Carlisle
fue el único que conservó la calma. En el aplomo y la autoridad de su voz se
acumulaban siglos de experiencia adquirida en las salas de urgencias.
—Emmett,
Rose, llevaos de aquí a Jasper.
Emmett,
que estaba serio por vez primera, asintió.
—Vamos,
Jasper.
El
interpelado tenía una expresión demente en los ojos. Continuó resistiéndose
contra la presa implacable de Emmett. Se debatió e intentó alcanzar a su
hermano con los colmillos desnudos.
El
rostro de Edward estaba blanco como la cal cuando rodó para cubrir con su
cuerpo el mío en una posición claramente defensiva. Profirió un sordo gruñido
de aviso entre los dientes apretados. Estaba segura de que en ese momento no
respiraba.
Rosalie,
la de rostro divino y extrañamente petulante, se puso delante de Jasper, aunque
se mantuvo a una cautelosa distancia de sus dientes, y ayudó a Emmett en su
forcejeo para sacarlo por la puerta de cristal que Esme sostenía abierta,
aunque sin dejar de taparse la nariz y la boca con una mano.
El
rostro en forma de corazón de Esme parecía avergonzado.
—Lo
siento tanto, Bella —se disculpó entre lágrimas antes de seguir a los demás
hasta el patio.
—Deja
que me acerque, Edward —murmuró Carlisle.
Transcurrió
un segundo antes de que Edward asintiera lentamente y relajara la postura.
Carlisle
se arrodilló a mi lado y se inclinó para examinarme el brazo. Mi rostro aún
mostraba la conmoción de la caída así que intenté recomponerme un poco.
—Toma,
Carlisle —dijo Alice mientras le tendía una toalla.
Él
sacudió la cabeza.
—Hay
demasiados cristales dentro de la herida.
Se alzó
y desgarró una tira larga y estrecha de tela del borde del mantel blanco. La
enrolló en mi brazo por encima del codo para hacer un torniquete. El olor de la
sangre me estaba mareando. Los oídos me pitaban.
—Bella
—me dijo Carlisle con un hilo de voz—, ¿quieres que te lleve al hospital, o te
curo aquí mismo?
—Aquí,
por favor —susurré. No habría forma de evitar que Charlie se enterara si me
llevaba al hospital.
—Te
traeré el maletín —se ofreció Alice.
—Vamos
a llevarla a la mesa de la cocina —le sugirió Carlisle a Edward.
Edward
me levantó sin esfuerzo; Carlisle mantuvo firme la presión sobre mi brazo y me
preguntó:
—¿Cómo
te encuentras, Bella?
—Estoy
bien —mi voz sonó razonablemente firme, lo cual me agradó.
El
rostro de Edward parecía tallado en piedra.
Alice
ya se encontraba allí. El maletín negro de Carlisle descansaba encima de la
mesa, cerca del pequeño pero intenso foco de luz de un flexo enchufado a la
pared. Edward me sentó con dulzura en una silla. Carlisle acercó otra y se puso
a trabajar sin hacer pausa alguna.
Edward
permaneció de pie a mi lado, todavía alerta, aunque continuaba sin respirar.
—Sal,
Edward —suspiré.
—Puedo
soportarlo —insistió, pero su mandíbula estaba rígida y sus ojos ardían con la
intensidad de la sed contra la que luchaba, una sed aún peor que la de los
demás.
—No
tienes por qué comportarte como un héroe. Carlisle puede curarme sin tu ayuda.
Sal a tomar un poco el aire.
Hice un
gesto de malestar cuando Carlisle me hizo algo en el brazo que dolió.
—Me
quedaré —decidió él.
—¿Por
qué eres tan masoquista? —mascullé.
Carlisle
decidió interceder.
—Edward,
quizás deberías ir en busca de Jasper antes de que la cosa vaya a más. Estoy
seguro de que se sentirá fatal y dudo que esté dispuesto a escuchar a ningún
otro que no seas tú en estos momentos.
—Sí
—añadí con impaciencia—. Ve a buscar a Jasper.
—De ese
modo, harías algo útil —apostilló Alice.
Edward
entrecerró los ojos como si pensara que nos habíamos confabulado contra él,
pero finalmente, asintió y salió sin hacer ruido por la puerta trasera de la
cocina. Estaba segura de que no había inspirado ni una sola vez desde que me
corté el dedo.
Una
sensación de entumecimiento y pesadez se extendía por mi brazo y, aunque
aliviaba el dolor, me recordaba el tajo que me había hecho, así que me dediqué
a mirar el rostro de Carlisle con gran atención para distraerme de lo que
hacían sus manos. Su cabello destellaba como el oro bajo la potente luz cuando
se inclinó sobre mi brazo. Sentía ligeros pinchazos de malestar en la boca del
estómago, pero estaba decidida a no dejarme dominar por mis remilgos
habituales. Ahora no me dolía, sólo tenía una suave sensación de tirantez que
procuré ignorar. No había motivo para sentirme enferma como si fuera un bebé.
Si ella
no hubiera estado ante mis ojos, no habría sido consciente de cuándo Alice se
rindió y se escabulló de la habitación. Esbozó una sonrisa de disculpa y salió
por la puerta de la cocina.
—Bien,
ya no queda nadie —suspiré—. Está claro que soy capaz de desalojar una
habitación.
—No es
culpa tuya —me consoló Carlisle sonriendo entre dientes—. Podría pasarle a
cualquiera.
—Podría
—repetí—, pero casualmente sólo me pasa a mí.
Él
volvió a reírse.
Su
calma y su aspecto relajado extrañaban aún más si cabe en comparación directa
con la reacción de los demás. No logré descubrir ni una pizca de ansiedad en su
rostro. Trabajaba con movimientos rápidos y seguros. El único sonido aparte de
nuestras respiraciones era el tenue tic, tic de las esquirlas de cristal
al caer una tras otra sobre la mesa.
—¿Cómo
puedes hacer esto? —le pregunté—. Incluso Alice y Esme... —mi voz se extinguió
y sacudí la cabeza maravillada.
Aunque
todos los demás habían abandonado la dieta tradicional de los vampiros de modo
tan radical como Carlisle, él era el único capaz de soportar el olor de mi
sangre sin sufrir una fuerte tentación. Sin embargo, esto sin duda era algo
mucho más difícil de lo que él lo hacía parecer.
—Son
años y años de práctica —me explicó—, ya casi no noto el olor.
—¿Crees
que te resultaría más difícil si abandonaras el hospital durante un periodo
largo de tiempo y no tuvieras alrededor tanta sangre?
—Quizás
—se encogió de hombros, pero su pulso permaneció firme—. Aunque... nunca he
sentido la necesidad de tomarme unas largas vacaciones —me dirigió una
brillante sonrisa—. Me gusta demasiado mi trabajo.
Tic,
tic, tic. Me
sorprendía la cantidad de cristales que parecía haber en mi brazo. Tuve la
tentación de echar una ojeada al creciente montón para ver lo grande que era,
pero sabía que no sería una buena idea y que no me ayudaría en mi propósito de
no vomitar.
—¿Y qué
es lo que te gusta de tu trabajo? —le pregunté en voz alta. No comprendía la
razón que le había impulsado a soportar todos esos años de lucha y de negación
de su propia naturaleza hasta sobrellevarlo con tanta facilidad. Además, quería
que siguiera hablando, ya que no prestaría atención a las náuseas mientras
tuviera la mente ocupada en la conversación.
Sus
ojos oscuros se mostraban tranquilos y pensativos cuando me contestó:
—Mmm.
Disfruto especialmente cuando mis habilidades... especiales me permiten salvar
a alguien que de otro modo hubiera muerto. Es magnífico saber que las vidas de
algunas personas son mejores gracias a mi existencia, a mis capacidades. En
ocasiones, me resulta útil como instrumento de diagnóstico incluso el sentido
del olfato.
Un lado
de su boca se elevó en una media sonrisa.
Reflexioné
sobre ello mientras él examinaba la herida con atención a fin de asegurarse de
que hubieran desaparecido todas las esquirlas de cristal. Entonces, empezó a
hurgar en su maletín en busca de otros utensilios y yo me esforcé por no
imaginar la aguja y el hilo.
—Intentas
compensar a los demás con toda tu alma por algo que, al fin y al cabo, no es
culpa tuya —sugerí, mientras comenzaba a sentir una nueva clase de pinchazos en
los bordes de la herida—. Lo que quiero decir es que tú no pediste esto. No
escogiste esta clase de vida y, aun así, has de luchar mucho para superarte a
ti mismo.
—No
creo que intente compensar a nadie —me contradijo con dulzura—. Como todo el
mundo, sólo he tenido que decidir qué hacer con lo que me ha tocado en la vida.
—Haces
que suene demasiado fácil.
Examinó
de nuevo mi brazo.
—Muy
bien —dijo mientras cortaba el hilo—. Terminado.
Sacó un
gran bastoncillo de algodón y lo empapó en un líquido parecido al jarabe que
luego me extendió por toda la zona herida. El olor era extraño e hizo que me
diera vueltas la cabeza. El jarabe me manchó el brazo.
—Sin
embargo, al principio —insistí mientras él colocaba una larga pieza de gasa
para proteger la herida y la pegaba a la piel—, ¿cómo se te ocurrió probar un
camino diferente al habitual?
Una
sonrisa enigmática curvó sus labios.
—¿No te
ha contado la historia Edward?
—Sí,
pero pretendo comprender cómo se te ocurrió...
Su
rostro se volvió súbitamente serio y me pregunté si sus pensamientos habían
seguido el mismo camino que los míos, si se preguntaba cuál sería mi postura
cuando —me negaba a formular la frase como si fuera una condicional— me tocara
a mí.
—Ya
sabes que mi padre era clérigo —musitó mientras limpiaba la mesa con cuidado;
lo hacía a conciencia, frotaba una y otra vez hasta eliminar todos los restos
con una gasa mojada. El olor del alcohol me quemaba la nariz—, y tenía una
visión bastante estricta del mundo, que yo había empezado a cuestionar ya antes
de mi transformación —Carlisle depositó todas las gasas sucias y las esquirlas
de cristal en el interior de un bote vacío. No entendí lo que estaba haciendo
ni cuando encendió la cerilla. Entonces, la arrojó a las fibras empapadas en
alcohol y la repentina llamarada me sobresaltó—. Lo siento —se disculpó—. He de
hacerlo... Así que ya entonces discrepaba con su forma de entender la fe, pero
en cualquier caso nunca, en los casi cuatrocientos años transcurridos desde mi
nacimiento, he visto nada que me haya hecho dudar de la existencia de Dios. Ni
siquiera el reflejo en el espejo.
Fingí
examinar el vendaje del brazo para ocultar la sorpresa por el rumbo que había
tomado nuestra conversación. En esas circunstancias, el último tema de
conversación que se me hubiera ocurrido mantener con él era la religión. Yo
misma carecía de fe. Charlie se consideraba luterano, pero eso era porque sus
padres lo habían sido; el único tipo de servicio religioso al que asistía los domingos
era con una caña de pescar en las manos. Renée probaba con unas iglesias y
otras, igual que hacía con sus súbitas aficiones al tenis, la alfarería, el
yoga y las clases de francés, y para cuando yo me daba cuenta de su nuevo hobby,
ya había comenzado con otro.
—Estoy
seguro de que esto suena un poco extraño, procediendo de un vampiro —sonrió al
percatarse de que siempre me sorprendía cuando él mencionaba la palabra con
tanta naturalidad—, pero albergo la esperanza de que esta vida tenga algún
sentido, incluso para nosotros. Es una posibilidad remota, lo admito —continuó
con voz brusca—. Según dicen, estamos malditos de todas formas, pero espero,
quizás estúpidamente, que alcancemos un cierto mérito por intentarlo.
—No
creo que sea una estupidez —murmuré. No me podía imaginar a nadie, incluido
cualquier tipo de deidad, que no se sintiera impresionado por
Carlisle. Además, la única clase de cielo que yo podía tener en cuenta debía
ser uno que incluyera a Edward—. Y tampoco creo que nadie lo vea así.
—Pues,
tú eres la única que está de acuerdo conmigo.
—¿Los
demás no lo ven igual? —pregunté sorprendida; en realidad, sólo pensaba en una
persona.
Carlisle
nuevamente adivinó la dirección de mis pensamientos.
—Edward
sólo comparte mi opinión hasta cierto punto. Para él, Dios y el cielo
existen... al igual que el infierno. Pero no cree que haya vida tras la muerte
para nosotros —Carlisle hablaba en voz muy baja. Su mirada se perdía a través
de la ventana en el vacío, en la oscuridad—. Ya ves, él cree que hemos perdido
el alma.
Pensé
inmediatamente en las palabras de Edward esa misma tarde: ...a menos que desees morir, o lo que sea que nosotros
hagamos. Una pequeña bombilla se encendió
en mi mente.
—Ése es
el problema, ¿no? —intenté adivinar—. Por eso resulta tan difícil persuadirle
en lo que a mí respecta.
Carlisle
respondió pausadamente.
—Miro a
mi... hijo, veo la fuerza, la bondad, la luz que emana, y eso todavía da más
fuerzas a mi esperanza, a mi fe, más que nunca. ¿Cómo podría ser de otra manera
con una persona como Edward?
Asentí
con la misma confianza.
—Pero
si yo creyera lo mismo que él... —me miró con sus ojos insondables—. Si tú
creyeras lo mismo que él, ¿le quitarías su alma?
La
forma en que enunció la pregunta desbarató mi respuesta. Si él me hubiera preguntado
si arriesgaría mi alma por Edward, la respuesta sería obvia. Pero ¿habría
arriesgado su alma? Fruncí los labios con tristeza. Esto no era cualquier cosa.
—Supongo
que ves el problema.
Negué
con la cabeza, consciente de la posición terca de mi barbilla.
Carlisle
suspiró.
—Es mi
elección —insistí.
—También
es la suya —levantó la mano cuando vio que me disponía a discutir—, desde el
momento en que él es el responsable de hacerlo.
—No es
el único capaz de hacerlo —fijé una mirada especulativa en él, que se echó a
reír, aligerando repentinamente su humor.
—¡Oh,
no, me parece que has de solucionarlo con él! —entonces suspiró—. Ésta es la
parte de la que nunca puedo estar seguro. En muchos otros sentidos, creo que he
hecho lo mejor que he podido con lo que me ha tocado. Pero ¿es correcto
maldecir a otros con esta clase de vida? No podría tomar esa decisión.
No pude
contestar. Imaginé lo que podría haber sido mi vida si Carlisle hubiera
resistido la tentación de cambiar su vida solitaria... y me estremecí.
—Fue la
madre de Edward la que me decidió —la voz de Carlisle era casi un susurro. Su
mirada ausente se perdió más allá de las ventanas oscuras.
—¿Su
madre? —siempre que le había preguntado a Edward por sus padres, él sólo me
había dicho que habían muerto hacía mucho, y que conservaba recuerdos vagos de
ellos. Comprendí que los recuerdos de Carlisle, a pesar de lo breve de su
contacto con ellos, eran perfectamente claros.
—Sí. Su
nombre era Elizabeth. Elizabeth Masen. Su padre, que también se llamaba Edward,
no llegó a recobrar el conocimiento en el hospital. Murió en la primera oleada
de gripe.
Pero
Elizabeth estuvo consciente casi hasta el final. Edward se le parece mucho,
tenía el mismo extraño tono broncíneo de pelo y sus ojos eran del mismo color
verde.
—¿Edward
también tenía los ojos verdes? —murmuré mientras intentaba imaginarlo.
—Sí...
—los ojos de color ocre de Carlisle habían retrocedido cien años en el tiempo—.
Elizabeth se preocupaba de forma obsesiva por su hijo. Perdió sus propias
oportunidades de sobrevivir por cuidarle en su lecho de muerte. Yo esperaba que
él muriera primero, ya que estaba mucho peor que ella. Cuando le llegó su
final, fue muy rápido. Ocurrió justo después del crepúsculo, cuando yo llegaba
para relevar a los doctores que habían estado trabajando todo el día. Eran
tiempos muy duros como para andar disimulando, había mucho trabajo por hacer y
yo no necesitaba descansar. ¡Cuánto odiaba regresar a casa para esconderme
cuando había tanta gente muriendo!
»En
primer lugar me fui a comprobar el estado de Elizabeth y su hijo, con quienes
me sentía emocionalmente ligado, algo siempre peligroso para nosotros si se
tiene en cuenta la fragilidad de la naturaleza humana. Me di cuenta a primera
vista de que ella tenía muy mal aspecto. La fiebre campaba a sus anchas y su
cuerpo estaba demasiado débil para seguir luchando.
»Sin
embargo, no parecía tan débil cuando me clavó los ojos desde la cama.
»—¡Sálvelo!
—me ordenó con voz ronca, la única que su garganta podía emitir ya.
»—Haré
cuanto me sea posible —le prometí al tiempo que le tomaba la mano. Tenía tanta
fiebre que ella probablemente no sintió la gelidez antinatural de la mía. Su
piel ardía, por lo que todo debía de parecerle frío al tacto.
»—Ha de
hacerlo —insistió mientras me aferraba con tanta fuerza que me pregunté si,
después de todo, conseguiría sobrevivir a la crisis. Sus ojos eran duros como
piedras, como esmeraldas—. Debe hacer cuanto esté en su mano. Incluso lo que
los demás no pueden, eso es lo que debe hacer por mi Edward.
»Esas
palabras me amedrentaron. Me miraba con aquellos ojos penetrantes y por un
momento estuve seguro de que ella conocía mi secreto. Entonces, la fiebre la
venció y nunca recobró el conocimiento. Murió una hora después de haberme hecho
esa petición.
«Había
sopesado durante décadas la posibilidad de crear un compañero, alguien que
pudiera conocerme de verdad, más allá de lo que fingía ser, pero no podía
justificarme a mí mismo el hacer a otros lo que me habían hecho a mí.
»Era
obvio que al agonizante Edward le quedaban unas pocas horas de vida, y junto a
él yacía su madre, cuyo rostro no conocía la paz ni siquiera en la muerte, al
menos no del todo...
Carlisle
rememoró la escena completa; conservaba muy nítidos los recuerdos a pesar del
siglo transcurrido. Yo lo veía con idéntica claridad a medida que él hablaba:
la atmósfera desesperada del hospital, la omnipresencia de la muerte, la fiebre
que consumía a Edward mientras se le escapaba la vida con cada tictac del
reloj... Volví a estremecerme y me esforcé en desechar la imagen de mi mente.
—Las
palabras de Elizabeth aún resonaban en mi cabeza. ¿Cómo podía adivinar lo que
yo podía hacer? ¿Querría alguien realmente una cosa así para su hijo?
»Miré a
Edward, que conservaba la hermosura a pesar de la gravedad de su enfermedad.
Había algo puro y bondadoso en su rostro. Era la clase de rostro que me hubiera
gustado que tuviera mi hijo...
«Después
de todos aquellos años de indecisión, actué por puro impulso. Llevé primero el
cuerpo de la madre a la morgue; luego, volví a recogerle a él. Nadie se dio
cuenta de que aún respiraba. No había manos ni ojos suficientes para estar ni
la mitad de pendientes de lo que necesitaban los pacientes. La morgue estaba
vacía, de vivos, al menos. Le saqué por la puerta trasera y le llevé por los
tejados hasta mi casa.
»No
estaba seguro de qué debía hacer. Opté por imitar las mismas heridas que yo
había recibido hacía ya tantos siglos en Londres. Después, me sentí mal por
eso. Resultó más doloroso y prolongado de lo necesario.
»A
pesar de todo, no me sentí culpable. Nunca me he arrepentido de haber salvado a
Edward —volvió al presente. Sacudió la cabeza y me sonrió—. Supongo que ahora
debo llevarte a casa.
—Yo lo
haré —intervino Edward, que entró en el salón en penumbra y se acercó despacio
hacia mí. Su rostro estaba en calma, impasible, pero había algo raro en sus
ojos, algo que intentaba esconder con todo su empeño. Sentí un incómodo espasmo
en el estómago.
—Carlisle
me puede llevar —contesté. Me miré la blusa; la tela de algodón azul claro
estaba moteada con manchas de sangre. El hombro derecho lo tenía cubierto con
una capa espesa de una especie de glaseado rosa.
—Estoy
bien —repuso con voz inexpresiva—. En cualquier caso, debes cambiarte de ropa
si no quieres que a Charlie le dé un ataque al verte con esas pintas. Le diré a
Alice que te preste algo.
Salió a
grandes zancadas otra vez por la puerta de la cocina.
Miré a
Carlisle con ansiedad.
—Está
muy disgustado.
—Sí
—coincidió Carlisle—. Esta noche ha ocurrido precisamente lo que más teme, que
te veas en peligro debido a lo que somos.
—No es
culpa suya.
—Tampoco
tuya.
Desvié
la mirada de sus ojos sabios y hermosos. No podía estar de acuerdo con eso.
Carlisle
me ofreció la mano para ayudarme a levantar de la mesa. Le seguí hacia la
habitación principal. Esme había regresado y se había puesto a limpiar con
lejía la parte del suelo donde yo me había caído para eliminar el olor.
—Esme,
déjame que lo haga —pude sentir que enrojecía otra vez.
—Ya
casi he terminado —me sonrió—. ¿Qué tal estás?
—Estoy
bien —le aseguré—. Carlisle cose mucho más deprisa que cualquier otro doctor de
los que conozco.
Ambas
reímos entre dientes.
Alice y
Edward entraron por la puerta trasera. Alice se apresuró a acudir a mi lado,
pero Edward se rezagó, con una expresión indescifrable.
—Venga,
vamos —me dijo—. Te daré algo menos macabro para que te lo pongas.
Encontró
una blusa de Esme de un color muy parecido a la mía. Estaba segura de que
Charlie no se daría cuenta. El largo vendaje blanco del brazo no parecía ni la
mitad de serio una vez que dejé de estar salpicada de sangre. Charlie ya nunca
se sorprendía de verme vendada.
—Alice
—susurré cuando ella se dirigió hacia la puerta.
—¿Sí?
Ella
mantuvo el tono de voz bajo también y me miró con curiosidad, con la cabeza
inclinada hacia un lado.
—¿Hasta
qué punto ha sido malo?
No
podía estar segura de que mis susurros fueran un esfuerzo baldío, ya que aunque
estábamos en la parte de arriba de las escaleras, con la puerta cerrada, a lo
mejor él podía oírlo igualmente.
Su
rostro se tensó.
—Aún no
estoy segura.
—¿Cómo
está Jasper?
Ella
suspiró.
—No se
siente muy orgulloso de sí mismo. Todo esto supone un gran reto para él, y odia
sentirse débil.
—No es
culpa suya. Dile que no estoy enfadada con él, en absoluto, ¿se lo dirás?
—Claro.
Edward
me esperaba en la puerta principal. La abrió —sin despegar los labios— en
cuanto llegué al pie de la escalera.
—¡No te
dejes olvidados los regalos! —gritó Alice mientras me acercaba a él con
cautela. Ella recogió los dos paquetes, uno a medio abrir, y la cámara de
debajo del piano, y los empujó todos contra mi brazo bueno—. Ya me darás las
gracias luego, cuando los abras.
Esme y
Carlisle se despidieron con un tranquilo «buenas noches». Advertí las miradas
furtivas que dirigían a la expresión impasible de su hijo, igual que las mías.
Fue un
alivio salir afuera. Me apresuré a dejar atrás los farolillos y las rosas,
ahora recuerdos incómodos. Edward se adaptó a mi ritmo sin decir ni una
palabra. Me abrió la puerta del copiloto y subí sin quejarme.
Había
un gran lazo rojo en torno al nuevo aparato estéreo del salpicadero. Quité el
lazo y lo arrojé al suelo. Edward se sentó al volante mientras lo escondía
debajo de mi asiento.
No me
miró ni a mí ni al estéreo. Ninguno de los dos lo encendimos, y el silencio se
vio intensificado por el repentino estruendo del motor. Condujo con demasiada
rapidez por el sinuoso camino.
El
silencio me estaba volviendo loca.
—Di
algo —supliqué al fin, cuando enfilaba hacia la carretera.
—¿Qué
quieres que diga? —preguntó con indiferencia.
Me
acobardé ante su tono distante.
—Dime
que me perdonas.
Esto
hizo que su rostro se agitara con una chispa de vida, una chispa de ira.
—¿Perdonarte?
¿Por qué?
—Nada
de esto hubiera ocurrido si hubiera tenido más cuidado.
—Bella,
te has cortado con un papel. No es como para merecer la pena de muerte.
—Sigue
siendo culpa mía.
Mis
palabras demolieron la barrera que contenía sus emociones.
—¿Culpa
tuya? ¿Qué hubiera sido lo peor que te hubiera podido pasar de haberte cortado
en la casa de Mike Newton, con tus amigas humanas, Angela y Jessica? Si
hubieras tropezado y te hubieras caído sobre una pila de platos de cristal sin
que nadie te hubiera empujado, ¿qué es lo peor que te hubiera podido pasar?
¿Manchar de sangre los asientos del coche mientras te llevaban a urgencias?
Mike Newton te hubiera tomado la mano mientras te cosían sin tener que combatir
contra el ansia de matarte todo el tiempo que hubieras permanecido allí. No
intentes culparte por nada de esto, Bella. Sólo conseguirás que todavía me
sienta más disgustado.
—¿Cómo
es que ha entrado Mike Newton en esta conversación? —inquirí.
—Mike
Newton ha aparecido en esta conversación porque, maldita sea, él te hubiera
convenido mucho más que yo —gruñó.
—Preferiría
morir antes que terminar con Mike Newton —protesté—. Preferiría morir antes que
estar con otro que no fueras tú.
—No te
pongas melodramática, por favor.
—Vale;
entonces, no seas ridículo.
No me
contestó. Miró a través del cristal delantero con una expresión furibunda.
Me
estrujé las meninges en busca de alguna forma de salvar la noche, pero todavía
no se me había ocurrido nada cuando aparcamos delante de mi casa.
Apagó
el motor, sin apartar las manos que apretaban de forma crispada el volante.
—¿Te
quedarás esta noche? —le pregunté.
—Debería
irme a casa.
Lo
último que quería era que se marchara para seguir regodeándose en el
remordimiento.
—Sólo
por mi cumpleaños —le presioné.
—No
puedes tener las dos cosas, o quieres que la gente ignore tu cumpleaños o no lo
quieres. Una cosa u otra.
Su voz
sonaba severa, pero no tan seria como antes. Para mis adentros, suspiré con
alivio.
—De
acuerdo. Acabo de decidir que no quiero que ignores mi cumpleaños. Te veré
arriba.
Me
volví un momento para recoger mis paquetes. El frunció el ceño.
—No
estás obligada a llevártelos.
—Quiero
hacerlo —le respondí a bote pronto; luego, me pregunté si no estaría usando
conmigo la táctica de llevarme la contraria para que hiciera lo que él quería.
—No, no
estás obligada. Carlisle y Esme sólo han gastado dinero.
—Los
acepto —coloqué los paquetes de cualquier modo debajo del brazo bueno y cerré
la puerta de un portazo al salir. Él se bajó del coche y estuvo a mi lado en
menos de un segundo.
—En tal
caso, déjame que te los lleve —dijo mientras me los quitaba—. Estaré en tu
habitación.
Yo sonreí.
—Gracias.
—Feliz
cumpleaños —suspiró y se inclinó para rozar mis labios con los suyos.
Me puse
de puntillas para prolongar el beso, pero él se retiró, sonrió con esa sonrisa
traviesa que tanto me gustaba y desapareció en la oscuridad.
El
juego no se había acabado. Tan pronto como traspasé la puerta principal, sonó
el timbre que anunciaba mi llegada por encima del parloteo del gentío en la
televisión.
—¿Bella?
—me llamó Charlie.
—Hola,
papá —contesté al doblar la esquina que daba al salón. Acerqué el brazo al
costado. La ligera presión me quemaba y arrugué la nariz. Al parecer, se estaba
yendo el efecto de la anestesia.
—¿Cómo
te lo has pasado? —Charlie estaba tumbado con los pies descalzos apoyados en el
brazo del sofá. Tenía aplastado contra la cabeza lo que le quedaba de su
cabello marrón rizado.
—Alice
se pasó. Pastel, flores, velas, regalos... Vamos, el lote completo.
—¿Qué
te han regalado?
—Un
estéreo para el coche —y varias cosas que aún no había visto.
—Guau.
—Vaya
—asentí—. En fin, menuda nochecita.
—Te
veré por la mañana.
Me
despedí con la mano.
—Hasta
mañana.
—¿Qué
le ha pasado a tu brazo?
Enrojecí
y maldije en mi fuero interno.
—Resbalé,
pero no ha sido nada.
—Ay,
Bella —suspiró él al tiempo que sacudía la cabeza.
—Buenas
noches, papá.
Me apresuré
hacia el baño, donde guardaba mi pijama para noches como éstas. Me puse el top
y los pantalones de algodón a juego que tenía allí para reemplazar la sudadera
llena de agujeros que solía usar para irme a la cama. Hacía gestos de dolor con
cada movimiento que me tiraba de los puntos. Me lavé la cara con una mano, los
dientes, y me precipité a mi habitación.
Estaba
sentado en el centro de mi cama sin dejar de juguetear ociosamente con una de
las cajas plateadas.
—Hola
—dijo con voz apenada; parecía regodearse en la tristeza.
Me fui
a la cama, le quité los regalos de las manos y me senté en su regazo.
—Hola
—me acurruqué contra su pecho pétreo—. ¿Puedo abrir mis regalos ahora?
—¿A qué
viene tanto entusiasmo repentino? —me preguntó.
—Has
despertado mi curiosidad.
Tomé en
primer lugar el paquete plano y alargado; suponía que era el regalo de Carlisle
y Esme.
—Déjame
—sugirió él. Me lo quitó de las manos, rompió el papel con un movimiento fluido
y me devolvió una caja blanca rectangular.
—¿Estás
seguro de que podré apañarme para abrir la tapa? —murmuré, pero me ignoró.
Dentro
de la caja había una larga pieza de papel grueso con una agobiante cantidad de
letra impresa de gran calidad. Me llevó un minuto comprender lo fundamental de
la información.
—¿Vamos
a ir a Jacksonville? —me emocioné a mi pesar. Era un vale para billetes de
avión, para ambos.
—Esa es
la idea.
—No
puedo creerlo. ¡Renée se va poner loca de contento! ¿Seguro que no te importa?
Es un lugar soleado y tendrás que estar dentro todo el día.
—Creo que
me las apañaré —contestó, pero luego frunció el ceño—. Te habría obligado a
abrirlo delante de Carlisle y Esme de haberme imaginado que corresponderías con
tanto entusiasmo a un regalo como éste. Pensé que protestarías.
—Bueno,
es cierto que es excesivo. Pero ¡lo aceptaría sólo por llevarte conmigo!
Se rió
entre dientes.
—Ahora
desearía haberme gastado dinero en tu regalo. No me había dado cuenta de que
pudieras ser tan razonable.
Dejé
los billetes a un lado y tomé su regalo, ya que mi curiosidad se había
reavivado. Me lo quitó de las manos y lo desenvolvió como el primero.
Me
devolvió un estuche de regalo para CD con un disco virgen plateado en el
interior.
—¿Qué
es? —pregunté, perpleja.
No dijo
nada. Tomó el CD y se alzó sobre mí para ponerlo en el reproductor que había en
la mesilla de noche. Pulsó el botón de play y esperamos en silencio.
Entonces, empezó a sonar la música.
Escuché
con los ojos como platos y sin poder articular palabra. Supe que él esperaba mi
reacción, pero fui incapaz de hablar. Se me llenaron los ojos de lágrimas y
alcé la mano para limpiármelas antes de que empezaran a derramarse.
—¿Te
duele el brazo? —me preguntó con ansiedad.
—No, no
es mi brazo. Es precioso, Edward. No me podías haber regalado nada que me
gustara más. No puedo creerlo.
Me
callé, porque quería seguir escuchando la música. Su música. La había compuesto
él. La primera pista del CD era mi nana.
—Supuse
que no me dejarías traer aquí un piano para interpretarla —me explicó.
—Tienes
razón.
—¿Te
duele el brazo?
—Está
bastante bien —en realidad, comenzaba a arderme debajo del vendaje. Quería
ponerme hielo. Me hubiera gustado colocarlo encima de su fría mano, pero eso me
hubiera delatado.
—Te
traeré un Tylenol.
—No
necesito nada —protesté, pero me desligó de su regazo y se dirigió a la puerta.
—Charlie
—susurré; él no estaba informado «exactamente» de que Edward se quedaba a
menudo. De hecho, le hubiera dado un infarto de haberlo sabido, pero no me
sentía demasiado culpable por engañarle. No era como si estuviera haciendo algo
que él no quisiera que hiciese. Edward tenía sus reglas...
—No me
verá —prometió Edward mientras desaparecía silenciosamente por la puerta.
Volvió a tiempo de sujetarla antes de que el borde llegara a
tocar el marco. Traía una caja de pastillas en una mano y un vaso de agua en la
otra.
Tomé
las pastillas que me dio sin protestar, ya que sabía que perdería en la
discusión. Además, el brazo me molestaba de veras.
Mi nana
continuaba sonando de fondo, dulce y encantadora.
—Es
tarde —señaló Edward. Me alzó por encima de la cama con un brazo y con el otro
abrió la cama. Me acostó con la cabeza en la almohada y me arropó bien con el
edredón. Se acostó a mi lado, pero encima de la ropa de cama de modo que no me
quedara congelada y me pasó el brazo por encima.
Apoyé
la cabeza en su hombro y suspiré, feliz.
—Gracias
otra vez —susurré.
—No hay
de qué.
Nos
quedamos sin movernos ni hablar durante un buen rato, hasta que la nana llegó a
su fin y comenzó otra canción. Reconocí la favorita de Esme.
—¿En
qué estás pensando? —le pregunté con un murmullo.
Dudó un
segundo antes de contestarme.
—Estaba
pensando en el bien y el mal.
Un
escalofrío me recorrió la columna.
—¿Te
acuerdas de cuando decidí que no quería que ignoraras mi cumpleaños? —le
pregunté enseguida con la esperanza de que mi intento de distraerle no
pareciera demasiado evidente.
—Sí
—admitió con cautela.
—Bien,
estaba pensando... que ya que todavía es mi cumpleaños, quería que me besaras
otra vez.
—Pues
sí que estás antojadiza esta noche.
—Pues
sí, pero claro, no tienes que hacer nada que no quieras —añadí, picada.
Rió y
después suspiró.
—Que el
cielo me impida hacer aquello que no quiera —repuso con una extraña
desesperación en la voz mientras ponía el dedo bajo mi barbilla y alzaba mi
rostro hacia el suyo.
El beso
empezó del modo habitual, Edward procuraba tener el mismo cuidado de siempre y
mi corazón reaccionaba de forma tan desaforada como de costumbre. Entonces,
algo pareció cambiar. De pronto, sus labios se volvieron más insistentes y su
mano libre se enredó en mi pelo aferrando mi cabeza firmemente contra la suya.
Agarré su pelo con mis manos; estaba cruzando los límites impuestos por su
cautela, sin duda, pero esta vez no me detuvo. Sentí su frío cuerpo a través de
la fina colcha, y me apreté con deseo contra él.
Cuando
se apartó, lo hizo con brusquedad; me empujó hacia atrás con manos amables,
pero firmes.
Me
desplomé en la almohada jadeando, con la cabeza dándome vueltas. Algo intentaba
asomar en los límites de mi memoria, pero se me escapaba...
—Lo
siento —dijo él, también sin aliento—. Esto es pasarse de la raya.
—A mí
no me importa en absoluto —resollé.
Frunció
el ceño en la oscuridad.
—Intenta
dormir, Bella.
—No,
quiero que me beses otra vez.
—Sobrestimas
mi autocontrol.
—¿Qué
te tienta más, mi sangre o mi cuerpo? —le desafié.
—Hay un
empate —sonrió ampliamente a pesar de sí mismo y pronto se puso serio otra
vez—. Y ahora, ¿por qué no dejas de tentar a la suerte y te duermes?
—Vale
—asentí mientras me acurrucaba junto a él. Me sentía realmente exhausta. Había
sido un día muy largo y tampoco en ese momento me notaba aliviada. Más bien me
parecía como si estuviera a punto de suceder algo aún peor. Era una premonición
tonta, ya que, ¿qué podía ser peor? No había nada que pudiera estar al nivel
del susto de aquella tarde, sin duda.
Intentando
actuar con astucia, apreté mi brazo herido contra su hombro, de modo que su
piel fría me consolara del ardor de la herida. Pronto me sentí mucho mejor.
Estaba
medio dormida, más bien casi del todo, cuando me di cuenta de qué era lo que me
había recordado su beso: la pasada primavera, cuando tuvo que dejarme para
intentar apartar a James de mi pista, Edward me había besado como despedida,
sin saber cuándo o si nos veríamos de nuevo. Este beso había tenido el mismo
sabor doloroso por alguna razón que no acertaba a imaginar. Me sumí en una
inconsciencia inquieta, como si ya tuviera una pesadilla.
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