaba atentamente al otro vehículo
a través del aguacero.
A
pesar de la confusión y la curiosidad, bajé de un salto. El estrépito de la
lluvia era mayor al rebotarme sobre la cazadora.
Quise
identificar las figuras del asiento delantero del otro vehículo, pero estaba
demasiado oscuro. Pude ver a Edward a la luz de los faros del otro coche. Aún
miraba al frente, con la vista fija en algo o en alguien a quien yo no podía
ver. Su expresión era una extraña mezcla de frustración y desafío.
Aceleró
el motor en punto muerto y los neumáticos chirriaron sobre el húmedo pavimento.
El Volvo desapareció de la vista en cuestión de segundos.
—Hola,
Bella —llamó una ronca voz familiar desde el asiento del conductor del pequeño
coche negro.
—
¿Jacob? —pregunté, parpadeando bajo la lluvia.
Sólo
entonces dobló la esquina el coche patrulla de Charlie y las luces del mismo
alumbraron a los ocupantes del coche que tenía enfrente de mí.
Jacob
ya había bajado. Su amplia sonrisa era visible incluso en la oscuridad. En el
asiento del copiloto se sentaba un hombre mucho mayor, corpulento y de rostro
memorable..., un rostro que se desbordaba, las mejillas llegaban casi hasta los
hombros, las arrugas surcaban la piel rojiza como las de una vieja chaqueta de
cuero. Los ojos, sorprendentemente familiares, parecían al mismo tiempo
demasiado jóvenes y demasiado viejos para aquel ancho rostro. Era el padre de
Jacob, Billy Black. Lo supe inmediatamente a pesar de que en los cinco años
transcurridos desde que lo había visto por última vez me las había arreglado
para olvidar su nombre hasta que Charlie lo mencionó el día de mi llegada. Me
miraba fijamente, escrutando mi cara, por lo que le sonreí con timidez. Tenía
los ojos desorbitados por la sorpresa o el pánico y resoplaba por la ancha
nariz. Mi sonrisa se desvaneció.
«Otra
complicación», había dicho Edward.
Billy
seguía mirándome con intensa ansiedad. Gemí en mi fuero interno. ¿Había
reconocido Billy a Edward con tanta facilidad? ¿Creía en las leyendas
inverosímiles de las que se había mofado su hijo?
La
respuesta estaba clara en los ojos de Billy. Sí, así era.
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