martes, 22 de febrero de 2005

Parte 2


Diego desapareció entre los árboles, silencioso como el roce de la brisa. No perdí un instante en seguirle con la mirada y me desplacé por las ramas en un sprint en línea recta, camino de regreso a la casa. Esperaba con­servar aún en los ojos el suficiente brillo de la noche anterior para poder explicar mi ausencia. Una caza rá­pida. Tuve suerte y me topé con un excursionista solita­rio. Nada fuera de lo normal.
El seco sonido del golpeo de la música que me reci­bió al aproximarme iba acompañado del inconfundible aroma dulce, ahumado, de un vampiro que ardía. Mi nivel de pánico se disparó por las nubes. En el interior de la casa podía morir con la misma facilidad que en el exterior, pero no tenía otra salida. No aminoré la mar­cha, sino que bajé a toda prisa las escaleras y me fui di­recta a la esquina desde la cual apenas era capaz de dis­tinguir a Fred el Freaky de pie. ¿Buscaba algo que hacer? ¿Cansado de estar sentado? No tenía ni idea de lo que pretendía, ni me importaba. Iba a pegarme bien a él has­ta que Riley y Diego regresaran.
En medio del suelo había una pila humeante, dema­siado grande para tratarse de tan sólo una pierna o un brazo. Al garete los veintidós de Riley.
Nadie parecía terriblemente preocupado por los res­tos humeantes. El escenario era demasiado habitual.
Al acercarme veloz a Fred, por una vez la sensación de asco no se hizo más intensa, sino que se desvaneció. No tenía aspecto de haber reparado en mí siquiera, si­guió leyendo el libro que sostenía, uno de esos que le había dejado días atrás. No me costó ver lo que hacía ahora que me hallaba tan próxima al lugar donde él se encontraba apoyado contra el respaldo del sofá. Vacilé y me pregunté el porqué de todo aquello. ¿Acaso era capaz de sofocar a voluntad aquella cosa nauseabun­da que él hacía? ¿Significaba eso que ambos nos encon­trábamos desprotegidos en aquel momento? Al menos, Raoul todavía no había regresado a casa, gracias a Dios, aunque sí estaba Kevin.
Por vez primera vi el verdadero aspecto de Fred. Era alto, tal vez un metro noventa, y el pelo rubio, ondula­do y denso en el que ya me había fijado antes. Era an­cho de hombros y musculoso. Parecía mayor que casi todos los demás, como un estudiante universitario y no     del instituto. Y-ésta fue la parte que, por algún motivo, más me sorprendió- era guapo. Tanto como cualquier otro, más guapo, quizá, que la mayoría. No sabía por qué aquello me resultaba tan alucinante, e imaginé que sólo era porque yo siempre había asociado a Fred con la repulsión.
Me sentí muy rara por quedarme mirando. Di un vistazo alrededor de la sala por si alguien se había dado cuenta de que Fred estaba normal -y atractivo- por el momento. Nadie nos miraba, y yo le eché una mirada furtiva a Kevin, lista para apartar los ojos de golpe si se daba cuenta, pero los suyos se encontraban fijos en al­gún punto a la izquierda de donde nosotros nos encon­trábamos. Tenía el ceño ligeramente fruncido. Antes de que tuviese tiempo de apartar la mirada, sus ojos me pa­saron por alto y se posaron a mi derecha. Las arrugas de su frente se hicieron más pronunciadas. Como si... estu­viese intentando verme y no pudiese.
Sentí que las comisuras de los labios se me arquea­ban pero sin llegar a sonreír. Había mucho por lo que preocuparse como para disfrutar de verdad con la ce­guera de Kevin. Volví a mirar a Fred al tiempo que me preguntaba si regresaría el punto de asco, sólo para ver que también estaba sonriendo conmigo. Con una son­risa, estaba de veras espectacular.
El momento pasó, y Fred regresó a su libro. Yo estu­ve un rato sin moverme, a la espera de que sucediese algo. Que Diego entrase por la puerta. O bien Riley con Diego. O bien Raoul. O que la náusea atacase de nuevo, o que Kevin me fulminase con la mirada. O que se liase la siguiente bronca. Cualquier cosa.
Pero nada sucedió, así que acabé por recobrar la compostura e hice lo que debería haber hecho hace ra­to: fingir que no pasaba nada fuera de lo normal. Cogí un libro del montón cerca de los pies de Fred, me senté allí mismo e hice como si estuviese leyendo. Probable­mente se trataba de uno de los mismos libros que ya ha­bía fingido leer ayer, pero no me sonaba. Fui pasando las páginas, de nuevo sin quedarme con nada.
Mis pensamientos volaban en círculos pequeños y apretados. ¿Dónde estaba Diego? ¿Cómo había reaccio­nado Riley ante su historia? ¿Qué significaba todo aque­llo, la charla previa a los encapuchados, la charla poste­rior a los encapuchados?
Lo fui desmenuzando en sentido cronológico in­verso, en un intento por hacer que las piezas encajasen formando una imagen reconocible. El mundo de los vampiros contaba con una especie de policía, y daban verdadero pavor. Este grupo de vampiros desquiciados con meses de vida era, al parecer, un ejército, y ese ejér­cito era de algún modo ilegal. Nuestra creadora tenía un enemigo. Borra eso, dos enemigos. Nos disponía­mos a atacar a uno de ellos en un plazo de cinco días o, de no ser así, los otros enemigos, los temibles encapu­chados, la atacarían a ella, o a nosotros, o a todos. Iban a entrenarnos para el ataque... tan pronto como Riley regresase. Lancé una mirada furtiva a la puerta y ense­guida me obligué a plantar los ojos en el libro que tenía delante. Pero entonces le tocaba el turno al tema previo a los visitantes. La mujer estaba preocupada por alguna decisión. Le agradaba disponer de tantos vampiros, tan­tos soldados. Riley se había alegrado de que Diego y yo hubiéramos sobrevivido... Confesó haber pensado que había perdido a dos más por culpa del sol, así que eso debía significar que no conocía la verdadera reacción que el sol producía en los vampiros. Lo que ella le había dicho a continuación sí que sonó raro. Le había pre­guntado si estaba seguro. ¿Seguro de que Diego hubie­se sobrevivido? ¿O... seguro de que la historia de Diego fuese cierta?
El último pensamiento me aterrorizó. ¿Sabía ya ella que el sol no nos hacía daño? Si lo sabía, ¿por qué había mentido a Riley y, a través de él, también a nosotros?
¿Por qué querría tenernos a oscuras, literalmente? ¿Tan importante era para ella que no supiéramos nada? ¿Lo bastante importante como para que Diego se viese metido en un lío? Sin ayuda de nadie me estaba dejan­do arrastrar a un estado de pánico, helada de miedo. Si aún pudiese sudar, en ese momento lo estaría haciendo a chorro. Tuve que centrarme para pasar la página, pa­ra mantener la vista baja.
¿Vivía Riley engañado, o estaba también en el ajo? Cuando dijo que creía haber perdido a dos más por cul­pa del sol, ¿se refería al sol de forma literal... o se refería a la mentira del sol?
Si se trataba de la segunda opción, entonces saber la verdad era sinónimo de estar perdido. El pánico se adueñó de mis pensamientos.
Intenté ser racional y encontrarle un sentido a todo aquello. Resultaba más difícil sin Diego. Tener alguien con quien hablar, con quien relacionarme, aguzaba mi capacidad de concentración. Sin eso, el temor acecha­ba mis pensamientos, que se retorcían con la sempiter­na sed. La tentación de la sangre se encontraba siempre a flor de piel. Aún ahora, bastante bien alimentada, po­día sentir el ardor y la necesidad.       
«Piensa en ella, piensa en Riley», me dije. Tenía que ser capaz de entender por qué mentiría -si es que men­tían-, y así tener la posibilidad de descubrir qué signifi­caría para ellos que Diego supiera su secreto.
Si no nos hubiesen mentido, si nos hubieran conta­do a todos que el día era tan seguro como lo era la no­che, ¿en qué medida habría cambiado eso las cosas? Me imaginé cómo sería si no tuviésemos que estar todo el día confinados en un sótano aislado de la luz, si los vein­tiuno que éramos -quizá menos ahora, en función de cómo lo estuvieran llevando los miembros que forma­ban las partidas de caza- fuésemos libres para hacer lo que nos viniese en gana cuando nos diese la gana.
Querríamos cazar, eso por descontado.
Sin la obligación de regresar, si no tuviéramos que escondernos... bueno, muchos no pasaríamos por aquí muy a menudo. Resultaría difícil estar pendiente de vol­ver mientras la sed nos dominase. Pero ¡qué profundo nos había grabado Riley en la frente la amenaza de las llamas, de revivir aquel espantoso dolor por el que to­dos pasamos una vez! Esa era la razón de que nos pudié­semos contener: el instinto de conservación, el único ins­tinto más fuerte que la sed.
De modo que aquella amenaza nos mantuvo juntos. Había otros escondites, como la cueva de Diego, pero ¿quién más pensaba en ese tipo de cosas? Ya teníamos un lugar adonde ir, una base, así que era allí adonde íba­mos. La lucidez no era el fuerte de los vampiros. O, al menos, no el de los vampiros jóvenes. Riley era lúcido. Diego era más lúcido que yo. Aquellos vampiros de las túnicas exhibían un control aterrador. Me estremecí. De manera que la rutina no nos dominaría para siempre. ¿Qué harían cuando fuéramos más mayores, más lúcidos? Me di cuenta de que nadie allí era más mayor que Riley. Todos éramos nuevos. Ella necesitaba ahora a unos cuantos de nosotros para su enemigo misterioso, pero ¿qué pasaría después?
Tenía la fuerte sensación de no desear quedarme por allí para cuando esa parte llegara, y de pronto reparé en algo increíblemente obvio. Se trataba de la solución que me había estado rondando la cabeza con anterioridad, cuando seguía el rastro de la manada de vampiros hasta aquí, con Diego.
No tenía que quedarme para esa parte. No tenía por qué quedarme ni una sola noche más.
Había vuelto a convertirme en una estatua mientras pensaba en aquella idea tan maravillosa.
Si Diego y yo no hubiéramos sabido hacia dónde era más probable que el grupo se dirigiese, ¿habríamos da­do con ellos alguna vez? Supongo que no, y eso que se trataba de un grupo grande que dejaba un rastro am­plio. ¿Y si fuera sólo un vampiro, uno que hubiese podi­do llegar de un salto a la costa, tal vez a un árbol, sin de­jar un rastro al borde del agua...? Tan sólo uno, o quizá dos vampiros capaces de nadar mar adentro tan lejos como quisieran... Que pudiesen regresar a tierra firme en cualquier sitio... Canadá, California, Chile, China...
Nunca se podría encontrar a esos dos vampiros. Se habrían esfumado. Desaparecidos como en una nube de humo.
¡No teníamos que haber vuelto la otra noche! ¡No deberíamos haberlo hecho! ¿Por qué no había pensado en ello entonces?
Aunque... ¿habría estado de acuerdo Diego? De repente no me sentía tan segura de mí misma. ¿Era Diego más leal a Riley después de todo? ¿Habría creído que tenía la responsabilidad de permanecer a su lado? El conoció a Riley mucho antes; a mí, en realidad, sólo me conocía de un día. ¿Se encontraba más unido a Ri­ley que a mí?
Consideré aquello con el ceño fruncido.
Bueno, lo descubriría en cuanto dispusiésemos de un minuto a solas. Y puede que entonces, si nuestro club secreto significaba algo de verdad, careciera de im­portancia lo que nuestra creadora hubiese planeado para nosotros. Podríamos desaparecer, y Riley tendría que apañárselas con diecinueve vampiros, o hacer otros nuevos rápidamente. De cualquier forma, eso no era problema nuestro.
No podía esperar para contarle a Diego mi plan. Mi estómago me decía que él sentiría lo mismo. Con un poco de suerte.
De repente, me pregunté si no sería precisamente aquello lo que en realidad les había sucedido a Shelly y a Steve, y también a los otros chicos que habían desapa­recido. Sabía que no se habían quemado al sol. ¿Afirma­ría Riley haber visto las cenizas como una forma más de mantenernos a los demás atemorizados y dependientes de él? ¿De lograr que siguiésemos regresando a casa, a él, cada amanecer? Tal vez Shelly y Steve se hubieran largado por su cuenta. Se acabó Raoul. Nada de ejér­citos ni de enemigos que amenazasen su futuro inme­diato.
Quizá fuera eso lo que quería decir Riley con «per­didos por culpa del sol». Fugitivos. En cuyo caso, estaría contento de que Diego no se hubiese ido, ¿no? 
¡Ojalá Diego y yo nos hubiéramos largado! Podría­mos ser libres, como Shelly y Steve. Sin reglas, sin temor al amanecer.
De nuevo me imaginé a nuestra horda, al completo, con rienda suelta y sin toque de queda. Nos veía a Die­go y a mí moviéndonos por las sombras como ninjas. Pero también podía ver a Raoul, Kevin y los demás como unos monstruos-bola de discoteca cegadores en medio de una calle céntrica y repleta de gente; el montón de cadáveres, los gritos, el zumbido de los helicópteros, los pobres e impotentes policías con sus tristes balas inca­paces siquiera de hacernos un rasguño, las cámaras y lo rápido que cundiría el pánico cuando las imágenes die­ran la vuelta al mundo.
Los vampiros no serían un secreto por mucho tiem­po. Ni siquiera Raoul podría matar a la gente tan rápi­do como para evitar que se difundiera la historia.
En aquello había una secuencia lógica, e hice un es­fuerzo por captarla antes de volver a distraerme.
Primero: los humanos no sabían de la existencia de los vampiros. Segundo: Riley nos invitaba a pasar de­sapercibidos, a no atraer la atención de los humanos y no abrirles así los ojos. Tercero: Diego y yo habíamos con­cluido que todos los vampiros debían de estar siguien­do dicha pauta o, de lo contrario, el mundo sabría de nosotros. Cuarto: tenía que haber una razón para que lo hiciesen, y su motivación no eran las pistolitas de ju­guete de los policías humanos. Sí, la razón debía de ser bien importante para conseguir que todos los vampiros pasen el día entero ocultos en sótanos cerrados. Era tal vez razón suficiente para que Riley y nuestra creadora nos mintiesen y nos aterrorizasen con el sol abrasador.
Quizá fuese eso precisamente lo que Riley le explicase a Diego y, dado que era tan importante y él tan responsa­ble, Diego prometería guardar el secreto y a ambos les bastase con eso. Seguro que sí. Pero ¿y si lo que en rea­lidad les había pasado a Shelley y a Steve fue que habían descubierto lo del brillo en la piel y no habían huido? ¿Y si hubiesen ido a contárselo a Riley?
Y, mierda, se esfumó el siguiente paso en mi recorri­do lógico. Se desvaneció la secuencia y de nuevo co­mencé a sentir pánico por Diego.
Mientras mi estado de nervios iba en aumento, me di cuenta de que había estado dándole vueltas a la cabe­za durante un buen rato. Presentía que se acercaba el amanecer. Apenas faltaba una hora. ¿Dónde estaba Die­go entonces? ¿Y Riley?
Justo cuando lo pensaba, la puerta se abrió y Raoul bajó a saltos las escaleras, entre risas, con sus colegas. Me acurruqué y me recosté más cerca de Fred. Raoul no se fijó en nosotros. Miró al vampiro carbonizado en el centro de la habitación, y su risa se intensificó. El rojo de sus ojos era brillante.
Las noches en que iba de caza, Raoul nunca volvía al refugio antes de que fuese obligatorio. Seguía alimen­tándose mientras pudiese, así que el amanecer tenía que estar más próximo todavía de lo que yo había imagi­nado.
Seguramente, Riley le habría pedido a Diego que demostrase lo que decía. Esa era la única explicación: esperaban a que amaneciese. Sólo que... eso habría sig­nificado que Riley no sabía la verdad, que nuestra crea­dora le estaba mintiendo a él también. ¿O no? Mis pen­samientos volvieron a embrollarse.
Kristie apareció minutos más tarde con tres de su grupo y reaccionó con indiferencia ante el montón de cenizas. Hice un rápido conteo visual según se apresu­raban a atravesar la puerta otros dos cazadores. Veinte vampiros. Todo el mundo había regresado excepto Die­go y Riley. El sol saldría en cualquier momento.
La puerta en lo alto de las escaleras del sótano cru­jió al abrirse. Me puse en pie de un brinco.
Entró Riley. Cerró la puerta a su espalda. Bajó las es­caleras.
Detrás no venía nadie.
Antes de ser capaz siquiera de procesar aquello, Ri­ley soltó un aullido animal de ira. No apartaba la vista de los restos carbonizados en el suelo; los ojos se le sa­lían de las órbitas, llenos de furia. Todo el mundo per­maneció en silencio, inmóvil. Todos habíamos visto a Riley perder la paciencia, pero esto era distinto.
Riley dio media vuelta y recorrió con los dedos un altavoz que sonaba con estridencia. Lo arrancó de la pa­red y lo lanzó contra el lado opuesto de la estancia. Jen y Kristie se apartaron de su trayectoria justo cuando fue a estallar contra la pared en medio de una nube de pol­vo de pladur. Riley destrozó el equipo de sonido con un pie, y cesó el sordo golpeo de los graves. A continuación dio un salto hasta donde se encontraba Raoul, y lo aga­rró por la garganta.
-¡Ni siquiera estaba aquí! -gritaba Raoul con aire asustado-. No había visto eso antes.
Riley soltó un alarido espantoso y lanzó a Raoul como antes había tirado el altavoz. Jen y Kristie volvie­ron a apartarse de un salto, y el cuerpo de Raoul atrave­só la pared dejando un enorme agujero.
Púley asió a Kevin por el hombro y, con un crujido familiar, le arrancó la mano derecha. Kevin gritó de do­lor y se retorció en un intento por zafarse de él. Riley le propinó una patada en el costado. Otro chillido discor­dante, y Riley se había quedado con el resto del brazo de Kevin. Partió la extremidad por la mitad, a la altu­ra del codo, y tiró los fragmentos con fuerza a la angus­tiada cara de Kevin: bum, bum, bum, como un martillo contra una piedra.
-Pero ¿qué pasa con vosotros? -nos gritó Riley-. ¿Por qué sois tan estúpidos? -Estiró el brazo para en­ganchar al chico rubio que hacía de Spiderman, pero el chaval se alejó de un brinco que le hizo caer demasiado cerca de Fred, y volvió hacia Riley a trompicones, bo­queando-. ¿Alguno de vosotros tiene cerebro?
Riley golpeó a un chico llamado Dean contra el home cinemay lo hizo añicos; agarró entonces a otra chi­ca -Sara- y le arrancó la oreja izquierda y un mechón de pelo de la cabeza. Ella chilló de angustia.
De forma repentina, se hizo patente que Riley esta­ba haciendo algo muy peligroso. Eramos muchos allí dentro. Raoul ya se había incorporado y se encontraba flanqueado por Kristie y por Jen -que solían ser sus ene­migas- a la defensiva. Algunos otros habían formado grupos por toda la habitación.
No podría asegurar si Riley fue consciente de la amenaza o si su despotrique finalizó de manera natural, pero respiró profundamente. Le tiró a Sara su oreja y el pelo. Ella se apartó de él y se puso a lamer el borde arrancado de su apéndice para cubrirlo de ponzoña y así poder recolocárselo. Para el pelo no había remedio, de manera que Sara iba a quedarse con una calva.
-¡Escuchadme! -dijo Riley, en un tono tranquilo pe­ro feroz-. ¡Todas nuestras vidas dependen de que escu­chéis lo que os digo ahora y penséis todos nosotros va­mos a morir. ¡Todos y cada uno de nosotros: vosotros y yo también, si no sois capaces de comportaros como si tuvierais cerebro durante apenas unos pocos días!
Aquello no se parecía en nada a sus habituales con­ferencias y peticiones de control. Sin lugar a dudas, ha­bía conseguido captar la atención de todos.
-Ya va siendo hora de que crezcáis y de que os hagáis cargo de vuestras propias responsabilidades. ¿Es que pensáis que vivir así es gratis. ¿Que toda la sangre de Seattle no tiene un precio?
Los pequeños grupos de vampiros ya no parecían una amenaza. Todo el mundo tenía los ojos muy abier­tos, y algunos intercambiaban miradas de desconcierto. Con el rabillo del ojo vi que la cabeza de Fred se volvía hacia mí, pero no le devolví la mirada. Mi atención se centraba en dos cosas: Riley, por si reanudaba su ata­que, y la puerta. Una puerta que permanecía cerrada.
-¿Me estáis escuchando ahora? ¿Me escucháis de ver­dad? -Riley hizo una pausa, mas nadie asintió. La sala respiraba quietud-. Permitidme explicaros la precarie­dad de la situación en la que todos nos encontramos. Lo reduciré a lo básico para los más lentos. Raoul, Kris-tie, venid aquí.
Se aproximó a los líderes de los dos grupos más grandes, aliados contra él en aquel breve instante. Nin­guno de ellos se le acercó. Se prepararon; Kristie ense­ñó los dientes.
Me imaginé que Riley amainaría, que se disculparía. Que los aplacaría y entonces los convencería para que hicieran lo que él quisiese. Pero este Riley era distinto.
-Muy bien -les dijo con brusquedad-. Si queremos sobrevivir, vamos a necesitar líderes y, al parecer, ningu­no de vosotros dos está a la altura de la tarea. Creía que teníais aptitudes, pero me equivoqué. Kevin, Jen, unios a mí como cabecillas de este equipo.
Kevin levantó la vista sorprendido. Acababa de ter­minar de rearmarse el brazo y, aunque su expresión era de cautela, resultaba innegable que se sentía también halagado. Se puso lentamente en pie. Jen miró a Kristie como si esperase su permiso. Raoul rechinó los dientes.
La puerta en lo alto de las escaleras no se abría.
-¿Tampoco sois capaces? -preguntó Riley irritado.
Kevin dio un paso hacia Riley, pero Raoul se lanzó contra él atravesando la enorme estancia en un par de saltos a ras de suelo. Empujó a Kevin contra la pared sin mediar palabra y se situó a la derecha de Riley, quien se permitió una ligera sonrisa.
La manipulación, lejos de ser sutil, fue efectiva.
-¿Kristie o Jen, quién nos guiará? -preguntó Riley con un cierto deje de diversión en la voz.
Jen seguía a la espera de una señal de Kristie que le indicase qué debía hacer. Kristie fulminó ajen con la mirada por un instante, se apartó el pelo rubio rojizo de la cara con un gesto y se apresuró a ocupar el otro flan­co de Riley.
-Esa decisión ha llevado demasiado tiempo -dijo Riley muy serio-. Y el tiempo es un lujo del que no dis­ponemos. Vamos a dejar de andarnos con tonterías. Bastante os he dejado que hagáis lo que os dé la gana, pero eso se acaba esta noche.
Su mirada recorrió la habitación en busca de los ojos de todos y cada uno de nosotros, para asegurarse de que estábamos escuchando. Cuando me llegó el tur­no, le mantuve la mirada durante un solo segundo y se me fueron los ojos hacia la puerta. Corregí al instante, pero su mirada había proseguido el mismo camino. Me pregunté si se habría percatado de mi desliz. ¿O tal vez ni siquiera me había visto aquí, junto a Fred?
-Tenemos un enemigo -anunció Riley.
Hizo una breve pausa para que aquel mensaje cala­se. Podía notar que la idea resultaba impactante para unos cuantos de los vampiros que había en aquel sóta­no. El enemigo era Raoul o, si estabas con Raoul, Kristie. El enemigo estaba allí dentro porque el mundo se reducía a lo que allí había. La idea de que en el exterior hubiese otras fuerzas lo bastante poderosas para afectadnos era nueva para la mayoría. Ayer también habría sido nueva para mí.
-Algunos de vosotros habréis sido lo bastante listos como para caer en la cuenta de que, si nosotros existi­mos, también existen otros vampiros. Vampiros de ma­yor edad, mayor inteligencia... y mayor talento. ¡Otros vampiros que quieren nuestra sangre!
Raoul bufó un siseo, y varios de sus acólitos le imita­ron en señal de apoyo.
-Eso es -dijo Riley, que parecía resuelto a azuzar­los-. Seattle fue una vez suyo, pero se trasladaron hace mucho tiempo. Ahora tienen noticia de nosotros y sien­ten celos de la sangre fácil que antes tenían aquí. Saben que ahora nos pertenece a nosotros, aunque la quieren recuperar. Y van a venir a por lo que desean. Uno por uno, ¡nos darán caza a todos! ¡Nosotros arderemos mien­tras ellos se dan un festín!
   -Eso nunca -rugió Kristie.
Algunos de los suyos y otros del grupo de Raoul ru­gieron con ella.
-No tenemos muchas oportunidades -nos dijo Riley-. Si esperamos a que aparezcan por aquí, la ventaja será suya. Al fin y al cabo, éste es su territorio. No quie­ren encontrarse con nosotros en un ataque frontal por­que los superamos en número y somos más fuertes que ellos. Quieren cazarnos por separado, aprovecharse de nuestra mayor debilidad. ¿Hay alguien aquí lo bastante listo como para saber cuál es?
Señaló las cenizas a sus pies -ahora desparramadas por la alfombra e irreconocibles como los restos de un vampiro- y esperó.
Nadie movió un dedo.
Riley emitió un sonido de asco.
-¡Unión! -gritó-. ¡Carecemos de ella! ¿Qué tipo de amenaza podemos suponer cuando no dejamos de ma­tarnos los unos a los otros? -Dio un puntapié al polvo de ceniza y levantó una pequeña nube oscura-. ¿Os los podéis imaginar riéndose de nosotros? Piensan que arre­batarnos la ciudad les resultará sencillo, ¡que nuestra estupidez nos hace débiles! Que les entregaremos nues­tra sangre en bandeja, sin más.
La mitad de los vampiros soltó gruñidos de protesta.
-¿Seréis capaces de trabajar juntos, o vamos a morir todos?
-Podemos con ellos, jefe -gruñó Raoul.
Riley le miró con cara de pocos amigos.
-¡No, si no eres capaz de controlarte! No, si no eres capaz de cooperar con todos y cada uno de los presen­tes en esta sala. Aquel a quien elimines -el dedo de su pie volvía a juguetear con las cenizas- podría ser quien te hubiese mantenido con vida. Cada uno de tu aquela­rre al que matas es como un regalo que les haces a nues­tros enemigos. « ¡Venid!», les estás diciendo, « ¡acabad con nosotros!»
Kristie y Raoul intercambiaron una mirada como si se estuviesen viendo por primera vez. Otros hicieron lo mismo. La palabra aquelarre no era desconocida, pero ninguno de nosotros la había aplicado antes a nuestro grupo. Eramos un aquelarre.
-Os hablaré de nuestros enemigos -dijo Riley, y to­das las miradas se clavaron en su rostro—. Es un aquela­rre mucho más antiguo que nosotros. Llevan cientos de años por aquí y algún motivo habrá para que hayan so­brevivido tanto tiempo. Son astutos y hábiles, y vienen confiados a recuperar Seattle, ¡porque les han dicho que los únicos con quienes tendrán que luchar para lo­grarlo son una banda de críos desorganizados que va a hacer la mitad del trabajo por ellos!
Más rugidos, aunque algunos mostraban menos ira que cautela. Unos pocos de los vampiros más tranqui­los, esos a los que Riley llamaría «mansos», parecían in­quietos.
Riley también lo percibió.
-Así es como ellos nos ven, pero eso es porque no pueden vernos juntos. Juntos podemos aplastarlos. Si nos pudieran ver a todos, codo con codo, luchando jun­tos, estarían aterrorizados. Y así es como nos van a ver. Porque no vamos a estar esperando a que aparezcan por aquí y empiecen a eliminarnos de uno en uno. Den­tro de cuatro días, les tenderemos una emboscada.
¿Cuatro días? Me había imaginado que nuestra creadora no desearía apurar tanto la fecha tope. Volví a mi­rar la puerta cerrada. ¿Dónde estaba Diego?
Otros reaccionaron con sorpresa ante el plazo de tiempo, algunos con temor.
-Es lo último que se esperan -nos tranquilizó Riley-: Todos nosotros, juntos, aguardándolos. Y he deja­do lo mejor para el final. Sólo son siete.
Se produjo un instante de silencio incrédulo. En­tonces Raoul dijo:
-¿Qué?
Kristie miraba fijamente a Riley con la misma expre­sión de incredulidad, y escuché como el sonido apaga­do de los susurros recorría la estancia.
-¿Siete?
-¿Es una broma?
-Eh -dijo Riley con brusquedad-. No os estaba to­mando el pelo cuando he dicho que este aquelarre es peligroso. Son astutos y... taimados. Solapados. Noso­tros contaremos con la fuerza, ellos con el engaño. Si les seguimos el juego, nos derrotarán, pero si lo lleva­mos a nuestro terreno...
Riley no finalizó la frase, se limitó a sonreír.
-Vayamos ahora -propuso Raoul.
-Borrémoslos rápidamente del mapa -gruñó Kevin entusiasmado.
-Echa el freno, imbécil. Lanzarnos a ciegas no va a ayudar a vencernos -le reprendió Riley.
-Cuéntanos todo lo que debamos saber sobre ellos -le pidió Kristie al tiempo que dirigía una mirada de su­perioridad a Raoul.
Riley vaciló, como si estuviese decidiendo cómo de­cirnos algo.
-Muy bien. ¿Por dónde empiezo? Imagino que lo pri­mero que debéis saber es... que no sabéis aún todo lo que hay que saber sobre los vampiros. No quería abru­maros al principio. -Hizo otra pausa mientras todos pa­recían confusos-. Ya tenéis una ligera experiencia con lo que llamamos «talento». Tenemos a Fred.
Todos se volvieron hacia Fred, o más bien lo inten­taron. Por la expresión en el rostro de Riley, podía decir que a Fred no le gustaba verse señalado. Parecía como si Fred hubiese elevado la intensidad de su «talento», como lo llamaba Riley, quien se encogió y apartó la mi­rada de inmediato. Yo seguía sin sentir nada.
-Sí, veréis, hay algunos otros vampiros que poseen dones más allá de una fuerza y unos sentidos extraordi­narios. Ya habéis visto algún aspecto en... nuestro aque­larre. -Se cuidó de no volver a pronunciar el nombre de Fred-. Los dones son poco usuales, uno de cada cin­cuenta, quizás, y todos son diferentes. Hay una amplia gama de ellos por ahí, unos más poderosos que otros.
Hubo un gran murmullo mientras la gente se pre­guntaba si ellos los podrían poseer. Raoul se pavoneaba como si ya hubiera decidido que él tenía un don. Hasta donde yo sabía, el único que era especial allí en algún sentido se encontraba justo a mi lado.
-¡Prestad atención! -ordenó Riley-. No os estoy con­tando esto para vuestra diversión.
-Este aquelarre enemigo que dices... -intervino Kristie-, ellos sí poseen dones, ¿verdad?
Riley le dedicó un gesto de asentimiento en señal de aprobación.
-Exacto. Me alegra que contemos con alguien ca­paz de seguir la línea de puntos. -El labio superior de  Raoul formó una mueca que mostró sus dientes-. Ese aquelarre está peligrosamente dotado -prosiguió  Riley-. Uno de ellos es capaz de leer la mente. -Examinó nuestros rostros para ver si captábamos la importancia de aquella revelación. La conclusión que obtuvo no pa­reció satisfacerle-. ¡Pensad, chavales! Sabrá todo lo que tengáis en la cabeza. Si le atacáis, conocerá el movi­miento que vayáis a hacer antes incluso de que vosotros seáis conscientes de ello. Si vais por la izquierda, allí os estará esperando.
Una quietud nerviosa se apoderó de todos mientras nos lo imaginábamos.
-Ese es el motivo por el que hemos sido tan cautelo­sos; yo y quien os creó.
Kristie dio un respingo y se apartó de él cuando la mencionó. Raoul parecía más enfadado. Los nervios se tensaron por doquier.
-No conocéis su nombre, ni sabéis qué aspecto tie­ne. Esto nos protege a todos. Si ellos se tropezaran con cualquiera de vosotros a solas, no se darían cuenta de vuestra conexión con ella, así os dejarían tranquilos. De saber que formáis parte de su aquelarre, vuestra ejecu­ción sería inmediata.
Aquello no tenía sentido para mí. ¿No la protegía a ella el secretismo más que a cualquiera de nosotros? Ri-ley se apresuró a continuar antes de que dispusiéramos de demasiado tiempo para evaluar su afirmación.
-Ahora que han decidido trasladarse a Seattle, por supuesto, ya no tiene importancia. Los sorprenderemos cuando vengan de camino, y los aniquilaremos. -Dejó escapar entre los dientes un silbido grave, de una sola nota-. Y se acabó. Después, no sólo la ciudad entera              será nuestra, sino que otros aquelarres sabrán que a no­sotros no se nos toca las narices. No nos veremos obliga­dos ya a ocultar tanto nuestro rastro. Habrá tanta sangre como queráis, para todos. Cazaremos todas las noches. Nos mudaremos al centro de la ciudad, y la domina­remos.
Los rugidos y gruñidos sonaron como un aplauso. Todo el mundo estaba con él. Excepto yo. No me moví, no hice un ruido. Tampoco lo hizo Fred, pero ¿quién sabe por qué?
Yo no estaba con Riley porque sus promesas sona­ban a mentira. De lo contrario, toda mi secuencia lógi­ca era errónea. Riley había dicho que el motivo que im­pedía que cazásemos sin preocupación ni restricciones se debía únicamente a este aquelarre enemigo, pero aquello no encajaba con el hecho de que todos los de­más vampiros debían de estar siendo discretos, o los hu­manos habrían sabido de su existencia hace mucho tiempo.
No podía concentrarme en resolver aquello porque la puerta en lo alto de las escaleras seguía sin moverse. Diego...
-Pero esto lo tenemos que hacer juntos. Hoy os guiaré a través del aprendizaje de algunas técnicas. Téc­nicas de combate. Consiste en algo más que gatear por el suelo como críos. Cuando oscurezca, saldremos afue­ra y practicaremos. Quiero que os esforcéis en vuestro entrenamiento, y que os mantengáis bajo control. ¡No voy a perder a otro miembro de este aquelarre! Todos nos necesitamos los unos a los otros, todos y cada uno de nosotros. No voy a tolerar más estupideces. Si creéis que no tenéis por qué escucharme, os equivocáis. -Realizó una breve pausa de un segundo, y los músculos de su rostro adoptaron una nueva disposición-. Y os daréis cuenta de lo equivocados que estáis cuando os lleve ante ella-me estremecí y noté como el temblor recorría la habitación, cuando todos los demás también lo hicie­ron-, y os sujete mientras os arranca las piernas y des­pués, despacio, muy despacio, os quema los dedos de las manos, las orejas, los labios, la lengua y cualquier otro apéndice superficial uno por uno.
Todos habíamos perdido un miembro al menos, y todos habíamos sentido el ardor del fuego al convertir­nos en vampiros, de manera que nos resultaba sencillo imaginar cómo sería aquello, aunque lo aterrador no era la propia amenaza en sí. Lo que daba verdadero pa­vor era el rostro de Riley cuando lo dijo. No es que la cara se le retorciese de ira como le solía pasar cuando se enfadaba. Estaba calmado y frío, terso y hermoso, sus la­bios describían una leve curva en las comisuras, en una ligera sonrisa. De repente tuve la impresión de que aquél era un nuevo Riley. Algo había cambiado en él, lo había endurecido, pero no era capaz de imaginar qué podía haber pasado en una sola noche que le produje­se aquella sonrisa cruel y perfecta.
Aparté la mirada con un pequeño temblor y vi que la sonrisa de Raoul había cambiado para imitar la de Ri­ley. Casi podía ver los engranajes girando dentro de la cabeza de Raoul. Ya no mataría tan rápido a sus víctimas en el futuro.
-Muy bien, vamos a formar equipos de manera que podamos trabajar en grupos -dijo Riley con una expre­sión de nuevo normal en el rostro-. Kristie, Raoul, reu­nid a los vuestros y a continuación repartid al resto en grupos equilibrados. ¡Sin peleas! Enseñadme que lo po­déis hacer de un modo racional. Demostrad lo que valéis.
Se apartó de aquellos dos ignorando el hecho de que se liaron casi de inmediato a discutir, y describió un recorrido en arco por el extremo de la habitación. Con­forme pasaba iba tocando en el hombro a algunos vam­piros y los mandaba a uno de los nuevos líderes o al otro. Al principio no me di cuenta de que se dirigía ha­cia mí gracias al paseo tan largo que se había dado.
-Bree -me dijo con un gesto forzado en los ojos ha­cia donde yo me encontraba, como si le estuviese cos­tando mucho. Me quedé como un bloque de hielo. Ha­bría captado mi rastro. Estaba muerta-. ¿Bree? -repitió en un tono más suave ahora, y su voz me recordó la pri­mera vez que me habló, cuando me trató con amabili­dad. Prosiguió en una voz más baja aún-: Le prometí a Diego que te daría un mensaje. Me dijo que eran cosas de ninjas. ¿Tiene eso algún sentido para ti?
Aún no podía mirarme, pero se encontraba cada vez más cerca.
-¿Diego? -murmuré.
No pude evitarlo.
Riley esbozó una ligerísima sonrisa.
-¿Podemos hablar? -Señaló la puerta con un movi­miento de la cabeza-. He comprobado todas las venta­nas, el primer piso está totalmente a oscuras y es seguro.
Sabía que, una vez que me apartase de Fred, ya no estaría tan a salvo, pero debía oír lo que Diego había querido contarme. ¿Qué había pasado? Tenía que ha­berme quedado con él, haber ido juntos a ver a Riley.
Le seguí a través de la habitación con la cabeza baja. Le dio instrucciones a Raoul, hizo un gesto de asentimiento en dirección a Kristie, y subimos las escaleras. Vi con el rabillo del ojo que algunos observaban con cu­riosidad adonde se dirigía.
Atravesó la puerta delante de mí. La cocina de la casa se encontraba, tal como él había prometido, total­mente a oscuras. Me hizo un gesto para que fuese tras él y me condujo por un pasillo oscuro, dejamos atrás las puertas abiertas de varios dormitorios, y cruzamos otra puerta que tenía cerradura para una llave. Acabamos en el garaje.
-Eres valiente -me comentó en voz muy baja-; o confiada de verdad. Pensé que me costaría más trabajo traerte al piso de arriba en pleno día. -Adiós... tenía que haberme mostrado más nerviosa. Demasiado tarde ya. Me encogí de hombros-. Así que Diego y tú estáis muy unidos, ¿verdad? -me preguntó exhalando apenas las palabras.
Quizá los demás aún hubieran podido oírle de ha­ber estado todo el mundo en silencio en el sótano, pero en aquel preciso instante había mucho ruido allí abajo.
Me volví a encoger de hombros.
-Me salvó la vida -susurré.
Riley elevó la barbilla, casi en un gesto de asenti­miento, pero no lo era en realidad, y evaluó mi respues­ta. ¿Me creía? ¿Pensaba que aún temía a la luz del sol?
-Es el mejor -dijo Riley-. El chico más listo que tengo.
Asentí una vez.
-Hemos tenido una pequeña charla acerca de la si­tuación -prosiguió Riley-. Hemos coincidido en que necesitamos vigilancia. Ir a ciegas resulta demasiado pe­ligroso. El es el único en quien confío para que se adelante a echar un vistazo. -Bufó, casi en un ademán de enfado- ¡Ojalá tuviese dos como él! Raoul pierde los estribos con demasiada facilidad, y Kristie está demasia­do preocupada consigo misma como para tener una vi­sión global. Pero son los mejores que tengo, y me ten­dré que apañar. Diego me ha dicho que tú también eres lista. -Aguardé, al no estar segura de cuánto sabía Riley de nuestra historia-. Necesito que me ayudes con Fred. ¡Menuda fuerza tiene ese chico! Esta noche ni siquiera podía mirarle.
Volví a asentir, cautelosa.
-Imagínate que tus enemigos ni siquiera te pudie­sen mirar. ¡Qué fácil resultaría! -continuó.
Yo no creía que a Fred le fuese a gustar la idea, pero quizá me equivocaba. No parecía que le importase lo más mínimo aquel aquelarre nuestro. ¿Querría salvar­nos? No respondí a Riley.
-Tú pasas mucho tiempo con él.
Hice un gesto de indiferencia.
-Ahí nadie me molesta. No es fácil.
Riley frunció los labios y asintió.
-Lista, como me ha dicho Diego.
-¿Dónde está Diego?
No tenía que haber preguntado. Las palabras salie­ron de mi boca por su propia voluntad. Aguardé con ansiedad, intenté mostrar indiferencia y seguramente fracasé.
-No tenemos tiempo que perder. Le he enviado al sur en cuanto he sabido lo que se avecina. Si nuestros enemigos deciden atacar antes, necesitamos estar sobre aviso. Diego se encontrará con nosotros cuando vaya­mos contra ellos.
Intenté imaginar por dónde andaría Diego en ese momento. Ojalá estuviera allí con él. Quizá pudiese con­vencerle y evitar que hiciese la voluntad de Riley y de paso impedir que se colocase en primera línea de fue­go. Pero quizá no. Parecía que Diego y Riley eran uña y carne, justo como me había temido.
-Diego quería que te dijese algo. -Mis ojos se clava­ron bruscamente en él. Demasiado rápido, demasiada ansia. La cagué otra vez-. Para mí no tenía ningún sen­tido, pero dijo: «Cuéntale a Bree que ya tengo el saludo, que se lo enseñaré dentro de cuatro días, cuando nos veamos». No tengo ni idea de a qué se refería. ¿Signifi­ca algo para ti?
Intenté forzar una cara de póquer.
-Tal vez. Me dijo algo así como que tenía que encon­trar un saludo secreto para su cueva submarina. Una es­pecie de contraseña. No era más que una broma. No sé muy bien a qué se refiere ahora.
Riley se carcajeó.
-Pobre Diego.
-¿Qué?
-Creo que le gustas a ese chico mucho más de lo que él te gusta a ti. -Ah.
Aparté la mirada, confundida. ¿Me enviaba Diego este mensaje como un medio de hacerme saber que po­día confiar en Riley? Pero él sin embargo no le había di­cho a Riley que yo sabía lo del sol. Aun así, Diego debía de haber confiado mucho en Riley para contarle tanto, para mostrarle a Riley que yo le importaba. Aun así pen­sé que lo más inteligente sería mantener la boca cerra­da. Habían cambiado demasiadas cosas.                            
-No le des calabazas aún, Bree. Es el mejor, como te he dicho. Dale una oportunidad.
¿Riley dándome consejos románticos? Aquello sí que no podía ser más extraño. Sacudí la cabeza una vez Y dije:
-Claro.
-Mira a ver si puedes hablar con Fred. Asegúrate de que está en nuestro barco. Me encogí de hombros. -Haré lo que pueda. Riley sonrió.
-Genial. Ya te apartaré antes de que nos vayamos para que así puedas contarme cómo ha ido. Lo haré de manera informal, no como esta noche. No quiero que se sienta como si le estuviese espiando.
-Vale.
Riley me hizo un gesto para que le siguiese y se diri­gió de vuelta al sótano.
El entrenamiento duró todo el día, pero yo no tomé parte en él. Después de que Riley regresase con sus lí­deres de equipo, yo ocupé mi lugar junto a Fred. Los demás se habían dividido en cuatro grupos de cuatro, bajo la dirección de Raoul y Kristie. Nadie había escogi­do a Fred, o tal vez él les hubiese hecho caso omiso, o quizá ni siquiera fueran capaces de ver que estaba allí. Yo aún podía verle. Destacaba: el único que no partici­paba, un gran elefante rubio en la habitación.
Yo tampoco albergaba deseo alguno de ofrecerme para formar parte del equipo de Raoul o el de Kristie, así que me limité a observar. Nadie parecía haberse da­do cuenta de que yo estaba ahí sentada al margen, con Fred. A pesar de que debíamos de ser algo parecido a invisibles gracias al «talento» de Fred, yo me sentía ho­rriblemente obvia. Ojalá fuera también invisible a mis ojos, ojalá pudiera ver también la ilusión óptica y así con­fiar en ella. Aun así, nadie reparó en nosotros, y pasado un rato, pude casi relajarme.
Observé el entrenamiento con atención. Deseaba estar al tanto de todo, por si acaso. No tenía intención de combatir, sino de encontrar a Diego y largarnos de allí. Pero ¿y si Diego quería luchar? O ¿qué pasaría si tu­viéramos que pelear para escaparnos de los demás? Más me valía prestar atención.
Sólo una vez hubo alguien que preguntó por Diego. Fue Kevin, aunque me daba la sensación de que obede­cía órdenes de Raoul.
-Al final a Diego lo han achicharrado, ¿eh? -pre­guntó Kevin en un forzado tono jocoso.
-Diego está con ella -contestó Riley, y nadie tuvo que preguntar a quién se refería-. De vigilancia.
Algunos sintieron un escalofrío, y nadie volvió a de­cir nada sobre Diego.
¿Estaba de verdad con ella? La idea me encogía el corazón. Tal vez Riley lo dijera tan sólo para evitar que los demás le preguntasen. Era probable que no quisie­ra que Raoul se pusiese celoso o se sintiera por debajo de Diego justo cuando Riley lo necesitaba en su estado de ánimo más arrogante posible. No podía estar segura y tampoco iba a preguntar. Guardé silencio, como siem­pre, y observé las prácticas.
En el fondo, ver aquello era aburrido, me daba sed. Riley no dio tregua a su ejército durante tres días y dos noches seguidas. Durante el día era más difícil mante­nerse al margen a causa de lo hacinados que estábamos todos en el sótano. En cierto modo, a Riley le facilitaba las cosas: le solía dar tiempo de parar una pelea antes de que pasara a mayores. En el exterior, de noche, había más espacio para que los unos se moviesen alrededor de los otros, pero Riley se la pasaba entera ocupado co­rriendo de aquí para allá para recoger extremidades y devolvérselas a sus propietarios con rapidez. Contenía bien su carácter y, esta vez, anduvo bastante listo a la hora de encontrar todos los mecheros. Yo habría apos­tado por que la situación acabaría por descontrolarse, por que perderíamos al menos un par de miembros del aquelarre con Raoul y Kristie de refriega sin parar du­rante días. Pero Riley ejercía sobre ellos un control muy superior al que yo creía posible.
Sin embargo, todo era principalmente a base de re­petición. Me percaté de que Riley no paraba de decir siempre lo mismo, una y otra vez: «Trabaja en equipo, vigila tu espalda, no vayas de frente a por ella»; «trabaja en equipo, vigila tu espalda, no vayas de frente a por él»; «trabaja en equipo, vigila tu espalda, no vayas de frente a por ella». Era ridículo, de verdad, y lograba que el gru­po pareciese increíblemente estúpido. Pero tenía la se­guridad de que yo habría sido igual de estúpida de ha­berme encontrado metida de lleno en el combate con ellos en lugar de verlo tranquila desde la barrera al lado de Fred.
En cierto modo me recordó al modo en que Riley nos había inculcado el miedo al sol. La repetición cons­tante.
Aun así, aquello era tan aburrido que, tras aproxima­damente diez horas en aquel primer día, Fred sacó una baraja de cartas y se puso a hacer solitarios. Eso era más interesante que ver los mismos errores una y otra vez, así que pasé la mayor parte del tiempo observándole.
Alrededor de otras doce horas más tarde -volvíamos a estar dentro- le di un golpecito a Fred con el codo para señalarle un cinco rojo que podía colocar. Asintió y movió la carta. Después de esa mano, repartió cartas para los dos y jugamos al rummy. No dijimos una pala­bra, pero Fred sonrió un par de veces. Nadie nos miró ni nos pidió que nos uniésemos a ellos.
No había intervalos de caza y, conforme pasaba el tiempo, aquello iba siendo más y más difícil de ignorar. Las peleas estallaban con mayor regularidad y a la me­nor provocación. Las órdenes de Riley se volvieron más estridentes, incluso él mismo arrancó un par de brazos. Intenté olvidar la ardiente sed en la medida de lo posi­ble -al fin y al cabo, Riley también debía de estar su­friéndola, así que aquello no podía durar para siem­pre- pero la sed era prácticamente la única cosa que tenía en la cabeza. Fred comenzaba a mostrar un aspec­to bastante tenso.
La tercera noche, temprano -faltaba un día y, cuan­do pensaba en el paso del tiempo, se me hacía un nudo en el estómago vacío-, Riley ordenó detener todos los combates ficticios.
-Venid aquí, chicos -nos dijo.
Todos formamos algo parecido a un semicírculo frente a él. Los grupos originales se mantuvieron jun­tos, así que el entrenamiento no había modificado nin­guna de aquellas alianzas. Fred se guardó las cartas en el bolsillo de atrás y se puso en pie. Yo permanecí a su lado con la confianza de que su aura de repulsión me ocultase.
-Lo habéis hecho bien -nos dijo-. Esta noche tenéis una recompensa. Beberéis, porque mañana vais a de­sear vuestra fuerza. -Casi todo el mundo soltó rugidos de alivio—. Y digo desear y no necesitar por una razón -prosiguió-. Creo, chicos, que lo habéis conseguido. Ha­béis sido inteligentes y habéis hecho un gran esfuerzo. ¡Nuestros enemigos no van a saber de dónde les vienen los golpes!
Kristie y Raoul rugieron, y sus compañías los imita­ron enseguida. Me sorprendió verlo, pero en ese mo­mento parecían un ejército. No es que estuviesen desfi­lando en formación ni nada por el estilo, pero había cierta uniformidad en su respuesta. Como si todos for­maran parte de un gran organismo. Como siempre, Fred y yo éramos las flagrantes excepciones, pero pensé que sólo Riley podía fijarse apenas un poco en nosotros: ca­da dos por tres su mirada escrutaba la zona en la que nos encontrábamos, prácticamente como si lo compro­base para tener la certeza de que aún sentía el talento de Fred. Y a Riley no parecía importarle que no nos unié­semos. Al menos por ahora.
-Quieres decir mañana por la noche, ¿verdad, jefe? -aclaró Raoul.
-Así es -dijo Riley con una extraña sonrisita.
Al parecer, ningún otro reparó en nada extraño en su respuesta, a excepción de Fred. Bajó la mirada hacia mí con una ceja arqueada. Yo me encogí de hombros.
-¿Estáis listos para vuestra recompensa? -Su peque­ño ejército rugió en respuesta-. Esta noche vais a tener un adelanto de cómo será nuestro mundo cuando nues­tra competencia esté fuera del mapa. ¡Seguidme!
Riley se alejó a grandes zancadas. Raoul y su equipo le pisaban los talones. El grupo de Kristie comenzó a dar empujones y zarpazos en medio de ellos para lograr ponerse al frente.
-¡No me hagáis cambiar de opinión! -vociferó Riley desde los árboles que había más adelante-. Os podéis morir de sed. ¡Me da igual!
Kristie ladró una orden, y su grupo se situó con hos­quedad detrás del de Raoul. Fred y yo esperamos a que el último hubiera desaparecido de nuestra vista. Enton­ces Fred realizó con el brazo uno de esos gestos de «las damas primero». No fue como si temiese tenerme a su espalda, sólo estaba siendo educado. Comencé a correr tras el ejército.
Los demás ya nos llevaban una buena ventaja, pero no suponía ningún esfuerzo seguir su olor. Fred y yo co­rrimos en un amigable silencio. Me preguntaba en qué estaría pensando. Tal vez sólo estuviese sediento. Yo ar­día, así que él probablemente también. Alcanzamos al grupo en unos cinco minutos, pero mantuvimos la dis­tancia.
La tropa se movía en un silencio sorprendente. Estaban concentrados y aún más... eran disciplinados. En cierto modo deseé que Riley hubiese empezado antes la instrucción. Era más fácil andar con este grupo.
Cruzamos por encima de una autovía vacía, otra fran­ja de bosque y nos encontramos en una playa. El agua estaba en calma y nos habíamos dirigido casi directos al norte, así que aquello debía de ser el estrecho. No había­mos pasado cerca de ningún lugar habitado, y estaba se­gura de que había sido a propósito. Sedientos e irritables, no haría falta demasiado para que aquella pizca de orga­nización se disolviese en una escandalosa masacre.
Nunca habíamos ido de caza todos juntos, y ahora tenía la seguridad de que no se trataba de una buena idea. Recordaba a Kevin y a Spiderman peleándose por la mujer del coche aquella primera noche que hablé con Diego. Más le valdría a Riley disponer de un buen montón de cuerpos para nosotros o la gente iba a em­pezar a matarse entre sí para conseguir el máximo de sangre.
Riley se detuvo en la orilla.
-No os reprimáis -nos dijo-. Os quiero bien alimen­tados y fuertes: a tope. Ahora... vamos a pasarlo bien.
Se sumergió con suavidad en la marea. Los demás también lo hicieron, pero soltando rugidos de exalta­ción. Fred y yo los seguimos más de cerca que antes ya que no podríamos rastrear su olor bajo el agua. Pero pude notar que Fred dudaba, listo para salir pitando si aquello era algo más que un bufet libre. Al parecer no se fiaba de Riley ni una pizca más que yo.
No habíamos nadado mucho y ya vimos que los de­más se dirigían a la superficie. Fred y yo lo hicimos los últimos, y Riley comenzó a hablar en cuanto nuestras dos cabezas asomaron fuera del agua, como si nos hu­biese estado esperando. Él debía de sentir a Fred más que el resto.
-Ahí está -dijo señalando un gran ferry que mar­chaba con rumbo sur, probablemente en su último tra­yecto de la noche desde Canadá-. Dadme un minuto. Cuando se quede a oscuras, es todo vuestro.
Se produjo un murmullo nervioso. A alguien se le escapó una risa tonta. Riley salió como un tiro y, segun­dos después, le vimos subir volando uno de los costados del enorme barco. Se fue directo a la torre de control, en lo alto del barco. A silenciar la radio, apostaba yo. Él podría decir todo cuanto quisiese acerca de que aque­llos enemigos fuesen la razón de tener cuidado, pero yo estaba segura de que había mucho más que eso. Se su­ponía que los humanos no habían de saber de los vam­piros. Al menos, no por mucho tiempo, lo justo para matarlos.
Riley arrancó de una patada el vidrio de una gran ventana y desapareció dentro de la torre. Cinco segun­dos después se apagaron las luces.
Me di cuenta de que Raoul ya se había ido. Debía de haberse sumergido para que así no pudiésemos oír có­mo se iba detrás de Riley. Todos los demás se pusieron en marcha, y el agua se removió como si un enorme ban­co de barracudas se lanzase al ataque.
Fred y yo fuimos nadando detrás de ellos a un ritmo relativamente cómodo. De una forma muy graciosa, era como si fuésemos un matrimonio de abuelos. Nunca hablábamos, pero seguíamos haciendo las cosas exacta­mente al mismo tiempo.
Llegamos al barco unos tres segundos más tarde, y el aire ya se había colmado de gritos y del cálido aroma de la sangre. El olor me hizo percatarme de lo sedienta que estaba, y eso fue lo último en que reparé. Mi cere­bro se desenchufó por completo. No había nada más que el dolor feroz en mi garganta y la deliciosa sangre -sangre por doquier- que prometía extinguir aquel fuego.
Cuando todo terminó y en el barco no quedó un solo corazón que latiese, yo ya no sabía a cuánta gente había matado. Con facilidad, más del triple que en mis anteriores salidas de caza. Me había puesto morada. Bebí mucho más allá del punto en el que se había aplaca­do mi sed por completo, sólo por el sabor de la sangre. La mayoría de la del barco estaba limpia y deliciosa, sus pasajeros no eran escoria. A pesar de no haberme co­medido, probablemente yo me encontraría en la parte baja de la clasificación por número de víctimas. Raoul estaba rodeado de cadáveres despedazados, que en rea­lidad formaban una pila. El se había sentado en lo alto de su montaña de muertos y se reía solo, escandalosa­mente.
No era el único que se reía. El oscuro barco rebosa­ba sonidos de deleite. Oí a Kristie decir:
-Ha sido increíble, ¡tres hurras por Riley!
Y parte de su grupo formó un estridente coro de hu­rras, igual que una banda de borrachos felices.
Jen y Kevin se asomaron empapados a la cubierta.
-Hemos pillado a todos, jefe -gritó Jen a Riley.
De manera que algunos humanos habían intentado huir a nado. Yo ni me había dado cuenta.
Miré a mí alrededor en busca de Fred. Me costó un buen rato encontrarlo. Me percaté por fin de que no podía fijar la vista en la esquina del fondo, junto a las máquinas expendedoras, y me dirigí hacia allí. Al prin­cipio me sentí como si el balanceo del ferry me estuvie­se mareando, pero entonces me acerqué lo bastante co­mo para que aquella sensación se desvaneciese y pude ver a Fred de pie junto a la ventana. Me dedicó una rá­pida sonrisa y elevó la mirada por encima de mi cabeza. La seguí y vi que observaba a Riley. Me pareció que lle­vaba haciéndolo un buen rato.
-Muy bien, chicos -dijo Riley-, ya habéis probado la vida placentera, ¡pero ahora tenemos un trabajo que hacer! -Todos rugieron con entusiasmo-. Tengo tres úl­timas cosas que contaros, y una de ellas incluye un pe­queño postre, así que ¡hundamos esta gabarra y volva­mos a casa!
El ejército empezó a desmantelar el barco entre una mezcla de risas y gruñidos. Fred y yo saltamos por la ven­tana y observamos la maniobra desde una corta distan­cia. El ferry no tardó mucho en arrugarse en el centro con un estruendo de metal. La sección central se hun­dió primero, de manera que la proa y la popa se retor­cieron y se elevaron apuntando al cielo. Se hundieron la una detrás de la otra; la popa ganó a la proa por unos pocos segundos. El banco de barracudas se dirigió ha­cia nosotros. Fred y yo nadamos a la orilla.
Corrimos a casa con los demás, si bien mantuvimos nuestra distancia. Fred me miró un par de veces como si me quisiera decir algo, pero en ambas ocasiones pare­ció haber cambiado de opinión.
De vuelta en el refugio, Riley hizo que el ambiente de celebración amainase. Aun habiendo pasado unas horas, seguía en sus trece por intentar que todo el mun­do volviera a la senda de la seriedad. Por una vez, no eran discusiones lo que tenía que calmar, sino la eufo­ria. Si, tal como yo pensaba, las promesas de Riley resul­taban falsas, iba a verse metido en un lío cuando finali­zase la emboscada. Ahora que todos estos vampiros se habían dado un verdadero festín, no iban a volver a acep­tar ningún tipo de restricción con facilidad. Por esta no­che, no obstante, Riley era un héroe.
Finalmente -un buen tiempo después de que salie­ra el sol, según mis cálculos-, todo el mundo guardaba silencio y prestaba atención. Por la expresión en sus caras se diría que estaban dispuestos a escuchar cualquier cosa que él tuviera que decirles.
Riley subió las escaleras hasta la mitad con el rostro serio.
-Tres cosas -arrancó-. Primero, queremos estar se­guros de que atacamos al aquelarre correcto. Si por acci­dente nos tropezásemos con otro clan y los matásemos, pondríamos nuestras cartas al descubierto. Queremos que nuestros enemigos se confíen en exceso y que estén desprevenidos. Hay dos cosas que identifican a este aque­larre. Una, su aspecto distinto: tienen los ojos amarillos.
Se produjo un murmullo por la confusión.
-¿Amarillos? -repitió Raoul en un tono de asco.
-Ahí fuera hay mucho del mundo de los vampiros con lo que aún no os habéis encontrado. Ya os dije que este clan tiene muchos años. Sus ojos son más débiles que los nuestros, amarillean por la edad. Otra ventaja de nuestro lado -asintió para sí, como si se estuviera di­ciendo «una cosa menos»-. Pero existen otros vampiros mayores, de manera que hay otro modo de reconocer­los con seguridad... y es aquí donde entra en juego el postre que mencioné. -Riley sonrió de un modo astuto y aguardó un instante-. Esto va a ser difícil de procesar -advirtió-. Yo no lo entiendo, aunque lo he visto con mis propios ojos. Estos vampiros ancianos se han ablan­dado tanto que incluso tienen como miembro de su aquelarre a un humano de su agrado.
La revelación fue recibida con un rotundo silencio. Con total incredulidad.
-Lo sé, es difícil de digerir, pero es la verdad. Sabre­mos sin duda que son ellos porque los acompañará una chica humana.
-Pero... ¿cómo? -preguntó Kristie-. ¿Quieres decir que van por ahí con la comida a cuestas o algo así?
-No. Se trata siempre de la misma chica, la única, y no tienen intención de matarla. No sé cómo lo consi­guen, ni por qué. Tal vez sólo quieran mostrarse dife­rentes. Quizá quieran presumir de su autocontrol. Tal vez piensen que eso los hace parecer más fuertes. Para mí no tiene sentido, pero la he visto. Es más, la he olido. -Con parsimonia y dramatismo, Riley rebuscó en su ca­zadora y extrajo una bolsa de plástico hermética que contenía una tela roja-. En las últimas semanas he hecho alguna labor de reconocimiento para tener controlado al clan de los ojos amarillos tan pronto como se acerca­se. -Hizo una pausa para dedicarnos una mirada pater­nal-. Yo cuido de mis chicos. Muy bien, en el instante en que vi que venían a por nosotros, me hice con esto -mos­tró la bolsa- para ayudarnos a rastrearlos. Quiero que todos os familiaricéis con este olor.
Le entregó la bolsa a Raoul, que abrió el cierre a presión e inhaló con fuerza. Miró a Riley con cara de sorpresa.
-Lo sé -dijo Riley-. Sorprendente, ¿verdad?
Raoul entrecerró los ojos en un gesto pensativo y le pasó la bolsa a Kevin.
Uno por uno, todos los vampiros olisquearon la bol­sa, y todos reaccionaron con unos ojos exageradamen­te abiertos, ningún otro gesto. Sentía tanta curiosidad que me escabullí de Fred hasta que percibí la náusea y supe que me hallaba fuera de su perímetro. Fui avan­zando hasta llegar junto a Spiderman, que parecía ser el último de la fila. Cuando le llegó su turno, olisqueó el interior de la bolsa y estuvo a punto de devolvérsela al chico que se la había pasado a él, pero levanté la mano y le chisté. Tuvo que mirarme dos veces, como si no me hubiera visto allí antes, y me la pasó a mí.
La tela roja tenía el aspecto de una camisa. Metí la nariz en la abertura, no le quité ojo a los vampiros a mí alrededor, por si acaso, e inhalé.
Ah. Ahora comprendía aquellas expresiones y nota­ba una similar en mi rostro, porque el humano que se había puesto la camisa sí que tenía la sangre dulce. Cuan­do Riley habló de un «postre», tenía más razón que un santo. Por otro lado, yo estaba menos sedienta que nun­ca, así que, mientras que los ojos se me abrían al valorar­lo, no sentía el suficiente dolor en la garganta como para hacer una mueca. Sería increíble probar aquella sangre pero, en aquel preciso instante, no me causaba dolor no poder hacerlo.
Me preguntaba cuánto tardaría en volver a estar se­dienta. Habitualmente, el dolor comenzaba a regresar a las pocas horas de haberme alimentado, y a partir de en­tonces, no hacía más que empeorar y empeorar hasta que -un par de días después- resultaba imposible igno­rarlo siquiera un solo segundo. ¿Se retrasaría aquel pro­ceso gracias a la excesiva cantidad de sangre que acaba­ba de beber? Me imaginé que pronto lo comprobaría.
Miré a mí alrededor para asegurarme de que nadie estaba esperando la bolsa, porque pensé que Fred sen­tiría también curiosidad. Riley captó mi mirada, sonrió ligeramente e hizo un leve gesto con la barbilla en di­rección a la esquina donde se encontraba Fred. Eso me hizo querer hacer justo lo contrario de lo que había pen­sado, pero qué más daba. Tampoco quería que Riley sospechase de mí.
Volví hacia Fred e hice caso omiso de la náusea has­ta que se desvaneció y me hallé justo a su lado. Le entre­gué la bolsa. Al parecer le agradó que me acordase de incluirle; sonrió y esnifó la camisa. Un segundo más tar­de asentía para sí, pensativo. Me devolvió la bolsa con una mirada significativa. Pensé que la próxima vez que nos encontrásemos a solas, me contaría lo que antes ya me había parecido que deseaba compartir. Le tiré la bol­sa a Spiderman, que reaccionó como si le hubiera caído del cielo, pero aun así logró atraparla antes de que toca­se el suelo.
Todo el mundo murmuraba sobre el olor. Riley dio dos palmadas.
-Muy bien, he ahí el postre del que os había habla­do. La chica estará con el clan de los ojos amarillos. El primero que llegue hasta ella se lleva el postre. Tan sim­ple como eso.
Rugidos de agradecimiento, rugidos competitivos.
Simple sí, pero... un error. ¿No se suponía que te­níamos que destruir al aquelarre de los ojos amarillos? Se suponía que la unión iba a ser la clave y no que se tra­tase de un premio para el primero que llegara, algo que sólo podría alcanzar uno de los vampiros. El único re­sultado garantizado de este plan era un humano muer­to. A mí se me ocurría media docena de formas más pro­ductivas de motivar a este ejército. El que mate a más vampiros de ojos amarillos se lleva a la chica; el que de­muestre una mayor capacidad de trabajo en equipo se lleva a la chica; el que más se ciña al plan establecido; el que mejor obedezca las órdenes; el MVP, etcétera. Ha­bía que centrarse en el peligro, que desde luego no era la humana.
Observé a los demás a mí alrededor y tuve claro que ninguno de ellos estaba siguiendo la misma secuencia lógica. Raoul y Kristie se desafiaban mutuamente con la mirada. Oí a Sara y ajen discutir en susurros acerca de la posibilidad de compartir el premio.
Bueno, quizá Fred lo hubiese captado. El también fruncía el ceño.
-Y la última cosa -dijo Riley. Por primera vez había en su voz un tono reticente-. Es probable que esto os re­sulte aún más difícil de aceptar, así que os lo mostraré. No os voy a pedir que hagáis nada que no vaya a hacer yo. Recordadlo: yo recorro con vosotros cada paso del camino. -Los vampiros se volvieron a quedar muy quie­tos. Vi que Raoul tenía de nuevo la bolsa de plástico y la agarraba de un modo posesivo-. Aún os quedan mu­chas cosas por aprender acerca de ser un vampiro -pro­siguió Riley-. Algunas tienen más sentido que otras, y ésta es una de esas que no suenan muy bien al princi­pio; pero yo mismo he pasado por ello y os lo voy a mos­trar. -Se quedó pensando durante un segundo-. Cuatro veces al año, el sol brilla en un ángulo indirecto determi­nado y, durante ese único día, cuatro veces al año, es se­guro... para nosotros quedar expuestos al sol. -Se detu­vo hasta el más leve de los movimientos. No se oía una sola respiración. Riley se estaba dirigiendo a un mon­tón de estatuas-. Uno de esos días especiales está empe­zando ahora. El sol que está saliendo hoy no nos hará daño a ninguno de nosotros, y vamos a utilizar esta cu­riosa excepción para sorprender a nuestros enemigos.
Mis pensamientos daban vueltas, patas arriba. De manera que Riley sabía que era seguro ponernos al sol; o no lo sabía, y nuestra creadora le había contado esta historia de los cuatro días. O... aquello era verdad, y Diego y yo habíamos tenido la suerte de encontrarnos en uno de esos días, excepto por el hecho de que Diego ya había salido antes a la sombra. Y Riley estaba convir­tiéndolo en una especie de solsticio estacional, mien­tras que Diego y yo habíamos estado tan panchos al sol hacía apenas cuatro días.
Podía entender que Riley y nuestra creadora pre­tendiesen controlarnos con el temor al sol. Tenía senti­do. Pero ¿por qué contar ahora la verdad de un modo tan parcial?
Apostaría a que tenía algo que ver con los aterra­dores encapuchados. Ella probablemente quería ganar tiempo antes de su fecha tope. Los encapuchados no ha­bían prometido dejarla vivir cuando matásemos a todos los vampiros de los ojos amarillos. Supuse que ella de­saparecería en el preciso instante en que cumpliese su objetivo aquí: matar al clan de los ojos amarillos y tomar­se unas largas vacaciones en Australia o en cualquier lu­gar en el otro extremo del mundo. Y me daba en la nariz que no iba a enviarnos invitaciones con nuestro nombre grabado. Tendría que encontrar a Diego rápido para po­der largarnos también, pero en la dirección opuesta de Riley y nuestra creadora. Y debía contárselo a Fred. Deci­dí hacerlo en cuanto estuviésemos un momento a solas.
Cuánta manipulación había en aquel discursito, y yo ni siquiera tenía la certeza de estar detectándola to­da. Ojalá Diego estuviese aquí y pudiésemos analizar­lo juntos.
De estar Riley realmente inventándose sobre la mar­cha este rollo de los cuatro días, yo me creía capaz de entender el porqué. No podía plantarse allí y decirnos:
«Oye, que os he estado mintiendo toda vuestra vida, pe­ro ahora os estoy diciendo la verdad». El quería que hoy le siguiéramos a la batalla, no podía socavar la poca o la mucha confianza que se hubiese ganado.
-Es lógico que la idea os aterrorice -dijo Riley a las estatuas-. La razón de que sigáis vivos es que obedecie­rais cuando os dije que había que tener cuidado. Ha­béis vuelto a casa a tiempo, no habéis cometido errores. Habéis permitido que ese temor os haga más listos y cautelosos. No espero que dejéis ahora a un lado ese te­mor inteligente así como así. No espero que salgáis co­rriendo por esa puerta sólo con mi palabra, sino que... -recorrió la estancia una sola vez con la mirada- espero que me sigáis al exterior.
Apartó la vista de su público durante una mínima fracción de segundo para posarse en algo que había so­bre mi cabeza.
-Miradme -nos dijo-, escuchadme, confiad en mí. Cuando veáis que estoy bien, creed lo que veis. El sol de un día como hoy tiene algunos efectos interesantes en nuestra piel. Ya lo veréis. No os hará ningún daño. Yo no haría nada que os expusiese a un peligro innecesa­rio, eso lo sabéis.
Comenzó a subir las escaleras.
-Riley, no podemos esperar un poco... -empezó a decir Kristie.
-Limítate a prestar atención -la interrumpió Riley, que seguía subiendo con parsimonia-. Esto nos propor­ciona una gran ventaja. Los vampiros de los ojos amari­llos saben perfectamente lo del sol de hoy, pero no sa­ben que nosotros también estamos al tanto. -Mientras hablaba, abrió la puerta, salió al sótano y entró en la cocina. No había luz en aquella habitación bien prote­gida, pero todos evitaron acercarse a la puerta abierta. Todos menos yo. Su voz prosiguió y avanzó hacia la puer­ta de la entrada-. A la mayoría de los vampiros jóvenes les cuesta un tiempo asumir esta excepción y es por un buen motivo: los que no se cuidan de la luz del sol no duran mucho.
Noté los ojos de Fred puestos en mí. Le miré. Los te­nía clavados en mí, con urgencia, como si desease lar­garse de allí pero no tuviese adonde.
-Todo va bien -le susurré casi en silencio-. El sol no nos va a hacer daño.
« ¿Confías en él?», simuló decir, moviendo los labios.
Ni de coña.
Fred arqueó una ceja y se relajó apenas un poco.
Me giré a nuestra espalda. ¿Dónde había mirado Ri-ley? No había cambiado nada: unas cuantas fotos de fa­milia, de gente muerta, un espejo pequeño y un reloj de cuco. Mmm. ¿Estaba mirando la hora? Tal vez nuestra creadora le hubiese puesto un límite a él también.
-Vale, chicos, voy a salir -dijo Riley-. Hoy no tenéis por qué tener miedo, os lo prometo.
La luz irrumpió en el sótano a través de la puerta abierta amplificada -como sólo yo sabía- por la piel de Riley. Veía el baile de los reflejos brillantes en la pared.
Entre siseos y gruñidos, mi aquelarre se retiró a la esquina opuesta a la de Fred. Kristie estaba al fondo del todo. Parecía como si estuviese utilizando a su grupo de escudo protector.
-Calmaos todos -nos voceó Riley desde arriba-. Es­toy perfectamente bien: ni dolor ni quemaduras. Venid. ¡Vamos!
Nadie se acercó a la puerta. Fred se había acurruca­do contra la pared, junto a mí, y vigilaba la luz con ojos de pánico. Hice un gesto con la mano para llamar su atención. Levantó la vista y evaluó mi total calma duran­te un segundo. Se puso lentamente en pie. Yo le ofrecí una sonrisa de aliento.
Todos los demás estaban a la espera de que prendie­sen las llamas. Me preguntaba si yo le habría parecido tan tonta a Diego.
-¿Sabéis qué? -dijo Riley desde arriba-. Siento cu­riosidad por ver quién es el más valiente de vosotros. Tengo una idea bastante aproximada de quién va a ser la primera persona que pase por esa puerta, aunque ya me he equivocado otras veces.
Puse los ojos en blanco. Qué sutil, Riley.
Pero funcionó, por supuesto. Centímetro a centí­metro y casi de inmediato, Raoul inició su camino hacia la puerta. Por una vez, Kristie no se apresuró a compe­tir con él por la aprobación de Riley. Raoul le dio una palmada a Kevin, y éste y Spiderman se pusieron en mo­vimiento para acompañarle, a regañadientes.
-Podéis oírme, sabéis que no me he achicharrado. ¡No seáis una panda de críos! Sois vampiros. Compor­taos como tales.
Sin embargo, Raoul y sus colegas no eran capaces de avanzar más allá del pie de las escaleras. Nadie más se movió. Riley volvió transcurridos unos pocos minutos. En la puerta, a la luz indirecta de la entrada, brillaba sólo un poco.
-Miradme. Estoy bien. ¡En serio! Me avergüenzo de vosotros. ¡Ven aquí, Raoul!
Al final, Riley tuvo que enganchar a Kevin -Raoul se apartó en cuanto se dio cuenta de las intenciones de Ri-ley- y lo arrastró a la fuerza escaleras arriba. Vi el mo­mento en que se pusieron al sol, cuando el brillo se hizo más luminoso por sus reflejos.
-Díselo, Kevin -le ordenó Riley.
-¡Raoul, estoy bien! -gritó Kevin desde arriba-. Guau. Tengo todo el cuerpo... brillando. ¡Qué pasada! -se rió.
-Bien hecho, Kevin -dijo Riley bien alto.
Eso funcionó con Raoul. Apretó los dientes y subió a ritmo las escaleras. No se movió con velocidad, pero en­seguida estaba allí arriba, brillando y riendo con Kevin.
Aun después de aquello, el proceso costó más de lo que yo habría imaginado. Seguía siendo cosa de ir uno por uno. Riley se impacientó y hubo más amenazas que ánimos.
Fred me lanzó una mirada que decía: « ¿Sabías tú esto?».
«Sí», moví los labios.
Hizo un gesto de asentimiento y empezó a subir las escaleras. Aún quedaban unos diez vampiros, el grupo de Kristie principalmente, apretados contra la pared. Me fui con Fred, decidí que sería mejor salir a la mitad. Que Riley lo interpretase como le diera la gana.
Pudimos ver a los vampiros que brillaban como bo­las de discoteca en el jardín frontal de la casa y se mira­ban las manos con cara de estar maravillados. Fred salió a la luz sin aminorar el paso, un acto que interpreté como un gesto de valentía, teniéndolo todo en conside­ración. Kristie era un buen ejemplo de lo bien que Riley nos había adoctrinado. Se aferraba a lo que sabía a pe­sar de las pruebas que tenía ante sí.
Fred y yo nos mantuvimos ligeramente al margen del resto. Se examinó detenidamente, luego me obser­vó a mí y a continuación miró a los demás. Me di cuen­ta de que Fred, aunque muy callado, era muy observa­dor y casi científico en el modo en que examinaba las pruebas. Nunca había dejado de evaluar las palabras y los actos de Riley. ¿Hasta dónde había llegado en sus de­ducciones?
Riley tuvo que obligar a Kristie a subir las escaleras, y su grupo la acompañó. Por fin nos encontrábamos to­dos en el exterior, al sol, la mayoría disfrutando de lo guapos que estaban. Riley reunió a todos para una se­sión rápida de entrenamiento; más que nada, pensé, para que todo el mundo se centrara. Les costó un minu­to, pero todos se dieron cuenta de que había llegado la hora, así que permanecieron más silenciosos y feroces. Notaba que la idea de un combate real -de que no sólo se les permitiese, sino que se les animase a descuartizar y quemar- era casi tan emocionante como salir de ca­za. A gente como Raoul, Jen y Sara la idea les resultaba atractiva.
Riley hizo hincapié en una estrategia que había esta­do intentando inculcarles en la cabeza los últimos días: una vez localizásemos al clan de los ojos amarillos, nos dividiríamos en dos grupos y los rodearíamos. Raoul cargaría contra ellos en un ataque frontal mientras que Kristie atacaría por un flanco. El plan cuadraba a la per­fección con el estilo de ambos, aunque yo no tenía muy claro que fueran a ser capaces de seguirlo en el fragor de la caza.
Cuando Riley llamó a todos tras una hora de entre­namiento, Fred empezó de inmediato a caminar de espaldas, hacia el norte; Riley tenía a los demás mirando al sur. Yo me quedé cerca de él, aunque no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Fred se detuvo cuando nos hallamos ya a unos cien metros de distancia, a la sombra de los abetos de la linde del bosque. Nadie nos vio ale­jarnos. Fred observaba a Riley, como si quisiera ver si ha­bía reparado en nuestra retirada. Riley comenzó a hablar.
-Nos marchamos ya. Sois fuertes y estáis prepara­dos. Y estáis sedientos, ¿verdad que sí? Podéis sentir cómo os quema. Estáis listos para el postre.
Tenía razón. Toda aquella sangre no había demora­do en absoluto el regreso de la sed. De hecho, aunque no estaba segura, pensé que tal vez pudiera estar vol­viendo más rápido y más fuerte de lo normal. Quizás el exceso de alimentación era en cierto sentido contra­producente.
-El clan de los ojos amarillos avanza despacio desde el sur y se alimenta por el camino, intentando fortale­cerse -dijo Riley-. Ella los ha estado observando, así que sé dónde encontrarlos. Ella se encontrará con nosotros allí, con Diego -lanzó una significativa mirada al lu­gar donde yo acababa de estar, frunció rápidamente el ceño y lo relajó con la misma celeridad-, y los arrasa­remos como un tsunami. Los arrollaremos, y después lo celebraremos. -Sonrió-. Alguien va a ser el primero en celebrarlo. Raoul, dame eso.
Riley extendió la mano con autoridad. Raoul le tiró a regañadientes la bolsa con la camisa. Parecía que Raoul estuviese intentando reclamar para sí la chica a fuerza de acaparar su olor.
-Volved a olería todos. ¡Concentraos!
¿Concentrarnos en la chica? ¿O en la lucha?
El propio Riley fue pasando esta vez la bolsa, prácti­camente como si quisiera asegurarse de que todo el mun­do estaba sediento, y por las reacciones pude ver que, como a mí, a ellos también les había vuelto el ardor. El olor de la camisa provocó malas caras y gruñidos. No era necesario pasarnos el olor de nuevo, no olvidábamos nada, así que aquello no debía de ser, probablemente, más que un test. El simple hecho de pensar en el olor de la chica hacía que se me llenase la boca de ponzoña.
-¿Estáis conmigo? -vociferó Riley. Todo el mundo ex­presó a gritos su acuerdo-. ¡Acabemos con ellos, chicos!
De nuevo como las barracudas, por tierra esta vez.
Fred no se movió, así que me quedé con él aunque sa­bía que estaba desperdiciando un tiempo que iba a nece­sitar. Si quería ir a por Diego y apartarlo de allí antes de que comenzase el combate, necesitaría encontrarme cer­ca de la parte frontal del ataque. Los vigilaba inquieta. Se­guía siendo más joven que la mayoría de ellos, más veloz.
-Riley no será capaz de pensar en mí durante unos veinte minutos más o menos -me dijo Fred en un tono informal y familiar, como si hubiésemos mantenido un millón de conversaciones en el pasado-. He estado cal­culando el tiempo. Si intenta acordarse de mí, se ma­reará, aunque nos separe una buena distancia.
-¿En serio? Eso es genial.
Fred sonrió.
-He estado practicando, registrando los efectos. Aho­ra soy capaz de hacerme invisible por completo. Nadie puede mirarme si yo no quiero que lo haga.
-Ya me he dado cuenta-le contesté, hice una pausa y le pregunté-: ¿Tú no vienes? Fred hizo un gesto negativo con la cabeza.
-Por supuesto que no. Es obvio que no nos están contando lo que tenemos que saber. Yo no voy a ser un peón de Riley. -Así que Fred lo había descubierto por su cuenta-. Tenía pensado haberme largado antes, pe­ro no quería irme sin haber hablado contigo y, hasta ahora, no hemos tenido oportunidad.
-Yo también quería hablar contigo -le dije-. Pensé que deberías saber que Riley nos ha estado mintiendo acerca del sol. Este rollo de los cuatro días es una com­pleta majadería. Creo que Shelly, Steve y los demás lo descubrieron también. Y en el fondo de esta guerra hay mucha más intriga política de lo que él nos ha contado. Hay más de un grupo de enemigos -lo dije a toda prisa.
Sentía el movimiento del sol con una presión terri­ble, el paso del tiempo. Tenía que llegar hasta Diego.
-No me sorprende -dijo Fred con calma-. Y lo dejo. Me voy a explorar por mi cuenta, a ver mundo. O me iba por mi cuenta, pero entonces pensé que tal vez tú qui­sieras venir también. Conmigo estarías bastante a salvo. Nadie podría seguirnos.
Titubeé un segundo. Resultaba difícil resistirse a la idea de la seguridad en aquel preciso momento.
-Tengo que ir a por Diego -le dije al tiempo que ha­cía un gesto negativo con la cabeza.
Asintió pensativo.
-Lo entiendo. ¿Sabes? Si estás dispuesta a respon­der por él, puedes traerlo contigo. Según parece, hay ve­ces que es útil contar con más gente.
-Sí -admití con fervor al recordar cuan vulnerable me había sentido en aquel árbol, con Diego, conforme avanzaban los cuatro encapuchados.
Arqueó una ceja ante mi tono de voz.
-Riley está mintiendo, al menos, acerca de otra cosa importante -le expliqué-. Ten cuidado. Se supone que no hemos de dejar que los humanos sepan de nosotros. Hay una rara especie de vampiros horribles que se dedi­can a pararle los pies a los aquelarres que actúan de un modo demasiado evidente. Los he visto, y tú no querrías que te encontrasen. Mantente a cubierto durante el día y caza con inteligencia. -Miré al sur con nerviosismo-. ¡Tengo que darme prisa!
El procesaba mis revelaciones con solemnidad.
-Muy bien. Podrás alcanzarme si quieres. Me gustaría que me contaras más. Te esperaré en Vancouver durante un día. Conozco la ciudad. Te dejaré un rastro... -sol­tó una carcajada- en Riley Park. Podrás seguir el rastro hasta mí, pero pasadas veinticuatro horas, me largaré.
-Iré a por Diego y te alcanzaremos.
-Buena suerte, Bree.
-¡Gracias, Fred! Buena suerte a ti también. ¡Nos ve­remos! -dije y empecé a correr.
-Eso espero -le oí decir a mi espalda.
Corrí a toda velocidad tras el rastro de los demás, volé a ras de suelo, más rápido de lo que jamás lo había hecho. La fortuna me sonrió, ya que se habían detenido para hacer algo -para que Riley les gritase, me imaginé-, porque les di alcance antes de lo que debía. O tal vez Ri­ley se había acordado de Fred y se había detenido a bus­carnos. Corrían a un ritmo constante cuando llegué a ellos semidisciplinados igual que la noche previa. In­tenté colarme en el grupo sin llamar la atención, pero vi que Riley volvía la cabeza para ver a los rezagados. Sus ojos apuntaron directamente hacia mí, y empezó a correr más rápido. ¿Habría supuesto que Fred estaba con­migo? Riley jamás volvería a ver a Fred.
No habían pasado ni cinco minutos cuando todo cambió.
Raoul captó el olor.
Salió disparado con un rugido salvaje. Riley nos te­nía tan frenéticos que bastó la más mínima chispa para provocar una explosión. Los que había cerca de Raoul también percibieron el olor y, entonces, todos se pusie­ron como locos. La insistencia de Riley en aquella hu­mana había ensombrecido el resto de instrucciones. Eramos cazadores, no un ejército. No había equipo. Era una carrera por la sangre.
Aun a sabiendas de que aquella historia estaba pla­gada de mentiras, yo no era capaz de resistirme por com­pleto al olor. Corriendo, como iba, al final del grupo, tuve que atravesarlo. Fresco. Intenso. La humana había estado aquí recientemente. Qué dulce era su olor. Me sentía fuerte gracias a toda la sangre que había bebido la noche anterior, pero daba igual. Estaba sedienta. Me quemaba.
Corrí detrás de los demás e intenté mantener la men­te despejada. Eso era todo lo que podía hacer para con­tenerme un poco: quedarme rezagada detrás de los demás. El más cercano a mí era Riley. ¿Estaría él... conte­niéndose también?
Gritaba órdenes, casi siempre lo mismo, se repetía.
-¡Kristie, rodéalos! ¡Vamos, rodéalos! ¡Dividios! ¡Kristie, Jen! ¡Separaos!
Todo su plan de la emboscada en dos flancos se esta­ba autodestruyendo ante nuestros ojos.
Riley aceleró hasta el grupo principal y agarró a Sara por el hombro. Ella le soltó un exabrupto cuando él le propinó un empujón hacia la izquierda. -¡Que os dividáis! -gritó él.
Agarró al chico rubio cuyo nombre jamás averigüé y lo tiró contra Sara, a quien no le hizo feliz, como quedó patente. Kristie perdió la concentración en la caza el tiempo justo para recordar que tenía que moverse estra­tégicamente. Lanzó una feroz mirada tras Raoul y éste comenzó a chillar a su equipo.
-¡Por aquí! ¡Más rápido! ¡Los cogeremos por el flan­co y llegaremos antes a ella! ¡Vamos!
-¡Voy en punta de lanza con Raoul! -le gritó Riley, que se daba la vuelta.
Vacilé, aunque seguía avanzando a la carrera. No deseaba formar parte de ninguna «punta de lanza», pe­ro en el equipo de Kristie ya se estaban revolviendo, los unos contra los otros. Sara tenía al chico rubio sujeto por la cabeza en una llave. El sonido que se produjo cuando le arrancó la cabeza tomó la decisión por mí. Salí a toda prisa detrás de Riley mientras me preguntaba si Sara se detendría a quemar al chico al que le gustaba hacer de Spiderman.
Me acerqué lo justo para ver a Riley por delante y le seguí a cierta distancia hasta que llegó al equipo de Raoul. El olor hacía que me resultase más difícil mante­ner la cabeza puesta en las cosas que importaban.
-¡Raoul! —vociferó Riley. Raoul gruñó sin darse la vuelta. Estaba totalmente sumergido en aquel olor tan dulce-. ¡Tengo que ayudar a Kristie! ¡Nos encontrare­mos allí! ¡Mantén la concentración!
Me detuve en seco, congelada por la incertidumbre.
Raoul siguió adelante sin señal alguna de respuesta a las palabras de Riley, quien redujo su marcha prime­ro a un trote y continuó caminando. Me tenía que haber apartado, pero él seguramente me habría oído al inten­tar esconderme. Se volvió con una sonrisa en el rostro y me vio.
-Bree, pensé que estabas con Kristie... No respondí.
-Me he enterado de que alguien está herido, Kristie me necesita más que Raoul -se apresuró a explicarme. -¿Nos estás... abandonando?
El rostro de Riley cambió. Era como si pudiese ver sus cambios de táctica escritos en sus facciones. Abrió mucho los ojos, de repente inquieto.
-Estoy preocupado, Bree. Os conté que ella venía a encontrarse con nosotros, a ayudarnos, pero no me he cruzado con su rastro. Algo va mal, tengo que encon­trarla.
-Pero no hay modo de que puedas encontrarla an­tes de que Raoul llegue hasta los de los ojos amarillos -señalé.
-Tengo que averiguar qué está pasando. -Parecía realmente desesperado-. La necesito. ¡Se suponía que yo no iba a hacer esto solo!
-Pero los demás...
-¡Bree, tengo que ir a buscarla! ¡Ahora! Sois sufi­cientes para arrasar al clan de los ojos amarillos. Volve­ré tan pronto como pueda.
Qué sincero sonaba. Indecisa, observé el trayecto que habíamos recorrido. A estas alturas, Fred ya estaría a medio camino de Vancouver. Riley ni siquiera me ha­bía preguntado por él. Quizás el talento de Fred aún le hiciese efecto.
-Diego está allá abajo -se apresuró a decir Riley-. Intervendrá en el primer ataque. ¿No has captado su olor allí atrás? ¿No te has acercado lo suficiente?
Absolutamente confundida, hice un gesto negativo con la cabeza.
-¿Diego estaba allí?
-Ahora estará con Raoul. Si te das prisa, puedes ayu­darle a salir vivo.
Nos miramos fijamente el uno al otro durante un in­terminable segundo. A continuación miré al sur, tras la senda de Raoul.
-Buena chica -dijo Riley-. Yo voy a buscarla a ella y volveremos para ayudaros en la limpieza. ¡Ya lo te­néis, chicos! ¡Para cuando llegues podría haber acaba­do todo!
Salió disparado en una dirección perpendicular a nuestra senda original. Apreté los dientes al ver qué se­guro estaba de su dirección. Mentiroso hasta el final.
Pero no pareció que me quedase ninguna otra op­ción. Me dirigí al sur en otra carrera frenética. Tenía que ir a por Diego. Llevármelo a rastras si era necesario. Podíamos alcanzar a Fred. O largarnos por nuestro la­do. Teníamos que huir. Le contaría a Diego cómo había mentido Riley. El vería que Riley no tenía intención de ayudarnos a combatir en una batalla que él mismo ha­bía preparado. No había razón alguna para seguir ayu­dándole.
Encontré el rastro de la humana y después el de Raoul. No percibí el de Diego. ¿Iba demasiado rápido? ¿O era que el olor humano me estaba dominando? La mitad de mi cabeza se sumergía absorta en aquella caza tan extrañamente perjudicial, porque si bien encontraríamos sin duda a la chica, ¿estaríamos en situación de luchar juntos cuando lo hiciésemos? No, nos descuarti­zaríamos los unos a los otros por conseguirla.
Entonces oí que más adelante estallaban los rugi­dos, los gritos y los aullidos y supe que se estaba produ­ciendo un combate y que era tarde para llegar allí antes que Diego. Lo que hice fue correr más rápido. Tal vez aún pudiese salvarle.
Olí el humo que el viento traía hasta mí: el dulce y denso olor de los vampiros al quemarse. El volumen del caos aumentó. Quizás estaba a punto de acabar. ¿Me en­contraría con nuestro aquelarre victorioso y a Diego es­perándome?
Atravesé disparada una densa barrera de humo y me encontré fuera del bosque, en una enorme pradera cubierta de hierba. Salté por encima de una roca y sólo en el instante en que pasé volando sobre ella me di cuen­ta de que se trataba de un torso decapitado.
Mis ojos recorrieron la pradera. Había restos de vampiros por doquier y una inmensa hoguera de la que ascendía un humo de color violeta al cielo soleado. Una vez fuera del banco neblinoso, pude ver unos cuerpos brillantes, deslumbrantes, que se lanzaban y forcejea­ban mientras el sonido del descuartizamiento de los vampiros proseguía sin cesar.
Buscaba una sola cosa: el pelo negro y rizado de Die­go. Sin embargo, ninguno de los que había podido dis­tinguir tenía el pelo tan oscuro. Había un vampiro enor­me con el pelo castaño, pero era demasiado grande, y justo cuando lo distinguí, vi como le arrancaba la cabe­za a

Kevin y la lanzaba al fuego antes de abalanzarse so­bre la espalda de algún otro. ¿Era Jen? Había uno más con el pelo lacio y negro, pero era demasiado pequeño para tratarse de Diego. Se movía tan rápido que ni si­quiera pude distinguir si era un chico o una chica.
Volví a otear con rapidez, con la sensación de hallar­me terriblemente expuesta. Reparé en los rostros. Ha­bía muy pocos vampiros allí, contando incluso a los que habían caído. No vi a nadie del grupo de Kristie. Ya te­nían que haber ardido un montón de vampiros. La ma­yor parte de los que aún quedaban en pie eran descono­cidos. Uno rubio se volvió hacia mí, nuestras miradas se cruzaron y sus ojos despidieron un brillo dorado a la luz del sol íbamos perdiendo. Mal asunto.
Comencé a retroceder hacia los árboles, pero no lo bastante rápido porque seguía buscando a Diego. No estaba allí. No había señal alguna de que hubiera esta­do jamás allí. Ni rastro de su olor, aunque podía distin­guir el de la mayoría de los miembros del equipo de Raoul y el de muchos desconocidos. Me obligué a mirar entre los restos, también. Ninguno de aquellos miem­bros pertenecía a Diego. Habría reconocido hasta un simple dedo.
Me volví y corrí de verdad hacia los árboles con la sú­bita certeza de que la presencia de Diego allí no era más que otra de las mentiras de Riley.
Y si Diego no estaba allí, entonces es que ya estaba muerto. Aquella pieza encajó con tanta facilidad que pensé que debía de saber la verdad hacía tiempo. Des­de el preciso instante en que Diego no entró detrás de Riley por la puerta del sótano. El ya se había ido.
Me había adentrado unos pocos metros entre los ár­boles cuando una fuerza demoledora me golpeó por la espalda y me tiró al suelo. Un brazo se deslizó bajo mi barbilla.
-¡Por favor! -sollocé, y lo que quería decir era «por favor, mátame rápido».
El brazo se mostró indeciso, y no opuse resistencia por mucho que mis instintos me empujasen a morder, desgarrar y descuartizar a mi enemigo. La parte más sensata de mí me decía que eso no iba a funcionar. Ri-ley también nos había mentido acerca de estos vampi­ros débiles y ancianos, y nosotros jamás tuvimos una oportunidad. Y aunque hubiera tenido opciones de vencer a éste, tampoco habría sido capaz de moverme. Diego se había ido, y aquel hecho cegador había asesi­nado mi capacidad de lucha.
De repente volaba por los aires. Me estrellé contra un árbol y caí al suelo. Tenía que haber intentado huir, pero Diego había muerto. No podía evadirme de aquello.
El vampiro rubio del claro no me quitaba ojo de en­cima, con el cuerpo listo para saltar. Parecía muy capa­citado, con una experiencia muy superior a la de Riley. Pero no arremetía contra mí. No era alguien enloque­cido como Raoul o Kristie. Se encontraba totalmente bajo control.
-Por favor -volví a decir con el deseo de que acaba­se de una vez con aquello-. No quiero luchar.
Aunque permanecía en guardia, su rostro cambió. Me miró de una forma que yo no terminaba de com­prender. Había una gran conciencia en aquel semblan­te, y algo más. ¿Empatía? Pena, al menos.
-Yo tampoco, niña -dijo en un tono de voz tranqui­lo y amable-. Sólo nos estamos defendiendo.
Haba tanta honestidad en aquellos extraños ojo amarillos, que me pregunté cómo había podido creer jamás los cuentos de Riley. Me sentí... culpable. Tal vez este aquelarre jamás hubiese planeado atacarnos en Seattle. ¿Cómo podía fiarme de nada de lo que me ha­bían contado?
-No lo sabíamos -me expliqué, hasta cierto punto avergonzada-. Riley mintió. Lo siento.
Se quedó escuchando por un instante, y me percaté de que el campo de batalla estaba en silencio. El comba­te había terminado.
De haberme quedado alguna duda acerca de quién era el vencedor, ésta se habría disipado cuando, un se­gundo después, una mujer vampiro con el pelo castaño y ondulado y los ojos amarillos se apresuró a llegar jun­to a él.
-¿Carlisle? -preguntó con voz confundida y la mira­da fija en mí.
-No quiere luchar -le dijo a la mujer.
Ella le tocó el brazo. Se encontraba aún en tensión, listo para abalanzarse.
-Parece aterrorizada, Carlisle. ¿No podríamos no­sotros...?
El rubio, Carlisle, le devolvió la mirada y entonces se irguió un poco, aunque yo aún le veía cauteloso.
-No tenemos ningún deseo de hacerte daño -me dijo la mujer. Su voz era suave, tranquilizadora-. No queríamos luchar con ninguno de vosotros.
-Lo siento -susurré otra vez.
No era capaz de hallarle un sentido al barullo que tenía en la cabeza. Diego había muerto, y eso era lo principal, algo devastador. Más allá de eso, el combate había concluido, mi aquelarre había sido derrotado y
mis enemigos eran los vencedores. Pero mi extermina­do aquelarre estaba lleno de gente a quien le habría en­cantado ver como ardía, y mis enemigos me hablaban con amabilidad cuando no tenían por qué hacerlo. Más aún, me sentía más segura con estos dos extraños de lo que jamás me había sentido con Raoul y con Kristie. Me proporcionaba alivio saber que estaban muertos. Qué confuso era todo.
-Niña -dijo Carlisle-, ¿te rendirías a nosotros? Si no intentas hacernos daño, te prometemos que nosotros tampoco te lo haremos a ti.
Y yo le creía.
-Sí -susurré-. Sí, me rindo. No quiero herir a nadie.
Extendió su mano de un modo alentador.
-Ven, pequeña. Reagruparemos a nuestra familia en un momento, y luego te haremos algunas pregun­tas. Si respondes con honestidad, no tendrás nada que temer.
Me puse en pie lentamente, sin hacer ningún movi­miento que se pudiera considerar amenazador. -¿Carlisle? -llamó una voz masculina.
Y  entonces se unió a nosotros otro vampiro con los ojos amarillos. En cuanto lo vi, se desvaneció cualquier tipo de seguridad que había sentido con aquellos ex­traños.
Era rubio, como el primero, pero más alto y delga­do. Tenía la piel totalmente cubierta de cicatrices, me­nos espaciadas en la zona del cuello y de la mandíbula. Algunas de las marcas pequeñas que tenía en el brazo eran recientes, pero el resto no eran de la refriega de hoy. Había estado en más combates de los que me podía imaginar, y nunca había perdido. Sus ojos color miel refulgieron y su postura rezumó la violencia apenas con­tenida de un león furioso.
En cuanto me vio, se encorvó para saltar.
-Jasper! -le advirtió Carlisle.
Jasper se irguió un tanto y clavó en Carlisle sus ojos exageradamente abiertos.
-¿Qué está pasando aquí?
-No quiere luchar, se ha rendido.
El vampiro de las cicatrices frunció el ceño, y sentí una repentina e inesperada ola de frustración a pesar de no tener ni idea de qué era lo que me frustraba.
-Carlisle, yo... -vaciló Jasper, y prosiguió-: Lo sien­to, pero eso no es posible. No podemos permitir que los Vulturis nos relacionen con ninguno de estos neófitos cuando lleguen. ¿Te das cuenta del riesgo que eso su­pondría para nosotros?
No comprendía con exactitud aquellas palabras, pe­ro capté lo suficiente. Quería matarme.
-Jasper, es sólo una niña -protestó la mujer-. ¡No podemos matarla a sangre fría, sin más!
Resultaba extraño oírla hablar como si ambas fuéra­mos humanas, como si el asesinato fuese algo malo, al­go evitable.
-Esme, lo que está en peligro aquí es nuestra fami­lia. No podemos permitirnos el lujo de hacerles pensar que hemos roto esta norma.
La mujer, Esme, caminó hasta situarse entre el que quería matarme y yo. De un modo inaudito, me dio la espalda.
-No. No lo consentiré.
Carlisle me lanzó una mirada inquieta. Noté que aquella mujer le importaba muchísimo. Yo habría mirado igual a cualquiera que se hallase a la espalda de Die­go. Intenté mostrarme tan dócil como me sentía.
-Jasper, creo que tenemos que arriesgarnos -dijo Carlisle con lentitud-. Nosotros no somos los Vulturis. Seguimos sus normas, pero no disponemos de las vidas de los demás a la ligera. Nos explicaremos.
-Podrían pensar que hemos creado nuestros pro­pios neófitos para defendernos.
-Pero no lo hemos hecho. Y aun así, de haberlo he­cho, aquí no se ha producido ninguna indiscreción, só­lo en Seattle. No hay ninguna ley contra la creación de vampiros siempre que los controles.
-Es demasiado peligroso.
Carlisle tocó a Jasper en el hombro para tantearle.
-Jasper, no podemos matar a esta niña.
Jasper le puso mala cara al hombre de la mirada amable y, de repente, sentí que me enfadaba. El no iba a hacer daño al vampiro agradable ni a la mujer que amaba, sin duda. Suspiró, y supe que todo iba bien. Mi ira se esfumó.
-Esto no me gusta -dijo, pero ya estaba más calma­do-. Dejad al menos que yo me haga cargo de ella. Vo­sotros dos no sabéis cómo manejar a alguien que ha es­tado tanto tiempo fuera de control.
-Por supuesto, Jasper -concedió la mujer-. Pero sé amable.
Jasper puso los ojos en blanco.
-Tenemos que unirnos a los demás. Alice ha dicho que no disponemos de mucho tiempo.
Carlisle asintió, le ofreció su mano a Esme, se diri­gieron de vuelta al claro y dejaron atrás a Jasper.
-Eh, tú -me dijo Jasper, de nuevo con acritud-. Ven con nosotros. No hagas un movimiento en falso o acabo contigo.
Volví a sentir ira cuando me fulminó con la mirada, y una pequeña parte de mí quiso rugirle y enseñarle los dientes, pero me dio la sensación de que ésa era justo la excusa que él estaba buscando.
Jasper se detuvo, como si se le acabase de ocurrir algo.
-Cierra los ojos -me ordenó. Yo vacilé. ¿Había deci­dido matarme después de todo?-. ¡Hazlo!
Apreté los dientes y cerré los ojos. Me sentí el doble de indefensa que antes.
-Sigue el sonido de mi voz y no abras los ojos. Ábrelos y estás perdida, ¿lo pillas?
Asentí y me pregunté qué sería lo que no quería que viese. Sentí un cierto alivio de que se preocupase por proteger un secreto. No había razón para hacerlo si es que pretendía matarme sin más.
-Por aquí.
Fui caminando lentamente detrás de él, con cuida­do de no proporcionarle excusas. Fue considerado en la forma en que me guió; al menos no hizo que me die­ra contra un árbol. Percibí como cambió el sonido cuan­do salimos a cielo abierto; la sensación del viento era también distinta, y el olor de mi aquelarre ardiendo era más intenso. Podía sentir el calor del sol en la cara, y el interior de mis párpados se volvió más luminoso cuando empecé a brillar.
Me condujo cada vez más cerca del amortiguado crepitar de las llamas, tan cerca que pude sentir como el humo acariciaba mi piel. Era consciente de que me po­día haber matado en cualquier momento, pero la pro­ximidad del fuego seguía poniéndome nerviosa. 
-Siéntate aquí. Los ojos cerrados.
El suelo estaba templado por el sol y el fuego. Me quedé muy quieta e intenté concentrarme en parecer inofensiva, pero sentía su fulminante mirada sobre mí y eso me inquietaba. Aunque no odiaba a aquellos vampi­ros -de verdad creía que se estaban defendiendo-, sen­tí unos extrañísimos indicios de ira, prácticamente fue­ra de mí, como si se tratase de algún eco remanente del combate que acababa de tener lugar.
No obstante, la ira no hizo que me volviese estúpi­da, porque estaba demasiado triste, afligida en lo más hondo de mi ser. Diego estaba siempre en mis pensa­mientos, y no podía dejar de darle vueltas a cómo ha­bría muerto.
Tenía la certeza de que era imposible que Diego le hubiera contado a Riley de forma voluntaria nuestros secretos: unos secretos que me habían dado motivos para confiar en Riley lo justo hasta que ya fue demasia­do tarde. Volví a ver el rostro de Riley en mi imagina­ción, aquella expresión fría, suave, que había adoptado cuando nos amenazó con castigar a aquel que no se com­portase. Volví a oír su macabra y curiosamente deta­llada descripción: «Cuando os lleve ante ella y os sujete mientras os arranca las piernas y después, despacio, muy despacio, os quema los dedos de las manos, las ore­jas, los labios, la lengua y cualquier otro apéndice su­perficial uno por uno».
Ahora me daba cuenta de que había estado escu­chando la descripción de la muerte de Diego.
Aquella noche había tenido la certeza de que algo había cambiado en Riley. Matar a Diego fue lo que cam­bió a Riley, lo endureció. Sólo me creía una de las cosas que Riley me hubo contado jamás: él valoraba a Diego mucho más que a ninguno de nosotros. Incluso le apre­ciaba. Y aun así presenció cómo nuestra creadora le tor­turaba. Riley sin duda había colaborado, había matado a Diego con ella.
Me pregunté cuánto dolor sería necesario para lo­grar que yo traicionase a Diego. Me imagine que haría falta mucho. Y tuve la seguridad de que había hecho fal­ta la misma cantidad, como mínimo, para lograr que Diego me traicionase a mí.
Sentí náuseas. Deseaba cuanto antes quitarme de la cabeza la imagen de Diego agonizando entre gritos, pe­ro no desaparecía.
Y entonces se produjo un griterío en el claro.
Mis párpados titubearon, pero Jasper me gruñó fu­rioso, y los apreté de golpe. No había visto nada excep­to el denso humo de color azul lavanda.
Oí gritos y un aullido extraño, salvaje. Sonó muy al­to, y a continuación muchos más. No fui capaz de ima­ginar cómo había de contorsionarse un rostro para ge­nerar tal ruido, y el desconocimiento convertía el sonido en algo más aterrador si cabe. Aquel clan de los ojos amarillos era muy diferente de todos nosotros. O de mí, supongo, ya que era la única que quedaba. A estas altu­ras, ya hacía rato que Riley y nuestra creadora habían echado a volar.
Oí como llamaban a gritos a algunos nombres: Ja­cob, Leah, Sam. Había una gran cantidad de voces distin­tas, a pesar de que los aullidos proseguían. Estaba claro que Riley también nos había mentido acerca del núme­ro de vampiros que había allí.
El sonido de los aullidos fue disminuyendo hasta convertirse en sólo una voz, un alarido inhumano y agó­nico que me hacía apretar los dientes. Pude ver con cla­ridad el rostro de Diego en mi imaginación, y el sonido era como si él gritase.
Oí la voz de Carlisle que hablaba por encima de las demás voces y del aullido. Rogaba que le dejasen ver algo.
-Por favor, dejadme echar un vistazo. Dejadme ayu­daros, por favor.
No oí que nadie discutiese con él, pero por alguna razón, el tono de su voz daba a entender que tenía las de perder en la disputa.
Y entonces el alarido alcanzó una nueva cota de es­tridencia, y Carlisle dijo un repentino «gracias» en un tono cargado de sentimiento. Bajo el alarido se oía mu­cho movimiento, el de muchos cuerpos. Muchos pasos corpulentos que se acercaban.
Escuché con mayor atención y oí algo inesperado e imposible. Junto con una respiración muy profunda -y en mi aquelarre nunca había oído a nadie respirar así-, el sonido de docenas de martilleos pronunciados. Ca­si como... los latidos de un corazón; aunque no un co­razón humano, sin duda. Conocía muy bien ese sonido en particular. Me esforcé en olisquear, pero el viento so­plaba en la dirección opuesta, y sólo pude oler el humo.
Sin el previo aviso de ningún sonido, algo me tocó y me presionó con fuerza a ambos lados de la cabeza.
Abrí los ojos presa del pánico al tiempo que sacudí la cabeza hacia arriba en un intento por zafarme de la sujeción, y de inmediato me encontré con la mirada de advertencia de Jasper, a cinco centímetros de mi cara.
-Basta -me dijo con brusquedad y de un empujón me volvió a sentar en el suelo. Sólo podía oírle a él y me di cuenta de que eran sus manos las que me estaban presionando con fuerza la cabeza, me tapaban los oídos por completo—. Cierra los ojos -me volvió a ordenar, probablemente a un volumen normal, pero para mí no fue más que un susurro.
Me esforcé en calmarme y en volver a cerrar los ojos. Había cosas que no querían que oyese, tampoco. Podía vivir con eso, si es que significaba que podría vivir.
Por un instante se me apareció el rostro de Fred contra mis párpados. Dijo que iba a esperarme un día. Me preguntaba si mantendría su palabra. Ojalá hubiera podido contarle la verdad sobre el clan de los ojos ama­rillos y cuánto más parecía haber allí que nosotros des­conocíamos. Todo un mundo del que nada sabíamos, en realidad.
Qué interesante sería explorar ese mundo, en parti­cular con alguien que me podía hacer invisible y poner­me a salvo.
Pero Diego se había ido, no vendría conmigo a bus­car a Fred. Eso hacía que imaginarme el futuro me re­sultase casi repugnante.
Aún podía oír algo de lo que estaba pasando, pero sólo los aullidos y unas pocas voces. Fueran lo que fuesen aquellos martilleos extraños, estaban ahora demasiado amortiguados como para que los pudiese examinar.
Unos pocos minutos más tarde, distinguí algunas pa­labras, cuando Carlisle dijo:
-Tenéis que... -por un instante bajó demasiado la voz, y después- de aquí ahora. Si pudiéramos, os ayuda­ríamos, pero no podemos marcharnos.
Se produjo un gruñido, aunque, por extraño que pareciese, no era amenazador.
El alarido se convirtió en un quejido lejano y desapareció lentamente, como si se estuviese alejando de mí.
Luego vino el silencio durante unos pocos minutos. Oí unas cuantas voces hablando en un volumen muy bajo, Carlisle y Esme entre ellas, y también otras que no conocía. Ojalá fuese capaz de oler algo. La combinación de estar a ciegas con el sonido amortiguado me obliga­ba a esforzarme por conseguir alguna información pro­cedente de mis sentidos, pero todo cuanto podía oler era el horrible dulzor del humo.
Hubo una voz, más aguda y más clara que las demás, que pude oír casi con facilidad.
-Otros cinco minutos -oí decir a quienquiera que fuese, pero estaba segura de que se trataba de una chi­ca-. Bella abrirá los ojos dentro de treinta y siete segun­dos. No tengo duda alguna de que ya nos escucha.
Intenté comprenderlo. ¿Estaban obligando a alguien más a mantener los ojos cerrados? ¿Creía ella que yo me llamaba Bella? No le había dicho a nadie cómo me lla­maba. Volví a hacer un esfuerzo por oler algo.
Más murmullos. Pensé que una voz sonó fuera de tono, pero no pude reconocerla en absoluto. De todas formas, no podía estar segura con las manos de Jasper tan afianzadas sobre mis oídos.
-Tres minutos -dijo la voz aguda y clara.
Jasper apartó las manos de mis oídos.
-Será mejor que abras los ojos -me dijo desde unos pasos de distancia.
Me asustó el modo en que lo dijo. Miré rápidamen­te a mí alrededor en busca del peligro que se adivinaba en su voz.
 Todo mi campo de visión estaba obstaculizado por el humo oscuro. Jasper fruncía el ceño muy cerca de mí. Apretaba los dientes y me observaba con una expre­sión casi... aterrorizada. No como si me tuviese miedo a mí, sino como si lo tuviese debido a mí. Me acordé de lo que él había dicho antes, aquello de que yo les pondría en peligro con algo llamado Vulturis. Me pregunté qué serían estos Vulturis. No era capaz de imaginarme nada a lo que este vampiro, peligroso y lleno de cicatrices, tu­viese miedo.
Detrás de Jasper, cuatro vampiros se distribuían en una línea irregular, dándome la espalda. Uno era Esme, con ella había una mujer alta y rubia, una chica menu­da con el pelo negro y un vampiro con el pelo oscuro, tan grande que daba miedo sólo de mirarlo; era el mis­mo a quien yo había visto matar a Kevin. Me imaginé por un momento a aquel vampiro agarrando a Raoul. Resultaba una imagen extrañamente agradable.
Había otros tres vampiros detrás del corpulento pe­ro, con él en medio, no podía ver con claridad lo que hacían. Carlisle se encontraba de rodillas en el suelo y, junto a él, había otro con el pelo rojizo y oscuro. Había otra silueta tumbada en el suelo, pero no podía ver mu­cho de ésta, sólo unos vaqueros y unas pequeñas botas marrones. O bien se trataba de una chica, o bien de un muchacho joven. Me pregunté si estarían recomponien­do a aquel vampiro.
De manera que había un total de ocho con los ojos amarillos, además de todos aquellos aullidos de antes, fueran el extraño tipo de vampiros que fuesen; había percibido ocho voces diferentes más. Dieciséis, tal vez más. Más del doble de lo que Riley nos había dicho que nos encontraríamos.
Me sorprendí a mí misma con el fiero deseo de que aquellos vampiros de las capas oscuras atrapasen a Riley y le hiciesen sufrir.
El vampiro del suelo comenzó a ponerse lentamen­te en pie; se movía sin elegancia ninguna, casi como si fuera un torpe humano.
La brisa cambió y sopló de forma que el humo nos envolvió a Jasper y a mí. Por un momento, todo fue in­visible excepto él. Aunque ya no estaba tan a ciegas co­mo antes, de repente me sentí mucho más inquieta por algún motivo. Fue como si pudiera sentir la ansiedad que emanaba del vampiro que estaba a mi lado.
En un segundo volvió a cambiar la leve ráfaga de viento y pude ver y oler todo.
Jasper me siseó furioso y me empujó de nuevo para tirarme al suelo de mi postura en cuclillas.
Era ella... La humana a la que había ido a cazar ape­nas unos minutos antes. El olor en el que todo mi cuer­po se había concentrado. El dulce y húmedo olor de la sangre más deliciosa que jamás había rastreado. Era como si me ardiesen la boca y la garganta.
Intenté aferrarme como pude a mi racionalidad -concentrarme en el hecho de que Jasper estaba ahí es­perando a que volviese a saltar para poder matarme-, pero sólo una parte de mí era capaz de hacerlo. Al in­tentar quedarme donde estaba me sentía como si estu­viese a punto de partirme por la mitad.
La humana de nombre Bella me miró fijamente con unos aturdidos ojos pardos. Mirarla hizo que empeora­se la sensación de sed que me atenazaba. A través de su fina piel podía ver el fluir de su sangre. Intenté mirar a cualquier otro sitio, pero mis ojos acababan girando para regresar a ella. Entonces el pelirrojo se dirigió a ella en un tono muy bajo de voz.
-Se rindió. Nunca antes había visto algo semejan­te. Sólo a Carlisle se le ocurriría la oferta. Jasper no lo aprueba.
Carlisle se lo tuvo que haber contado cuando yo te­nía los oídos tapados.
Aquel vampiro rodeaba a la chica humana con am­bos brazos, y ella tenía las dos manos apretadas contra el pecho de él y la garganta a escasos centímetros de su boca, pero no parecía tenerle miedo en absoluto. Y él tampoco tenía aspecto de estar de caza. Había intenta­do hacerme a la idea de un aquelarre que apreciase a un humano, pero esto ni siquiera se acercaba a lo que yo había imaginado. De haber sido ella un vampiro, ha­bría dado por supuesto que estaban juntos.
-¿Le pasa algo a Jasper? -susurró la humana.
-Está bien, pero le escuece el veneno -contestó.
-¿Le han mordido? -preguntó, como si le horrori­zase la idea.
¿Quién era esa chica? ¿Por qué le permitían los vam­piros estar con ellos? ¿Por qué no la habían matado aún? Era como si ella formase parte de este mundo y, sin embargo, no entendía su realidad. Por supuesto que habían mordido a Jasper. Acababa de combatir -y de destruir- a todo mi aquelarre. ¿Sabría esta chica siquie­ra lo que éramos?
¡Agh, el ardor en mi garganta era inaguantable! In­tenté no pensar en aplacarlo con su sangre, ¡pero el viento me traía su olor directo a la cara! Era demasiado tarde para no perder la cabeza: había olido a la presa que estaba rastreando, y ya nada podía cambiar eso.
-Pretendía estar en todas partes al mismo tiempo -le dijo el pelirrojo a la humana-, sobre todo para ase­gurarse de que Alice no tenía nada que hacer. -Hizo un gesto negativo con la cabeza al tiempo que miraba a la chica menuda del pelo negro-. Ella no necesita la ayu­da de nadie.
La vampira llamada Alice lanzó una mirada a Jasper.
-Tontorrón sobreprotector -le dijo con su tono agu­do y claro de voz.
Jasper le devolvió la mirada con una media sonrisa y el aspecto de haberse olvidado de mi existencia por un segundo.
Apenas era capaz de combatir el instinto que quería que utilizase ese lapsus y me abalanzase sobre la chica humana. Sería cuestión de menos de un instante y su cá­lida sangre -sangre que podía oír cómo bombeaba su co­razón- aplacaría el ardor. Estaba tan cerca...
El vampiro con el pelo rojizo y oscuro lanzó sus ojos sobre los míos con un aviso feroz en la mirada, y fui consciente de que moriría si me lanzaba a por la chica, pero la agonía que dominaba mi garganta ya me hacía sentir que moriría igualmente si no lo hacía. Me dolía tanto que solté un aullido de frustración.
Jasper me gruñó, e intenté no moverme a pesar de que me sentía como si el olor de aquella sangre fuese una mano gigantesca que tirase de mí y me levantase del suelo. Jamás había intentado evitar alimentarme una vez entregada a una caza. Escarbé con las manos en el suelo en busca de algo a lo que agarrarme, pero no encontré nada. Jasper se apostó en guardia y, aun consciente de hallarme a dos segundos de la muerte, no me veía capaz de canalizar mis pensamientos dominados por la sed.
Y entonces Carlisle apareció allí, con la mano so­bre el hombro de Jasper. Me miró con sus ojos amables, tranquilos.
-¿Has cambiado de idea, jovencita? -me preguntó-. No tenemos especial interés en acabar contigo, pero lo haremos si no eres capaz de controlarte.
-¿Cómo podéis soportarlo? -le pregunté casi en to­no de súplica. ¿Es que él no sentía aquel ardor?-. La quiero.
La miré fijamente en el desesperado deseo de que se desvaneciese la distancia entre nosotras. Arañé inútil­mente el suelo rocoso con los dedos.
-Debes refrenarte -dijo Carlisle con solemnidad-. Debes ejercitar tu autocontrol. Es posible y es lo único que ahora puede salvarte.
Si ser capaz de tolerar a la humana del modo en que lo hacían estos vampiros extraños era mi única esperan­za de sobrevivir, entonces ya estaba condenada. No po­día aguantar el fuego. Y además, en lo referente a la su­pervivencia, mi mente estaba dividida. No quería morir, no deseaba el dolor, pero ¿qué sentido tenía vivir? Los demás habían muerto. Diego llevaba días muerto.
Tenía su nombre en la punta de la lengua. Mis la­bios casi lo pronunciaron en voz alta. En cambio, mis manos se aferraron a mi cabeza e intenté pensar en algo que no me doliese. Ni en la chica ni en Diego. No fun­cionó demasiado bien.
-¿No deberíamos alejarnos de ella? -susurró la hu­mana.
Aquello me desconcentró. Mis ojos se volvieron a clavar en Bella. Qué fina y tersa era su piel. Podía verle el pulso en el cuello.
-Tenemos que permanecer aquí -dijo el vampiro del que estaba colgada la chica-. Ellos están a punto de entrar en el claro por el lado norte.
¿Ellos? Miré al norte, pero no había nada allí ex­cepto humo. ¿Se refería a Riley y a mi creadora? Sentí un nuevo escalofrío de pánico seguido de un pequeño vuelco de esperanza. No había forma de que ni ella ni Riley plantasen cara a estos vampiros que habían mata­do a tantos de nosotros, ¿verdad que no? Aunque se hu­biesen marchado los de los aullidos, Jasper tenía pinta de bastarse él solo para enfrentarse a ellos dos.
¿O se refería a los misteriosos Vulturis?
El viento volvió a traer el olor de la chica hacia mi rostro, y mis pensamientos se dispersaron. La observé, sedienta.
La chica me sostuvo la mirada, pero su expresión fue muy distinta de como tenía que haber sido. A pesar de sentir que tenía el labio retraído sobre los dientes, a pesar de que estaba temblando por el esfuerzo de repri­mirme y no lanzarme sobre ella, la humana no parecía tenerme miedo. En cambio, parecía fascinada. Tenía prácticamente el aspecto de querer hablar conmigo: co­mo si tuviera una pregunta que deseara que le respon­diese.
Carlisle y Jasper comenzaron entonces a apartarse del fuego -y de mí- y a cerrar filas con los demás y con la humana. Todos ellos tenían el aspecto de estar miran­do más allá del humo, de manera que, fuera lo que fue­se lo que les asustaba, se encontraba más cerca de mí que de ellos. Me aproximé más al humo a pesar de las llamas cercanas. ¿Debería salir corriendo? ¿Estaban lo suficientemente distraídos como para que me pudiese escapar? ¿Adonde iría? ¿A buscar a Fred? ¿Por mi cuen­ta? ¿A buscar a Riley y a hacerle pagar por lo que le ha­bía hecho a Diego?
Mientras yo vacilaba bajo el efecto hipnótico de aquella última idea, el momento pasó. Oí movimiento al norte y vi que estaba atrapada entre el clan de los ojos amarillos y lo que fuera que se acercase.
-Aja-dijo una voz carente de inflexión desde detrás del humo.
Bastó esa única palabra para que supiese quién era sin posibilidad de error y, de no haberme quedado pe­trificada, congelada por el terror inconsciente, habría salido pitando.
Eran los encapuchados.
¿Qué significaba aquello? ¿Iba a estallar otra gue­rra? Sabía que los vampiros de las capas oscuras desea­ban el éxito de mi creadora a la hora de destruir al clan de los ojos amarillos. Estaba claro que mi creadora ha­bía fracasado. ¿Significaba eso que la matarían? ¿O ma­tarían en cambio a Carlisle, a Esme y a los demás pre­sentes? De haber dependido de mí la decisión, tenía muy claro a quién querría ver muerta, y no era a mis captores precisamente.
Los vampiros de las capas oscuras atravesaron el va­por de un modo fantasmal para quedarse frente al clan de los ojos amarillos. Ninguno de ellos volvió la mirada hacia mí. Permanecí absolutamente inmóvil.
Eran sólo cuatro, como la última vez, pero no supo­nía una gran diferencia que los vampiros de los ojos amarillos fueran siete. Estaba claro que éstos recelaban de los encapuchados tanto como Riley y mi creadora. Había mucho más bajo aquellas capas de lo que veían mis ojos, pero sin duda podía sentirlo. Éstos eran los ver­dugos y a ellos no se les derrotaba.
-Bienvenida, Jane -dijo el que abrazaba a la humana.
Se conocían, pero la voz del pelirrojo no era amisto­sa, aunque tampoco débil ni con las ansias de agradar­les de la de Riley, ni con el terror furioso presente en la de mi creadora. Su voz era simplemente fría, educada y nada sorprendida. ¿Así que estos de las capas oscuras eran los Vulturis?
La pequeña vampira que iba al frente del grupo de las túnicas -Jane, al parecer- examinó con pausa a los sie­te vampiros de los ojos amarillos y a la humana, y, final­mente, volvió la cabeza hacia mí. Por primera vez le vi la cara. Era más joven que yo, pero también mucho ma­yor, supuse. Sus ojos poseían el tono aterciopelado de las rosas de color burdeos. Consciente de que era dema­siado tarde para pasar desapercibida, bajé la cabeza y me la cubrí con ambas manos. Tal vez, si quedase patente que no quería luchar, Jane me tratase como lo había he­cho Carlisle. Aunque no albergaba muchas esperanzas.
-No lo comprendo.
La anodina voz de Jane delató un ligero tinte de mo­lestia.
-Se ha rendido -le explicó el pelirrojo.
-¿Rendido? -le preguntó Jane de forma brusca.
Levanté la vista y vi a los vampiros de las túnicas os­curas intercambiar miradas. El pelirrojo afirmó que nunca había visto a nadie rendirse. Quizás estos de las túnicas tampoco.
-Carlisle le dio esa opción -dijo el pelirrojo, que pa­recía ser el portavoz de los vampiros de los ojos amari­llos, aunque pensé que Carlisle sería el líder del clan.
-No hay opciones para quienes quebrantan las reglas -dijo Jane con su voz carente de inflexión de nuevo.
Se me helaron los huesos, pero dejé de sentir páni­co. Qué inevitable parecía todo ya.
Carlisle respondió a Jane en un tono de voz suave.
-Está en vuestras manos. No vi necesario aniquilarla en tanto se mostró voluntariamente dispuesta a dejar de atacarnos. Nadie le ha enseñado las reglas.
Aunque sus palabras eran neutrales, llegué práctica­mente a pensar que estaba intercediendo por mí. Pero, tal como él mismo había dicho, mi destino no depen­día de él.
-Eso es irrelevante -confirmó Jane. -Como desees.
Jane se quedó mirando fijamente a Carlisle con un semblante que reflejaba confusión y frustración a par­tes iguales. Hizo un gesto negativo con la cabeza, y su rostro se tornó de nuevo inescrutable.
-Aro deseaba que llegáramos tan al oeste para verte, Carlisle -dijo Jane-. Te envía saludos.
-Os agradecería que le transmitierais a él los míos -respondió él.
Jane sonrió.
-Por supuesto -dijo y sus ojos se volvieron de nuevo hacia mí. Las comisuras de sus labios aún conservaban una ligera sonrisa-. Parece que hoy habéis hecho nues­tro trabajo... Bueno, casi todo. Sólo por curiosidad pro­fesional, ¿cuántos eran? Ocasionaron una buena olea­da de destrucción en Seattle.
Hablaba de un trabajo y de cuestiones profesiona­les. Había acertado entonces: el castigo era su profe­sión. Y si había alguien que ejecutaba  el castigo, entonces tenía que haber normas. Carlisle había dicho antes: «Seguimos sus normas», y también: «No hay ninguna ley contra la creación de vampiros siempre que los con­troles». Riley y mi creadora estaban asustados, pero no exactamente sorprendidos ante la llegada de los enca­puchados, estos Vulturis. Eran conscientes de las leyes y sabían que las estaban quebrantando. ¿Por qué no nos lo habían dicho a nosotros? Y había más Vulturis aparte de estos cuatro, alguien que se llamaba Aro y es proba­ble que muchos más. Tenía que haber muchos para que todo el mundo los temiese tanto.
Carlisle respondió a la pregunta de Jane.
-Dieciocho, contándola a ella.
Se produjo un murmullo apenas audible entre los cuatro vampiros de las capas oscuras.
-¿Dieciocho? –repitió Jane con un asomo de sorpre­sa en su voz.
Nuestra creadora nunca le contó a Jane cuántos de nosotros había hecho. ¿Estaba Jane realmente sorpren­dida, o sólo lo estaba fingiendo?
-Todos recién salidos del horno -contestó Carlisle-. Ninguno estaba cualificado.
Ni cualificado ni informado, gracias a Riley. Empe­zaba a tener una idea de cómo nos veían estos vampiros tan mayores. «Neófita», me había llamado Jasper. Re­cién nacida, como un bebé.
-¿Ninguno? -La voz de Jane se endureció-. Enton­ces, ¿quién los creó?
Como si no se conociesen ya. Esta Jane era una men­tirosa aún mayor que Riley, y se le daba mucho mejor que a él.
-Se llamaba Victoria -respondió el pelirrojo.
¿Cómo podía él saberlo cuando ni siquiera yo lo sa­bía? Recordé que Riley nos había dicho que uno de ellos podía leer la mente. ¿Era así como se enteraban de to­do? ¿O se trataba de otra de las mentiras de Riley?
-¿Se ZZaraa¿>a?-preguntó Jane.
El pelirrojo señaló en dirección este con un movi­miento de la cabeza. Levanté la vista y vi una densa nube de humo de color lila que ascendía desde la lade­ra de la montaña.
Se llamaba. Sentí un placer similar al que me había producido imaginarme al vampiro corpulento descuar­tizando a Raoul. Sólo que mucho, mucho mayor.
-La tal Victoria... -preguntó Jane lentamente-. ¿Se contabiliza aparte de estos dieciocho?
-Sí -le confirmó el pelirrojo-. Iba en compañía de otro vampiro, que no era tan joven como esta de aquí, pero no tendría más de un año.
Riley. Mi inmenso placer se intensificó. Si yo mo­ría... vale, cuando muriese hoy, no me dejaría ese cabo suelto al menos. Diego había sido vengado. Casi esbocé una sonrisa.
-Veinte -susurró Jane. O bien aquello era más de lo que esperaba, o bien era una actriz de narices-. ¿Quién acabó con la creadora?
-Yo -dijo el pelirrojo con frialdad.
Fuera quien fuese este vampiro, ya llevase consigo a su humana del alma o no, se contaba a partir de ahora entre mis mejores amigos. Aunque fuese él quien aca­base matándome hoy, aún seguiría en deuda con él.
Jane se volvió hacia mí y me miró con los ojos entre­cerrados.
-Eh, tú -me gruñó-, ¿cómo te llamas? Según ella, yo ya estaba muerta, así que, ¿por qué iba a darle a esta embustera nada de lo que quisiese? Me limité a mirarla desafiante.
Jane me sonrió. La luminosa y alegre sonrisa de un niño inocente y, de forma súbita, sentí que me quemaba. Fue como si hubiese retrocedido en el tiempo hasta la peor noche de mi vida. El fuego recorría cada vena de mi cuerpo, se apoderaba de cada centímetro de mi piel, roía todos y cada uno de mis huesos hasta la médu­la. Era como si me hubiesen enterrado viva en la pira funeraria de mi propio aquelarre, envuelta en llamas. Hasta la última célula de mi cuerpo refulgía en la peor agonía imaginable. El dolor en los oídos me impedía prácticamente oír mis propios gritos.
-¿Cómo te llamas? -volvió a preguntar Jane, y en cuanto habló, el fuego desapareció.
Así, por las buenas, como si sólo hubieran sido ima­ginaciones mías.
-Bree -dije tan rápido como pude y entre jadeos aunque el dolor ya no estaba presente.
Jane volvió a sonreír y el fuego se apoderó de todo. ¿Cuánto dolor sería necesario para causarme la muer­te? Me pareció que los gritos ya no surgían de mi inte­rior. ¿Por qué no me arrancaba nadie la cabeza? Carlis­le tendría la amabilidad de hacerlo, ¿verdad que sí?; o quienquiera que fuese capaz de leer la mente entre ellos, ¿es que no podía entenderme y poner fin a esto?
-Te contará todo lo que quieras saber -masculló el pelirrojo-. No es necesario que hagas eso.
El dolor se desvaneció de nuevo, como si Jane hu­biera apagado un interruptor. Me vi con la cara en el suelo, boqueando como si me faltase el aire.
-Ya lo sé -oí decir a Jane alegremente-. ¿Bree? -me estremecí cuando pronunció mi nombre, pero el dolor no regresó-. ¿Es cierto eso, Bree? -me preguntó-. ¿Erais veinte?
Las palabras salieron veloces de mi boca.
-Diecinueve o veinte, quizá más, ¡no lo sé! Sara y otro cuyo nombre no conozco se enzarzaron en una pe­lea durante el camino...
Me quedé esperando a que el dolor me castigase de nuevo por no tener una respuesta mejor, pero en cam­bio, Jane continuó la conversación.
-Y esa tal Victoria... ¿Fue ella quien os creó?
-Y yo qué sé -admití aterrorizada-. Riley nunca nos dijo su nombre y esa noche no vi nada... Estaba oscuro y dolía. -Sentí una convulsión-. El no quería que pensá­ramos en ella. Nos dijo que nuestros pensamientos no eran seguros.
Jane lanzó una mirada al pelirrojo y volvió a clavar sus ojos en mí.
-Háblame de Riley -dijo-. ¿Por qué os trajo aquí?
Recité las mentiras de Riley tan rápido como pude.
-Nos dijo que debíamos destruir a los raros esos de ojos amarillos. Según él, iba a ser pan comido. Nos ex­plicó que la ciudad era suya y que iban a venir a por no­sotros. Toda la sangre sería para nosotros en cuanto desaparecieran. Nos dio su olor. -Hice un gesto para se­ñalar en la dirección de la humana-. Dijo que identifi­caríamos al aquelarre en cuestión gracias a ella, que es­taría con ellos. Prometió que ella sería para el primero que la tomara.
-Parece que Riley se equivocó en lo relativo a la faci­lidad –comentó Jane en un tonillo de guasa.
A Jane parecía agradarle mi versión de la historia. En un fogonazo de intuición, comprendí que se había sentido aliviada de que Riley no me hubiese hablado a mí, ni a los demás, de su breve visita a nuestra crea­dora. Victoria. Esta era la versión que Jane quería que llegase al clan de los ojos amarillos: la que no la impli­caba a ella ni a los Vulturis estos con sus oscuras túnicas. Muy bien, yo le podía seguir el juego. Con un poco de suerte, el que pudiese leer la mente ya estaría al tanto de todo.
No me podía vengar físicamente de aquel mons­truo, pero a través de mis pensamientos le podía contar todo a los vampiros de los ojos amarillos. Así lo espera­ba, al menos.
Asentí, admití la bromita de Jane y me incorporé, aún sentada, porque deseaba atraer la atención del que podía leer mis pensamientos, quienquiera que fuese. Proseguí con la versión de la historia que hubiese podi­do contar cualquier miembro de mi aquelarre. Fingí ser como Kevin, tener menos cerebro que un mosquito y no saber nada de nada.
-No sé qué ocurrió. -Esa parte era cierta. El caos en el campo de batalla seguía siendo un misterio. No había llegado a ver a nadie del grupo de Kristie. ¿Se los carga­rían aquellos vampiros aulladores a quienes no me de­jaron ver? Le guardaría aquel secreto al clan de los ojos amarillos-. Nos dividimos, pero los otros no volvieron. Riley nos abandonó, y no volvió para ayudarnos como había prometido. Luego, la pelea fue muy confusa y to­dos acabaron hechos pedazos. -Me estremeció el re­cuerdo del torso por encima del cual salté-. Tenía mie­do y quería salir pitando. -Hice un gesto para señalar a  Carlisle-. Ese de ahí dijo que no me haría daño si deja­ba de luchar.
Aquello no suponía traición alguna para Carlisle, él ya le había contado bastante a Jane.
-Aja, pero no estaba en sus manos hacer tal ofreci­miento, jovencita -dijo Jane, que sonaba como si se es­tuviese regodeando-. Quebrantar las reglas tiene con­secuencias.
Continué fingiendo ser como Kevin y me limité a mi­rarla fijamente, como si fuese demasiado estúpida para entenderlo. Jane se volvió hacia Carlisle.
-¿Estáis seguros de haber acabado con todos? ¿Dón­de están los otros?
Carlisle asintió.
-También nosotros nos dividimos.
Así que fueron los aulladores quienes acabaron con Kristíe. Albergué la esperanza de que, fueran lo que fue­sen, aquellos aulladores resultaran realmente aterrado­res. Kristie se lo merecía.
-No he de ocultar que estoy impresionada -admitió Jane con una voz que sonaba sincera, y creí muy proba­ble que dijese la verdad.
Jane había albergado la esperanza de que el ejérci­to de Victoria causase algún daño aquí, y estaba claro que habíamos fracasado.
«Sí», admitieron en silencio los tres vampiros situa­dos a la espalda de Jane.
-Jamás había visto a un aquelarre escapar sin ba­jas de un ataque de semejante magnitud -prosiguió Jane-. ¿Sabéis qué hay detrás del mismo? Parece un comportamiento muy extremo, máxime si considera­mos el modo en que vivís aquí. ¿Por qué la muchacha es la clave? -preguntó, y sus ojos se posaron en la humana sólo un instante.
-Victoria guardaba rencor a Bella -le contó el peli­rrojo.
La estrategia cobraba sentido por fin. Riley tan sólo quería a la chica muerta y le daba igual cuántos de no­sotros muriésemos para conseguirlo.
Jane se rió alegremente.
-Esto -dijo y sonrió a la humana igual que me había sonreído a mí- parece provocar las reacciones más fuer­tes y desmedidas de nuestra especie.
A la chica no le pasó nada. Tal vez Jane no quisiera hacerle daño. O quizá su horrible talento sólo funcio­nase con los vampiros.
-¿Tendrías la bondad de no hacer eso? -le pidió el pelirrojo en un tono de voz furioso aunque bajo control.
Jane volvió a reír.
-Solamente era una prueba. Al parecer, no sufre da­ño alguno.
Me esforcé en mantener mi expresión en plan Kevin y no traicionar así mis intenciones. Por lo visto, Jane no podía causarle a aquella chica el mismo daño que a mí, y eso no era algo normal para Jane, pues por mucho que ahora se estuviese riendo, yo podía sentir que aque­llo la sacaba de quicio. ¿Era ése el motivo por el cual los vampiros de los ojos amarillos la toleraban? Pero si ella era de algún modo especial, ¿por qué no la convertían en vampiro sin más?
-Bueno, parece que no nos queda mucho por hacer -dijo Jane, que había recuperado su monótona voz-. ¡Qué raro! No estamos acostumbrados a desplazarnos sin necesidad. Ha sido un fastidio perdernos la pelea.
Da la impresión de que habría sido un espectáculo en­tretenido.
-Sí-replicó el pelirrojo-, y eso que estabais muy cer­ca. Es una verdadera lástima que no llegarais media hora antes. Quizás entonces podríais haber realizado vuestro trabajo al completo.
Hice un esfuerzo por no sonreír. Así que era el peli­rrojo quien leía la mente y había oído todo lo que yo quería contarle. Jane no iba a salirse con la suya.
El rostro inexpresivo de Jane le devolvió la mirada al vampiro capaz de leer el pensamiento.
-Sí. Qué pena que las cosas hayan salido así, ¿verdad?
El pelirrojo asintió, y yo me pregunté qué estaría oyendo en la cabeza de Jane.
Jane volvió hacia mí su expresión anodina. En sus ojos no había nada, pero yo sentí que mi tiempo se ha­bía agotado. Ella había obtenido ya de mí lo que nece­sitaba. No era consciente de que también le había dado toda la información que pude al que leía la mente, y además había protegido los secretos de su aquelarre. Se lo debía. El había castigado a Victoria y a Riley en mi nombre.
Le miré con el rabillo del ojo y pensé «gracias».
-¿Félix? -dijo jane con pereza.
-Espera -interrumpió en voz alta el pelirrojo. Se volvió a Carlisle y prosiguió con rapidez-: Podemos ex­plicarle las reglas a la joven. No parecía mal predispues­ta a aprenderlas. No sabía lo que hacía.
-Por descontado -dijo Carlisle enseguida-. Estamos preparados para responsabilizarnos de Bree.
El rostro de Jane adoptó una expresión que daba el aspecto de no tener claro si se trataba de una broma.
Y si era tal broma, tenía mucha más gracia de lo que ella estaba dispuesta a reconocer.
-No hacemos excepciones -les respondió, diverti­da-, ni damos segundas oportunidades. Es malo para nuestra reputación.
Era como si se estuviese refiriendo a otra persona. No me importaba que estuviese hablando de matarme. Sabía que el clan de los ojos amarillos no podía detener­la. Jane era la policía de los vampiros. Y aunque aque­llos polis vampiros fueran unos corruptos —realmente corruptos-, el clan de los ojos amarillos al menos lo sabía.
-Lo cual me recuerda... -prosiguió Jane con la vista clavada en la humana y una sonrisa cada vez más am­plia-. Cayo estará muy interesado en saber que sigues siendo humana, Bella. Quizá decida hacerte una visita.
Sigues siendo humana. Entonces iban a convertir a la chica. Me preguntaba a qué estarían esperando.
-Se ha fijado la fecha -dijo la chica menuda del pelo corto y negro y la voz clara-. Quizá vayamos a visitaros dentro de unos pocos meses.
La sonrisa de Jane se desvaneció como si alguien se la hubiese borrado de la cara. Hizo un gesto de indife­rencia sin mirar a la vampira del pelo corto, y me dio la sensación de que, por mucho que Jane odiase a la hu­mana, su odio por aquella chica menuda era diez veces mayor.
Jane se giró hacia Carlisle con su inexpresividad de antes.
-Ha estado bien conocerte, Carlisle... Siempre creí que Aro había exagerado. Bueno, hasta la próxima... Así que aquí se acababa todo, entonces. Seguía sin sentir miedo. Sólo lamentaba no haber tenido la opor­tunidad de contarle a Fred más acerca de todo aquello. Se adentraría prácticamente a ciegas en este mundo lleno de peligrosas intrigas, policías corruptos y aquela­rres secretos. Pero Fred era listo, cauteloso y tenía «ta­lento». ¿Qué iban a poder hacerle si ni siquiera eran capaces de verlo? Tal vez el clan de los ojos amarillos se encontrase con Fred algún día. «Sed amables con él», pensé mirando al que leía la mente.
-Encárgate de eso, Félix -ordenó Jane con indiferen­cia y con un gesto del mentón hacia mí-. Quiero volver a casa.
-No mires -susurró el pelirrojo. Y cerré los ojos.



FIN

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