Volvía a
ascender la larga escalera de caracol hasta llegar al último
piso de la
torre, todavía temblorosa a causa de la descarga de
adrenalina.
Esta vez no me molesté en no hacer ruido. Dejé
resbalar al
suelo la bandolera que llevaba al hombro y me desplomé en el
sofá. Me habían
quedado unas cuantas hojas enredadas en el pelo y
empecé a
quitármelas.
—¿Bianca? —Mi
madre salió de su dormitorio, anudándose el cinturón
de la bata. Me
sonrió somnolienta—. ¿Has madrugado para ir a dar un
paseo, corazón?
—Sí —contesté,
con un suspiro. Ya no valía la pena montar una escena
dramática.
Mi padre salió
a continuación y la abrazó por detrás.
—No puedo creer
que nuestra niñita ya esté en la
Academia
Medianoche.
—El tiempo pasa
tan rápido... —se lamentó mi madre con un suspiro—.
Cuanto mayor te
haces, más rápido pasa.
Mi padre
sacudió la cabeza.
—Lo sé.
Refunfuñé.
Siempre decían lo mismo y habíamos convertido en una
especie de
broma el fastidio que me producía. Las sonrisas de mis padres
se ensancharon.
«Parecen muy
jóvenes para ser tus padres», solía comentar la gente de
mi pueblo,
aunque lo que en realidad querían decir era «demasiado
guapos». En
ambos casos era cierto.
El cabello de
mi madre tenía un tono acaramelado y el de mi padre era
de un rojizo
tan oscuro que casi parecía negro. Mi padre era de estatura
media, pero
musculoso y robusto, mientras que mi madre era más bien
pequeñita. La
cara de mi madre era perfecta y ovalada, como un camafeo
antiguo,
mientras que mi padre tenía una mandíbula cuadrada y una nariz
que parecía
haber participado en más de una pelea de juventud, aunque
en su rostro
hacía un buen efecto. En cuanto a mí... Mi cabello tenía una
tonalidad
rojiza que solo podía describirse así: rojizo; y mi piel era tan
blanca que
padecía de una palidez más mortuoria que antigua. Allí donde
mi ADN podría
haber girado a la derecha, había dado un brusco viraje a la
izquierda. Mis
padres me decían que me convertiría en una mujer muy
guapa, pero eso
es lo que suelen decir todos los padres.
—Vamos a darte
algo de desayunar —dijo mi madre, dirigiéndose a la
cocina—. ¿O ya
has tomado algo?
—No, todavía no.
Caí en la
cuenta de que no habría sido una mala idea haber comido algo
antes de mi
gran escapada, me rugían las tripas. Si Lucas no me hubiera
detenido, en
esos momentos estaría vagando por el bosque con un
hambre de lobo
y con una larga caminata hasta Riverton por delante.
Menudo plan de
fuga.
En ese
instante, me vino a la mente la imagen de Lucas abalanzándose
sobre mí y los
dos rodando entre la hierba y las hojas. Me había dado un
susto de muerte
y me estremecí al recordarlo, aunque ahora por razones
bien distintas.
—Bianca. —Mi
padre parecía muy serio y lo miré con sentimiento de
culpabilidad.
¿Acaso había adivinado lo que estaba pensando? Enseguida
comprendí que
estaba volviéndome paranoica, aunque era indudable que
mi padre no
sonreía cuando se sentó a mi lado—. Sé que no es lo que más
deseas, pero
Medianoche es importante para ti.
Era el mismo
tipo de charla que me daba cuando era pequeña antes de
tener que
tragarme el jarabe para la tos.
—No quiero
volver a tener esta conversación ahora.
—Adrián, déjala
en paz. —Mi madre me tendió un vaso antes de
regresar a la
cocina, donde había algo friéndose en una sartén—. Además,
como no
espabilemos, vamos a llegar tarde a la reunión del profesorado
previa a la
presentación.
Mi padre
consultó la hora y rezongó.
—¿Por qué ponen
estas cosas tan pronto? Como si a alguien le
apeteciera
bajar ahí abajo a estas horas.
—Cuánta razón
tienes —murmuró ella.
Para ellos,
cualquier hora antes del mediodía era demasiado pronto. Sin
embargo, habían
trabajado de profesores desde que yo tenía memoria, sin
olvidar ni un
solo día su larga contienda con las ocho de la mañana.
Acabaron de
prepararse mientras me tomaba el desayuno, me gastaron
unas cuantas
bromas con intención de animarme y me dejaron sola
sentada a la
mesa. Pues bueno. Bastante después de que bajaran la
escalera y las
manecillas del reloj se arrastraran sigilosas hacia la hora de
la
presentación, yo seguía en la silla. Creo que intentaba convencerme de
que, mientras
no me acabara el desayuno, no tendría que ir a conocer a
todas esas
personas nuevas.
El hecho de que
Lucas estuviera entre ellas —una cara amiga, un
protector—
ayudaba un poco. Aunque no mucho.
Finalmente,
cuando fue obvio que no podía posponerlo más, entré en mi
habitación y me
puse el uniforme de Medianoche. Odiaba el uniforme;
nunca había
tenido que llevarlo. Sin embargo, lo peor de todo fue que, al
entrar en mi
dormitorio, volví a recordar la extraña pesadilla que había
tenido esa
noche.
Una camisa
blanca almidonada.
Espinas
arañándome la piel, azotándome, animándome a regresar.
Una falda roja
plisada.
Pétalos
abarquillándose y ennegreciéndose, como si ardieran en medio
de una
hoguera.
Un jersey gris
con el escudo de Medianoche.
Vale,
¿no es esta una buena ocasión para dejar de ser una morbosa sin
remedio?
¿Como ya, por ejemplo?
Decidida a
comportarme como una adolescente normal y corriente, al
menos el primer
día de clase, me miré en el espejo. El uniforme no me
quedaba
precisamente mal, aunque tampoco de muerte. Me hice una
coleta, me
sacudí una ramita que antes se me había pasado por alto y
decidí no darle
más vueltas: ya estaba preparada.
La gárgola
seguía mirándome con insistencia, como si se preguntara
cómo era
posible que alguien pudiera tener esa pinta. O tal vez se
estuviera
burlando por el estrepitoso fracaso de mi plan. Al menos ya no
tendría que
mirar su horripilante cara. Me puse derecha y salí de mi
dormitorio...
por última vez: dejaba de pertenecerme desde ese momento
en adelante.
Había estado
viviendo en el internado con mis padres el último mes, por
lo que había
tenido tiempo para explorar la escuela de arriba abajo: desde
el gran
vestíbulo hasta las aulas magnas de la planta baja, que después se
dividían en dos
torres enormes. Los chicos vivían en la torre norte con
parte del
profesorado, y además había un par de habitaciones que olían a
moho y estaban
llenas de archivadores, donde por lo visto iban a parar
todos los
expedientes. Las chicas se alojaban en la torre sur, junto al resto
de las
estancias del profesorado, incluidas las de mi familia. Las plantas
superiores del
edificio principal, sobre el gran vestíbulo, albergaban las
aulas y la
biblioteca. Con el tiempo, habían ampliado y hecho adiciones a
Medianoche, por
lo que no todas las secciones compartían el mismo estilo
o guardaban
perfecta simetría con el resto. Había algunos pasillos
serpenteantes
que no conducían a ninguna parte. Desde la habitación de
mí torre
estudiaba el tejado, un manto de retazos de arcos, tabillas y
estilos
diferentes. Había aprendido a moverme por el edificio y sus
alrededores,
era el único modo en que me sentiría preparada para afrontar
lo que vendría
a continuación.
Volví a bajar
los escalones. Daba igual las veces que hubiera hecho ese
camino, siempre
tenía la sensación de que caería rodando por la
desgastada
escalera hasta el último peldaño. Mira que eres tonta
preocupándote
por pesadillas con flores marchitas o por caerte por la
escalera, me
dije. Me aguardaba algo bastante más terrorífico.
Llegué abajo y
salí al vestíbulo. Esa misma mañana, más temprano,
todo estaba en
silencio, como en una catedral. En esos momentos, estaba
abarrotado de
gente y sus voces resonaban por todas partes. A pesar del
bullicio, tuve
la sensación de que mis pasos retumbaban en la sala porque
varias personas
se volvieron hacia mí a la vez; era como si todo el mundo
se hubiera
vuelto a mirar al intruso, como si llevara colgada al cuello una
señal de neón
que dijera: LA NUEVA.
Los alumnos,
reunidos en corros demasiado apretados para que pudiera
entrar un
recién llegado, volvieron rápidamente sus vivos ojos oscuros
hacia mí. Fue
como si incluso pudieran sentir el aleteo aterrado de mi
corazón. Todos
me parecían igual, no de una manera clara y precisa, sino
por la
perfección que compartían. A todas las chicas les brillaba el pelo, ya
lo llevaran
suelto sobre los hombros o recogido en un pulcro moño. Todos
los chicos
parecían seguros de sí mismos y vigorosos, con sonrisas que les
servían de
máscaras. Todo el mundo vestía el uniforme: jerséis, faldas,
chaquetas y
pantalones en todas las variaciones posibles: grises, rojas, a
cuadros,
negros. Todos llevaban el escudo del cuervo bordado y lo lucían
como si fuera
el blasón de su familia. Todos derrochaban seguridad,
superioridad y
desdén. Sentí el calor que desprendía allí de pie, en la
periferia de la
estancia, cambiando de un pie a otro, incómoda.
Nadie me
saludó.
El murmullo
general volvió a imponerse de inmediato. Por lo visto, las
chicas nuevas
desgarbadas no merecían más que unos instantes de
atención. Tenía
las mejillas encendidas por la vergüenza, porque era obvio
que ya había
hecho algo mal, aunque no conseguía imaginar qué podría
ser. ¿O acaso
habían sentido, igual que yo, que en realidad no iba a
encajar allí?
Me pregunté
dónde estaría Lucas. Alargué el cuello, buscándolo entre la
multitud. Creía
poder enfrentarme a todo aquello si Lucas estaba a mi
lado. Tal vez
era una tontería albergar ese tipo de sentimientos hacia un
chico a quien
apenas conocía, pero me daba igual. Lucas tenía que estar
por alguna
parte, aunque no consiguiera encontrarlo. Me sentía
completamente
sola en medio de toda esa gente.
A medida que
iba bordeando la estancia hacia un rincón, empecé a
fijarme en que
había otros alumnos en la misma situación que yo o, al
menos, que
también eran nuevos. Un chico rubio con moreno de playa
llevaba la ropa
tan arrugada que daba la impresión de haber dormido con
ella puesta,
aunque precisamente allí no parecía que ir superinformal
fuera a hacerte
ganar puntos. Debajo de la chaqueta, aunque encima del
jersey, llevaba
abierta una camisa hawaiana de colores tan chillones que
se desgañitaban
en la penumbra de Medianoche. También había una chica
de cabello muy
oscuro y cortito, tan corto que parecía un chico. El corte de
pelo no era
desenfadado y juvenil, sino que daba la impresión de
habérselo hecho
con una navaja de afeitar como mejor le había parecido.
El uniforme,
dos tallas más grande, le colgaba de los hombros. Era como si
la gente se
apartara de ella, como si los repeliera un campo de energía.
Como si fuera
invisible. Le habían colgado el sambenito de insignificante
incluso antes
de la primera clase.
¿Que cómo podía
estar tan segura? Pues porque también me había
ocurrido a mí.
Estaba atrapada en la periferia de la multitud, apabullada
por el barullo,
intimidada por el vestíbulo de piedra y tan perdida como
pudiera
estarse.
—¡Atención!
La voz
retumbante quebró el bullicio y lo redujo a silencio. Todos nos
volvimos a la
vez hacia el extremo del gran vestíbulo, donde la señora
Bethany, la
directora, había subido al estrado.
Era una mujer
alta, de abundante cabello oscuro que llevaba recogido
en el cogote,
como las mujeres de la época victoriana. Me resultó
imposible
adivinar su edad. Llevaba una blusa de puntilla que se cerraba
con un broche
dorado en el cuello. Si consideras que la severidad es
sinónimo de
belleza, no habría nadie más atractivo que ella. La había
conocido cuando
mis padres y yo nos instalamos en los alojamientos del
profesorado, y
ya entonces me había intimidado un poco, aunque me
obligué a
recordar que apenas la conocía.
En cualquier
caso, en esos momentos parecía más imponente aún. Al
ver con qué
inmediatez y facilidad imponía el orden en aquella sala llena
de gente —la
misma que me había excluido de mutuo y tácito acuerdo
antes de darme
la oportunidad de que se me ocurriera algo que decir—,
comprendí por
primera vez que la señora Bethany tenía poder. Y no se
trataba del
poder que acompaña de manera inherente al cargo de
directora, sino
al poder real, al innato.
—Bienvenidos a
Medianoche —dijo, abriendo las manos en un gesto de
acogida. Tenía
las uñas largas y traslúcidas—. Algunos de ustedes ya han
estado aquí
antes. Otros habrán oído hablar acerca de la Academia
Medianoche
durante años, tal vez a sus familias, y se habrán preguntado
si alguna vez
entrarían en nuestra escuela. Este año, además, también
contamos con un
nuevo tipo de estudiantes, resultado de un cambio en la
política de
admisión. Creemos que ha llegado el momento de que nuestros
alumnos
conozcan un mayor abanico de gente de orígenes variopintos y,
de este modo,
prepararlos mejor para el mundo que les espera al otro lado
de las paredes
de nuestra institución. Todos tenemos mucho que aprender
de estos otros
estudiantes, y estoy segura de que los tratarán con el
respeto que se
merecen.
Para el caso,
ya podría haber pintado con aerosol en gigantescas letras
rojas: ALGUNOS
DE VOSOTROS NO ENCAJÁIS AQUÍ. La «nueva política de
admisiones» era
sin duda la responsable de la presencia del surfista y la
chica del pelo
corto. Por lo visto, ni siquiera se los consideraba
«verdaderos»
alumnos de Medianoche, sino que únicamente
representaban
una experiencia educativa para los alumnos «legítimos».
Yo no formaba
parte de la nueva política. Si no hubiera sido por mis
padres, no
habría estado allí. En otras palabras: ni siquiera era lo bastante
diferente a
ellos para que me consideraran uno de los marginados.
—En Medianoche
no tratamos a nuestros alumnos como si fueran niños.
—La señora
Bethany no se dirigía a nadie en concreto, sino que parecía
limitarse a
otear por encima de todos con una especie de mirada distante
que, sin
embargo, abarcaba todo lo que entraba dentro de su campo de
visión—. Han
venido aquí a aprender a manejarse como adultos del siglo
XXI, y así es
como se espera que se comporten. Sin embargo, eso no
significa que
Medianoche carezca de normas. La posición que ocupamos
nos exige
mantener la más estricta de las disciplinas. Esperamos mucho
de ustedes.
No comentó
cuáles serían las repercusiones en el caso de saltarse las
normas, pero
mucho me temía que los castigos solo serían el aperitivo.
Me sudaban las
manos. Estaba cada vez más sonrojada y tenía la
impresión de
que llamaba la atención como una bengala. Me había
prometido ser
fuerte y no permitir que la gente me intimidara, pero las
palabras se las
lleva el viento. Los altos techos y las paredes del gran
vestíbulo
parecían cerrarse sobre mí. Incluso sentí que empezaba a
quedarme sin
aire.
Mi madre se las
arregló para llamar mi atención sin hacerme ningún
gesto ni
llamarme por mi nombre, como suelen hacer las madres. Mis
padres estaban
en uno de los extremos de la hilera de profesores
esperando a que
los presentaran y ambos me sonrieron con confianza.
Querían verme
disfrutar del momento.
Esa esperanza
infundada fue lo que colmó el vaso. Ya era bastante duro
tener que
combatir el miedo para encima verme obligada a enfrentarme a
su decepción.
—Las clases
empezarán mañana —concluyó la señora Bethany—. Por
hoy, instálense
en sus habitaciones, preséntense a sus compañeros,
paséense por
las instalaciones. Contamos con que estén preparados. Es
un placer
tenerles aquí y esperamos que sepan aprovechar su estancia en
Medianoche.
La sala estalló
en aplausos y la señora Bethany los agradeció con una
leve sonrisa y
una caída de ojos, un parpadeo lento y satisfecho como el
de un gato bien
alimentado. A continuación, el murmullo generalizado
volvió a
imponerse en la habitación, más bullicioso que antes. Solo había
una persona con
la que me apeteciera hablar y estaba claro que esa
podría ser la
única persona a la que tal vez le interesara hablar conmigo.
Rodeé toda la
sala manteniendo la espalda siempre pegada a la pared.
Lo busqué entre
la multitud con desesperación, anhelando atisbar un
destello del
cabello castaño dorado de Lucas, sus anchas espaldas o esos
ojos verde
oscuro. Si yo lo buscaba y él me buscaba a mí, tarde o
temprano
teníamos que encontrarnos. A pesar del pánico que me
provocaban las
masificaciones de gente, y de mi tendencia a exagerarlas,
sabía que solo
había unos doscientos alumnos en aquel lugar.
Me dije que
Lucas sobresaldría, que no era como los demás: frío,
pedante y
vanidoso. Sin embargo, enseguida comprendí lo equivocada que
estaba. Lucas
no era pedante, pero compartía el mismo aspecto: rasgos
bellos y
definidos, el mismo cuerpo de perfectas proporciones y la
misma... en
fin, la misma perfección. No destacaría demasiado en medio
de aquellas
personas tan perfectas porque en realidad formaba parte de
ellas.
A diferencia de
mí.
A medida que
profesores y alumnos se dispersaban, el gentío fue
menguando poco
a poco. Me quedé deambulando por allí hasta que casi
fui la única
que quedó en el gran vestíbulo. Estaba convencida de que
Lucas vendría a
buscarme. El sabía lo asustada que estaba y se sentía
responsable por
haberme asustado aún más. ¿Es que ni siquiera querría
saludarme?
Sin embargo, no
apareció. Al final tuve que aceptar que lo había juzgado
mal y eso
significaba que no me quedaba más remedio que ir a conocer a
mi compañera de
habitación.
Subí los
escalones de piedra lentamente. Mis zapatos nuevos de suelas
duras
repiqueteaban contra el suelo y mis pasos resonaban con gran
escándalo. Lo
que me hubiera apetecido era seguir subiendo hasta la
última planta y
dirigirme derecha al alojamiento para el profesorado de
mis padres,
pero sabía que me enviarían escalera abajo de inmediato en
cuanto abriera
la puerta. Tenía tiempo de sobra para recoger mis cosas y
mudarme
definitivamente después de comer. Por el momento, la primera
prioridad era
«instalarme».
Intenté mirarlo
por el lado positivo. Tal vez la escuela intimidara a mi
compañera de
habitación tanto como a mí. Seguramente las cosas serían
más sencillas
si me tocara convivir con otra «marginada». Iba a ser una
tortura tener
que vivir con una extraña, verme obligada a compartir el
mismo espacio
con alguien a quien no conocía, incluso de noche, aunque
esperaba que se
me acabara pasando. Ni en mis mejores sueños
imaginaba hacer
amistad con nadie.
En el impreso
ponía «Patrice Devereaux». Intenté relacionar el nombre
con la chica
que recordaba, pero no le pegaba, aunque, ¿quién podía
saberlo?
Abrí la puerta
y descubrí, con el alma en los pies, que el nombre de mi
compañera le
iba como anillo al dedo. No era ninguna marginada. En
realidad era la
mismísima personificación del prototipo Medianoche.
El cutis de
Patrice tenía la tonalidad de un río al amanecer, una piel
exquisitamente
tostada y suave, y llevaba el cabello rizado recogido en un
moño flojo que
dejaba a la vista sus pendientes de perla y un esbelto
cuello. Estaba
sentada delante del tocador y me miró mientras ordenaba
cuidadosamente
sus botes de laca de uñas.
—Así que tú
eres Bianca —dijo. Ni apretones de manos, ni abrazos, solo
el tintineo de
los botes de laca de uñas contra el tocador: rosa pálido,
coral, melón,
blanco—. No eres como esperaba.
Miles de
gracias.
—Lo mismo digo.
Patrice ladeó
la cabeza y me escudriñó con la mirada. Me pregunté si ya
nos odiábamos.
Alzó una mano con una manicura perfecta y empezó a
dejar claros
varios puntos contando con los dedos.
—Puedes ponerte
mi perfume, pero no las joyas ni la ropa. —No
mencionó el
caso contrario, pero era bastante evidente que en la vida se
le pasaría por
la cabeza—. En principio estudiaré casi siempre en la
biblioteca,
pero si quieres trabajar aquí, dímelo y hablaré con mis amigas
en otro lugar.
Si me ayudas en las asignaturas que se te den bien, haré lo
mismo por mi
parte. Estoy segura de que ambas podemos aprender
muchas cosas la
una de la otra. ¿Alguna objeción?
—Todo perfecto.
—De acuerdo.
Nos llevaremos bien.
Creo que me
habría dejado mucho más patidifusa si Patrice hubiera
fingido una
falsa amistad de buenas a primeras. Por decirlo finamente, me
quedó bastante
claro que a Patrice no le gustaba andarse por las ramas.
—Me alegro
—dije—. Sé que somos... diferentes.
Ni siquiera se
molestó en protestar.
—Tus padres son
profesores de la escuela, ¿no?
—Sí, ya veo que
las noticias vuelan.
—Te irá bien.
Cuidarán de ti.
Intenté
agradecérselo con una sonrisa, rezando para que tuviera razón.
—¿Ya has estado
antes en Medianoche?
—No, es la
primera vez —contestó Patrice, como si cambiar por
completo de
vida fuera para ella tan sencillo como calzarse un par de
zapatos de
diseño recién comprados—. Es preciosa, ¿no crees?
Me guardé mi
opinión sobre el estilo arquitectónico del edificio.
—Pero has dicho
que tenías amigas aquí.
—Sí, claro. —Su
sonrisa era tan etérea como todo lo relacionado con
ella, desde el
brillo amelocotonado de sus labios hasta el perfume y los
botes de laca
de uñas cuidadosamente ordenados en el tocador—.
Courtney y yo
nos conocimos en Suiza el invierno pasado. Con Vidette hice
amistad cuando
estuve en París. Y Genevieve y yo pasamos un verano
juntas en el
Caribe. ¿Fue en Santo Tomás? Igual fue en Jamaica. No lo
recuerdo bien.
Mi pueblo de
mala muerte me pareció más soso que nunca.
—Ah, entonces
vosotros... soléis moveros en los mismos círculos.
—Más o menos.
—Un poco tarde, Patrice pareció darse cuenta de lo
incómoda que me
sentía—. También acabarán siendo los tuyos.
—Ojalá
estuviera tan segura como tú.
—Ya lo verás.
—Patrice vivía en un mundo en que los veranos
interminables
en los trópicos estaban al alcance de todos. Me fue
imposible
imaginar que algún día formara parte de aquello—. ¿Conoces a
alguien de
aquí? Además de a tus padres, claro.
—Solo a la
gente que he conocido esta mañana.
Lo que sumaba
la apabullante cantidad de dos personas: Lucas y
Patrice.
—Tendremos
mucho tiempo para hacer amistades —aseguró Patrice con
decisión,
siguiendo con la distribución de sus cosas: pañuelos de seda de
color marfil,
medias de tonalidad marrón o gris paloma. ¿Dónde pensaba
lucir esas
cosas tan elegantes? Tal vez para Patrice era inimaginable viajar
sin ellas—. Me
han dicho que Medianoche es el lugar perfecto donde
conocer
hombres.
—¿Conocer
hombres?
—¿Sales con
alguien?
Iba a hablarle
de Lucas, pero me detuve. No sé qué había ocurrido entre
nosotros en el
bosque, pero estaba segura de que significaba algo; sin
embargo, lo que
sentía me resultaba demasiado nuevo para compartirlo.
—No dejé ningún
novio en mi pueblo —me limité a responder.
Conocía a todos
los chicos del instituto desde que era pequeña y
todavía los
recordaba con sus juegos de construcciones o emplastándome
plastilina en
el pelo, el tipo de cosas que conseguía impedirle a una tener
alguna mínima
inclinación romántica por alguno de ellos.
—Novio...
—repitió Patrice, sonriendo sin poder evitarlo, como si la
palabra le
hubiera sorprendido por su candidez.
No obstante, no
se estaba burlando de mí. Desde su punto de vista, yo
era demasiado
joven e inexperta como para tomarme en serio.
—¿Patrice? Soy
Courtney. —La chica llamó a la puerta al mismo tiempo
que la abría,
convencida de que sería bienvenida.
Era incluso más
guapa que Patrice: cabello rubio que casi le llegaba a la
cintura y esos
labios carnosos que yo solo había visto en las jóvenes
aspirantes a
estrella de la televisión que podían permitirse cosas como el
colágeno. La
misma falda que a mí me colgaba hasta las rodillas sin gracia
alguna, hacía
que sus piernas parecieran kilométricas.
—Oh, tu
habitación es mucho mejor que la mía. ¡Me encanta!
Todas las
habitaciones venían siendo prácticamente iguales: un
dormitorio lo
bastante grande para dar cabida a dos personas, camas
blancas de
hierro colado y tocadores de madera tallada a cada lado.
Nuestra ventana
daba justo a uno de los árboles que crecían cerca de
Medianoche,
pero por lo demás, no conseguí adivinar qué tenía nuestra
habitación de
especial. Hasta que caí en la cuenta de algo.
—Estamos más
cerca de los lavabos —dije.
Courtney y
Patrice me miraron fijamente, como si hubiera dicho una
grosería.
¿Acaso eran demasiado finas para admitir que necesitábamos
lavabos?
—Eh... Nunca he
compartido el baño —me excusé, incómoda—. Es decir,
con mis padres
sí, pero no con... No sé, seremos como doce o así por cada
baño, ¿no? Esto
será una locura por las mañanas.
Les había
llegado el turno de darme la razón y quejarse, solidarizándose
conmigo; sin
embargo, Courtney siguió mirándome con curiosidad,
concentrada. Me
dije que era normal que me mirara con extrañeza, pero
hubiera
preferido que dijera algo. Sus ojos entrecerrados parecían
amenazadores,
bastante más que los de la mayoría de los extraños.
—Esta noche
vamos a salir a los prados —dijo, dirigiéndose a Patrice, no
a mí—. A cenar.
Podría decirse que en plan picnic.
Se suponía que
los alumnos debían comer en sus dormitorios. Estaba
visto que se
trataba de una «tradición», era como se hacía antaño, antes
de que se
hubieran inventado los comedores, y las familias enviaban
paquetes con
que complementar la asignación espartana de verduras que
recibía cada
dormitorio semanalmente. Eso significaba que tendría que
aprender a
cocinar en el microondas que mis padres me habían comprado.
Era obvio que
Patrice estaba muy por encima de esos problemas tan
mundanos.
—No suena mal.
¿Qué te parece, Bianca?
Courtney la
fulminó con la mirada. Por lo visto no se trataba de una
invitación
abierta.
—Lo siento,
tengo que ir a cenar con mis padres —me disculpé—. De
todos modos,
gracias por preguntar.
Los exuberantes
labios de Courtney adoptaron una mueca casi perversa
al fruncirlos
en una sonrisita.
—¿Todavía te
gusta pasar el rato con mami y papi? ¿Es que te dan el
biberón?
—¡Courtney! —la
reprendió Patrice, aunque estaba segura de que
también le
había hecho gracia.
—Tienes que ver
la habitación de Gwen. —Courtney empezó a empujar
a Patrice hacia
la puerta—. Es oscura y espantosa. Dice que para el caso
podrían haberle
dado unas mazmorras.
Salieron juntas
y el frágil vínculo que pudiera haberse establecido entre
Patrice y yo
quedó truncado en un abrir y cerrar de ojos. Sus risas
resonaron en el
pasillo. Con las mejillas encendidas, abandoné mi
dormitorio de
inmediato, salí al vestíbulo de la residencia y subí corriendo
al apartamento
y refugio de mis padres.
Para mi
sorpresa, me dejaron entrar sin armarme un escándalo. Ni
siquiera me
preguntaron por qué llegaba tan pronto. Al contrario, mi
madre me dio un
fuerte abrazo y mi padre me dijo:
—Ve a echarle
un vistazo al equipaje que te hemos hecho, ¿de acuerdo?
Todavía te
quedan cosas por recoger, pero hemos adelantado trabajo.
Les estaba tan
agradecida que me habría echado a llorar. Entré en mi
habitación,
ansiosa por encontrar un poco de paz y tranquilidad en un
lugar seguro.
Solo quedaban
unas cuantas prendas de abrigo colgadas en el armario.
Todo lo demás
lo habían embutido en el viejo baúl de cuero de mi padre.
Le eché un
rápido vistazo a mi neceser y vi maquillaje, pasadores para el
pelo, champú y
todo lo demás cuidadosamente colocado. La mayoría de
mis libros se
quedarían allí, tenía demasiados para las escasas estanterías
de nuestro
dormitorio. Sin embargo, había separado mis preferidos para
meterlos en la
maleta: Jane Eyre, Cumbres borrascosas y mis libros de
astronomía. En
una de las almohadas, sobre la cama hecha, había varias
cosas con que
decorar las paredes de mi nuevo dormitorio, como postales
que mis amigos
me habían enviado a lo largo de los años y algunos mapas
estelares que
tenía colgados en nuestra antigua casa. Sin embargo,
también había
algo nuevo en la habitación, algo con lo que mis padres
pretendían
asegurarme que este también seguía siendo mi hogar: una
pequeña lámina
enmarcada de El beso, de Klimt. Hacía unos meses la
había visto en
un escaparate y les había dicho lo mucho que me gustaba.
Por lo visto me
la habían comprado para entregármela a modo de regalo
sorpresa el
primer día de escuela.
Al principio
simplemente me sentí agradecida por el regalo, pero luego
no pude dejar
de mirar la lámina ni sacudirme de encima la sensación de
que nunca me
había detenido a mirarla de veras.
El beso
era una de mis obras preferidas. Klimt siempre me había
gustado desde
que mi madre me enseñó por primera vez sus libros de
arte. Era
sorprendente cómo conseguía los dorados de los segmentos y las
líneas, y me
gustaba la belleza de esos rostros pálidos que asomaban en
las imágenes
caleidoscópicas que creaba. Sin embargo, de repente la
lámina había
cobrado otro significado. Nunca había prestado demasiada
atención al
modo en que la pareja se abrazaba: el hombre se inclinaba
hacia ella,
desde lo alto, como si una fuerza inexorable lo empujara hacia
la mujer. Ella
tenía la cabeza echada hacia atrás, como en un
desvanecimiento,
abandonándose a la fuerza de la gravedad. Los labios
resaltaban
sobre la palidez de la piel ruborizada. No obstante, lo más bello
de todo era que
el fondo rutilante había dejado de parecer algo ajeno al
hombre y la
mujer, era como si se tratara de una cálida y densa bruma
que su amor
hacía visible y que convertía en oro el mundo que los
rodeaba.
El cabello del
hombre era más oscuro que el de Lucas, pero de todos
modos estaba
intentando imaginarlo en el cuadro. Sentí las mejillas
encendidas,
había vuelto a ruborizarme, aunque con un rubor distinto.
Regresé a la
realidad de golpe: era como si me hubiera quedado
dormida y
hubiera empezado a soñar. Me arreglé el pelo rápidamente y
respiré hondo
un par de veces. En ese momento oí el String of Pearls de
Glenn Miller en
el equipo de música. Cuando sonaba jazz era señal de que
mi padre estaba
de buen humor.
Sonreí a mi
pesar. Al menos a uno de nosotros le gustaba la Academia
Medianoche.
Ya casi era
hora de comer cuando por fin acabé de hacer la maleta y salí
al comedor,
donde todavía sonaba la música. Me encontré a mis padres
bailando
abrazados, haciendo el tonto: mi padre fruncía los labios en una
mueca que
supuestamente debía hacerle parecer seductor y mi madre se
sujetaba el
borde de la falda negra con una mano.
Mi padre la
hizo girar entre sus brazos y luego la inclinó hacia atrás. Mi
madre ladeó la
cabeza casi hasta el suelo, sonriendo y me vio.
—Ya estás aquí,
corazón —dijo, todavía boca abajo. Mi padre la enderezó
—. ¿Ya has
acabado de hacer la maleta?
—Sí. Gracias
por echarme una mano. Y por la lámina, es preciosa.
Se sonrieron,
aliviados de haberme hecho al menos un poquitito feliz.
—Menudo festín
que te ha preparado tu madre. —Mi padre hizo un gesto
con la cabeza
en dirección a la mesa—. Esta vez se ha superado.
Mi madre no
solía cocinar grandes platos, por lo que era evidente que se
trataba de una
ocasión especial. Había preparado mis favoritos, más de lo
que podría
comer nunca de una sentada. Me había saltado la comida, así
que descubrí
que estaba muriéndome de hambre, razón por la que mis
padres tuvieron
que entretenerse el uno al otro durante la primera parte
de la cena. El
apetito voraz me impidió colar ni una sola palabra con la
boca tan llena.
—La señora
Bethany dijo que por fin habían acabado de reacondicionar
los
laboratorios —dijo mi padre entre sorbo y sorbo—. Espero encontrar el
momento de
echarles un vistazo antes que los alumnos, no fuera a ser
que el equipo
sea tan moderno que no sepa utilizarlo.
—Por eso enseño
historia —contestó mi madre—. El pasado no cambia,
solo se alarga.
—¿Os tendré de
profesores? —pregunté, con la boca llena.
—Con la boca
llena no se habla —me reprendió mi padre de manera
automática—.
Tendrás que esperar a mañana, como los demás.
—Ah, vale.
No era propio
de él cortarme de esa manera y me quedé un poco
desconcertada.
—Tenemos que
acostumbrarnos a no darte demasiada información extra
—se explicó mi
madre con delicadeza—. Cuantas más cosas tengas en
común con el
resto de los alumnos, tanto mejor.
No lo dijo con
mala fe, pero me sentí herida.
—¿Y con quién
se supone que he de tener cosas en común de todos lo
que estudian
aquí? ¿Con los chicos de Medianoche cuyas familias estudian
en esta escuela
desde hace siglos? ¿Con los marginados que encajan aquí
aún menos que
yo? ¿A qué grupo se supone que debo parecerme?
—Bianca, sé
razonable —dijo mi padre, con un suspiro—. No vale la
pena volver a
discutirlo.
Ya era
demasiado tarde para soltarlo, pero no pude remediarlo.
—Sí, ya lo sé,
hemos venido aquí «por mi propio bien». ¿Se puede saber
qué bien va a
hacerme abandonar mi hogar y a mis amigos? Vuelve a
explicármelo
porque no acabo de entenderlo.
Mi madre cubrió
mi mano con la suya.
—Es bueno para
ti porque puede decirse que nunca has salido de
Arrowwood,
porque apenas te alejabas del barrio si no te obligábamos
nosotros y
porque los cuatro amigos que tenías no iban a durarte toda la
vida.
Tenía razón y
yo lo sabía.
Mi padre se
quitó las gafas.
—Debes aprender
a adaptarte a los cambios y hacerte más
independiente.
Tal vez sea lo más importante que tu madre y yo podamos
enseñarte. No
puedes seguir siendo nuestra niñita para siempre, Bianca,
por mucho que
nos pese. Creemos que esta es la mejor manera que hay
de prepararte
para la persona en que vas a convertirte.
—¿Queréis dejar
de fingir que todo esto tiene que ver con madurar? —
protesté—. No
es por eso y lo sabéis. Se trata de lo que vosotros queréis
para mí y estáis
decididos a saliros con la vuestra tanto si me gusta como
si no.
Me levanté y me
aparté de la mesa. En vez de meterme en mi
habitación en
busca de mi sudadera, cogí la chaqueta de punto de mi
madre que había
colgada en el perchero y me la puse. A pesar de que
apenas
estábamos en otoño, en los terrenos de la escuela hacía frío
cuando se ponía
el sol.
Mis padres no
me preguntaron a dónde iba. Era una vieja norma: aquel
que estuviera a
punto de enfadarse tenía que hacer una pausa en medio
de la
discusión, salir a dar una vuelta y luego volver y decir lo que tuviera
que decir. Por
muy disgustados que estuviéramos, el paseo siempre
funcionaba.
De hecho, fui
yo quien creó la regla. Se me ocurrió con nueve años, por
eso sabía que
el tema de la madurez no era el verdadero problema.
El desasosiego
que me producía el mundo que me envolvía, el profundo
convencimiento
de que no existía un lugar para mí, no tenía nada que ver
con ser
adolescente. Formaba parte de mí y así había sido siempre. Tal vez
siempre sería
así.
Mientras
paseaba por los alrededores, eché un vistazo en torno a mí,
preguntándome
si volvería a ver a Lucas en el bosque. Era una idea tonta,
¿por qué iba a
pasarse todo el tiempo fuera?, pero me sentía sola y fui a
comprobarlo. No
estaba. A mis espaldas, la intimidante Academia
Medianoche
parecía antes un castillo que un internado. Era fácil imaginar
princesas
encerradas en sus celdas, príncipes luchando con dragones en
las sombras y
brujas malvadas sellando las puertas con conjuros. Nunca
antes le había
encontrado menos sentido a los cuentos de hadas.
El viento
cambió de dirección y trajo consigo una ráfaga entramada de
voces. Las
risas procedían del oeste, cerca del cenador del prado
occidental.
Estaba claro que se trataba de los que estaban celebrando la
comida
campestre. Me arrebujé aun más en la chaqueta de punto y me
adentré en el
bosque, aunque no tomé el camino que se dirigía hacia el
este, hacia la
carretera, el mismo camino que había hecho esa mañana,
sino el del
pequeño lago que quedaba al norte.
Era muy tarde y
todo estaba demasiado oscuro para ver algo, pero
disfrutaba con
el susurro del viento entre los árboles, el aroma vigorizante
de los pinos y
el ulular de los búhos, cerca de allí. Llené los pulmones de
aire y dejé de
pensar en los que estaban de picnic, en Medianoche y en
todo lo demás.
Me abandoné al momento.
Segundos
después, oí unos pasos cerca de mí que me sobresaltaron.
Pensé que sería
Lucas, pero se trataba de mi padre, que se acercaba
tranquilamente
con las manos en los bolsillos por el mismo camino que yo
había tomado.
Sabía dónde encontrarme.
—Esa lechuza
está cerca. Qué raro, tendríamos que haberla asustado.
—Seguramente
huele una presa. No se irá si cree que puede caerle
algo.
Como si
quisiera darme la razón, un aleteo veloz estremeció las ramas
por encima de
nuestras cabezas y la silueta oscura de una lechuza se
lanzó en picado
hacia el suelo. Unos chillidos espantosos nos convencieron
de que un
ratoncito o una pequeña ardilla acababa de convertirse en su
cena. La
lechuza remontó el vuelo demasiado rápido para poder verla. Mi
padre y yo nos
quedamos mirando. Sabía que debía admirar las dotes de
cazadora de la
lechuza, pero no pude evitar sentir lástima por el ratón.
—Siento si te
he parecido demasiado brusco —se disculpó mi padre—.
Eres una joven
muy madura y no debería haber sugerido lo contrario.
—No pasa nada.
Además, yo también he perdido los estribos. Ya sé que
no vale la pena
discutir lo de venirnos aquí. Al menos a estas alturas.
Mi padre me
sonrió cariñosamente.
—Bianca, ya
sabes que tu madre y yo jamás creímos posible que
pudiéramos
tenerte.
—Ya lo sé.
Por favor, otra
vez la charla sobre la «niña milagro» no.
—En cuanto
apareciste en nuestras vidas, empezamos a dedicarnos a ti
en cuerpo y
alma. Tal vez demasiado. Y eso es culpa nuestra, no tuya.
—Papá, por
favor. —Adoraba a mi familia, solo nosotros tres ante el
mundo—. Te
ruego que no hables de ello como si fuera algo malo.
—No, no es eso.
—Parecía triste, y por primera vez me pregunté si en
realidad a él
le gustaba este lugar—. Pero todo cambia, corazón, y cuanto
antes lo
aceptes, mejor que mejor.
—Lo sé... y lo
siento, es que todavía estoy haciéndome a la idea. —Me
rugieron las
tripas y arrugué la nariz—. ¿Puedo volver a calentarme la
cena?
—pregunté, esperanzada.
—Tengo la
ligera sospecha de que tu madre puede haberse encargado
ya de eso.
Efectivamente.
Pasamos una velada agradable. Decidí que más me valía
pasármelo bien
mientras pudiera. Tommy Dorsey sustituyó a Glenn Miller y
luego le llegó
el turno a Ella Fitzgerald. Charlamos y bromeamos sobre
cosas sin
importancia: películas, programas de televisión y todo eso en lo
que mis padres
no perderían ni un minuto si no fuera por mí, aunque
intentaron
bromear sobre la escuela en un par de ocasiones.
—Vas a conocer
a gente maravillosa —me prometió mi madre.
Sacudí la
cabeza pensando en Courtney. Apenas habían pasado unas
horas y ya era
una de las personas menos maravillosas que había
conocido en
toda mi vida.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
—¿Cómo? ¿Ahora
ves el futuro? —me burlé.
—Cariño, no me
lo habías dicho. ¿Y qué otras cosas predice la adivina?
—preguntó mi
padre, levantándose para cambiar el disco. El hombre
seguía
conservando su colección en vinilo—. Me gustaría oírlo.
Mi madre le
siguió el juego y se llevó los dedos a las sienes como una
gitana
prediciendo el futuro.
—Creo que
Bianca conocerá... chicos.
El rostro de
Lucas apareció en mi mente y se me aceleró el pulso. Mis
padres
intercambiaron una mirada. ¿Es que mis latidos se oían desde la
otra punta de
la habitación? Tal vez era eso.
—Pues espero
que sean guapos —bromeé.
—Pues yo espero
que no demasiado —dijo mi padre, y todos nos
echamos a reír:
mis padres con ganas, yo tratando de ocultar las
mariposillas
que revoloteaban en mi estómago.
Me sentía
extraña por no hablarles de Lucas. Siempre les contaba todo
lo que sucedía
en mi vida. Sin embargo, Lucas era diferente y hablar de él
habría roto el
hechizo. Quería que Lucas siguiera siendo un secreto por el
momento, así
podía guardármelo para mí sola.
Quería que
Lucas me perteneciera solo a mí.
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