Bianca! —gritaron al unísono mi padre y Lucas.
Ambos trataban
de advertirme sobre el otro y me sentí como si estuviera
dividida en
dos. Los demás también empezaron a gritar; sus palabras se
solapaban y el
zumbido de mi cerebro mezclado con el pánico me impidió
distinguir sus
voces individualmente.
—¡Suéltala!
—¡Largo de
aquí!
—Atrás o
moriréis. No lo repito.
—Si le haces
daño...
—Bianca.
¡Bianca! —gritó mi madre.
Me concentré
exclusivamente en ella. Estaba en la entrada,
tendiéndome la
mano. La luz de la mañana irisaba su cabello acaramelado
haciendo que
pareciera rodeada por un halo.
—Ven aquí, vida
mía. —Abrió tanto la mano que se le tensaron todos los
músculos y
tendones, tanto que tenía que dolerle—. Ven.
—Ella no va a
ninguna parte. —Kate dio un paso al frente y se interpuso
entre nosotras,
con las manos en jarras. Había dejado uno de sus dedos
sobre la
empuñadura del cuchillo que llevaba en el cinturón—. Se acabó lo
de seguir engañando
a esta niña. De hecho, se acabó todo, punto.
—Tenéis diez
segundos —les advirtió mi padre con voz ronca.
—¿Diez segundos
para qué? ¿Para que tomes la casa por asalto y
acabes con
todos nosotros? —Kate extendió los brazos en un gesto que
abarcaba toda
la sala, incluyendo la silueta desdibujada de la cruz en la
pared—. Eres
más débil en la casa de Dios. Lo sabes tan bien como yo, así
que adelante,
entra, pónnoslo fácil.
A mi alrededor,
todos los miembros de la
Cruz Negra iban armados.
Eduardo
empuñaba un cuchillo enorme y Dana blandía un hacha como si
estuviera
acostumbrada a usarla. Incluso el pequeño señor Watanabe
sostenía una
estaca. ¿Cómo era posible que unas personas tan agradables
pudieran
transformarse en un instante en los asesinos de mis seres
queridos? Vi el
perfil de Balthazar en la puerta, detrás de mis padres. Él
había aceptado
mi rechazo con resignación, había seguido siendo mi
amigo e incluso
había arriesgado su vida para protegerme. Se merecía
algo mejor que aquello.
Igual que Lucas. A pesar de lo claro que lo veía,
parecía
invisible para los demás.
—No entraremos
nosotros. —Torció el gesto en una extraña sonrisa; la
nariz rota
cambiaba su aspecto—. Seréis vosotros los que saldréis.
—Cuidado.
Lucas me puso
una mano en el brazo, aunque no se había dirigido a mí.
¿Qué habría
visto?
Acto seguido,
Balthazar se descolgó un arco del hombro con
movimientos
precisos y apuntó con él, dándole el tiempo justo a mi madre
para encender
la punta de la saeta con un mechero plateado antes de que
la flecha
incendiaria saliera disparada y cruzara la habitación, una centella
de luz y calor,
para alcanzar la pared, que se prendió de inmediato.
Fuego. Una de
las pocas cosas que podía acabar con nosotros, una de
las pocas cosas
que todos temíamos. Sin embargo, Balthazar siguió
disparando una
flecha tras otra al interior de la iglesia, sin apuntar
directamente ni
a nadie ni a nada en concreto, con la única intención de
prenderle fuego
al lugar, mientras los miembros de la Cruz Negra se
agachaban e
intentaban esquivarlas. Mi madre no se movió de su lado,
creando la
salva de fuego con su encendedor sin vacilar un solo instante.
Uno de los
proyectiles hizo añicos la lámpara de lo alto y envió esquirlas
de cristal en
todas direcciones; la punta ardiendo se hundió
profundamente
en el techo. A nuestro alrededor, la vieja y seca madera
del centro
cívico prendió de inmediato y el fuego empezó a extenderse. El
humo, denso y
oscuro, había comenzado a oscurecerlo todo.
—¡Corred!
—gritó Kate, volviéndose hacia las amplias puertas
delanteras, que
el señor Watanabe ya estaba abriendo.
Sin embargo,
alguien más los esperaba cuando acabaron de abrirlas: la
señora Bethany,
el profesor Iwerebon, el señor Yee y unos cuantos
profesores más
formaban una hilera sombría e imponente. Ninguno de
ellos iba
armado, aunque tampoco necesitaban de sus armas para que la
amenaza fuera
evidente.
—¡Esperad!
—Dana se desprendió del hacha y cogió lo que parecía ser
una enorme
pistola de agua—. ¡Vamos a darles una buena ducha a esos
cabrones!
—¿Agua bendita?
—oí decir a la señora Bethany por encima del rugido
de las llamas.
No pude verla con claridad, sobre todo porque me escocían
los ojos con
tanto humo, pero imaginé sin esfuerzo el gesto irónico que
debía de lucir
su rostro—. No vale la pena. Podríais hundirnos en las pilas
de todas las
iglesias de la cristiandad y aun así no funcionaría.
—Apenas quedan
curas que puedan bendecir el agua —convino
Eduardo. Por el
tono de su voz parecía estar divirtiéndose y eso era algo
bastante
perturbador—. La mayoría de los predicadores de la fe que sea
no son
verdaderos siervos de Dios, pero los hay... Como estáis a punto de
comprobar.
Dana apretó el
gatillo y envió un fuerte chorro de agua hacia los
profesores. El
señor Yee y el profesor Iwerebon retrocedieron de inmediato
gritando de
dolor como si los hubieran rociado con ácido.
—¡Así se hace!
—aulló Kate.
Sin embargo,
cuando Dana volvió a disparar, el siguiente chorro no
alcanzó su
destino. El aire estaba caldeándose tanto que el agua se
evaporaba al
instante.
Las vigas de
madera del techo crujieron de manera alarmante. El
profesor
Iwerebon seguía gritando de dolor y el señor Watanabe tosía
profusamente
por culpa del humo. Las tablas del suelo estaban
empezando a
calentarse. Dejé de preguntarme qué bando caería y
empecé a
cuestionarme si no lo haríamos todos.
—¡Salgo!
—grité—. ¡Voy a salir!
—¡No, Bianca!
—La luz que desprendía el fuego bañaba el rostro de
Lucas de rojo y
dorado—. ¡No puedes irte!
—Si no me voy,
moriréis. Todos. No puedo permitirlo.
Nuestras
miradas se encontraron. Jamás había imaginado cómo sería
tener que
despedirse de Lucas, pues dicha despedida me habría parecido
imposible. No
solo formaba parte de mi vida, formaba parte de mí.
Separarme de él
era como cortarme una mano y tener que serrar
tendones y
huesos: sangriento, desgarrador, aterrador. Sin embargo,
habría hecho
cualquier cosa por Lucas y eso significaba que incluso podía
hacer aquello.
—No —murmuró
Lucas. Su voz apenas era audible por encima del
rugido de las
llamas. Los miembros de la
Cruz Negra estaban reuniéndose
en el centro de
la sala para defenderse—. Tiene que haber otro modo.
Negué con la
cabeza.
—No, no lo hay.
Lo sabes igual que yo. Lucas, lo siento, lo siento mucho.
Lucas dio un
paso hacia mí y estuve tentada de echarme en sus brazos
y volver a
abrazarlo al menos una última vez. Sin embargo, sabía que si lo
hacía no podría
irme nunca. Tenía que ser fuerte, por el bien de ambos.
—Te quiero
—dije, antes de dar media vuelta y salir corriendo hacia mis
padres.
La mano de mi
padre se cerró sobre mi brazo al tiempo que mi madre y
él tiraban de
mí hacia fuera. La puerta se cerró detrás de nosotros.
—¡Bianca! —Mi
madre me abrazó con fuerza y comprendí que lloraba.
Su cuerpo se
agitaba con cada sollozo—. Mi niña, mi niña, creíamos que no
volveríamos a
verte.
—Lo siento. —Yo
también la abracé, sin soltar la mano de mi padre, cuya
cara magullada
y ojos oscuros veía por encima del hombro de mi madre.
En vez de la
furia o el rencor que hubiera esperado, solo descubrí alivio en
su mirada—. Os
quiero mucho a los dos.
—Cariño, ¿estás
bien? —preguntó mi padre.
—Estoy bien, lo
prometo. Dejadles ir, por favor. Hacedlo por mí. Dejadles
ir.
Mis padres
asintieron con la cabeza y si a Balthazar no le pareció bien,
al menos no lo
expresó en voz alta. Nos dirigimos hacia las puertas
delanteras del
centro cívico. El humo denso que escapaba por el tejado se
alzaba en una
gruesa y oscura columna ensortijada. Una transeúnte ya se
había puesto a
gritarle al teléfono móvil desde el coche, aparcado en la
calle de
enfrente. Los bomberos no tardarían en aparecer.
Los tres
subimos a la acera todavía abrazados. Balthazar nos seguía
muy de cerca.
La señora Bethany se dirigió a nosotros sin perder tiempo,
con sus largas
faldas agitándose tras ella.
—¿Qué están
haciendo? —preguntó—. ¡Vigilen la retaguardia! ¡No les
dejen salir!
—¡No! —grité—.
No puede hacer eso. ¡No puede matarlos!
—Es lo que
ellos harían con nosotros —replicó la señora Bethany con
voz áspera. Sus
labios esbozaron una sonrisa forzada.
—No, déjeles
irse —dijo mi madre, respirando hondo.
Mi padre la
miró un segundo, pero no puso objeciones; se limitó a no
soltarme la
mano.
—Ya me han
oído. —La señora Bethany se acercó a nosotros y clavó sus
ojos oscuros en
mí como lo haría un halcón antes de lanzarse en picado
sobre su
presa—. ¿Acaso cuestionan mi autoridad? ¡Soy la directora de
Medianoche!
Fue Balthazar
quien contestó, cargando el arco con toda naturalidad, de
modo que acabó
apuntando directamente a la señora Bethany. No la
estaba
amenazando de manera explícita, pero estaba claro que no iba a
echarse atrás.
Al tiempo que la señora Bethany se erguía de un respingo,
conmocionada,
Balthazar dijo, alargando las palabras:
—Ahora no hay clases.
La señora
Bethany frunció el ceño, pero no dijo nada; ni siquiera hizo
intención de
moverse cuando oímos la furgoneta en la parte de atrás,
señal
inequívoca de que los miembros de la Cruz Negra escapaban. Cerré
los ojos con
fuerza y deseé oír las sirenas de los bomberos para que
ahogaran las
pisadas de Lucas alejándose de mí para siempre.
—Sus padres
dicen que la secuestraron.
La señora
Bethany estaba sentada detrás del escritorio de su despacho,
el de la
cochera de Medianoche. Yo había tomado asiento delante de ella,
en una incómoda
silla de madera. Llevaba la ropa arrugada y manchada
de hollín.
Estaba helada hasta los huesos, extenuada, y tenía hambre,
tanto de algo
sólido como de sangre. Los últimos rayos de luz anaranjados
se colaban a
través de los cristales. No habían pasado ni veinticuatro
horas desde que
mi mundo se había desmoronado y la verdad acerca de
Lucas había
salido a la luz. Sin embargo, tenía la sensación de que
hubieran pasado
siglos.
—Exacto
—contesté, sin convicción—. Lucas me obligó a irme con él.
Sentada en su
silla, la señora Bethany hacía correr el relicario de oro de
un lado a otro
de la cadena una y otra vez, adelante y atrás, por lo que
tenía el débil
ruidito metálico metido en los oídos. A diferencia de mí, ella
tenía un
aspecto impecable, incluso el encaje de volantes del cuello seguía
almidonado,
aunque olía a humo y no a lavanda.
—Es curioso que
no supiera defenderse. Después de todo, es usted un
vampiro.
«¿Lo soy?». Ya
ni siquiera estaba segura de eso.
—Es un miembro
de la Cruz Negra
—contesté—. Y tiene alguno de
nuestros
poderes. Pudo con mi padre y con Balthazar a la vez. ¿Qué iba a
hacer?
—Veo que ya ha
aprendido a contestar preguntas comprometidas con
otra pregunta.
—La señora Bethany soltó un hondo suspiro y, por primera
vez, vi un
atisbo de humor sombrío en su mirada—. Ya veo que ha dejado
de ser la
pusilánime de siempre. Al menos este año ha aprendido algo.
Recordé lo que
Lucas me había dicho la noche anterior: la señora
Bethany había cambiado
unas normas de cientos de años de antigüedad
para admitir
alumnos humanos en Medianoche. El no había conseguido
descubrir por
qué y yo no sabía por dónde empezar. Mientras la miraba,
solo podía
pensar en que era más vieja, más fuerte y más taimada de lo
que nunca había
imaginado. Sin embargo, ya no le tenía miedo porque
sabía que
incluso la señora Bethany era vulnerable.
Si había
permitido la entrada de alumnos humanos en Medianoche era
porque
necesitaba algo, desesperadamente, y eso significaba que tenía
una debilidad,
lo que la igualaba a los demás. Consciente de ello, ahora
podía mirarla a
la cara.
Me levanté de
la silla sin pedir permiso para irme.
—Buenas noches,
señora Bethany.
Sus ojos
oscuros lanzaron un brillo peligroso, pero se limitó a
despedirme con
un gesto de la mano.
—Buenas noches.
Esa noche, mis
padres me mimaron como no lo habían hecho desde que
era niña: me
buscaron unos calcetines que abrigaran, unas almohadas
bien mullidas y
me calentaron un vaso de sangre en el microondas a
temperatura
corporal. No tuve que preguntarles si de verdad creían que
Lucas me había
secuestrado, habría sido un insulto para su inteligencia.
Sabía que no lo
entendían; cualquier simpatía que Lucas pudiera
despertarles
quedaba aniquilada por el odio que sentían hacia la Cruz
Negra. Sin
embargo, aunque no compartieran mis decisiones, me
perdonaron y
eso fue más que suficiente para recordarme lo mucho que
me querían.
Incluso se apoltronaron en la cama, uno a cada lado, mientras
Rosemary
Clooney daba vueltas en el tocadiscos de la otra habitación, y
me contaron
viejas historias sobre qué aspecto tenían los campos de trigo
de Inglaterra,
historias amables ajenas a peligros, historias inmutables,
bellas. Y
siguieron hablando largo rato hasta que el dolor se rindió al
cansancio y al
final, por fin, conseguí dormirme.
Esa noche volví
a soñar con la tormenta, con el arbusto trepador que
encerraba a
Medianoche en un cerco de zarzas y con las misteriosas flores
negras que
florecían bajo mis manos. Incluso en el sueño era consciente
de que ya lo
había visto antes. Había sido avisada de que las flores no
eran para mí
incluso antes de conocer a Lucas, y aun así, a pesar de las
espinas y de la
tormenta, intenté cogerlas.
—Ya vuelves a
soñar despierta.
Las palabras de
Raquel me devolvieron a la realidad. Estábamos en el
lindar del
bosque, donde empezaban los terrenos de la escuela, bajo los
brotes de las
hojas nuevas y lozanas, tan suaves que se rizaban en los
bordes. No sé
cuánto tiempo llevaba inmóvil, con la mano apoyada en una
rama. Raquel
era una buena amiga, sabía cuándo necesitaba espacio y me
lo prestaba, y
cuándo era el momento de devolverme a la tierra.
—Lo siento.
—Echamos a andar con paso relajado sin tomar ninguna
dirección en
particular—. No sé en qué estaba pensando.
—Estabas
pensando en Lucas. —Raquel no se dejaba embaucar así
como así—. Ya
han pasado casi seis semanas, Bianca. Tienes que olvidarlo
y lo sabes.
Raquel solo
sabía lo que los alumnos como ella sabían: que Lucas había
incumplido un
montón de normas y que se había fugado después de
agredir a mi
padre en su huida. Tal vez aquello encajara a la perfección en
su amargada
visión del mundo donde los secretos solo encubrían
violencia. Me
había advertido acerca de Lucas muchas veces. ¿Por qué no
iba a creer que
se hubiera fugado? Sin embargo, jamás le oí nada que ni
siquiera se le
pareciera a un «te lo dije». Raquel era demasiado buena
para eso.
Vic no se lo
tomó tan bien. Lucas era su mejor amigo en Medianoche y
ahora había un
vacío en la vida de Vic que no estaba en mis manos poder
llenar. Le
había intentado convencer como había podido de que Lucas era
una buena
persona y que tenía sus motivos para irse, sin desvelarle
ningún secreto
que hubiera podido ponerlo en peligro. Pensaba que Vic me
había creído,
pero ya no sonreía tanto como antes, y no me habrían venido
nada mal
algunas de sus sonrisas.
Los demás
vampiros, tanto alumnos como profesores, sabían más o
menos la
verdad. Sabían que Lucas era miembro de la Cruz Negra y que
ahora compartía
parte de la fuerza y el poder de un vampiro gracias a mí.
Antes, Courtney
y sus amigos se limitaban a despreciarme; ahora me
odiaban, simple
y llanamente.
No obstante, y
para mi sorpresa, el grupo de Courtney era una minoría.
Mis padres me
habían perdonado, por descontado, y Balthazar culpaba a
Lucas de todo,
por lo que me trataba con mayor delicadeza para
compensar la
supuesta crueldad de Lucas. No obstante, también recibí el
consuelo y el
apoyo de otros: del profesor Iwerebon, quien había impartido
varias clases
fuera del programa sobre la traicionera Cruz Negra mientras
gesticulaba con
sus manos vendadas; o de Patrice, quien insistió en que
no podía
considerarse responsable a ninguna chica por enamorarse por
primera vez.
Supuse que, para ellos, enfrentarme a la Cruz Negra
significaba
estar aún más de su lado. Un vampiro más puro que antes.
Yo era la única
que sabía toda la verdad sobre Lucas: quién era en
realidad y qué
sentíamos el uno por el otro. Esa certeza era lo único que
me quedaba de
él y tendría que acarrear con ella yo sola.
—Deberíamos
volver adentro. —Raquel me dio un ligero codazo, que era
la máxima
muestra de afecto que pudiera pedírsele. La pulsera de cuero
marrón bailaba
de nuevo en su muñeca. Le había dicho que había
aparecido en
objetos perdidos—. Pronto llegará el correo.
—¿Esperas un
paquete? —Los padres de Raquel la habían defraudado
en muchas
ocasiones, pero al menos sabían cocinar—. Si va a haber más
galletas de
avena...
Raquel se
encogió de hombros.
—Será mejor que
estés cuando abra la caja o me las zamparé en un
abrir y cerrar
de ojos.
—Aprende a
controlarte un poco, anda.
Sentí que una
sonrisa intentaba dibujarse en mi cara cuando
empezamos a
atravesar los jardines. Por primera vez era capaz de pasar
junto al
cenador sin esperar ver a Lucas en cualquier momento.
—Conocerse a sí
mismo es mejor que controlarse, en eso no hay
discusión
—afirmó Raquel—, y me conozco lo suficiente para saber cómo
me comporto
cuando se trata de galletas.
Entramos en el
gran vestíbulo cuando los primeros paquetes con
envoltorio de
papel marrón y sobres de FedEx empezaban a viajar entre
los presentes.
Tal como había dado a entender, Raquel recibió una caja
enorme y ambas
nos dirigimos a la escalera que subía hasta su habitación
para dar cuenta
de las galletas. Sin embargo, no había acabado de poner
el pie en el
primer peldaño cuando alguien me tiró del brazo.
—¿Bianca? —Vic
se retiró el flequillo rubio hacia atrás para apartárselo
de la cara y
sonrió indeciso—. Eh, ¿podemos hablar un segundo?
—Claro, ¿qué
pasa?
Parecía
nervioso e incómodo.
—Esto... ¿A
solas?
Recé para que a
Vic no se le hubiera pasado por la cabeza la peregrina
idea de pedirme
salir de rebote.
—Vale, de
acuerdo. —Me encogí de hombros y me dirigí a Raquel—.
Será mejor que
queden galletas cuando vuelva.
—No prometo
nada.
Subió corriendo
la escalera sin mí y decidí tardar lo menos posible.
Vic me llevó al
otro extremo del salón, cerca de la única ventana de
cristal
transparente, la que había roto Lucas y, mucho tiempo atrás, otro
miembro de la Cruz Negra. En vez de
sus habituales andares desgarbados,
Vic estaba
tenso y un poco raro. Bueno, más raro de lo habitual.
—Oye, ¿estás
bien? —le pregunté.
—¿Yo? Sí,
claro. —Miró a su alrededor, se convenció de que por fin
estábamos solos
y luego sonrió—. Y tú vas a estar muchísimo mejor
gracias a algo
que he encontrado en mi paquete.
—¿A qué te
refieres...?
Fui quedándome
sin voz cuando Vic me deslizó algo en el bolsillo de la
chaqueta.
«Día de entrega
de correo. Lucas debió de suponer que comprobarían
las cartas que
yo recibiera, pero no las de Vic. Si Lucas quisiera llegar
hasta mí, es
así cómo lo haría.»
Puse una mano
sobre el bolsillo, que ahora abultaba con un sobre
grueso y
acolchado. Vic asintió rápidamente.
—Vale, pues sí,
entonces así está bien. Me alegro de que nos hayamos
entendido. ¡Nos
vemos!
Respiré hondo
mientras lo veía alejarse a grandes zancadas. Creí que se
me iba a salir
el corazón del pecho, pero subí la escalera con toda
tranquilidad
hasta llegar a los alojamientos de mis padres. No había nadie,
seguramente
estarían abajo, corrigiendo trabajos y preparando los finales.
Entré en mi
habitación, cerré la puerta y, tras un momento de vacilación,
bajé la
persiana para que ni siquiera la gárgola pudiera verme. Luego, abrí
el sobre con
dedos temblorosos.
Dentro había
una cajita blanca. Al abrirla, algo oscuro cayó en mi mano
extendida: mi
broche. Las flores negras lanzaron un destello en mi palma,
tan perfectas y
hermosas como siempre.
«Lo prometió.
Lucas prometió que lo recuperaría para mí, y lo ha hecho.
Ha cumplido su
palabra.»
Por un momento
no pude pensar en nada más que en el broche. Deseé
prendérmelo en
la camisa de inmediato, donde siempre lo llevaba, pero
donde ya no
podría hacerlo nunca más. Demasiada gente sabía que había
sido un regalo
de Lucas, y si alguien descubría que él y yo seguíamos en
contacto, la
señora Bethany y sus acólitos lo utilizarían para ir tras él. No,
tenía que
esconderlo por el bien de Lucas, tenía que guardarlo a buen
recaudo.
Puede que nunca
más volviera a tener nada de él, pero al menos
contaba con
aquello para recordarme algo que nadie más comprendería:
que Lucas y yo
nos queríamos de verdad y que siempre lo haríamos.
Envolví el
broche con sumo cuidado en una de mis bufandas y la metí
en el fondo de
un cajón del tocador. Estaba a punto de arrojar el sobre
para ocultar
las pruebas, cuando descubrí que dentro había algo más: una
postal. Era una
de esas postales caras que venden en los museos, de
papel blanco,
grueso y satinado, con una ilustración en el frente: El beso
de Klimt.
Levanté la vista para ver el póster idéntico colgado junto a mi
cama, la misma
lámina que él había contemplando mientras estuvo allí,
compartiendo risas,
conversaciones y besos durante esos breves meses
que pasamos
juntos. Con reverencia, giré la postal y leí lo que había
escrito:
Bianca,
he de ser breve. Tienes que destruir esta postal en cuanto
acabes
de leerla porque sería peligroso para ti que la señora Bethany la
descubriera.
Sé que si me extendiera demasiado, te aferrarías a ella para
siempre,
por peligroso que fuera.
No pude por
menos que sonreír. Lucas me conocía a fondo.
Estoy
bien, igual que mi madre y mis amigos, y todo gracias a ti. Fuiste
más
fuerte de lo que yo podría haberlo sido ese día. Yo no habría tenido el
valor
de despedirme de ti.
Y
tampoco pienso hacerlo ahora.
Volveremos
a estar juntos, Bianca. No se dónde, ni cuándo, ni cómo,
pero lo
sé. No podría ser de otro modo.
Necesito
que lo creas. Porque creo en ti.
—Lo creo, Lucas
—murmuré.
Habíamos vuelto
a encontrarnos, y lo único que tenía que hacer era
aguantar hasta
que llegara ese momento. Algún día, Lucas y yo
encontraríamos
el modo de volver a estar juntos.
Fin
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