Era el primer día de clase, es decir, la última oportunidad de escapar.
No tenía una
mochila con un equipo de supervivencia, ni un monedero
abultado con
que comprarme un billete de avión a donde fuera, ni un
amigo
esperándome en la calle en un coche con el motor en marcha.
Resumiendo:
carecía de lo que la mayoría de la gente en su sano juicio
llamaría «un
plan».
Sin embargo,
daba igual, no pensaba quedarme en la Academia
Medianoche por
nada del mundo.
La luz
mortecina del amanecer apuntaba en el horizonte mientras yo
intentaba
enfundarme unos vaqueros y sacaba un grueso jersey negro. A
esas horas de
la mañana y a la altura a la que nos encontrábamos, hacía
frío incluso en
septiembre. Me recogí el pelo en un moño hecho a toda
prisa y me
calcé unas botas de montaña. A pesar de lo importante que era
no hacer ruido,
no debía preocuparme porque mis padres se despertaran.
No eran
precisamente madrugadores, por así decirlo. Caían muertos en la
cama hasta que
sonaba el despertador y para eso todavía quedaban un
par de horas.
Lo que me
proporcionaba una buena ventaja.
Al otro lado de
la ventana de mi dormitorio, la gárgola de piedra me
aguijoneaba con
la mirada mientras me sonreía con una mueca
flanqueada por
unos colmillos prominentes. Cogí la chaqueta vaquera y le
saqué la
lengua.
—Igual te gusta
estar colgada ahí fuera, en el Baluarte de los Malditos —
murmuré—. Pues
que te aproveche.
Hice la cama
antes de irme. Normalmente tienen que estar encima de
mí para que la
haga, pero esta vez no tuvieron ni que decírmelo. Ya
tendrían
bastante con el ataque que iba a darles después y pensé que
estirando la colcha
me reconciliaría un poquito con ellos. Aunque lo más
probable era
que no compartieran este punto de vista, lo hice de todos
modos. Estaba
ahuecando las almohadas cuando, de repente, recordé algo
extraño con
tanta viveza como si todavía no hubiera despertado, algo que
había soñado
esa misma noche:
Una
flor de color sangre.
El
viento aullaba entre los árboles que me envolvían, azotando las
ramas
en todas direcciones. En lo alto, el cielo se encapotaba de nubes
tormentosas.
Me aparté el pelo, que me castigaba la cara. Solo quería
mirar
la flor.
Los
pétalos, perlados de lluvia, eran de un rojo vivido, lánguidos y
afilados,
como los de algunas orquídeas tropicales. Sin embargo, la flor
estaba
lozana y completamente abierta, prendida de la rama, como una
rosa.
Era lo más exótico y fascinante que había visto nunca. Tenía que ser
mía.
¿Por qué me
hizo estremecer ese recuerdo? Solo era un sueño. Respiré
hondo y me
concentré. Era hora de partir.
Tenía la bolsa
preparada; la había llenado la noche anterior con apenas
cuatro cosas:
un libro, unas gafas de sol y unos cuantos billetes por si al
final tenía que
ir hasta Riverton, lo más cercano a la civilización que había
por la zona.
Eso me mantendría ocupada todo el día.
A ver, no
estaba escapándome de casa, al menos no en serio, como
cuando rompes
con todo y asumes una identidad nueva y, no sé, te unes a
un circo o algo
así. No, se trataba de una declaración de principios. Me
había opuesto
desde el primer momento a la idea que mis padres habían
dejado entrever
que entraríamos en la
Academia Medianoche, ellos como
profesores y yo
como alumna. Habíamos vivido en el mismo pueblecito
toda la vida,
yo había acudido al mismo colegio con las mismas personas
desde que tenía
cinco años y quería que siguiera siendo así. Hay gente a
la que le gusta
conocer a extraños y hace amigos con facilidad, pero yo
nunca he sido
así. Ni por asomo.
Es curioso,
cuando la gente te llama «tímida», suele sonreír. Como si
hiciera gracia,
como si se tratara de una de esas manías que acabas
perdiendo
cuando te haces mayor, como los huecos que te quedan entre
los dientes
cuando se te caen los de leche. Si supieran lo que se siente
cuando no solo
se trata de que te cueste romper el hielo, sino de ser
tímido de
verdad, no sonreirían. Se lo pensarían dos veces si supieran que
esa sensación
te atenaza el estómago, o te hace sudar las manos, o te
impide decir
algo que tenga sentido. No hace ninguna gracia.
Mis padres no
habían sonreído nunca al decirlo. Me conocían muy bien y
por eso siempre
creí que ellos me comprendían... hasta que decidieron
que, con
dieciséis años, había llegado el momento de superarlo. ¿Y qué
mejor lugar que
un internado? Sobre todo si ellos también iban incluidos
en el paquete.
En cierto modo
adiviné lo que se proponían, aunque solo fue en teoría.
En cuanto
enfilamos la entrada de la Academia Medianoche y vi aquella
mole gótica de
piedra tan monstruosa, supe de inmediato que no iba a
quedarme allí
ni muerta. Mis padres harían oídos sordos, de modo que
tendría que
obligarles a escucharme.
Fui avanzando
de puntillas por el pequeño apartamento para el
profesorado que
mi familia había utilizado durante ese último mes. Oí los
leves ronquidos
de mi madre tras la puerta cerrada del dormitorio de mis
padres. Me puse
la bandolera al hombro, giré el pomo lentamente y
empecé a bajar
la escalera. Vivíamos en lo alto de una de las torres de
Medianoche, y
sé que eso suena más excitante de lo que en realidad es,
ya que
comportaba tener que bajar unos escalones que habían sido
tallados en la
roca hacía más de doscientos años y que, con el desgaste
del tiempo,
ahora eran irregulares. La larga escalera de caracol tenía
pocas ventanas
y todavía no habían encendido las luces, por lo que la
oscuridad contribuía
a dificultar el descenso.
Al
agacharme para coger la flor, el seto se estremeció. Era el viento,
pensé,
pero no era el viento. No, el seto crecía, y lo hacía tan rápido que
podía
apreciarse a simple vista. Enredaderas y zarzas se abrían paso entre
las
hojas a través de una maraña de quejidos. Antes de que pudiera echar
a
correr, el seto casi me había rodeado. Estaba cercada por ramas, hojas y
espinas.
Lo último que
necesitaba era que mis pesadillas me asaltaran cada dos
por tres.
Respiré hondo y seguí bajando los escalones hasta llegar al gran
vestíbulo de la
planta baja. Era un espacio majestuoso, construido para
emocionar o al
menos para impresionar: suelos de mármol, altos techos
abovedados y
ventanales con vidrieras que se alzaban desde el suelo
hasta las vigas
formando un dibujo calidoscópico. Todas menos una, en el
mismo centro,
cuyos vidrios eran transparentes. Debían de haber acabado
la noche
anterior los preparativos para la ceremonia de ese día, porque ya
había dispuesto
un podio para la directora, desde donde recibiría a los
alumnos recién
llegados. Parecía que todo el mundo seguía durmiendo, lo
que significaba
que no había nadie que pudiera detenerme. Abrí la pesada
y ornamentada
puerta de entrada de un fuerte empujón y respiré libertad.
Las primeras
nieblas del alba lo cubrían todo con un manto gris azulado
mientras
atravesaba los prados que rodeaban el internado. En el siglo
XVIII, cuando
se construyó la
Academia Medianoche, esa zona era bosque
cerrado. Aunque
unos cuantos pueblecitos desperdigados salpicaban los
alrededores,
ninguno estaba demasiado cerca de Medianoche; y a pesar
de las vistas
de los valles y los tupidos bosques, nadie había construido
nunca una casa
en las cercanías. Y con toda la razón, ¿quién iba a querer
estar cerca de
ese lugar? Volví la vista hacia las altas torres de piedra de
la escuela,
ambas rodeadas por las siluetas retorcidas de las gárgolas, y
me estremecí.
Unos pasos más y empezaron a desvanecerse entre la
niebla.
Medianoche
se alzaba amenazadora detrás de mí. Los muros de piedra
de sus
altas torres eran la única barrera que las espinas no podían romper.
Debería
haber salido corriendo hacia la escuela, pero no lo hice.
Medianoche
era mucho más peligrosa que las espinas y, además, no
pensaba
irme sin la flor.
La pesadilla
estaba empezando a parecer más real que la realidad.
Intranquila, me
di la vuelta y eché a correr. Me alejé de los prados y
desaparecí en
el bosque.
Pronto acabará
todo, me dije, abriéndome paso entre la hojarasca y las
ramas caídas de
los pinos, que crujían bajo mis pies. Aunque apenas había
unos cientos de
metros hasta la puerta principal, tenía la sensación de
estar mucho más
lejos. La densa niebla conseguía que pareciera como si
ya me
encontrara en el corazón del bosque. «Mis padres se despertarán y
se darán cuenta
de que no estoy. Por fin comprenderán que no puedo
soportarlo, que
no pueden obligarme. Saldrán a buscarme y, vale, se
enfadarán mucho
por haberlos asustado de este modo, pero lo
entenderán. Al
final siempre acaban entendiéndolo, ¿no? Y luego nos
iremos.
Saldremos de la
Academia Medianoche y no volveremos nunca
más.»
Tenía el
corazón desbocado. En vez de reconfortarme, cada paso que
me alejaba de la Academia Medianoche
ponía a prueba mi determinación.
Antes, al
elaborar el plan, me había parecido buena idea, como si fuera
infalible, pero
ahora que era real y me encontraba sola en el bosque,
adentrándome en
la espesura, no estaba tan segura. Tal vez estuviera
huyendo para
nada. ¿Y si me arrastraban de vuelta de todos modos?
Estalló
un trueno. Se me aceleró el pulso. Volví la espalda a Medianoche
definitivamente
y observé la flor que temblaba en su rama. El viento le
arrancó
un pétalo. Introduje las manos entre las espinas, sentí que me
laceraban
la piel dolorosamente, pero eso no me detuvo; estaba decidida.
Eché a correr
hacia el este, intentando poner tierra de por medio entre
Medianoche y
yo, mientras mi pesadilla se empeñaba en acompañarme.
Era ese lugar.
Me ponía los pelos de punta, me hacía sentir inquieta y
vacía. Si me
alejaba de allí, todo saldría bien. Jadeante, volví la vista atrás
para comprobar
cuánto trecho había recorrido... cuando lo vi. A menos de
cien metros de
mí, había un hombre envuelto en un abrigo largo y oscuro,
entre los
árboles, medio oculto por la niebla. En el momento en que
nuestras
miradas se encontraron, echó a correr en mi dirección.
Hasta ese
momento no había sabido qué era el miedo. Una sensación
fría como el
agua helada sacudió todo mi cuerpo y entonces descubrí lo
rápido que podía
correr. No grité, ¿para qué? Me había adentrado en el
bosque para que
nadie pudiera encontrarme, lo más estúpido que había
hecho nunca en
la vida y, por lo que parecía, también lo último que iba a
hacer. Además,
¿para qué iba a llevarme el móvil, si no había cobertura?
Nadie iba a
venir a salvarme. Tenía que correr lo más rápido que pudiera.
Oía sus pasos
detrás, quebrando ramas y aplastando hojas. Se
acercaba.
¡Dios, era muy rápido! ¿Cómo podía alguien correr a esa
velocidad?
Te han enseñado
a defenderte, pensé. ¡Se supone que sabes qué hacer
en situaciones
como esta! No recordaba nada, no podía pensar en nada.
Las ramas
desgarraban las mangas de mi chaqueta y se enganchaban en
los mechones de
cabello que se me habían soltado del moño. Tropecé con
una piedra y me
mordí la lengua, pero seguí corriendo. El hombre estaba
cada vez más
cerca, demasiado. Tenía que acelerar, pero no podía.
—¡Ah! —grité
medio asfixiada cuando saltó sobre mí y caímos rodando.
Me di un
costalazo en la espalda y me aplastó contra el suelo con su
peso y sus
piernas, entrelazadas con las mías. Me tapó la boca con una
mano, pero
conseguí liberar un brazo. En las clases de autodefensa de mi
antiguo
colegio, siempre decían que había que ir directo a los ojos, que
había que
sacárselos sin contemplaciones. Nunca había dudado de poder
hacerlo cuando
se diera la ocasión, ya fuera para ponerme a salvo o para
ayudar a otra
persona, pero estaba tan aterrorizada que no sabía si podría
soportarlo.
Doblé los dedos, intentando armarme de valor.
—¿Has visto
quién te seguía? —susurró el tipo en ese momento.
Lo miré
fijamente unos instantes. El retiró la mano de mi boca para que
pudiera
responder. Pesaba mucho y todo me daba vueltas.
—¿Te refieres
además de ti? —conseguí decir al fin.
—¿De mí? —No
tenía ni idea de qué le estaba hablando. El tipo lanzó
una mirada
furtiva a su espalda, como si siguiera a la defensiva—. Tú
corrías porque
te perseguía alguien... ¿no?
—Yo solo
corría. El único que me perseguía eras tú.
—Quieres decir
que creías que... —El tipo se apartó de mí de inmediato
para que
pudiera moverme—. Ah, vaya, lo siento. No era mi intención...
Tía, debo de
haberte dado un susto de muerte.
—Entonces, ¿tu
intención era ayudarme?
Tuve que
decirlo en voz alta antes de conseguir creérmelo. Él asintió
vigorosamente
con la cabeza. Tenía la cara muy cerca de la mía,
demasiado
cerca, lo que me impedía ver nada más. Era como si solo
existiéramos
nosotros y la niebla que se espesaba a nuestro alrededor.
—Sé que debo de
haberte asustado y lo siento muchísimo. Creía que...
Sus palabras no
estaban sirviéndome de gran ayuda. Estaba cada vez
más mareada, no
menos. Necesitaba aire y tranquilizarme, algo imposible
mientras él
estuviera tan cerca de mí. Lo señalé con un dedo y dije algo
que no creo
haberle dicho a mucha gente, mucho menos a un extraño, y
mucho menos aún
al extraño que más me había aterrado en mi vida:
—¿Te...
quieres... callar?
Se calló.
Dejé caer la
cabeza contra el suelo, soltando un suspiró. Me llevé las
manos a los ojos
y los apreté hasta verlo todo rojo. Todavía tenía el sabor
de la sangre en
la boca y el corazón me latía con tanta fuerza que era
como si el
pecho se estremeciera. Un poco más y me meo encima, tal vez
lo único que
hubiera faltado para que aquella situación fuera más
humillante de
lo que ya era de por sí. Sin embargo, me limité a respirar
hondo, poco a
poco, hasta que me sentí con fuerzas para incorporarme.
El tipo seguía
a mi lado.
—¿Por qué me
has tirado al suelo? —conseguí preguntarle.
—Pensé que
teníamos que ponernos a cubierto y escondernos de quien
estuviera
persiguiéndote, de ese que al final ha resultado ser, esto...
nadie.
Parecía
bastante azorado.
Agachó la
cabeza y lo miré con tranquilidad por primera vez. La verdad
es que no había
tenido tiempo de fijarme en nada: cuando lo primero que
piensas de
alguien es que es un «asesino pirado», no te pones a analizar
los detalles.
Me di cuenta de que no se trataba de un hombre adulto, como
había creído.
Aunque era alto y ancho de espaldas, era joven, tal vez de
mi misma edad.
La carrera le había alborotado el pelo, liso y de color
castaño dorado,
que le caía sobre la frente, ocultando unos ojos verdes
increíblemente
oscuros. Tenía una mandíbula fuerte y angulosa, y un
cuerpo musculoso
y robusto.
Sin embargo, lo
más sorprendente de todo era lo que llevaba bajo el
abrigo negro:
unas botas negras bastante estropeadas, pantalones negros
de lana y un
jersey rojo oscuro de cuello de pico adornado con un blasón:
dos cuervos
bordados a cada lado de una espada plateada. El escudo de
Medianoche.
—Eres alumno de
la escuela —dije.
—Bueno, voy a
serlo —contestó en voz baja, como si temiera volver a
asustarme—. ¿Y
tú?
Asentí con la
cabeza mientras me deshacía el moño para volver a
hacérmelo.
—Es mi primer
año. Mis padres encontraron trabajo de profesores, así
que... me toca
pasar por el aro.
Pareció
sorprenderse porque frunció el ceño. De repente su mirada se
volvió más
inquieta e insegura, aunque se repuso enseguida y me tendió
la mano.
—Lucas Ross.
—Hola. —Me
resultaba extraño presentarme a alguien a quien cinco
minutos antes
creía decidido a matarme—. Bianca Olivier.
—El corazón te
va a mil por hora —murmuró Lucas. Volvió a mirarme
con ojos
inquisidores y me puse nerviosa, aunque por motivos distintos—.
Vale, si no
corrías porque te perseguía alguien, entonces ¿por qué corrías
de esa manera?
Porque a mí no me pareció que estuvieras haciendo
footing
precisamente.
Le habría
mentido si se me hubiera ocurrido alguna excusa creíble, pero
no fue así.
—He madrugado
para... Bueno, para escaparme.
—¿Tus padres no
te tratan bien? ¿Te pegan?
—¡No! No es
eso. —Me sentí muy ofendida, pero comprendí que era
lógico que
Lucas dedujera algo por el estilo. ¿Por qué si no alguien en su
sano juicio iba
a adentrarse en el bosque antes de que saliera el sol y
echar a correr
como si le fuera la vida en ello? Acabábamos de
conocernos, así
que Lucas tal vez asumía que estaba tratando con una
persona cuerda.
Decidí no mencionarle lo de la pesadilla recurrente, no
fuera que eso
acabara de inclinar la balanza hacia «chiflada»—. Es que no
quiero ir a esa
escuela. Me gustaba la de mi pueblo y, además, la
Academia
Medianoche es... Es tan...
—Pone los pelos
de punta.
—Eso.
—¿Adonde ibas?
¿Has encontrado trabajo en alguna parte o algo así?
Estaba
sonrojada y no solo por el esfuerzo físico de la carrera.
—Ah, no. En
realidad no me escapaba de verdad, solo estaba llevando a
cabo una...
declaración de principios. O algo así. Pensé que si hacía una
cosa por el
estilo, mis padres por fin comprenderían lo mucho que detesto
estar aquí y
tal vez nos iríamos.
Lucas me miró
incrédulo y luego sonrió. Su sonrisa transformó la
extraña energía
que se había ido acumulando en mi interior y transformó
el miedo en
curiosidad, incluso en excitación.
—Como yo con el
tirachinas.
—¿Qué?
—Cuando tenía
cinco años, pensaba que mis padres estaban siendo
injustos
conmigo y decidí irme de casa. Me llevé el tirachinas porque ya
era todo un
machote, ya me entiendes, y podía cuidar de mí mismo. Creo
que también me
llevé una linterna y un paquete de Oreos.
A pesar del
aturdimiento, se me escapó una sonrisa.
—Creo que ibas
mejor preparado que yo.
—Salí muy digno
de la casa en que vivíamos y llegué hasta... el final del
patio trasero,
así que decidí resistir desde allí mismo. Me quedé fuera todo
el día, hasta
que empezó a llover. No se me había ocurrido coger un
paraguas.
—Un plan
estupendo. —Suspiré.
—Lo sé, es
patético. Volví a entrar en casa, empapado y con dolor de
estómago
después de zamparme como unas veinte Oreos, y mi madre,
una señora muy
inteligente aunque me saque de quicio, fingió que no
había ocurrido
nada. —Lucas se encogió de hombros—. Lo mismo que
harán tus
padres. Lo sabes, ¿no?
—Ahora sí.
Estaba tan
decepcionada que se me hizo un nudo en la garganta. En
realidad había
sabido desde el principio cómo iba a terminar aquello, pero
no podía
quedarme de brazos cruzados; tal vez solo lo había hecho para
que quedara
patente mi frustración antes que para enviar un mensaje a
mis padres.
En ese momento
Lucas me hizo una pregunta que me dejó descolocada:
—¿Quieres irte
de aquí de verdad?
—¿Te refieres
a... huir? ¿A escaparme de verdad?
Lucas asintió,
y parecía que lo decía muy en serio. Aunque no podía ser.
Seguro que me
lo había preguntado para devolverme a la realidad.
—No, no quiero
—admití al final—. Volveré y me prepararé para ir al colé
como una niña
buena.
Otra vez esa
sonrisa.
—Nadie te
obliga a comportarte como una niña buena.
Su modo de
decirlo me reconfortó.
—Es que... La Academia Medianoche...
No sé si voy a saber encajar en
este lugar.
—Yo no me
preocuparía por eso. Puede que no sea tan malo no acabar
de encajar en
este lugar.
Me miró
fijamente, muy serio, como si supiera de otro lugar en que
pudiera encajar
mejor. O de veras le gustaba o me lo estaba imaginando
porque quería
gustarle. La prácticamente nula experiencia sobre el tema
me impidió
saberlo.
Me puse en pie
a toda prisa.
—¿Y que hacías
tú cuando me viste? —le pregunté, mientras él también
se ponía en
pie.
—Ya te lo he
dicho, creía que necesitabas ayuda. Por aquí corre gente un
poco chunga. No
todo el mundo sabe controlarse. —Se sacudió unas
cuantas agujas
de pino del jersey—. No debería haberme precipitado en
sacar
conclusiones, pero me pudo el instinto. Lo siento.
—No pasa nada,
de verdad. Ya sé que querías ayudarme. Me refería a
que qué hacías
antes de verme. La presentación no empieza hasta dentro
de unas horas y
es muy temprano. Les dijeron a los alumnos que llegaran
sobre las diez.
—Nunca se me ha
dado bien seguir las normas.
Aquello
empezaba a parecerme interesante.
—Entonces...
¿Eres una persona madrugadora, de esas que se levantan
de un salto por
las mañanas?
—Ni por asomo,
todavía no me he acostado. —Tenía una sonrisa
cautivadora y ya
me había dado cuenta de que sabía cómo utilizarla. Y no
me importaba—.
De todos modos, mi madre no podía acompañarme. Está
fuera,
podríamos decir que de viaje de negocios. Cogí el tren nocturno y
decidí llegar a
pie, para saber qué terreno pisaba y... rescatar damiselas
en apuros.
Al recordar a
qué velocidad había corrido tras de mí y comprender que
lo había hecho
para salvarme la vida, el enfoque del recuerdo cambió por
completo: todos
mis miedos se desvanecieron y sonreí.
—¿Por qué
vienes a Medianoche? A mí me toca pringar por mis padres,
pero
seguramente tú podrías ir a cualquier otro sitio. A uno mejor. Como...
no sé,
cualquiera.
Lucas no
pareció saber qué responder. Iba apartando las ramas
mientras nos
abríamos camino por el bosque para que no me dieran en la
cara. Nunca
antes me habían despejado el paso.
—Es una
historia muy larga.
—No tengo prisa
por volver. Además, aún quedan cuatro horas hasta la
presentación.
Lucas inclinó
la cabeza, pero no apartó la mirada de mí. Había algo
indudablemente
seductor en ese movimiento, aunque no estaba segura de
que él
pretendiera producir ese efecto. Tenía un color de ojos casi idéntico
al de la hiedra
que crecía en las torres de Medianoche.
—Es que también
es una especie de secreto.
—Sé guardar
secretos. Es decir, tú vas a mantener en secreto este
asunto por mí,
¿no? Me refiero a lo de salir corriendo y morirme de
miedo...
—No se lo
contaré a nadie. —Al cabo de unos segundos de vacilación,
Lucas acabó
sincerándose—. Hace unos ciento cincuenta años un
antepasado mío
intentó entrar en el internado. Podría decirse que
suspendió.
—Lucas se echó a reír, y fue como si la luz del sol hubiera
irrumpido entre
los árboles—. Por eso depende de mí «limpiar el honor de
la familia».
—No es justo.
No deberías tener que tomar todas tus decisiones en
función de lo
que él hiciera o dejara de hacer.
—No todas, me
dejan elegir los calcetines.
Sonreí cuando
se subió la pernera para enseñarme el calcetín a rombos
que asomaba por
encima de la pesada bota negra.
—¿Por qué
suspendieron a tu retatara lo que sea?
Lucas sacudió
la cabeza tristemente.
—Se batió en
duelo la primera semana.
—¿Un duelo?
Venga, ¿alguien insultó su honor? —Intenté recordar lo que
había aprendido
sobre los duelos en las novelas y las películas románticas.
Lo que estaba
claro es que la historia de Lucas era definitivamente mucho
más interesante
que la mía—. ¿O fue por una chica?
—Pues tendría
que haber aprovechado muy bien el tiempo para conocer
a una chica en
los primeros días de escuela.
Lucas se
detuvo, como si acabara de darse cuenta de que era el primer
día de clase y
él ya había conocido a una. Sentí un impulso, como si algo
tirara
físicamente de mí hacia él, pero en ese momento Lucas volvió la
cabeza y clavó
la mirada en las torres de Medianoche, que se veían entre
las ramas de
los pinos. Fue como si el edificio lo hubiera ofendido.
—Pudo haber
sido por cualquier cosa. Entonces se batían en duelo a la
mínima de
cambio. Según la leyenda familiar, empezó el otro tipo, aunque
la verdad es
que da igual. Lo que importa es que sobrevivió, pero no sin
antes romper
una de las vidrieras del vestíbulo.
—Ah, claro, hay
una con cristales transparentes y no sabía por qué.
—Ahora ya lo
sabes. Desde entonces, Medianoche le cerró las puertas a
mí familia.
—Hasta ahora.
—Hasta ahora
—convino—. Y no me importa. Creo que aquí aprenderé
muchas cosas,
pero eso no significa que me tenga que gustar lo que veo.
—Pues yo no
estoy segura de que me guste nada —le confesé. «Salvo
tú», añadió una
vocecilla interior, que se había envalentonado de repente.
Fue como si
Lucas pudiera oír esa voz, porque hubo algo perturbador en
el modo en que
se volvió para mirarme. Debería parecer el típico chico
estadounidense,
con esos rasgos tan marcados y el uniforme del colegio,
pero no era
así. Durante mi huida y en los momentos posteriores, cuando
él creía que
estábamos intentando salvar la vida, había percibido algo
salvaje
acechando bajo esa fachada.
—Me gustan las
gárgolas, la montaña y el aire puro. Eso es todo.
—¿Te gustan las
gárgolas?
—Me gusta que
los monstruos sean más pequeños que yo.
—No me lo había
planteado nunca de ese modo.
Habíamos
llegado al linde de los prados. El sol brillaba con fuerza y tuve
la sensación de
que la escuela despertaba y se preparaba para recibir a
los alumnos y
engullirlos a través de la abovedada entrada de piedra.
—Le tengo pavor
—confesé.
—Todavía no es
demasiado tarde para salir corriendo, Bianca —dijo con
toda
tranquilidad.
—No quiero
salir corriendo, pero tampoco quiero estar rodeada de
extraños.
Cuando estoy con gente que no conozco soy incapaz de hablar,
de actuar con
normalidad o de ser yo misma... ¿Por qué sonríes?
—Pues a mí me
parece que no has tenido muchos problemas para
hablar conmigo.
Parpadeé,
sorprendida. Lucas tenía razón. ¿Cómo era posible?
—Contigo...
Supongo que... Creo que me asustaste tanto que se me
pasó el miedo
de golpe —balbucí.
—Eh, pues si
funciona.
—Sí. —Sin
embargo, tuve la sensación de que había algo más. Los
extraños
seguían dándome pánico, pero él no era un extraño. Había
dejado de serlo
en cuanto comprendí que había intentado salvarme la
vida. Tenía la
sensación de conocer a Lucas desde siempre, como si
hubiera estado
esperando su llegada durante años—. Debo volver antes
de que mis
padres se den cuenta de que no estoy.
—No dejes que
te sermoneen.
—No lo harán.
Lucas no
parecía tan seguro, pero asintió y se alejó. Se perdió entre las
sombras
mientras yo entraba en un cerco de luz.
—Nos vemos por
aquí.
Levanté la mano
para decirle adiós, pero Lucas ya se había ido. Había
desaparecido
sigilosamente en el bosque.
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