viernes, 4 de febrero de 2005

Capitulo 19


Bianca! —gritaron al unísono mi padre y Lucas.
Ambos trataban de advertirme sobre el otro y me sentí como si estuviera
dividida en dos. Los demás también empezaron a gritar; sus palabras se
solapaban y el zumbido de mi cerebro mezclado con el pánico me impidió
distinguir sus voces individualmente.
—¡Suéltala!
—¡Largo de aquí!
—Atrás o moriréis. No lo repito.
—Si le haces daño...
—Bianca. ¡Bianca! —gritó mi madre.
Me concentré exclusivamente en ella. Estaba en la entrada,
tendiéndome la mano. La luz de la mañana irisaba su cabello acaramelado
haciendo que pareciera rodeada por un halo.
—Ven aquí, vida mía. —Abrió tanto la mano que se le tensaron todos los
músculos y tendones, tanto que tenía que dolerle—. Ven.
—Ella no va a ninguna parte. —Kate dio un paso al frente y se interpuso
entre nosotras, con las manos en jarras. Había dejado uno de sus dedos
sobre la empuñadura del cuchillo que llevaba en el cinturón—. Se acabó lo
de seguir engañando a esta niña. De hecho, se acabó todo, punto.
—Tenéis diez segundos —les advirtió mi padre con voz ronca.
—¿Diez segundos para qué? ¿Para que tomes la casa por asalto y
acabes con todos nosotros? —Kate extendió los brazos en un gesto que
abarcaba toda la sala, incluyendo la silueta desdibujada de la cruz en la
pared—. Eres más débil en la casa de Dios. Lo sabes tan bien como yo, así
que adelante, entra, pónnoslo fácil.
A mi alrededor, todos los miembros de la Cruz Negra iban armados.
Eduardo empuñaba un cuchillo enorme y Dana blandía un hacha como si
estuviera acostumbrada a usarla. Incluso el pequeño señor Watanabe
sostenía una estaca. ¿Cómo era posible que unas personas tan agradables
pudieran transformarse en un instante en los asesinos de mis seres
queridos? Vi el perfil de Balthazar en la puerta, detrás de mis padres. Él
había aceptado mi rechazo con resignación, había seguido siendo mi
amigo e incluso había arriesgado su vida para protegerme. Se merecía
algo mejor que aquello. Igual que Lucas. A pesar de lo claro que lo veía,
parecía invisible para los demás.
—No entraremos nosotros. —Torció el gesto en una extraña sonrisa; la
nariz rota cambiaba su aspecto—. Seréis vosotros los que saldréis.
—Cuidado.
Lucas me puso una mano en el brazo, aunque no se había dirigido a mí.
¿Qué habría visto?
Acto seguido, Balthazar se descolgó un arco del hombro con
movimientos precisos y apuntó con él, dándole el tiempo justo a mi madre
para encender la punta de la saeta con un mechero plateado antes de que
la flecha incendiaria saliera disparada y cruzara la habitación, una centella
de luz y calor, para alcanzar la pared, que se prendió de inmediato.
Fuego. Una de las pocas cosas que podía acabar con nosotros, una de
las pocas cosas que todos temíamos. Sin embargo, Balthazar siguió
disparando una flecha tras otra al interior de la iglesia, sin apuntar
directamente ni a nadie ni a nada en concreto, con la única intención de
prenderle fuego al lugar, mientras los miembros de la Cruz Negra se
agachaban e intentaban esquivarlas. Mi madre no se movió de su lado,
creando la salva de fuego con su encendedor sin vacilar un solo instante.
Uno de los proyectiles hizo añicos la lámpara de lo alto y envió esquirlas
de cristal en todas direcciones; la punta ardiendo se hundió
profundamente en el techo. A nuestro alrededor, la vieja y seca madera
del centro cívico prendió de inmediato y el fuego empezó a extenderse. El
humo, denso y oscuro, había comenzado a oscurecerlo todo.
—¡Corred! —gritó Kate, volviéndose hacia las amplias puertas
delanteras, que el señor Watanabe ya estaba abriendo.
Sin embargo, alguien más los esperaba cuando acabaron de abrirlas: la
señora Bethany, el profesor Iwerebon, el señor Yee y unos cuantos
profesores más formaban una hilera sombría e imponente. Ninguno de
ellos iba armado, aunque tampoco necesitaban de sus armas para que la
amenaza fuera evidente.
—¡Esperad! —Dana se desprendió del hacha y cogió lo que parecía ser
una enorme pistola de agua—. ¡Vamos a darles una buena ducha a esos
cabrones!
—¿Agua bendita? —oí decir a la señora Bethany por encima del rugido
de las llamas. No pude verla con claridad, sobre todo porque me escocían
los ojos con tanto humo, pero imaginé sin esfuerzo el gesto irónico que
debía de lucir su rostro—. No vale la pena. Podríais hundirnos en las pilas
de todas las iglesias de la cristiandad y aun así no funcionaría.
—Apenas quedan curas que puedan bendecir el agua —convino
Eduardo. Por el tono de su voz parecía estar divirtiéndose y eso era algo
bastante perturbador—. La mayoría de los predicadores de la fe que sea
no son verdaderos siervos de Dios, pero los hay... Como estáis a punto de
comprobar.
Dana apretó el gatillo y envió un fuerte chorro de agua hacia los
profesores. El señor Yee y el profesor Iwerebon retrocedieron de inmediato
gritando de dolor como si los hubieran rociado con ácido.
—¡Así se hace! —aulló Kate.
Sin embargo, cuando Dana volvió a disparar, el siguiente chorro no
alcanzó su destino. El aire estaba caldeándose tanto que el agua se
evaporaba al instante.
Las vigas de madera del techo crujieron de manera alarmante. El
profesor Iwerebon seguía gritando de dolor y el señor Watanabe tosía
profusamente por culpa del humo. Las tablas del suelo estaban
empezando a calentarse. Dejé de preguntarme qué bando caería y
empecé a cuestionarme si no lo haríamos todos.
—¡Salgo! —grité—. ¡Voy a salir!
—¡No, Bianca! —La luz que desprendía el fuego bañaba el rostro de
Lucas de rojo y dorado—. ¡No puedes irte!
—Si no me voy, moriréis. Todos. No puedo permitirlo.
Nuestras miradas se encontraron. Jamás había imaginado cómo sería
tener que despedirse de Lucas, pues dicha despedida me habría parecido
imposible. No solo formaba parte de mi vida, formaba parte de mí.
Separarme de él era como cortarme una mano y tener que serrar
tendones y huesos: sangriento, desgarrador, aterrador. Sin embargo,
habría hecho cualquier cosa por Lucas y eso significaba que incluso podía
hacer aquello.
—No —murmuró Lucas. Su voz apenas era audible por encima del
rugido de las llamas. Los miembros de la Cruz Negra estaban reuniéndose
en el centro de la sala para defenderse—. Tiene que haber otro modo.
Negué con la cabeza.
—No, no lo hay. Lo sabes igual que yo. Lucas, lo siento, lo siento mucho.
Lucas dio un paso hacia mí y estuve tentada de echarme en sus brazos
y volver a abrazarlo al menos una última vez. Sin embargo, sabía que si lo
hacía no podría irme nunca. Tenía que ser fuerte, por el bien de ambos.
—Te quiero —dije, antes de dar media vuelta y salir corriendo hacia mis
padres.
La mano de mi padre se cerró sobre mi brazo al tiempo que mi madre y
él tiraban de mí hacia fuera. La puerta se cerró detrás de nosotros.
—¡Bianca! —Mi madre me abrazó con fuerza y comprendí que lloraba.
Su cuerpo se agitaba con cada sollozo—. Mi niña, mi niña, creíamos que no
volveríamos a verte.
—Lo siento. —Yo también la abracé, sin soltar la mano de mi padre, cuya
cara magullada y ojos oscuros veía por encima del hombro de mi madre.
En vez de la furia o el rencor que hubiera esperado, solo descubrí alivio en
su mirada—. Os quiero mucho a los dos.
—Cariño, ¿estás bien? —preguntó mi padre.
—Estoy bien, lo prometo. Dejadles ir, por favor. Hacedlo por mí. Dejadles
ir.
Mis padres asintieron con la cabeza y si a Balthazar no le pareció bien,
al menos no lo expresó en voz alta. Nos dirigimos hacia las puertas
delanteras del centro cívico. El humo denso que escapaba por el tejado se
alzaba en una gruesa y oscura columna ensortijada. Una transeúnte ya se
había puesto a gritarle al teléfono móvil desde el coche, aparcado en la
calle de enfrente. Los bomberos no tardarían en aparecer.
Los tres subimos a la acera todavía abrazados. Balthazar nos seguía
muy de cerca. La señora Bethany se dirigió a nosotros sin perder tiempo,
con sus largas faldas agitándose tras ella.
—¿Qué están haciendo? —preguntó—. ¡Vigilen la retaguardia! ¡No les
dejen salir!
—¡No! —grité—. No puede hacer eso. ¡No puede matarlos!
—Es lo que ellos harían con nosotros —replicó la señora Bethany con
voz áspera. Sus labios esbozaron una sonrisa forzada.
—No, déjeles irse —dijo mi madre, respirando hondo.
Mi padre la miró un segundo, pero no puso objeciones; se limitó a no
soltarme la mano.
—Ya me han oído. —La señora Bethany se acercó a nosotros y clavó sus
ojos oscuros en mí como lo haría un halcón antes de lanzarse en picado
sobre su presa—. ¿Acaso cuestionan mi autoridad? ¡Soy la directora de
Medianoche!
Fue Balthazar quien contestó, cargando el arco con toda naturalidad, de
modo que acabó apuntando directamente a la señora Bethany. No la
estaba amenazando de manera explícita, pero estaba claro que no iba a
echarse atrás. Al tiempo que la señora Bethany se erguía de un respingo,
conmocionada, Balthazar dijo, alargando las palabras:
—Ahora no hay clases.
La señora Bethany frunció el ceño, pero no dijo nada; ni siquiera hizo
intención de moverse cuando oímos la furgoneta en la parte de atrás,
señal inequívoca de que los miembros de la Cruz Negra escapaban. Cerré
los ojos con fuerza y deseé oír las sirenas de los bomberos para que
ahogaran las pisadas de Lucas alejándose de mí para siempre.
—Sus padres dicen que la secuestraron.
La señora Bethany estaba sentada detrás del escritorio de su despacho,
el de la cochera de Medianoche. Yo había tomado asiento delante de ella,
en una incómoda silla de madera. Llevaba la ropa arrugada y manchada
de hollín. Estaba helada hasta los huesos, extenuada, y tenía hambre,
tanto de algo sólido como de sangre. Los últimos rayos de luz anaranjados
se colaban a través de los cristales. No habían pasado ni veinticuatro
horas desde que mi mundo se había desmoronado y la verdad acerca de
Lucas había salido a la luz. Sin embargo, tenía la sensación de que
hubieran pasado siglos.
—Exacto —contesté, sin convicción—. Lucas me obligó a irme con él.
Sentada en su silla, la señora Bethany hacía correr el relicario de oro de
un lado a otro de la cadena una y otra vez, adelante y atrás, por lo que
tenía el débil ruidito metálico metido en los oídos. A diferencia de mí, ella
tenía un aspecto impecable, incluso el encaje de volantes del cuello seguía
almidonado, aunque olía a humo y no a lavanda.
—Es curioso que no supiera defenderse. Después de todo, es usted un
vampiro.
«¿Lo soy?». Ya ni siquiera estaba segura de eso.
—Es un miembro de la Cruz Negra —contesté—. Y tiene alguno de
nuestros poderes. Pudo con mi padre y con Balthazar a la vez. ¿Qué iba a
hacer?
—Veo que ya ha aprendido a contestar preguntas comprometidas con
otra pregunta. —La señora Bethany soltó un hondo suspiro y, por primera
vez, vi un atisbo de humor sombrío en su mirada—. Ya veo que ha dejado
de ser la pusilánime de siempre. Al menos este año ha aprendido algo.
Recordé lo que Lucas me había dicho la noche anterior: la señora
Bethany había cambiado unas normas de cientos de años de antigüedad
para admitir alumnos humanos en Medianoche. El no había conseguido
descubrir por qué y yo no sabía por dónde empezar. Mientras la miraba,
solo podía pensar en que era más vieja, más fuerte y más taimada de lo
que nunca había imaginado. Sin embargo, ya no le tenía miedo porque
sabía que incluso la señora Bethany era vulnerable.
Si había permitido la entrada de alumnos humanos en Medianoche era
porque necesitaba algo, desesperadamente, y eso significaba que tenía
una debilidad, lo que la igualaba a los demás. Consciente de ello, ahora
podía mirarla a la cara.
Me levanté de la silla sin pedir permiso para irme.
—Buenas noches, señora Bethany.
Sus ojos oscuros lanzaron un brillo peligroso, pero se limitó a
despedirme con un gesto de la mano.
—Buenas noches.
Esa noche, mis padres me mimaron como no lo habían hecho desde que
era niña: me buscaron unos calcetines que abrigaran, unas almohadas
bien mullidas y me calentaron un vaso de sangre en el microondas a
temperatura corporal. No tuve que preguntarles si de verdad creían que
Lucas me había secuestrado, habría sido un insulto para su inteligencia.
Sabía que no lo entendían; cualquier simpatía que Lucas pudiera
despertarles quedaba aniquilada por el odio que sentían hacia la Cruz
Negra. Sin embargo, aunque no compartieran mis decisiones, me
perdonaron y eso fue más que suficiente para recordarme lo mucho que
me querían. Incluso se apoltronaron en la cama, uno a cada lado, mientras
Rosemary Clooney daba vueltas en el tocadiscos de la otra habitación, y
me contaron viejas historias sobre qué aspecto tenían los campos de trigo
de Inglaterra, historias amables ajenas a peligros, historias inmutables,
bellas. Y siguieron hablando largo rato hasta que el dolor se rindió al
cansancio y al final, por fin, conseguí dormirme.
Esa noche volví a soñar con la tormenta, con el arbusto trepador que
encerraba a Medianoche en un cerco de zarzas y con las misteriosas flores
negras que florecían bajo mis manos. Incluso en el sueño era consciente
de que ya lo había visto antes. Había sido avisada de que las flores no
eran para mí incluso antes de conocer a Lucas, y aun así, a pesar de las
espinas y de la tormenta, intenté cogerlas.
—Ya vuelves a soñar despierta.
Las palabras de Raquel me devolvieron a la realidad. Estábamos en el
lindar del bosque, donde empezaban los terrenos de la escuela, bajo los
brotes de las hojas nuevas y lozanas, tan suaves que se rizaban en los
bordes. No sé cuánto tiempo llevaba inmóvil, con la mano apoyada en una
rama. Raquel era una buena amiga, sabía cuándo necesitaba espacio y me
lo prestaba, y cuándo era el momento de devolverme a la tierra.
—Lo siento. —Echamos a andar con paso relajado sin tomar ninguna
dirección en particular—. No sé en qué estaba pensando.
—Estabas pensando en Lucas. —Raquel no se dejaba embaucar así
como así—. Ya han pasado casi seis semanas, Bianca. Tienes que olvidarlo
y lo sabes.
Raquel solo sabía lo que los alumnos como ella sabían: que Lucas había
incumplido un montón de normas y que se había fugado después de
agredir a mi padre en su huida. Tal vez aquello encajara a la perfección en
su amargada visión del mundo donde los secretos solo encubrían
violencia. Me había advertido acerca de Lucas muchas veces. ¿Por qué no
iba a creer que se hubiera fugado? Sin embargo, jamás le oí nada que ni
siquiera se le pareciera a un «te lo dije». Raquel era demasiado buena
para eso.
Vic no se lo tomó tan bien. Lucas era su mejor amigo en Medianoche y
ahora había un vacío en la vida de Vic que no estaba en mis manos poder
llenar. Le había intentado convencer como había podido de que Lucas era
una buena persona y que tenía sus motivos para irse, sin desvelarle
ningún secreto que hubiera podido ponerlo en peligro. Pensaba que Vic me
había creído, pero ya no sonreía tanto como antes, y no me habrían venido
nada mal algunas de sus sonrisas.
Los demás vampiros, tanto alumnos como profesores, sabían más o
menos la verdad. Sabían que Lucas era miembro de la Cruz Negra y que
ahora compartía parte de la fuerza y el poder de un vampiro gracias a mí.
Antes, Courtney y sus amigos se limitaban a despreciarme; ahora me
odiaban, simple y llanamente.
No obstante, y para mi sorpresa, el grupo de Courtney era una minoría.
Mis padres me habían perdonado, por descontado, y Balthazar culpaba a
Lucas de todo, por lo que me trataba con mayor delicadeza para
compensar la supuesta crueldad de Lucas. No obstante, también recibí el
consuelo y el apoyo de otros: del profesor Iwerebon, quien había impartido
varias clases fuera del programa sobre la traicionera Cruz Negra mientras
gesticulaba con sus manos vendadas; o de Patrice, quien insistió en que
no podía considerarse responsable a ninguna chica por enamorarse por
primera vez. Supuse que, para ellos, enfrentarme a la Cruz Negra
significaba estar aún más de su lado. Un vampiro más puro que antes.
Yo era la única que sabía toda la verdad sobre Lucas: quién era en
realidad y qué sentíamos el uno por el otro. Esa certeza era lo único que
me quedaba de él y tendría que acarrear con ella yo sola.
—Deberíamos volver adentro. —Raquel me dio un ligero codazo, que era
la máxima muestra de afecto que pudiera pedírsele. La pulsera de cuero
marrón bailaba de nuevo en su muñeca. Le había dicho que había
aparecido en objetos perdidos—. Pronto llegará el correo.
—¿Esperas un paquete? —Los padres de Raquel la habían defraudado
en muchas ocasiones, pero al menos sabían cocinar—. Si va a haber más
galletas de avena...
Raquel se encogió de hombros.
—Será mejor que estés cuando abra la caja o me las zamparé en un
abrir y cerrar de ojos.
—Aprende a controlarte un poco, anda.
Sentí que una sonrisa intentaba dibujarse en mi cara cuando
empezamos a atravesar los jardines. Por primera vez era capaz de pasar
junto al cenador sin esperar ver a Lucas en cualquier momento.
—Conocerse a sí mismo es mejor que controlarse, en eso no hay
discusión —afirmó Raquel—, y me conozco lo suficiente para saber cómo
me comporto cuando se trata de galletas.
Entramos en el gran vestíbulo cuando los primeros paquetes con
envoltorio de papel marrón y sobres de FedEx empezaban a viajar entre
los presentes. Tal como había dado a entender, Raquel recibió una caja
enorme y ambas nos dirigimos a la escalera que subía hasta su habitación
para dar cuenta de las galletas. Sin embargo, no había acabado de poner
el pie en el primer peldaño cuando alguien me tiró del brazo.
—¿Bianca? —Vic se retiró el flequillo rubio hacia atrás para apartárselo
de la cara y sonrió indeciso—. Eh, ¿podemos hablar un segundo?
—Claro, ¿qué pasa?
Parecía nervioso e incómodo.
—Esto... ¿A solas?
Recé para que a Vic no se le hubiera pasado por la cabeza la peregrina
idea de pedirme salir de rebote.
—Vale, de acuerdo. —Me encogí de hombros y me dirigí a Raquel—.
Será mejor que queden galletas cuando vuelva.
—No prometo nada.
Subió corriendo la escalera sin mí y decidí tardar lo menos posible.
Vic me llevó al otro extremo del salón, cerca de la única ventana de
cristal transparente, la que había roto Lucas y, mucho tiempo atrás, otro
miembro de la Cruz Negra. En vez de sus habituales andares desgarbados,
Vic estaba tenso y un poco raro. Bueno, más raro de lo habitual.
—Oye, ¿estás bien? —le pregunté.
—¿Yo? Sí, claro. —Miró a su alrededor, se convenció de que por fin
estábamos solos y luego sonrió—. Y tú vas a estar muchísimo mejor
gracias a algo que he encontrado en mi paquete.
—¿A qué te refieres...?
Fui quedándome sin voz cuando Vic me deslizó algo en el bolsillo de la
chaqueta.
«Día de entrega de correo. Lucas debió de suponer que comprobarían
las cartas que yo recibiera, pero no las de Vic. Si Lucas quisiera llegar
hasta mí, es así cómo lo haría.»
Puse una mano sobre el bolsillo, que ahora abultaba con un sobre
grueso y acolchado. Vic asintió rápidamente.
—Vale, pues sí, entonces así está bien. Me alegro de que nos hayamos
entendido. ¡Nos vemos!
Respiré hondo mientras lo veía alejarse a grandes zancadas. Creí que se
me iba a salir el corazón del pecho, pero subí la escalera con toda
tranquilidad hasta llegar a los alojamientos de mis padres. No había nadie,
seguramente estarían abajo, corrigiendo trabajos y preparando los finales.
Entré en mi habitación, cerré la puerta y, tras un momento de vacilación,
bajé la persiana para que ni siquiera la gárgola pudiera verme. Luego, abrí
el sobre con dedos temblorosos.
Dentro había una cajita blanca. Al abrirla, algo oscuro cayó en mi mano
extendida: mi broche. Las flores negras lanzaron un destello en mi palma,
tan perfectas y hermosas como siempre.
«Lo prometió. Lucas prometió que lo recuperaría para mí, y lo ha hecho.
Ha cumplido su palabra.»
Por un momento no pude pensar en nada más que en el broche. Deseé
prendérmelo en la camisa de inmediato, donde siempre lo llevaba, pero
donde ya no podría hacerlo nunca más. Demasiada gente sabía que había
sido un regalo de Lucas, y si alguien descubría que él y yo seguíamos en
contacto, la señora Bethany y sus acólitos lo utilizarían para ir tras él. No,
tenía que esconderlo por el bien de Lucas, tenía que guardarlo a buen
recaudo.
Puede que nunca más volviera a tener nada de él, pero al menos
contaba con aquello para recordarme algo que nadie más comprendería:
que Lucas y yo nos queríamos de verdad y que siempre lo haríamos.
Envolví el broche con sumo cuidado en una de mis bufandas y la metí
en el fondo de un cajón del tocador. Estaba a punto de arrojar el sobre
para ocultar las pruebas, cuando descubrí que dentro había algo más: una
postal. Era una de esas postales caras que venden en los museos, de
papel blanco, grueso y satinado, con una ilustración en el frente: El beso
de Klimt. Levanté la vista para ver el póster idéntico colgado junto a mi
cama, la misma lámina que él había contemplando mientras estuvo allí,
compartiendo risas, conversaciones y besos durante esos breves meses
que pasamos juntos. Con reverencia, giré la postal y leí lo que había
escrito:
Bianca, he de ser breve. Tienes que destruir esta postal en cuanto
acabes de leerla porque sería peligroso para ti que la señora Bethany la
descubriera. Sé que si me extendiera demasiado, te aferrarías a ella para
siempre, por peligroso que fuera.
No pude por menos que sonreír. Lucas me conocía a fondo.
Estoy bien, igual que mi madre y mis amigos, y todo gracias a ti. Fuiste
más fuerte de lo que yo podría haberlo sido ese día. Yo no habría tenido el
valor de despedirme de ti.
Y tampoco pienso hacerlo ahora.
Volveremos a estar juntos, Bianca. No se dónde, ni cuándo, ni cómo,
pero lo sé. No podría ser de otro modo.
Necesito que lo creas. Porque creo en ti.
—Lo creo, Lucas —murmuré.
Habíamos vuelto a encontrarnos, y lo único que tenía que hacer era
aguantar hasta que llegara ese momento. Algún día, Lucas y yo
encontraríamos el modo de volver a estar juntos.
Fin

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