Jessica
conducía aún más deprisa que Charlie, por lo que estuvimos en Port Angeles a
eso de las cuatro. Hacía bastante tiempo que no había tenido una salida
nocturna sólo de chicas; el subidón del estrógeno resultó vigorizante.
Escuchamos canciones de rock mientras Jessica hablaba sobre los chicos con los
que solíamos estar. Su cena con Mike había ido muy bien y esperaba que el
sábado por la noche hubieran progresado hasta llegar a la etapa del primer
beso. Sonreí para mis adentros, complacida. Angela estaba feliz de asistir al
baile aunque en realidad no le interesaba Eric. Jess intentó hacerle confesar
cuál era su tipo de chico, pero la interrumpí con una pregunta sobre vestidos
poco después, para distraerla. Angela me dedicó una mirada de agradecimiento.
Port
Angeles era una hermosa trampa para turistas, mucho más elegante y encantadora
que Forks, pero Jessica y Angela la conocían bien, por lo que no planeaban
desperdiciar el tiempo en el pintoresco paseo marítimo cerca de la bahía.
Jessica condujo directamente hasta una de las grandes tiendas de la ciudad,
situada a unas pocas calles del área turística de la bahía.
Se
había anunciado que el baile sería de media etiqueta y ninguna de nosotras
sabía con exactitud qué significaba aquello. Jessica y Angela parecieron
sorprendidas y casi no se lo creyeron cuando les dije que nunca había ido a
ningún baile en Phoenix.
—
¿Ni siquiera has tenido un novio ni nada por el estilo? —me preguntó Jess
dubitativa mientras cruzábamos las puertas frontales de la tienda.
—De
verdad —intentaba convencerla sin querer confesar mis problemas con el baile—.
Nunca he tenido un novio ni nada que se le parezca. No salía mucho en Phoenix.
—
¿Por qué no? —quiso saber Jessica.
—Nadie
me lo pidió —respondí con franqueza.
Parecía
escéptica.
—Aquí
te lo han pedido —me recordó—, y te has negado.
En
ese momento estábamos en la sección de ropa juvenil, examinando las perchas con
vestidos de gala.
—Bueno,
excepto con Tyler —me corrigió Angela con voz suave.
—
¿Perdón? —me quedé boquiabierta—. ¿Qué dices?
—Tyler
le ha dicho a todo el mundo que te va a llevar al baile de la promoción —me
informó Jessica con suspicacia.
—
¿Que dice el qué?
Parecía
que me estaba ahogando.
—Te
dije que no era cierto —susurró Angela a Jessica.
Permanecí
callada, aún en estado de shock, que
rápidamente se convirtió en irritación. Pero ya habíamos encontrado la sección
de vestidos y ahora teníamos trabajo por delante.
—Por
eso no le caes bien a Lauren —comentó entre risitas Jessica mientras
toqueteábamos la ropa.
Me
rechinaron los dientes.
—
¿Crees que Tyler dejaría de sentirse culpable si lo atropellara con el
monovolumen, que eso le haría perder el interés en disculparse y quedaríamos en
paz?
—Puede
—Jess se rió con disimulo—, si es que lo está haciendo por ese motivo.
La
elección de los vestidos no fue larga, pero ambas encontraron unos cuantos que
probarse. Me senté en una silla baja dentro del probador, junto a los tres
paneles del espejo, intentando controlar mi rabia.
Jess
se mostraba indecisa entre dos. Uno era un modelo sencillo, largo y sin
tirantes; el otro, un vestido de color azul, con tirantes finos, que le llegaba
hasta la rodilla. Angela eligió un vestido color rosa claro cuyos pliegues
realzaban su alta figura y resaltaban
los tonos dorados de su pelo castaño claro. Las felicité a ambas con profusión
y las ayudé a colocar en las perchas los modelos descartados.
Nos
dirigimos a por los zapatos y otros complementos. Me limité a observar y
criticar mientras ellas se probaban varios pares, porque, aunque necesitaba
unos zapatos nuevos, no estaba de humor para comprarme nada. La tarde noche de
chicas siguió a la estela de mi enfado con Tyler, que poco a poco fue dejando
espacio a la melancolía.
—
¿Angela? —comencé titubeante mientras ella intentaba calzarse un par de zapatos
rosas con tacones y tiras. Estaba alborozada de tener una cita con un chico lo
bastante alto como para poder llevar tacones. Jessica se había dirigido hacia
el mostrador de la joyería y estábamos las dos solas.
Extendió
la pierna y torció el tobillo para conseguir la mejor vista posible del zapato.
Me
acobardé y dije:
—Me
gustan.
—Creo
que me los voy a llevar, aunque sólo van a hacer juego con este vestido
—musitó.
—Venga,
adelante. Están en venta —la animé.
Ella
sonrió mientras volvía a colocar la tapa de una caja que contenía unos zapatos
de color blanco y aspecto más práctico. Lo intenté otra vez.
—Esto...
Angela... —la aludida alzó los ojos con curiosidad.
—
¿Es normal que los Cullen falten mucho a clase?
Mantuvo
los ojos fijos en los zapatos. Fracasé miserablemente en mi intento de parecer
indiferente.
—Sí,
cuando el tiempo es bueno agarran las mochilas y se van de excursión varios
días, incluso el doctor —me contestó en voz baja y sin dejar de mirar a los
zapatos—. Les encanta vivir al aire libre.
No
me formuló ni una pregunta en lugar de las miles que hubiera provocado la mía
en los labios de Jessica. Angela estaba empezando a caerme realmente bien.
—Vaya.
Zanjé
el tema cuando Jessica regresó para mostrarnos un diamante de imitación que
había encontrado en la joyería a juego con sus zapatos plateados.
Habíamos
planeado ir a cenar a un pequeño restaurante italiano junto al paseo marítimo,
pero la compra de la ropa nos había llevado menos tiempo del esperado. Jess y
Angela fueron a dejar las compras en el coche y entonces bajamos dando un paseo
hacia la bahía. Les dije que me reuniría con ellas en el restaurante en una
hora, ya que quería buscar una librería. Ambas se mostraron deseosas de
acompañarme, pero las animé a que se divirtieran. Ignoraban lo mucho que me podía
abstraer cuando estaba rodeada de libros, era algo que prefería hacer sola. Se
alejaron del coche charlando animadamente y yo me encaminé en la dirección
indicada por Jess.
No
hubo problema en encontrar la librería, pero no tenían lo que buscaba. Los
escaparates estaban llenos de vasos de cristal, dreamcatchers[1] y libros sobre
sanación espiritual. Ni siquiera entré. Desde fuera vi a una mujer de cincuenta
años con una melena gris que le caía sobre la espalda. Lucía un vestido de los
años sesenta y sonreía cordialmente detrás de un mostrador. Decidí que era una
conversación que me podía evitar. Tenía que haber una librería normal en la
ciudad.
Anduve
entre las calles, llenas por el tráfico propio del final de la jornada laboral,
con la esperanza de dirigirme hacia el centro. Caminaba sin saber adonde iba
porque luchaba contra la desesperación, intentaba no pensar en él con todas mis
fuerzas y, por encima de todo,
pretendía acabar con mis esperanzas para el viaje del sábado, temiendo una
decepción aún más dolorosa que el resto. Cuando alcé los ojos y vi un Volvo plateado aparcado en la
calle todo se me vino encima. Vampiro
estúpido y voluble, pensé.
Avancé
pisando fuerte en dirección sur, hacia algunas tiendas de escaparates de
apariencia prometedora, pero cuando llegué al lugar, sólo se trataba de un
establecimiento de reparaciones y otro
que estaba desocupado. Aún me quedaba mucho tiempo para ir en busca de Jess y Angela, y necesitaba recuperar el
ánimo antes de reunirme con ellas. Después de mesarme los cabellos un par de
veces al tiempo que suspiraba profundamente, continué para doblar la esquina.
Al
cruzar otra calle comencé a darme cuenta de que iba en la dirección equivocada.
Los pocos viandantes que había visto se dirigían hacia el norte y la mayoría de
los edificios de la zona parecían almacenes. Decidí dirigirme al este en la
siguiente esquina y luego dar la vuelta detrás de unos bloques de edificios
para probar suerte en otra calle y regresar al paseo marítimo.
Un
grupo de cuatro hombres doblaron la esquina a la que me dirigía. Yo vestía de
manera demasiado informal para ser alguien que volvía a casa después de la
oficina, pero ellos iban demasiado sucios para ser turistas. Me percaté de que
no debían de tener muchos más años que yo conforme se fueron aproximando. Iban
bromeando entre ellos en voz alta, riéndose escandalosamente y dándose codazos
unos a otros. Salí pitando lo más lejos posible de la parte interior de la
acera para dejarles vía libre, caminé rápidamente mirando hacia la esquina, detrás
de ellos.
—
¡Eh, ahí! —dijo uno al pasar.
Debía
de estar refiriéndose a mí, ya que no había nadie más por los alrededores. Alcé
la vista de inmediato. Dos de ellos se habían detenido y los otros habían
disminuido el paso. El más próximo, un tipo corpulento, de cabello oscuro y
poco más de veinte años, era el que parecía haber hablado. Llevaba una camisa
de franela abierta sobre una camiseta sucia, unos vaqueros con desgarrones y
sandalias. Avanzó medio paso hacia mí.
—
¡Pero bueno! —murmuré de forma instintiva.
Entonces
desvié la vista y caminé más rápido hacia la esquina. Les podía oír reírse
estrepitosamente detrás de mí.
—
¡Eh, espera! —gritó uno de ellos a mis espaldas, pero mantuve la cabeza gacha y
doblé la esquina con un suspiro de alivio. Aún les oía reírse ahogadamente a
mis espaldas.
Me
encontré andando sobre una acera que pasaba junto a la parte posterior de
varios almacenes de colores sombríos, cada uno con grandes puertas en saliente
para descargar camiones, cerradas con candados durante la noche. La parte sur
de la calle carecía de acera, consistía en una cerca de malla metálica rematada
en alambre de púas por la parte superior con el fin de proteger algún tipo de
piezas mecánicas en un patio de almacenaje. En mi vagabundeo había pasado de largo
por la parte de Port Angeles que tenía intención de ver como turista. Descubrí
que anochecía cuando las nubes regresaron, arracimándose en el horizonte de
poniente, creando un ocaso prematuro. Al oeste, el cielo seguía siendo claro,
pero, rasgado por rayas naranjas y rosáceas, comenzaba a agrisarse. Me había
dejado la cazadora en el coche y un repentino escalofrío hizo que me abrazara
con fuerza el torso. Una única furgoneta pasó a mi lado y luego la carretera se
quedó vacía.
De
repente, el cielo se oscureció más y al mirar por encima del hombro para
localizar a la nube causante de esa penumbra, me asusté al darme cuenta de que
dos hombres me seguían sigilosamente a seis metros.
Formaban
parte del mismo grupo que había dejado atrás en la esquina, aunque ninguno de
los dos era el moreno que se había dirigido a mí. De inmediato, miré hacia
delante y aceleré el paso. Un escalofrío que nada tenía que ver con el tiempo
me recorrió la espalda. Llevaba el bolso en el hombro, colgando de la correa
cruzada alrededor del pecho, como se suponía que tenía que llevarlo para evitar
que me lo quitaran de un tirón. Sabía exactamente dónde estaba mi aerosol de
autodefensa, en el talego de debajo de la cama que nunca había llegado a
desempaquetar. No llevaba mucho dinero encima, sólo veintitantos dólares, pero
pensé en arrojar «accidentalmente» el bolso y alejarme andando. Mas una
vocecita asustada en el fondo de mi mente me previno que podrían ser algo peor
que ladrones.
Escuché
con atención los silenciosos pasos, mucho más si se los comparaba con el
bullicio que estaban armando antes. No parecía que estuvieran apretando el paso
ni que se encontraran más cerca. Respira,
tuve que recordarme. No sabes
si te están siguiendo. Continué andando lo más deprisa posible sin
llegar a correr, concentrándome en el giro que había a mano derecha, a pocos
metros. Podía oírlos a la misma distancia a la que se encontraban antes.
Procedente de la parte sur de la ciudad, un coche azul giró en la calle y pasó
velozmente a mi lado. Pensé en plantarme de un salto delante de él, pero dudé,
inhibida al no saber si realmente me seguían, y entonces fue demasiado tarde.
Llegué
a la esquina, pero una rápida ojeada me mostró un callejón sin salida que daba
a la parte posterior de otro edificio. En previsión, ya me había dado media
vuelta. Debía rectificar a toda prisa, cruzar como un bólido el estrecho paseo
y volver a la acera. La calle finalizaba en la próxima esquina, donde había una
señal de stop. Me concentré en
los débiles pasos que me seguían mientras decidía si echar a correr o no.
Sonaban un poco más lejanos, aunque sabía que, en cualquier caso, me podían
alcanzar si corrían. Estaba segura de que tropezaría y me caería de ir más
deprisa. Las pisadas sonaban más lejos, sin duda, y por eso me arriesgué a
echar una ojeada rápida por encima del hombro. Vi con alivio que ahora estaban
a doce metros de mí, pero ambos me miraban fijamente.
El
tiempo que me costó llegar a la esquina se me antojó una eternidad. Mantuve un
ritmo vivo, hasta el punto de rezagarlos un poco más con cada paso que daba.
Quizás hubieran comprendido que me habían asustado y lo lamentaban. Vi cruzar
la intersección a dos automóviles que se dirigieron hacia el norte. Estaba a
punto de llegar, y suspiré aliviada. En cuanto hubiera dejado aquella calle
desierta habría más personas a mí alrededor. En un momento doblé la esquina con
un suspiro de agradecimiento.
Y
me deslicé hasta el stop.
A ambos lados de la
calle se alineaban unos muros blancos sin ventanas. A lo lejos podía ver dos
intersecciones, farolas, automóviles y más peatones, pero todos ellos estaban
demasiado lejos, ya que los otros dos hombres del grupo estaban en mitad de la
calle, apoyados contra un edificio situado al oeste, mirándome con unas
sonrisas de excitación que me dejaron petrificada en la acera. Súbitamente
comprendí que no me habían estado siguiendo.
Me
habían estado conduciendo como al ganado.
Me
detuve por unos breves instantes, aunque me pareció mucho tiempo. Di media
vuelta y me lancé como una flecha hacia el otro lado dé la acera. Tuve la
funesta premonición de que era un intento estéril. Las pisadas que me seguían
se oían más fuertes.
—
¡Ahí está!
La
voz atronadora del tipo rechoncho de pelo negro rompió la intensa quietud y me
hizo saltar. En la creciente oscuridad parecía que iba a pasar de largo.
—
¡Sí! —Gritó una voz a mis espaldas, haciéndome dar otro salto mientras
intentaba correr calle abajo—. Apenas
nos hemos desviado.
Ahora
debía andar despacio. Estaba acortando con demasiada rapidez la distancia
respecto a los dos que esperaban apoyados en la pared. Era capaz de chillar con
mucha potencia e inspiré aire, preparándome para proferir un grito, pero tenía
la garganta demasiado seca para estar segura del volumen que podría generar.
Con un rápido movimiento deslicé el bolso por encima de la cabeza y aferré la
correa con una mano, lista para dárselo o usarlo como arma, según lo dictasen
las circunstancias.
El
gordo, ya lejos del muro, se encogió de hombros cuando me detuve con cautela y
caminó lentamente por la calle.
—Apártese
de mí —le previne con voz que se suponía debía sonar fuerte y sin miedo, pero
tenía razón en lo de la garganta seca, y salió... sin volumen.
—No
seas así, ricura —gritó, y una risa ronca estalló detrás de mí.
Separé
los pies, me aseguré en el suelo e intenté recordar, a pesar del pánico, lo
poco de autodefensa que sabía. La base de la mano hacia arriba para romperle la
nariz, con suerte, o incrustándosela en el cerebro. Introducir los dedos en la
cuenca del ojo, intentando engancharlos alrededor del hueso para sacarle el
ojo. Y el habitual rodillazo a la ingle, por supuesto. Esa misma vocecita
pesimista habló de nuevo para recordarme que probablemente no tendría ninguna
oportunidad contra uno, y eran cuatro. «
¡Cállate!», le ordené a la voz antes de que el pánico me incapacitara.
No iba a caer sin llevarme a alguno conmigo. Intenté tragar saliva para ser
capaz de proferir un grito aceptable.
Súbitamente,
unos faros aparecieron a la vuelta de la esquina. El coche casi atropello al
gordo, obligándole a retroceder hacia la acera de un salto. Me lancé al medio
de la carretera. Ese auto iba a pararse o tendría que atropellarme, pero, de
forma totalmente inesperada, el coche plateado derrapó hasta detenerse con la
puerta del copiloto abierta a menos de un metro.
—Entra
—ordenó una voz furiosa.
Fue
sorprendente cómo ese miedo asfixiante se desvaneció al momento, y sorprendente
también la repentina sensación de seguridad que me invadió, incluso antes de
abandonar la calle, en cuanto oí su voz.
Salté al asiento y cerré la puerta de un portazo.
El
interior del coche estaba a oscuras, la puerta abierta no había proyectado
ninguna luz, por lo que a duras penas conseguí verle el rostro gracias a las
luces del salpicadero. Los neumáticos chirriaron cuando rápidamente aceleró y
dio un volantazo que hizo girar el vehículo hacia los atónitos hombres de la
calle antes de dirigirse al norte de la ciudad. Los vi de refilón cuando se
arrojaron al suelo mientras salíamos a toda velocidad en dirección al puerto.
—Ponte
el cinturón de seguridad —me ordenó; entonces comprendí que me estaba aferrando
al asiento con las dos manos.
Le
obedecí rápidamente. El chasquido al enganchar el cinturón sonó con fuerza en
la penumbra. Se desvió a la izquierda para avanzar a toda velocidad, saltándose
varias señales de stop sin
detenerse.
Pero
me sentía totalmente segura y, por el momento, daba igual adonde fuéramos. Le
miré con profundo alivio, un alivio que iba más allá de mi repentina
liberación. Estudié las facciones perfectas del rostro de Edward a la escasa
luz del salpicadero, esperando a recuperar el aliento, hasta que me pareció que
su expresión reflejaba una ira homicida.
—
¿Estás enfadado conmigo? —le pregunté, sorprendida de lo ronca que sonó mi voz.
—No
—respondió tajante, pero su tono era de furia.
Me
quedé en silencio, contemplando su cara mientras él miraba al frente con unos
ojos rojos como brasas, hasta que el coche se detuvo de repente. Miré
alrededor, pero estaba demasiado oscuro para ver otra cosa que no fuera la vaga
silueta de los árboles en la cuneta de la carretera. Ya no estábamos en la
ciudad.
—
¿Bella? —preguntó con voz tensa y mesurada.
—
¿Sí?
Mi
voz aún sonaba ronca. Intenté aclararme la garganta en silencio.
—
¿Estás bien?
Aún
no me había mirado, pero la rabia de su cara era evidente.
—Sí
—contesté con voz ronca.
—Distráeme,
por favor —ordenó.
—Perdona,
¿qué?
Suspiró
con acritud.
—Limítate
a charlar de cualquier cosa insustancial hasta que me calme —aclaró mientras
cerraba los ojos y se pellizcaba el puente de la nariz con los dedos pulgar e
índice.
—Eh...
—me estrujé los sesos en busca de alguna trivialidad—. Mañana antes de clase
voy a atropellar a Tyler Crowley.
Edward
siguió con los ojos cerrados, pero curvó la comisura de los labios.
—
¿Por qué?
—Va
diciendo por ahí que me va a llevar al baile de promoción... O está loco o
intenta hacer olvidar que casi me mata cuando... Bueno, tú lo recuerdas, y cree
que la promoción es la forma adecuada de hacerlo. Estaremos en paz si pongo en
peligro su vida y ya no podrá seguir intentando enmendarlo. No necesito
enemigos, y puede que Lauren se apacigüe si Tyler me deja tranquila. Aunque
también podría destrozarle el Sentra. No podrá llevar a nadie al baile de fin
de curso si no tiene coche... —proseguí.
—Estaba
enterado —sonó algo más sosegado.
—
¿Sí? —pregunté incrédula; mi irritación previa se enardeció—. Si está
paralítico del cuello para abajo, tampoco podrá ir al baile de fin de curso
—musité, refinando mi plan.
Edward
suspiró y al fin abrió los ojos.
—
¿Estás bien?
—En
realidad, no.
Esperé,
pero no volvió a hablar. Reclinó la cabeza contra el asiento y miró el techo
del Volvo. Tenía el rostro rígido.
—
¿Qué es lo que pasa? —inquirí con un hilo de voz.
—A
veces tengo problemas con mi genio, Bella.
También
él susurraba, y no dejaba de mirar por la ventana mientras lo hacía, con los
ojos entrecerrados.
—Pero
no me conviene dar media vuelta y dar caza a esos... —no terminó la frase,
desvió la mirada y volvió a luchar por controlar la rabia. Luego, continuó—: Al
menos, eso es de lo que me intento convencer.
—Ah.
La
palabra parecía inadecuada, pero no se me ocurría una respuesta mejor. De nuevo
permanecimos sentados en silencio. Miré el reloj del salpicadero, que marcaba
las seis y media pasadas.
—Jessica
y Angela se van a preocupar —murmuré—. Iba a reunirme con ellas.
Arrancó
el motor sin decir nada más, girando con suavidad y regresando rápidamente
hacia la ciudad. Siguió conduciendo a gran velocidad cuando estuvimos bajo las
lámparas, sorteando con facilidad los vehículos más lentos que cruzaban el
paseo marítimo. Aparcó en paralelo al bordillo en un espacio que yo habría
considerado demasiado pequeño para el Volvo, pero él lo encajó sin esfuerzo al
primer intento. Miré por la ventana en busca de las luces de La
Bella Italia.
Jess y Angela acababan de salir y se alejaban caminando con rapidez.
—
¿Cómo sabías dónde...? —comencé, pero luego me limité a sacudir la cabeza. Oí
abrirse la puerta y me giré para verle salir.
—
¿Qué haces?
—Llevarte
a cenar.
Sonrió
levemente, pero la mirada continuaba siendo severa. Se alejó del coche y cerró
de un portazo. Me peleé con el cinturón de seguridad y me apresuré a salir
también del coche. Me esperaba en la acera y habló antes de que pudiera
despegar los labios.
—Detén
a Jessica y Angela antes de que también deba buscarlas a ellas. Dudo que
pudiera volver a contenerme si me tropiezo otra vez con tus amigos.
Me
estremecí ante el tono amenazador de su voz.
—
¡Jess, Angela! —les grité, saludando con el brazo cuando se volvieron. Se
apresuraron a regresar. El manifiesto alivio de sus rostros se convirtió en
sorpresa cuando vieron quién estaba a mi lado. A unos metros de nosotros,
vacilaron.
—
¿Dónde has estado? —preguntó Jessica con suspicacia.
—Me
perdí —admití con timidez—, y luego me encontré con Edward.
Le
señalé con un gesto.
—
¿Os importaría que me uniera a vosotras? —preguntó con voz sedosa e
irresistible. Por sus rostros estupefactos supe que él nunca antes había
empleado a fondo sus talentos con ellas.
—Eh,
sí, claro —musitó Jessica.
—De
hecho —confesó Angela—, Bella, lo cierto es que ya hemos cenado mientras te
esperábamos... Perdona.
—No
pasa nada —me encogí de hombros—. No tengo hambre.
—Creo
que deberías comer algo —intervino Edward en voz baja, pero autoritaria. Buscó
a Jessica con la mirada y le habló un poco más alto—: ¿Os importa que lleve a
Bella a casa esta noche? Así, no tendréis que esperar mientras cena.
—Eh,
supongo que no... hay problema...
Jess
se mordió el labio en un intento de deducir por mi expresión si era eso lo que
yo quería. Le guiñé un ojo. Nada deseaba más que estar a solas con mi perpetuo
salvador. Había tantas preguntas con las que no le podía bombardear mientras no
estuviéramos solos...
—De
acuerdo —Angela fue más rápida que Jessica—. Os vemos mañana, Bella, Edward...
Tomó
la mano de Jessica y la arrastró hacia el coche, que pude ver un poco más
lejos, aparcado en First Street. Cuando entraron, Jess se volvió y me saludó
con la mano. Por su rostro supe que se moría de curiosidad. Le devolví el
saludo y esperé a que se alejaran antes de volverme hacia Edward.
—De
verdad, no tengo hambre —insistí mientras alzaba la mirada para estudiar su
rostro. Su expresión era inescrutable.
—Compláceme.
Se
dirigió hasta la puerta del restaurante y la mantuvo abierta con gesto obstinado.
Evidentemente, no había discusión posible. Pasé a su lado y entré con un
suspiro de resignación.
Era
temporada baja para el turismo en Port Angeles, por lo que el restaurante no
estaba lleno. Comprendí el brillo de los ojos de nuestra anfitriona mientras
evaluaba a Edward. Le dio la bienvenida con un poco más de entusiasmo del
necesario. Me sorprendió lo mucho que me molestó. Me sacaba varios centímetros
y era rubia de bote.
—
¿Tienen una mesa para dos? —preguntó Edward con voz tentadora, lo pretendiese o
no.
Vi
cómo los ojos de la rubia se posaban en mí y luego se desviaban, satisfecha por
mi evidente normalidad y la falta de contacto entre Edward y yo. Nos condujo a
una gran mesa para cuatro en el centro de la zona más concurrida del comedor.
Estaba
a punto de sentarme cuando Edward me indicó lo contrario con la cabeza.
—
¿Tiene, tal vez, algo más privado? —insistió con voz suave a la anfitriona. No
estaba segura, pero me pareció que le entregaba discretamente una propina. No
había visto a nadie rechazar una mesa salvo en las viejas películas.
—Naturalmente
—parecía tan sorprendida como yo. Se giró y nos condujo alrededor de una
mampara hasta llegar a una sala de reservados—. ¿Algo como esto?
—Perfecto.
Le
dedicó una centelleante sonrisa a la dueña, dejándola momentáneamente
deslumbrada.
—Esto...
—sacudió la cabeza, bizqueando—. Ahora mismo les atiendo.
Se
alejó caminando con paso vacilante.
—De
veras, no deberías hacerle eso a la gente —le critiqué—. Es muy poco cortés.
—
¿Hacer qué?
—Deslumbrarla...
Probablemente, ahora está en la cocina hiperventilando.
Pareció
confuso.
—Oh,
venga —le dije un poco dubitativa—. Tienes que saber el efecto que produces en
los demás.
Ladeó
la cabeza con los ojos llenos de curiosidad.
—
¿Los deslumbro?
—
¿No te has dado cuenta? ¿Crees que todos ceden con tanta facilidad?
Ignoró
mis preguntas.
—
¿Te deslumbro a ti?
—Con
frecuencia —admití.
Entonces
llegó la camarera, con rostro expectante. La anfitriona había hecho mutis por
el foro definitivamente, y la nueva chica no parecía decepcionada. Se echó un
mechón de su cabello negro detrás de la oreja, y sonrió con innecesaria
calidez.
—Hola.
Me llamo Amber y voy a atenderles esta noche. ¿Qué les pongo de beber?
No
pasé por alto que sólo se dirigía a él. Edward me miró.
—Voy
a tomar una CocaCola.
Pareció
una pregunta.
—Dos
—dijo él.
—Enseguida
las traigo —le aseguró con otra sonrisa innecesaria, pero él no lo vio, porque
me miraba a mí.
—
¿Qué pasa? —le pregunté cuando se fue la camarera. Tenía la mirada fija en mi
rostro.
—
¿Cómo te sientes?
—Estoy
bien —contesté, sorprendida por la intensidad.
—
¿No tienes mareos, ni frío, ni malestar...? y
—
¿Debería?
Se
rió entre dientes ante la perplejidad de mi respuesta.
—Bueno,
de hecho esperaba que entraras en estado de shock.
Su
rostro se contrajo al esbozar aquella perfecta sonrisa de picardía.
—Dudo
que eso vaya a suceder —respondí después de tomar aliento—. Siempre se me ha
dado muy bien reprimir las cosas desagradables.
—Da
igual, me sentiré mejor cuando hayas tomado algo de glucosa y comida.
La
camarera apareció con nuestras bebidas y una cesta de colines en ese preciso
momento. Permaneció de espaldas a mí mientras las colocaba sobre la mesa.
—
¿Han decidido qué van a pedir? —preguntó a Edward.
—
¿Bella? —inquirió él.
Ella
se volvió hacia mí a regañadientes. Elegí lo primero que vi en el menú.
—Eh...
Tomaré el ravioli de setas.
—
¿Y usted?
Se
volvió hacia Edward con una sonrisa.
—Nada
para mí —contestó.
No, por supuesto que no.
—Si
cambia de opinión, hágamelo saber.
La
sonrisa coqueta seguía ahí, pero él no la miraba y la camarera se marchó
descontenta.
—Bebe
—me ordenó.
Al
principio, di unos sorbitos a mi refresco obedientemente; luego, bebí a tragos
más largos, sorprendida de la sed que tenía. Comprendí que me la había
terminado toda cuando Edward empujó su vaso hacia mí.
—Gracias
—murmuré, aún sedienta.
El
frío del refresco se extendió por mi pecho y me estremecí.
—
¿Tienes frío?
—Es
sólo la Coca—Cola
—le expliqué mientras volvía a estremecerme.
—
¿No tienes una cazadora? —me reprochó.
—Sí
—miré a la vacía silla contigua y caí en la cuenta—. Vaya, me la he dejado en
el coche de Jessica.
Edward
se quitó la suya. No podía apartar los ojos de su rostro, simplemente. Me
concentré para obligarme a hacerlo en ese momento. Se estaba quitando su
cazadora de cueto beis debajo de la cual llevaba un suéter de cuello vuelto que
se ajustaba muy bien, resaltando lo musculoso que era su pecho.
Me
entregó su cazadora y me interrumpió mientras me lo comía con los ojos.
—Gracias
—dije nuevamente mientas deslizaba los brazos en su cazadora.
La
prenda estaba helada, igual que cuando me ponía mi ropa a primera hora de la
mañana, colgada en el vestíbulo, en el que hay mucha corriente de aire. Tirité
otra vez. Tenía un olor asombroso. Lo olisqueé en un intento de identificar
aquel delicioso aroma, que no se parecía a ninguna colonia. Las mangas eran
demasiado largas y las eché hacia atrás para tener libres las manos.
—Tu
piel tiene un aspecto encantador con ese color azul —observó mientras me
miraba. Me sorprendió y bajé la vista, sonrojada, por supuesto.
Empujó
la cesta con los colines hacia mí.
—No
voy a entrar en estado de shock, de
verdad —protesté.
—Pues
deberías, una persona normal lo haría, y tú ni siquiera pareces alterada.
Daba
la impresión de estar desconcertado. Me miró a los ojos y vi que los suyos eran
claros, más claros de lo que anteriormente los había visto, de ese tono dorado
que tiene el sirope de caramelo.
—Me
siento segura contigo —confesé, impelida a decir de nuevo la verdad. ,
Aquello
le desagradó y frunció su frente de alabastro. Ceñudo, sacudió la cabeza y
murmuró para sí:
—Esto
es más complicado de lo que pensaba.
Tomé
un colín y comencé a mordisquearlo por un extremo, evaluando su expresión. Me
pregunté cuándo sería el momento oportuno para empezar a interrogarle.
—Normalmente
estás de mejor humor cuando tus ojos brillan —comenté, intentando distraerle de
cualquiera que fuera el pensamiento que le había dejado triste y sombrío.
Atónito, me miró.
—
¿Qué?
—Estás
de mal humor cuando tienes los ojos negros. Entonces, me lo veo venir
—continué—. Tengo una teoría al respecto.
Entrecerró
los ojos y dijo:
—
¿Más teorías?
—Aja.
Mastiqué
un colín al tiempo que intentaba parecer indiferente.
—Espero
que esta vez seas más creativa, ¿o sigues tomando ideas de los tebeos?
La
imperceptible sonrisa era burlona, pero la mirada se mantuvo severa.
—Bueno,
no. No la he sacado de un tebeo, pero tampoco me la he inventado—confesé.
—
¿Y? —me incitó a seguir, pero en ese momento la camarera apareció detrás de la
mampara con mi comida.
Me
di cuenta de que, inconscientemente, nos habíamos ido inclinando cada vez más
cerca uno del otro, ya que ambos nos erguimos cuando se aproximó. Dejó el plato
delante de mí —tenía buena pinta— y rápidamente se volvió hacia Edward para
preguntarle:
—
¿Ha cambiado de idea? ¿No hay nada que le pueda ofrecer?
Capté
el doble significado de sus palabras.
—No,
gracias, pero estaría bien que nos trajera algo más de beber.
Él
señaló los vasos vacíos que yo tenía delante con su larga mano blanca.
—Claro.
Quitó
los vasos vacíos y se marchó.
—
¿Qué decías?
—Te
lo diré en el coche. Si... —hice
una pausa.
—
¿Hay condiciones?
Su
voz sonó ominosa. Enarcó una ceja.
—Tengo
unas cuantas preguntas, por supuesto.
—Por
supuesto.
La
camarera regresó con dos vasos de CocaCola. Los dejó sobre la mesa sin decir
nada y se marchó de nuevo. Tomé un sorbito.
—Bueno,
adelante —me instó, aún con voz dura.
Comencé
por la pregunta menos exigente. O eso creía.
—
¿Por qué estás en Port Angeles?
Bajó
la vista y cruzó las manos alargadas sobre la mesa muy despacio para luego
mirarme a través de las pestañas mientras aparecía en su rostro el indicio de
una sonrisa afectada.
—Siguiente
pregunta.
—Pero
ésa es la más fácil —objeté.
—La
siguiente —repitió.
Frustrada,
bajé los ojos. Moví los platos, tomé el tenedor, pinché con cuidado un ravioli
y me lo llevé a la boca con deliberada lentitud, pensando al tiempo que
masticaba. Las setas estaban muy ricas. Tragué y bebí otro sorbo de mi refresco
antes de levantar la vista.
—En
tal caso, de acuerdo —le miré y proseguí lentamente—. Supongamos que,
hipotéticamente, alguien es capaz de... saber qué piensa la gente, de leer sus
mentes, ya sabes, salvo unas cuantas excepciones.
—Sólo
una excepción —me corrigió—,
hipotéticamente.
—De
acuerdo entonces, una sola excepción.
Me
estremecí cuando me siguió el juego, pero intenté parecer despreocupada.
—
¿Cómo funciona? ¿Qué limitaciones tiene? ¿Cómo podría ese alguien... encontrar
a otra persona en el momento adecuado? ¿Cómo sabría que ella está en un apuro?
—
¿Hipotéticamente?
—Bueno,
si... ese alguien...
—Supongamos
que se llama Joe —sugerí.
Esbozó
una sonrisa seca.
—En
ese caso, Joe. Si Joe hubiera estado atento, la sincronización no tendría por
qué haber sido tan exacta —negó con la cabeza y puso los ojos en blanco——. Sólo
tú podrías meterte en líos en un sitio tan pequeño. Destrozarías las
estadísticas de delincuencia para una década, ya sabes.
—Estamos
hablando de un caso hipotético —le recordé con frialdad.
Se
rió de mí con ojos tiernos.
—Sí,
cierto —aceptó—. ¿Qué tal si la llamamos Jane?
¿—Cómo lo supiste? —pregunté, incapaz de
refrenar mi ansiedad. Comprendí que volvía a inclinarme hacia él.
Pareció
titubear, dividido por algún dilema interno. Nuestras miradas se encontraron e
intuí que en ese preciso instante estaba tomando la decisión de si decir o no
la verdad.
—Puedes
confiar en mí, ya lo sabes —murmuré.
Sin
pensarlo, estiré el brazo para tocarle las manos cruzadas, pero Edward las
retiró levemente y yo hice lo propio con las mías.
—No
sé si tengo otra alternativa —su voz era un susurro—. Me equivoqué. Eres mucho
más observadora de lo que pensaba.
—Creí
que siempre tenías razón.
—Así
era —sacudió la cabeza otra
vez—. Hay otra cosa en la que también me equivoqué contigo. No eres un imán
para los accidentes... Esa no es una clasificación lo suficientemente extensa.
Eres un imán para los problemas. Si hay algo peligroso en un radio de quince
kilómetros, inexorablemente te encontrará. — ¿Te incluyes en esa categoría?
—Sin ninguna duda.
Su
rostro se volvió frío e inexpresivo. Volví a estirar la mano por la mesa,
ignorando cuando él retiró levemente las suyas, para tocar tímidamente el dorso
de sus manos con las yemas de los dedos. Tenía la piel fría y dura como una
piedra.
—Gracias
—musité con ferviente gratitud—. Es la segunda vez.
Su
rostro se suavizó.
—No
dejarás que haya una tercera, ¿de acuerdo?
Fruncí
el ceño, pero asentí con la cabeza. Apartó su mano de debajo de la mía y puso
ambas sobre la mesa, pero se inclinó hacia mí.
—Te
seguí a Port Angeles —admitió, hablando muy deprisa—. Nunca antes había
intentado mantener con vida a alguien en concreto, y es mucho más problemático
de lo que creía, pero eso tal vez se deba a que se trata de ti. La gente normal
parece capaz de pasar el día sin tantas catástrofes.
Hizo
una pausa. Me pregunté si debía preocuparme el hecho de que me siguiera, pero
en lugar de eso, sentí un extraño espasmo de satisfacción. Me miró fijamente,
preguntándose tal vez por qué mis labios se curvaban en una involuntaria sonrisa.
—
¿Crees que me había llegado la hora la primera vez, cuando ocurrió lo de la
furgoneta, y que has interferido en el destino? —especulé para distraerme.
—Esa
no fue la primera vez —replicó con dureza. Lo miré sorprendida, pero él miraba
al suelo—. La primera fue cuando te conocí.
Sentí
un escalofrío al oír sus palabras y recordar bruscamente la furibunda mirada de
sus ojos negros aquel primer día, pero lo ahogó la abrumadora sensación de
seguridad que sentía en presencia de Edward.
—
¿Lo recuerdas? —inquirió con su rostro de ángel muy serio.
—Sí
—respondí con serenidad.
—Y
aun así estás aquí sentada —comentó con un deje de incredulidad en su voz y
enarcó una ceja.
—Sí,
estoy aquí... gracias a ti —me callé y luego le incité—. Porque de alguna
manera has sabido encontrarme hoy.
Frunció
los labios y me miró con los ojos entrecerrados mientras volvía a cavilar.
Lanzó una mirada a mi plato, casi intacto, y luego a mí.
—Tú
comes y yo hablo —me propuso.
Rápidamente
saqué del plato otro ravioli con el tenedor, lo hice estallar en mi boca y
mastiqué de forma apresurada.
—Seguirte
el rastro es más difícil de lo habitual. Normalmente puedo hallar a alguien con
suma facilidad siempre que haya «oído» su mente antes —me miró con ansiedad y
comprendí que me había quedado helada. Me obligué a tragar, pinché otro ravioli
y me lo metí en la boca.
—Vigilaba
a Jessica sin mucha atención... Como te dije, sólo tú puedes meterte en líos en
Port Angeles. Al principio no me di cuenta de que te habías ido por tu cuenta y
luego, cuando comprendí que ya no estabas con ellas, fui a buscarte a la
librería que vislumbré en la mente de Jessica. Te puedo decir que sé que no
llegaste a entrar y que te dirigiste al sur. Sabía que tendrías que dar la
vuelta pronto, por lo que me limité a esperarte, investigando al azar en los
pensamientos de los viandantes para saber si alguno se había fijado en ti, y
saber de ese modo dónde estabas. No tenía razones para preocuparme, pero estaba
extrañamente ansioso...
Se
sumió en sus pensamientos, mirando fijamente a la nada, viendo cosas que yo no
conseguía imaginar.
—Comencé
a conducir en círculos, seguía alerta. El sol se puso al fin y estaba a punto
de salir y seguirte a pie cuando... —enmudeció, rechinando los dientes con
súbita ira. Se esforzó en calmarse.
—
¿Qué pasó entonces? —susurré. Edward seguía mirando al vacío por encima de mi
cabeza.
—Oí
lo que pensaban —gruñó; al torcer el gesto, el labio superior se curvó
mostrando sus dientes—, y vi tu rostro en sus mentes.
De
repente, se inclinó hacia delante, con el codo apoyado en la mesa y la mano
sobre los ojos. El movimiento fue tan rápido que me sobresaltó.
—Resultó
duro, no sabes cuánto, dejarlos... vivos —el brazo amortiguaba la voz—. Te
podía haber dejado ir con Jessica y Angela, pero temía —admitió con un hilo de
voz— que, si me dejabas solo, iría a por ellos.
Permanecí
sentada en silencio, confusa, llena de pensamientos incoherentes, con las manos
cruzadas sobre el vientre y recostada lánguidamente contra el respaldo de la
silla. El seguía con la mano en el rostro, tan inmóvil que parecía una estatua
tallada.
Finalmente
alzó la vista y sus ojos buscaron los míos, rebosando sus propios
interrogantes.
—
¿Estás lista para ir a casa? —preguntó.
—Lo
estoy para salir de aquí —precisé, inmensamente agradecida de que nos quedara
una hora larga de coche antes de llegar a casa juntos. No estaba preparada para
despedirme de él.
La
camarera apareció como si la hubiera llamado, o estuviera observando.
—
¿Qué tal todo? —preguntó a Edward.
—Dispuestos
para pagar la cuenta, gracias.
Su
voz era contenida pero más ronca, aún reflejaba la tensión de nuestra
conversación. Aquello pareció acallarla. Edward alzó la vista, aguardando.
—Claro
—tartamudeó—. Aquí la tiene.
La
camarera extrajo una carpetita de cuero del bolsillo delantero de su delantal
negro y se la entregó.
Edward
ya sostenía un billete en la mano. Lo deslizó dentro de la carpetita y se la
devolvió de inmediato.
—Quédese
con el cambio.
Sonrió,
se puso de pie y le imité con torpeza. Ella volvió a dirigirle una sonrisa
insinuante.
—Que
tengan una buena noche.
Edward
no apartó los ojos de mí mientras le daba las gracias. Reprimí una sonrisa.
Caminó
muy cerca de mí hasta la puerta, pero siguió poniendo mucho cuidado en no
tocarme. Recordé lo que Jessica había dicho de su relación con Mike, y cómo
casi habían avanzado hasta la fase del primer beso. Suspiré. Edward me oyó, y
me miró con curiosidad. Yo clavé la mirada en la acera, muy agradecida de que
pareciera incapaz de saber lo que pensaba.
Abrió
la puerta del copiloto y la sostuvo hasta que entré. Luego, la cerró detrás de
mí con suavidad. Le contemplé dar la vuelta por la parte delantera del coche,
de nuevo sorprendida por el garbo con que se movía. Probablemente debería
haberme habituado a estas alturas, pero no era así. Tenía la sensación de que
Edward no era la clase de persona a la que alguien pueda acostumbrarse.
Una
vez dentro, arrancó y puso al
máximo la calefacción. Había refrescado mucho y supuse que el buen tiempo se
había terminado, aunque estaba bien caliente con su cazadora, oliendo su aroma
cuando creía que no me veía.
Se
metió entre el tráfico, aparentemente sin mirar, y fue esquivando coches en
dirección a la autopista.
—Ahora
—dijo de forma elocuente—, te toca a ti.
[1] [N. del T.] Objeto consistente
en un círculo del que penden plumas en cuyo centro hay una red; se cuelga en la
pared de los dormitorios, ya que, según la tradición de los indios ojibwa,
atrapa las pesadillas de los niños dormidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario