Demetri
nos condujo hasta la lujosa y alegre área de recepción. Gianna, la mujer,
seguía en su puesto detrás del mostrador de caoba pulida. Unos altavoces
ocultos llenaban la habitación con las notas nítidas de una pieza inocente.
—No os
vayáis hasta que oscurezca —nos previno Demetri.
Edward
asintió con la cabeza y él se marchó precipitadamente poco después.
Gianna
observó la capa prestada de Edward con gesto astuto y especulativo. El cambio
no pareció sorprenderle nada.
—¿Os
encontráis bien las dos? —preguntó Edward entre dientes lo bastante bajo para
que no pudiera captarlo la recepcionista. Su voz sonaba ruda, si es que el
terciopelo puede serlo, a causa de la ansiedad. Supuse que seguía tenso por la
situación.
—Será
mejor que la sientes antes de que se desplome —aconsejó Alice—. Va a caerse a
pedazos.
Fue en
ese momento cuando me di cuenta de que temblaba de la cabeza a los pies,
temblaba tanto que todo mi cuerpo vibraba hasta que al fin me castañetearon los
dientes, la habitación empezó a dar vueltas a mi alrededor y se me nubló la
vista. Durante un momento de delirio, me pregunté si era así como Jacob se
sentía justo antes de transformarse en hombre lobo.
Escuché
un sonido discordante, como si estuvieran aserrando algo, un contrapunto
extraño a la música de fondo que, por contraste, parecía risueña. El temblor
me distraía lo justo para impedirme determinar la procedencia.
—Silencio,
Bella, calma —me pidió Edward conforme me guiaba hacia el sofá más alejado de
la curiosa humana del mostrador.
—Creo
que se está poniendo histérica. Quizá deberías darle una bofetada —sugirió
Alice.
Edward
le lanzó una mirada desesperada.
Entonces
lo comprendí. Oh. El ruido era yo. El sonido similar al corte de una sierra
eran los sollozos que salían de mi pecho. Eso era lo que me hacía temblar.
—Todo
va bien, estás a salvo, todo va bien —entonaba él una y otra vez. Me sentó en
su regazo y me arropó con la gruesa capa de lana para protegerme de su piel
fría.
Sabía
que ese tipo de reacción era una estupidez por mi parte. ¿Quién sabía cuánto
tiempo me quedaba para poder mirar su rostro? Nos habíamos salvado y él podía
dejarme en cuanto estuviéramos en libertad. Era un desperdicio, una locura,
tener los ojos tan llenos de lágrimas que no pudiera verle las facciones con
claridad.
Pero
era detrás de mis ojos donde se encontraba la imagen que las lágrimas no podían
limpiar, donde veía el rostro aterrorizado de la mujer menuda del rosario.
—Toda
esa gente... —hipé.
—Lo sé
—susurró él.
—Es
horrible.
—Sí, lo
es. Habría deseado que no hubieras tenido que ser testigo de esto.
Apoyé
la cabeza sobre su pecho frío y me sequé los ojos con la gruesa capa. Respiré
hondo varias veces mientras intentaba calmarme.
—¿Necesitan
algo? —preguntó una voz en tono educado. Era Gianna, que se inclinaba sobre el
hombro de Edward con una mirada que intentaba mostrar empatía, una mirada
profesional y cercana a la vez. Al parecer, no le preocupaba tener el rostro a
centímetros de un vampiro hostil. O bien se encontraba en una total ignorancia
o era muy buena en lo suyo.
—No
—contestó Edward con frialdad.
Ella
asintió, me sonrió y después desapareció.
Esperé
a que se hubiera alejado lo bastante como para que no pudiera escucharme.
—¿Sabe
ella lo que sucede aquí? —inquirí con voz baja y ronca. Empezaba a
tranquilizarme y mi respiración se fue normalizando.
—Sí, lo
sabe todo —contestó Edward.
—¿Sabe
también que algún día pueden matarla?
—Es
consciente de que existe esa posibilidad —aquello me sorprendió. El rostro de
Edward era inescrutable—. Alberga la esperanza de que decidan quedársela.
Sentí
que la sangre huía de mi rostro.
—¿Quiere
convertirse en una de ellos?
Él
asintió una vez y clavó los ojos en mi cara a la espera de mi reacción.
Me
estremecí.
—¿Cómo
puede querer eso?—susurré más para mí misma que buscando realmente una
respuesta—. ¿Cómo puede ver a esa gente desfilar al interior de esa habitación
espantosa y querer formar parte de eso?
Edward
no contestó, pero su rostro se crispó en respuesta a algo que yo había dicho.
De
pronto, mientras examinaba su rostro tan hermoso e intentaba comprender el
porqué de aquella crispación, me di cuenta de que, aunque fuera
fugazmente, estaba de verdad en brazos de Edward y que no nos iban a matar, al
menos por el momento.
—Ay,
Edward —se me empezaron a saltar las lágrimas y al poco también comencé
a gimotear.
Era una
reacción estúpida. Las lágrimas eran demasiado gruesas para permitirme volver a
verle la cara y eso era
imperdonable. Con seguridad, sólo tenía de plazo hasta el crepúsculo; de nuevo
como en un cuento de hadas, con límites después de los cuales acababa la magia.
—¿Qué
es lo que va mal? —me preguntó todavía lleno de ansiedad mientras me daba
amables golpecitos en la espalda.
Enlacé
mis brazos alrededor de su cuello. ¿Qué era lo peor que él podía hacer? Sólo
apartarme, así que me apretujé aún más cerca.
—¿No es
de locos sentirse feliz justo en este momento? —le pregunté. La voz se me
quebró dos veces.
Él no
me apartó. Me apretó fuerte contra su pecho, tan duro como el hielo, tan fuerte
que me costaba respirar, incluso ahora, con mis pulmones intactos.
—Sé
exactamente a qué te refieres —murmuró—, pero nos sobran razones para ser
felices. La primera es que seguimos vivos.
—Sí
—convine—. Ésa es una excelente razón.
—Y
juntos —musitó. Su aliento era tan dulce que hizo que la cabeza me diera
vueltas.
Me
limité a asentir, convencida de que él no concedía a esa afirmación la misma
importancia que yo.
—Y, con
un poco de suerte, todavía estaremos vivos mañana.
—Eso
espero—dije con preocupación.
—Las
perspectivas son buenas —me aseguró Alice. Estaba tan quieta que casi habíamos
olvidado su presencia—. Veré a Jasper en menos de veinticuatro horas —añadió
con satisfacción.
Alice
era afortunada. Ella podía confiar en su futuro.
Yo no
era capaz de apartar la mirada de Edward mucho rato. Le observé fijamente,
deseando más que nunca ese futuro que nunca ocurriría, que aquel momento durara
para siempre o si no, que yo dejara de existir cuando acabara.
Edward
me devolvió la mirada, con sus suaves ojos oscuros y resultó fácil pretender
que él sentía lo mismo. Y así lo hice. Me lo imaginé para que el momento
tuviera un sabor más dulce.
Recorrió
mis ojeras con la punta de los dedos.
—Pareces
muy cansada.
—Y tú
sediento —le repliqué en un susurro mientras estudiaba las marcas moradas
debajo de sus pupilas negras.
Él se
encogió de hombros.
—No es
nada.
—¿Estás
seguro? Puedo sentarme con Alice —le ofrecí, aunque a regañadientes; preferiría
que me matara en ese instante antes que moverme un centímetro de donde estaba.
—No
seas ridícula —suspiró; su aliento dulce me acarició la cara—. Nunca he controlado
más esa parte de mi naturaleza que en este momento.
Tenía
miles de preguntas para él. Una de ellas pugnaba por salir ahora de mis labios,
pero me mordí la lengua. No quería echar a perder el momento, aunque fuera
imperfecto, así, en una habitación que me ponía enferma, bajo la mirada de una
mujer que deseaba convertirse en un monstruo.
En sus
brazos, era más que fácil fantasear con la idea de que él me amaba. No quería
pensar sobre sus motivaciones en ese momento, máxime si estaba
actuando de ese modo para mantenerme tranquila mientras continuara el peligro,
o bien porque se sentía culpable de que yo estuviera allí y no deseaba sentirse
responsable de mi muerte. Quizás el tiempo que habíamos pasado separados había
bastado para que no le aburriera todavía, pero nada de esto importaba. Me
sentía mucho más feliz fantaseando.
Permanecí
quieta en sus brazos, memorizando su rostro otra vez, engañándome...
Me
miraba como si él estuviera haciendo lo mismo aunque entretanto discutía con
Alice sobre la mejor forma de volver a casa. Intercambiaban rápidos cuchicheos,
y comprendí que actuaban así para que Gianna no pudiera entenderlos. Incluso
yo, que estaba a su lado, me perdí la mitad de la conversación. Me dio la
impresión de que el asunto iba a requerir algún robo más. Me pregunté con
cierto desapego si el propietario del Porsche amarillo habría recuperado ya su
coche.
—¿Y qué
era toda esa cháchara sobre cantantes? —preguntó Alice en un momento
determinado.
—La
tua cantante—señaló Edward. Su voz convirtió las palabras en música.
—Sí,
eso —afirmó Alice y yo me concentré por un momento. Ya puestos, también me
preguntaba lo mismo.
Sentí
cómo Edward se encogía de hombros.
—Ellos
tienen un nombre para alguien que huele del modo que Bella huele para mí. La
llaman «mi cantante», porque su sangre canta para mí.
Alice
se echó a reír.
Estaba
lo suficientemente agotada como para dormirme, pero luché contra el cansancio.
No quería perderme ni un segundo del tiempo que pudiera pasar en su compañía.
De vez en cuando, mientras hablaba con Alice, se inclinaba repentinamente y me
besaba. Sus labios —suaves como el vidrio pulido— me rozaban el pelo, la
frente, la punta de la nariz. Cada beso era como si aplicara una descarga
eléctrica a mi corazón, aletargado durante tanto tiempo. El sonido de sus
latidos parecía llenar por completo la habitación.
Era el
paraíso, aunque estuviéramos en el mismo centro del infierno.
Perdí
la noción del tiempo por completo, por lo que me entró el pánico cuando los
brazos de Edward se tensaron en torno a mí y él y Alice miraron al fondo de la
habitación con gesto de preocupación. Me encogí contra el pecho de Edward al
ver a Alec traspasar las puertas de doble hoja. Ahora, sus ojos eran de un
vivido color rubí; a pesar del «almuerzo», no se le veía ni una mancha en la
ropa.
Eran
buenas noticias.
—Ahora,
sois libres para marcharos —anunció con un tono tan cálido que cualquiera
hubiera pensado que éramos amigos de toda la vida—. Lo único que os pedimos es
que no permanezcáis en la ciudad.
Edward
no hizo amago de protestar; su voz era fría como el hielo.
—Eso no
es problema.
Alec
sonrió, asintió y desapareció de nuevo.
—Al
doblar la esquina, sigan el pasillo a la derecha hasta llegar a los primeros
ascensores —nos indicó Gianna mientras Edward me ayudaba a ponerme en pie—. El
vestíbulo y las salidas a la calle están dos pisos más abajo. Adiós, entonces
—añadió con amabilidad. Me pregunté si su competencia bastaría para salvarla.
Alice
le lanzó una mirada sombría.
Me
sentí aliviada al pensar que había otra salida al exterior; no estaba segura de
poder soportar otro paseo por el subterráneo.
Salimos
por un lujoso vestíbulo decorado con gran gusto. Fui la única que volvió la
vista atrás para contemplar el castillo medieval que albergaba la elaborada
tapadera. Sentí un gran alivio al no divisar la torrecilla desde allí.
Los
festejos continuaban con todo su esplendor. Las farolas empezaban a encenderse
mientras recorríamos a toda prisa las estrechas callejuelas adoquinadas. En lo
alto, el cielo era de un gris mate que se iba desvaneciendo, pero la oscuridad
era mayor en las calles dada la cercanía de los edificios entre sí.
También
la fiesta se volvía más oscura. La capa larga que arrastraba Edward no llamaba
ahora la atención del modo que lo habría hecho en una tarde normal en Volterra.
Había otros que también llevaban capas de satén negro, y los colmillos de
plástico que yo había visto llevar a los niños en la plaza parecían haberse
vuelto muy populares entre los adultos.
—Ridículo
—masculló Edward en una ocasión.
No me
di cuenta del momento en que Alice desapareció de mi lado. Miré alrededor para
hacerle una pregunta, pero ya se había ido.
—¿Dónde
está Alice? —susurré llena de pánico.
—Ha ido
a recuperar vuestros bolsos de donde los escondió esta mañana.
Se me
había olvidado que podría usar mi cepillo de dientes. Esto mejoró mi ánimo de
forma considerable.
—Está
robando otro coche, ¿no? —adiviné.
Me
dedicó una gran sonrisa.
—No
hasta que salgamos de Volterra.
Parecía
que quedaba un camino muy largo hasta la entrada. Edward se dio cuenta de que
me hallaba al límite de mis fuerzas; me pasó el brazo por la cintura y soportó
la mayor parte de mi peso mientras andábamos.
Me
estremecí cuando me guió a través de un arco de piedra oscura. Encima de
nosotros había un enorme rastrillo antiguo. Parecía la puerta de una jaula a
punto de caer delante de nosotros y dejarnos atrapados.
Me
llevó hasta un coche oscuro que esperaba en un charco de sombras a la derecha
de la puerta, con el motor en marcha. Para mi sorpresa, se deslizó en el asiento
trasero conmigo y no insistió en conducir él.
Alice
habló en son de disculpa.
—Lo
siento —hizo un gesto vago hacia el salpicadero—. No había mucho donde escoger.
—Está
muy bien, Alice —sonrió ampliamente—. No todo van a ser Turbos 911.
Ella
suspiró.
—Voy a
tener que comprarme uno de ésos legalmente. Era fabuloso.
—Te
regalaré uno para Navidades —le prometió Edward.
Alice
se dio la vuelta para dedicarle una sonrisa resplandeciente, lo que me
preocupó, ya que había empezado a acelerar por la ladera oscura y llena de
curvas.
—Amarillo
—le dijo ella.
Edward
me mantuvo abrazada con fuerza. Me sentía calentita y cómoda dentro de la capa
gris. Más que cómoda.
—Ahora
puedes dormirte, Bella —murmuró—, ya ha terminado todo.
Sabía
que se estaba refiriendo al peligro, a la pesadilla en la vieja ciudad, pero yo
tuve que tragar saliva con fuerza antes de poderle contestar.
—No
quiero dormir. No estoy cansada.
Sólo la
segunda parte era mentira. No estaba dispuesta a cerrar los ojos. El coche
apenas estaba iluminado por los instrumentos de control del salpicadero, pero
bastaba para que le viera el rostro.
Presionó
los labios contra el hueco que había debajo de mi oreja.
—Inténtalo
—me animó.
Yo
sacudí la cabeza.
Suspiró.
—Sigues
igual de cabezota.
Lo era.
Luché para evitar que se cerraran mis pesados párpados y gané.
La
carretera oscura fue el peor tramo; luego, las luces brillantes del aeropuerto
de Florencia me ayudaron a seguir despierta, y también el hecho de poder
cepillarme los dientes y ponerme ropa limpia; Alice le compró ropa nueva a
Edward y dejó la capa oscura en un montón de basura en un callejón. El vuelo a
Roma era tan corto que no hubo oportunidad de que me venciera la fatiga. Me
hice a la idea de que el de Roma a Atlanta sería harina de otro costal de todas
todas, por eso le pregunté a la azafata de vuelo si podía traerme una
Coca-Cola.
—Bella...
—me reconvino Edward, sabedor de mi poca tolerancia a la cafeína.
Alice
viajaba en el asiento de atrás. Podía oírle murmurar algo a Jasper por el
móvil.
—No
quiero dormir —le recordé. Le di una excusa que resultaba creíble porque era
cierta—. Veré cosas que no quiero ver si cierro ahora los ojos. Tendré
pesadillas.
No
discutió conmigo después de eso.
Podría
haber sido un magnífico momento para charlar y obtener las respuestas que
necesitaba. Las necesitaba, pero, en realidad, prefería no escucharlas. Me
desesperaba simplemente el pensar lo que podría oír. Teníamos cierto tiempo por
delante y él no podía escapar de mí en un avión, bueno, al menos, no con
facilidad. Nadie podía escucharnos excepto Alice; era tarde y la mayoría de los
pasajeros estaba apagando las luces y pidiendo almohadas en voz baja. Charlar
podría haberme ayudado a luchar contra el agotamiento.
Pero,
de forma perversa, me mordí la lengua para evitar el flujo de preguntas que me
inundaban. Probablemente, me fallaba el razonamiento debido al cansancio
extremo, pero esperaba comprar algunas horas más de su compañía y ganar
otra noche más, al estilo de Sherezade, si posponía la discusión.
Así que
conseguí mantenerme despierta a base de beber Coca-Cola y resistir incluso la
necesidad de parpadear. Edward parecía estar perfectamente feliz teniéndome en
sus brazos, con sus dedos recorriéndome el rostro una y otra vez. Yo también le
toqué la cara. No podía parar, aunque temía que luego, cuando volviera a estar
sola, eso me haría sufrir más. Continuó besándome el pelo, la frente, las
muñecas... pero nunca los labios y eso estuvo bien. Después de todo, ¿de
cuántas maneras se puede destrozar un corazón y esperar de él que continúe
latiendo? En los últimos días había sobrevivido a un montón de cosas que
deberían haber acabado conmigo, pero eso no me hacía sentirme más fuerte. Al
contrario, me notaba tremendamente frágil, como si una sola palabra pudiera
hacerme pedazos.
Edward
no habló. Quizás albergaba la esperanza de que me durmiera. O quizá no tenía
nada que decir.
Salí
triunfante en la lucha contra mis párpados pesados. Estaba despierta cuando
llegamos al aeropuerto de Atlanta e incluso vimos el sol comenzando a alzarse
sobre la cubierta nubosa de Seattle antes de que Edward cerrara el
estor de la ventanilla. Me sentí orgullosa de mí misma. No me había perdido ni
un solo minuto.
Alice y
Edward no se sorprendieron por la recepción que nos esperaba en el aeropuerto Sea-Tac, pero a mí me pilló
con la guardia baja. Jasper fue el primero que divisé, aunque él no pareció
verme a mí en absoluto. Sólo tenía ojos para Alice. Se acercó rápidamente a
ella, aunque no se abrazaron como otras parejas que se habían encontrado allí. Se limitaron
a mirarse a los ojos el uno al otro, y a pesar de todo, de algún modo, el
momento fue tan íntimo que me hizo sentir la necesidad de mirar hacia otro
lado.
Carlisle
y Esme esperaban en una esquina tranquila lejos de la línea de los detectores
de metales, a la sombra de un gran pilar. Esme se me acercó, abrazándome con
fuerza y cierta dificultad, porque Edward aún mantenía sus brazos en torno a
mí.
—¡Cuánto
te lo agradezco...! —me susurró al oído.
Después,
se arrojó en brazos de Edward y parecía como si estuviera llorando a
pesar de que no era posible.
—Nunca
me hagas pasar por esto otra vez —casi le gruñó.
Edward
le dedicó una enorme sonrisa, arrepentido.
—Lo
siento, mamá.
—Gracias,
Bella —me dijo Carlisle—. Estamos en deuda contigo.
—Para nada
—murmuré. La noche en vela empezaba a pasarme factura. Sentía la cabeza
desconectada del cuerpo.
—Está
más muerta que viva —reprendió Esme a Edward—. Llévala a casa.
No
sabía si era a casa adonde quería irme ahora; llegados a este punto, me
tambaleé, medio ciega a través del aeropuerto, mientras Edward me sujetaba de
un brazo y Esme por el otro.
No
estaba segura de si Alice y Jasper nos seguían o no, y me sentía
demasiado exhausta para mirar.
Creo
que, aunque continuara andando, en realidad estaba dormida cuando llegamos al
coche. La sorpresa de ver a Emmett y
Rosalie apoyados contra el gran Sedán negro, bajo las luces tenues
del aparcamiento, me recordó algo. Edward se envaró.
—No lo
hagas —susurró Esme—. Ella lo ha pasado fatal.
—Qué
menos —dijo Edward, sin hacer intento alguno de bajar la voz.
—No ha
sido culpa suya —intervine yo, con la voz pastosa por el agotamiento.
—Déjala
que se disculpe —suplicó Esme—. Nosotros iremos con Jasper y Alice.
Edward
fulminó con la mirada a aquella vampira rubia, absurdamente hermosa, que nos
esperaba.
—Por
favor, Edward —le dije. No me apetecía viajar con Rosalie más que a él, pero yo
había causado suficiente discordia ya en su familia.
Él
suspiró y me empujó hacia el coche.
Emmett
y Rosalie se deslizaron en los asientos delanteros sin decir una palabra,
mientras Edward me acomodaba otra vez en la parte trasera. Sabía que no iba a
conseguir mantener abiertos los párpados mucho más tiempo, así que dejé caer la
cabeza contra su pecho, derrotada, y permití que se cerraran. Sentí que el
coche revivía con un ronroneo.
—Edward
—comenzó Rosalie.
—Ya sé
—el tono brusco de Edward no era nada generoso.
—¿Bella?
—me preguntó con suavidad.
Mis
párpados revolotearon abiertos de golpe. Era la primera vez que ella se dirigía
a mí directamente.
—¿Sí,
Rosalie?—le pregunté, vacilante.
—Lo
siento muchísimo, Bella. Me he sentido fatal con todo esto y te agradezco un
montón que hayas tenido el valor de ir y salvar a mi hermano después de todo lo
que hice. Por favor, dime que me perdonas.
Las palabras
eran torpes, y sonaban forzadas por la vergüenza, pero parecían sinceras.
—Por
supuesto, Rosalie —mascullé, aferrándome a cualquier oportunidad que la hiciera
odiarme un poco menos—. No ha sido culpa tuya en absoluto. Fui yo la que saltó
del maldito acantilado. Claro que te perdono.
El
discurso me salió de una sensiblería bastante empalagosa.
—No
vale hasta que recupere la conciencia, Rose —se burló Edward.
—Estoy
consciente —repliqué; sólo que sonó como un suspiro incomprensible.
—Déjala
dormir —insistió Edward, pero ahora su voz se volvió un poco más cálida.
Todo
quedó en silencio, a excepción del suave ronroneo del motor. Debí de quedarme
dormida, porque me pareció que sólo habían pasado unos segundos cuando la
puerta se abrió y Edward me sacó del coche. No podía abrir los ojos. Al
principio, pensé que todavía estábamos en el aeropuerto.
Y
entonces escuché a Charlie.
—¡Bella!
—gritó a lo lejos.
—Charlie
—murmuré, intentando sacudirme el sopor.
—Silencio
—susurró Edward—. Todo va bien; estás en casa y a salvo. Duérmete ya.
—No me
puedo creer que tengas la cara dura de aparecer por aquí —bramó Charlie,
dirigiéndose a Edward. Su voz sonaba ahora más cercana.
—Déjalo,
papá —gruñí, pero él no me escuchó.
—¿Qué
le ha pasado? —inquirió Charlie.
—Sólo
está extenuada, Charlie —le tranquilizó Edward con serenidad—. Por favor,
déjala descansar.
—¡No me
digas lo que tengo que hacer! —gritó Charlie—. ¡Dámela! ¡Y quítale las manos de
encima!
Edward
intentó trasladarme a los brazos de Charlie, pero yo me aferré a él usando mis
tenaces dedos. Sentí cómo mi padre tiraba de mi brazo.
—Déjalo
ya, papá —conseguí decir en voz más alta. Me las apañé para mantener los
párpados abiertos y mirar a Charlie con los ojos legañosos—. Enfádate conmigo.
Estábamos
en la puerta principal de mi casa, que permanecía abierta. La capa de nubes era
demasiado espesa para determinar la hora.
—Puedes
apostar a que sí —prometió Charlie—. Entra.
—Vale.
Bájame —suspiré.
Edward
me puso de pie. Sabía que estaba derecha, pero no sentía las piernas. Caminé
con dificultad, hasta que la acera giró de pronto hacia mi rostro. Los brazos
de Edward me atraparon antes de que me diera un buen trompazo contra el
asfalto.
—Déjame
sólo que la lleve a su cuarto —pidió Edward—. Después me marcharé.
—No
—grité, llena de pánico. Todavía no había conseguido mis respuestas. Debía
quedarse al menos hasta ese momento, ¿no?
—No
estaré lejos —me prometió Edward, susurrándome tan bajo al oído que no había ni
una posibilidad de que Charlie pudiera haberlo oído.
No
escuché la respuesta de Charlie, pero Edward entró en la casa. Mis ojos sólo
aguantaron abiertos hasta las escaleras. La última cosa que sentí fueron las
manos frías de Edward mientras me soltaba los dedos, aferrados a su camisa.
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