No te han hecho
el uniforme a medida, ¿verdad? —comentó Patrice,
alisándose la
falda mientras nos preparábamos para el primer día
de clase. ¿Cómo
no me había dado cuenta antes? Las alumnas «legítimas» de
Medianoche
habían enviado sus uniformes a un sastre para que les
metiera a las
camisas por aquí o a las faldas por allá y conseguir que
quedaran
elegantes y favorecedores en vez de ramplones y asexuales.
Como el mío.
—No, no se me
ocurrió.
—Pues nunca lo
olvides —dijo Patrice—. La ropa a medida es un mundo
a parte.
Ninguna mujer debería descuidar su aspecto.
Ya me había
dado cuenta de lo mucho que le gustaba dar consejos y
demostrar lo
sofisticada e inteligente que era, algo que me habría
fastidiado
bastante de no ser porque tenía toda la razón del mundo. Lancé
un suspiro y
seguí con lo mío: intentar que el cabello no me quedara
abultado detrás
de la cinta. Tarde o temprano vería a Lucas y quería tener
el mejor
aspecto posible, o al menos el mejor posible con aquella piltrafa
de uniforme.
Después de
hacer una larga cola en el gran vestíbulo, recogimos el
listado de las
asignaturas que nos habían asignado. Nos iban entregando
una hoja de
papel de uno en uno, tal como se había hecho durante cientos
de años. Los
alumnos que iban acercándose armaban bastante menos
escándalo que
los de mi antigua escuela en su misma situación. Parecía
que todo el
mundo conocía el funcionamiento.
Aunque tal vez
lo del silencio solo fueran imaginaciones mías. Era como
si mi ansiedad
engullera el sonido y lo enmudeciera todo, hasta tal punto
que empecé a
preguntarme si alguien me oiría en el caso de ponerme a
gritar.
Patrice no se
separó de mí la primera hora, pero solo porque íbamos
juntas a la
primera clase, la asignatura de Historia estadounidense que
impartía mi
madre, el único pariente que tendría por profesor. En vez de la
clase de
Biología de mi padre, un tal profesor Iwerebon sería el encargado
de darme
Química. Me sentía incómoda caminando junto a Patrice sin
saber qué
decir, aunque tampoco tenía nada mejor que hacer... hasta que
vi a Lucas. La
luz que se colaba a través del cristal escarchado de los
pasillos bañaba
de bronce su cabello castaño dorado. Al principio creí que
nos había
visto, pero siguió caminando sin perder paso.
Esbocé una
sonrisa.
—Nos vemos
luego, ¿vale? —le dije a Patrice, alejándome de ella.
Patrice se
encogió de hombros mientras buscaba otras amigas con
quienes
pasear—. Lucas —lo llamé.
Ni siquiera
pareció oírme. No quería ponerme a gritar, así que apreté el
paso para darle
alcance. Iba en dirección contraria a la mía —por lo visto
no estaría en
la clase de mi madre—, pero estaba dispuesta a correr el
riesgo de
llegar tarde.
—¡Lucas!
—insistí, esta vez más alto.
Se volvió lo
justo para ver quién lo llamaba y luego miró a su alrededor,
como si le
preocupara que alguien nos oyera.
—Eh, ¿qué tal?
¿Dónde estaba
mi protector del bosque? El chico que tenía delante no
se comportaba
como si se preocupara por mí, sino como si no me
conociera.
Aunque en realidad no me conocía, ¿verdad? Habíamos hablado
una sola vez y
en el bosque, cuando había intentado salvarme la vida y yo
se lo había
agradecido haciéndole callar. Solo porque yo creyera que eso
era el inicio
de algo no significaba que lo fuera.
De hecho, daba
la impresión de que no me conocía de absolutamente
nada. Lucas
volvió la cabeza un segundo, me saludó fugazmente con la
mano y un gesto
de cabeza, como cuando alguien saluda a un conocido
cualquiera, y
siguió caminando hasta que desapareció entre la multitud.
Ahí estaba, me
acababan de dar calabazas. Me pregunté cómo era
posible que
entendiera a los chicos aún menos de lo que creía.
El lavabo de
las chicas de esa planta estaba cerca, así que me colé en
uno de los
compartimentos y me rehice como pude en vez de echarme a
llorar. ¿Qué
había hecho mal? A pesar de lo extraño que había sido nuestro
primer
encuentro, Lucas y yo habíamos acabado manteniendo una
conversación
tan íntima como las que tenía con mis mejores amigas. Tal
vez no supiera
mucho de chicos, pero estaba convencida de que habíamos
conectado. Me
había equivocado. Volvía a estar sola en Medianoche y me
sentía mucho
peor que antes.
Cuando por fin
me hube calmado, salí corriendo hacia la clase de mi
madre, a la que
por poco llego tarde. Ella me fulminó con la mirada y yo
me encogí de
hombros y me apoltroné en uno de los pupitres de la última
fila. Entonces
pasó de inmediato del modo madre al modo profesora.
—Veamos, ¿quién
sabría decirme algo sobre la guerra de la
Independencia?
—Juntó las manos y miró expectante a sus alumnos. Me
arrellané en el
asiento, aunque sabía que no me preguntaría en la primera
clase.
Únicamente quería que supiera cómo me sentía al respecto. Un
chico que se
sentaba a mi lado levantó la mano para alivio de todos los
demás. Mi madre
sonrió levemente—. ¿Y usted es el señor...?
—Moore.
Balthazar Moore.
Lo primero que
debería saberse de él es que tenía el aspecto de alguien
que podía
llevar el nombre de «Balthazar» sin que nadie se burlara. Le
quedaba bien.
Parecía muy tranquilo por lo que mi madre pudiera
preguntarle,
pero sin la insolencia de la mayoría de los chicos de la clase;
solo parecía
seguro de sí mismo.
—Bien, señor
Moore, si tuviera que resumir las causas de la guerra de la
Independencia,
¿qué diría?
—Que las cargas
impositivas establecidas por el Parlamento británico
fueron la gota
que colmó el vaso. —Hablaba con facilidad, sin prisas.
Balthazar era
grande y fornido, tanto que apenas cabía en el viejo pupitre
de madera. Su
postura convertía la incomodidad en elegancia, como si
prefiriera mil
veces estar repantingado que sentarse derecho—. Aunque a
la gente
también le preocupaba la libertad política y de religión, por
descontado.
Mi madre enarcó
una ceja.
—De modo que,
Dios y la política son poderosos pero, como siempre, el
dinero es el
motor del mundo. —Se oyeron tímidas risitas por toda la clase
—. Hace
cincuenta años, ningún profesor de instituto estadounidense
habría
mencionado los impuestos. Hace un siglo, la conversación habría
girado en torno
a la religión. Hace ciento cincuenta años, la respuesta
habría
dependido del lugar de residencia. En el norte, os habrían hablado
de la libertad
política. En el sur, os habrían enseñado sobre la libertad
económica, la
cual, claro está, era impensable sin la esclavitud. —A Patrice
se le escapó un
bufido desdeñoso—. Y por descontado, en Gran Bretaña
habría quien
hubiera descrito a Estados Unidos como un estrambótico
experimento
intelectual condenado al fracaso.
Risas de nuevo:
comprendí que mi madre se había ganado a toda la
clase. Incluso
Balthazar esbozó una sonrisa, tan encantadora que casi
consiguió
hacerme olvidar a Lucas.
De acuerdo, no.
Pero esa sonrisa zalamera le hacía ganar muchos
puntos.
—Y eso, más que
cualquier otra cosa, es lo que quisiera que
aprendierais
sobre la historia. —Mi madre se remangó la chaqueta de
punto y
escribió en la pizarra: «Interpretaciones evolutivas»—. La idea que
la gente tiene
del pasado cambia tanto como lo hace el presente. La
imagen en el
retrovisor cambia a cada instante. Para comprender la
historia, no es
suficiente con conocer los nombres, las fechas y los lugares.
Estoy
convencida de que muchos de vosotros ya os los sabéis. Sin
embargo, debéis
aprender a distinguir las distintas interpretaciones que se
le han dado a
los acontecimientos históricos a lo largo de los siglos. Ese es
el único modo
de tener una perspectiva que resista el paso del tiempo, y
es en eso en lo
que este año centraremos gran parte de nuestros
esfuerzos.
La gente se
inclinó hacia delante, abrió sus libros y miró a mi madre
completamente
fascinada. En ese momento, comprendí que más me valía
ponerme a tomar
apuntes, como todos los demás. Puede que me quisiera
más que a
nadie, pero no dudaría en catearme la primera si tenía que
hacerlo.
La hora pasó
volando. Los alumnos no dejaban de hacerle preguntas
para ponerla a
prueba y las respuestas les convencieron. Mientras
tomaban
apuntes, sus plumas se movían a una velocidad que nunca
hubiera creído
posible y, en más de una ocasión, sentí que me entraba
rampa en los
dedos. Hasta ese momento no había caído en lo
competitivos
que iban a ser mis compañeros. No, no es del todo cierto, era
evidente que
eran competitivos en cuanto a la ropa, las posesiones y las
pretensiones
amorosas. Esa voracidad pendía en el aire que los envolvía.
En lo que no
había caído era que también iban a serlo en clase. Daba igual
de lo que se
tratara, en Medianoche todo el mundo quería ser el mejor en
todo.
En fin, un poco
de presión de nada...
—Tu madre es
fantástica —me dijo Patrice, emocionada, en el pasillo,
después de
clase—. Tiene una visión global, ¿sabes a qué me refiero? Que
no es nada
estrecha de miras. La verdad, hay muy poca gente así.
—Sí, bueno...
Espero parecerme a ella. Algún día.
En ese momento
Courtney dobló la esquina. Llevaba el cabello rubio
recogido en una
coleta muy tirante que le hacía arquear las cejas con un
aire aún más
desdeñoso. Patrice se puso tensa. Por lo visto, aceptarme a
su lado no
implicaba tener que defenderme delante de Courtney, así que
me preparé para
recibir su arrogante comentario de turno. Sin embargo,
podría decirse
que me sonrió, aunque era evidente que Courtney pensaba
que estaba
siendo mucho más atenta conmigo de lo que me merecía.
—Este finde,
fiesta —dijo—. El sábado. Junto al lago. Dejaremos pasar
una hora
después del toque de queda.
—Perfecto.
Patrice encogió
un solo hombro, como si le importara tres pimientos que
la invitaran a
la que probablemente sería la mejor fiesta de Medianoche de
ese semestre,
al menos hasta el Baile de otoño. ¿O los bailes formales no
molaban? Mis
padres me lo habían pintado como el mayor acontecimiento
del año, aunque
ya había quedado claro que sus opiniones acerca de
Medianoche y
las mías distaban bastante.
La duda que me
asaltó sobre los bailes me había impedido responder a
Courtney, quien
no me quitaba ojo, claramente molesta por no haberme
deshecho en
agradecimientos.
—¿Y bien?
Si hubiera sido
un poco más atrevida, le habría dicho que era una
pedante y una
pelmaza y que tenía mejores cosas que hacer que ir a su
fiesta.
—Esto... Sí,
genial, será genial —fue lo único que conseguí decir, en
cambio.
Patrice me dio
un ligero codazo mientras Courtney se alejaba por el
pasillo muy
digna, al compás del balanceo de su coleta rubia.
—¿Lo ves? Te lo
dije. La gente te aceptará porque eres... Bueno, porque
eres su hija.
¿Qué tipo de
desgracia humana había que ser para ascender en el
ranking de
popularidad del instituto gracias a tus padres? Sin embargo,
tampoco podía
permitirme despreciar la aceptación que me ganara,
viniera de
donde viniera.
—Por cierto,
¿de qué tipo de fiesta se trata? Es decir, ¿se va a hacer en
los
alrededores? ¿Y de noche?
—Tú ya has ido
a alguna fiesta antes, ¿verdad?
A veces Patrice
no se diferenciaba tanto de Courtney.
—Claro
—contesté, pensando en las fiestas de cumpleaños de cuando
era pequeña,
aunque Patrice no tenía por qué saberlo—. Solo me
preguntaba
si... Iba a haber bebida.
Patrice se echó
a reír como si hubiera dicho algo gracioso.
—Por favor,
Bianca, madura.
Echó a andar
hacia la biblioteca y me dio la impresión de que no quería
que la
siguiera, así que me volví sola a nuestro dormitorio.
No sabía cómo,
pero todos pensaban que mis padres molaban. ¿Es que
eso se saltaba
una generación?
Mis padres me
habían dicho que pronto me acostumbraría a la rutina y
que, cuando lo
hiciera, Medianoche empezaría a gustarme. Bueno,
después de la
primera semana, comprendí que estaban en lo cierto al
cincuenta por
ciento.
Las clases
estaban bien, al menos la mayoría. A mi madre se le escapó
en cierto
momento que yo era su hija y enseguida añadió: «Ni Bianca ni yo
volveremos a
mencionar este hecho nunca más. Y vosotros tampoco
deberíais
hacerlo». Todo el mundo se echó a reír. Los tenía comiendo de la
palma de la
mano. ¿Cómo lo hacía? Y lo más importante: ¿por qué no me
había enseñado
a hacerlo a mí también?
Me costó
acostumbrarme a otros profesores y echaba de menos la
informalidad y
la cercanía de mi antiguo colegio. Aquí los maestros me
intimidaban y
era impensable que alguien no pudiera cumplir sus altas
expectativas.
Toda una vida pasada en la biblioteca, donde ocultarme del
mundo, me había
preparado para trabajar duro y además le dediqué más
tiempo a mis
estudios que nunca antes. La única clase que me
preocupaba era
la de Lengua inglesa, porque era la que impartía la señora
~36~
Claudia Gray Medianoche
Bethany. Había
algo en ella, en el modo en que se mantenía erguida o en
que ladeaba la
cabeza antes de que alguien contestara una pregunta en
clase que, en
fin, que me intimidaba.
Sin embargo,
los profesores no serían un problema, estaba segura. En
cambio, mi vida
social era otra historia.
Courtney y otros
alumnos de Medianoche habían decidido que yo no
merecía su
desprecio; mis muy apreciados padres me habían ganado el
bendito derecho
a ser ignorada, pero a nada más. Sin embargo, las
«nuevas
admisiones» me miraban con recelo. Por lo visto, compartir
dormitorio con
Patrice era razón suficiente para asumir que jamás me
pondría en su
contra o en contra de sus amigos. Los grupos se habían
formado de un
día para otro y yo me vi atrapada justo en medio.
La única
«marginada» a la que conseguí aproximarme fue a Raquel
Vargas, la
chica del pelo corto. Nos habíamos pasado una mañana
protestando por
la cantidad de deberes de trigonometría que teníamos y
aquello había
sido casi el único contacto social que habíamos tenido. Tenia
la impresión de
que a Raquel le costaba hacer amigos. Parecía una chica
solitaria,
recluida en sí misma. En realidad no se diferenciaba mucho de
mí, aunque
parecía más desamparada.
Y los demás
alumnos se aseguraban de que así fuera.
—El mismo
jersey negro, los mismos pantalones negros —comentó
Courtney con
sonsonete un día que pasaba junto a Raquel— y la misma
pulsera negra.
Me apuesto lo que quieras a que mañana volveremos a
verlos.
—No todo el
mundo puede permitirse el uniforme en todas sus
variantes,
¿sabes? —se defendió Raquel.
—No, eso es evidente
—intervino Erich, un chico moreno, de cara afilada
y ovalada, que
solía seguir a Courtney a todas partes—. Solo la gente que
realmente es de
aquí.
Courtney y
todos sus amigos se echaron a reír. Raquel se puso roja
como un tomate,
pero se limitó a dar media vuelta y a irse con paso
airado, al
tiempo que las risas se convertían en carcajadas. Nuestras
miradas se
encontraron al pasar por mi lado. Intenté expresarle sin
palabras que me
sentía mal por ella, pero creo que eso solo hizo que se
sintiera peor.
Por lo visto, odiaba que la compadecieran.
Estaba segura
de que si hubiera conocido a Raquel en cualquier otro
sitio,
habríamos descubierto que teníamos mucho en común. Sin embargo,
con lo mal que
me sentía por ella, dudaba que fuera a hacerme ningún
bien estar con
alguien más deprimido que yo.
Aunque también
estaba convencida de que yo no estaría ni la mitad de
hundida de lo
que estaba si hubiera conseguido comprender qué había
sucedido entre
Lucas y yo.
Íbamos juntos a
la clase de Química del profesor Iwerebon, pero nos
sentábamos uno
en cada punta del aula. Cuando no estaba concentrada
intentando
descifrar el cerrado acento nigeriano del profesor, me dedicaba
a lanzarle
miraditas disimuladas. Nuestros ojos jamás se encontraban ni
antes ni
después de clase, y él nunca se dirigía a mí. Lo más extraño de
todo era que
Lucas no tenía ningún problema en hablar con nadie. Y no se
cortaba un pelo
a la hora de pararle los pies en cualquier momento a
quien se
pusiera gallito, pedante o grosero, es decir, prácticamente todos
los que
encajaban en el prototipo Medianoche.
Por ejemplo, un
día en los prados, dos chicos empezaron a reírse de una
chica que
evidentemente no pertenecía al prototipo Medianoche, a quien
se le había
caído la bolsa con la que casi había tropezado. Lucas se acercó
a ellos con
paso decidido.
—Qué irónico
—dijo.
—¿El qué?
—preguntó Erich, uno de los chicos que estaba riéndose—.
¿Que ahora
también dejen entrar a pardillos en esta escuela?
La chica a la
que se le había caído la bolsa se sonrojó.
—Aunque fuera
cierto, eso no sería una ironía —señaló Lucas—. Ironía
es el contraste
entre lo que se dice y lo que ocurre.
Erich hizo una
mueca.
—Pero ¿qué
dices?
—Os habéis
reído de ella por haber tropezado justo antes de que
vosotros os
dierais de morros.
No tengo ni
idea de cómo le puso la zancadilla, pero sé que lo hizo antes
de ver a Erich
despatarrado en el suelo. Hubo gente que se echó a reír,
pero la mayoría
de los amigos de Courtney fulminaron a Lucas con la
mirada, como si
salir en defensa de aquella chica no hubiera estado bien.
—¿Ves? Eso es
una ironía —dijo Lucas, y siguió su camino.
Si hubiera
tenido la oportunidad, le habría dicho que pensaba que había
hecho lo
correcto y no me habría importado que Erich, Courtney y los
demás
estuvieran mirando. Sin embargo, no tuve ocasión de hacerlo:
Lucas pasó por
mi lado como si me hubiera vuelto invisible.
Erich odiaba a
Lucas. Courtney odiaba a Lucas. Patrice odiaba a Lucas.
Por lo que yo
sabía, prácticamente todo el mundo en la Academia
Medianoche
odiaba a Lucas salvo el surfero graciosito en que me había
fijado el
primer día... y yo. De acuerdo, Lucas era un poco macarra, pero
también era
valiente y honesto, cualidades que a más de uno le faltaban
en aquella
escuela.
Sin embargo,
por lo visto tendría que admirar a Lucas de lejos. Por el
momento, seguía
sola.
—¿Todavía no
estás lista? —Patrice se encaramó al alféizar de la
ventana. Su
esbelto cuerpo se recortaba contra la noche, grácil incluso a
punto de saltar
hasta la rama más cercana del árbol—. Los monitores
pasarán
enseguida.
Los monitores
de pasillo vigilaban la academia todas las noches, aunque
mis padres eran
los únicos profesores a los que todavía no había visto
merodeando por
los corredores, agazapados para abalanzarse sobre quien
pretendiera
saltarse las normas. Aquella razón era suficiente para salir
cuanto antes,
pero seguí intentando arreglarme delante del espejo.
«Arreglarse»
era la palabra clave. Con unos pantalones de sport
ajustados y un
jersey rosa claro que hacía resaltar su piel resplandeciente,
Patrice tenía
una elegancia natural. En cambio yo... Ya tenía bastante con
intentar que
unos téjanos y una camiseta negra me quedaran pasables.
Sin demasiado
éxito, debería añadir.
—Bianca, vamos.
—A Patrice se le había acabado la paciencia—. Yo me
voy ya. ¿Vienes
o no?
—Voy, voy.
De todas
formas, ¿qué más daba la pinta que tuviera? Solo iba a ir a la
fiesta porque
no había tenido agallas para negarme.
Patrice saltó
hasta la rama del árbol y luego se dejó caer al suelo con un
aterrizaje tan
controlado como la salida de una gimnasta de las barras
paralelas. La
seguí como pude y acabé raspándome las manos con la
corteza. El
miedo a que nos descubrieran aguzó mi oído y presté atención
a todos los sonidos
que nos envolvían: risas en un dormitorio, el susurro
de las primeras
hojas del otoño en el suelo, el ulular de otra lechuza
saliendo de
caza...
El frío aire
nocturno me hizo estremecer al cruzar los prados a la carrera
en dirección al
bosque. Patrice sabía abrirse camino entre la maleza sin
hacer ruido,
una habilidad que le envidié. Tal vez algún día llegaría a tener
esa
coordinación, pero me costaba imaginarlo.
Por fin vimos
la hoguera. Habían encendido un fuego a la orilla del lago,
lo bastante pequeño
para no llamar la atención, pero suficientemente
grande para
emitir una luz fantasmagórica y vacilante y poder calentarnos
a su alrededor.
Los alumnos se juntaban en grupos desperdigados,
inclinándose
para hablar entre susurros o cuando se echaban a reír. Me
pregunté si
serían las mismas risas que había oído la noche del picnic.
A primera
vista, no se diferenciaban de cualquier otro grupo de
adolescentes
que hubiera salido a divertirse, pero algo vibraba en el aire
que agudizaba
mis sentidos, algo que añadía tensión a sus movimientos y
crueldad a la
mayoría de las sonrisas. En ese momento, recordé lo que
había pensado
al conocer a Lucas en el bosque durante nuestro primer y
aterrador
encuentro: al mirar a ciertas personas, a veces se percibe algo
salvaje bajo la
superficie. Pues eso mismo era lo que sentía allí.
Alguien había
puesto música en su radio, hipnotizante y suave. No
conocía al
cantante y no cantaban en inglés. Patrice no tardó en
desaparecer
entre su círculo de amistades, así que me quedé allí plantada
y sola, sin
saber qué hacer con las manos.
«¿Me las meto
en los bolsillos? No, así tendré pinta de imbécil. ¿Pongo
los brazos en
jarras? Venga ya, ¿cómo si estuviera enfadada o algo así?
No. Vale,
incluso pensar en esto es patético.»
—Eh, hola —me
saludó Balthazar.
Se me había
acercado por la espalda, por eso no lo había visto venir.
Llevaba una
chaqueta negra de ante y una botella en la mano. La hoguera
le bañaba el
rostro con una luz cálida. Tenía el cabello rizado, una
mandíbula
cuadrada y cejas gruesas. Parecía un tipo duro, un matón,
alguien más
familiarizado con los puños que con las palabras. Sin
embargo, su
mirada lo hacía accesible e incluso atractivo, porque en sus
ojos se
adivinaba la inteligencia y también el ingenio. Además, su sonrisa
carecía de
crueldad.
—¿Quieres una
cerveza? Todavía quedan.
—No, así está
bien. —A pesar de lo oscuro que estaba, seguro que se
dio cuenta de
que me sonrojaba—. No tengo la edad.
¿Que no tenía
la edad? Como si allí fuera a importarle a alguien. Debería
haberme colgado
al cuello un cartel que dijera «rarita», para ahorrarles
trabajo.
Balthazar
sonrió, pero no parecía estar riéndose de mí.
—Antes, los
niños solían beber vino con sus padres durante las comidas.
Y los médicos
recomendaban a las mujeres cuyos hijos no mamaban lo
suficiente que
les dieran un poco de cerveza como alimentación
suplementaria.
—Eso era antes.
—Tienes razón.
—No insistió y me di cuenta de que no estaba nada
borracho.
Empecé a relajarme. A pesar de su corpulencia y su más que
evidente
fortaleza física, Balthazar tenía un don para conseguir que la
gente se
sintiera cómoda—. Desde el primer día que tengo ganas de
hablar contigo.
—¿De verdad?
—dije, confiando en que no se me escapara un chillido.
—Te lo advierto,
voy detrás de algo. —Balthazar debió de ver la cara que
puse porque se
echó a reír, una risotada grave y estentórea—. Tu madre
dijo que ya te
había dado clases antes, por eso quería que me dieras unos
cuantos
consejos, para saber de qué pie cojea. Tengo que averiguar los
secretos de mi
profesora.
Decidí que a mi
madre no le importaría que se los contara.
—Pues no
estaría mal que prestaras atención cuando se balancea sobre
los pies.
—¿Cuando se
balancea?
—Sí, eso suele
significar que está emocionada, que hay algo que le
interesa mucho.
Y si a ella le interesa, cree que también debería
interesarte a
ti.
—Lo que
significa que saldrá en el examen.
—Exacto.
Volvió a reír.
Tenía un hoyuelo en la barbilla que le daba un aire travieso.
Fijarme en lo
guapo que estaba Balthazar casi me hizo sentir que
traicionaba a
Lucas, pero es que saltaba a la vista. Después del modo en
que Lucas me
había ignorado durante toda la semana, no estaba segura
de seguir
debiéndole lealtad. Además, no estaba nada mal que un chico
guapísimo se
interesara por una.
Balthazar se
acercó un poco más.
—Veo que no voy
a arrepentirme de habernos conocido.
Le devolví la
sonrisa y durante tres segundos, ni uno más ni uno menos,
tuve la
sensación de que la fiesta iba a estar bien... Hasta que Courtney
hizo acto de
presencia. Llevaba una falda negra muy, muy corta y una
camisa blanca
abierta casi hasta el ombligo. No tenía muchas curvas, pero
lo compensaba
pasando del sostén, algo bastante obvio en esos
momentos.
—Balthazar, me
alegro de que tengamos la oportunidad de ponernos al
día.
—Ya estamos al
día.
Balthazar
parecía aún menos entusiasmado que yo de verla; sin
embargo,
Courtney no pareció darse cuenta o al menos eso fingió.
—Parece que
hayan pasado siglos desde que salíamos juntos. Bueno, ha
pasado
demasiado tiempo. La última vez que nos vimos fue en Londres,
¿no?
—San
Petersburgo —la corrigió.
Balthazar dijo
el nombre de la ciudad como quien no quiere la cosa. Por
lo visto era lo
bastante audaz y experimentado para cruzar el océano sin
pensárselo dos
veces.
Courtney
deslizó las manos con suavidad sobre la chaqueta de
Balthazar,
perfilando su poderoso físico con el movimiento de los dedos.
La envidié. No
por su aspecto de estrella, ni por sus viajes continentales,
sino por su
descaro. Si en el bosque hubiera sido la mitad de lanzada con
Lucas, si lo
hubiera tocado o utilizado el comentario sobre la «niña buena»
para tontear
con él, tal vez no se comportaría como si fuéramos dos
extraños. La
voz de Courtney se abrió paso entre mis fantasías.
—No estás
haciendo nada, ¿no, Balthazar?
—Estoy hablando
con Bianca.
Courtney se
volvió para mirarme. El largo cabello rubio, que suelto le
llegaba a la
cintura, se onduló al ladear la cabeza.
—¿Tienes algo
interesante que compartir, Bianca?
—Yo... —¿Qué se
suponía que debía decir? Aunque cualquier cosa habría
sido mejor que
lo que dije—: Pues no.
—Entonces no te
importará que me lo lleve un rato, ¿verdad?
Empezó a tirar
de él sin esperar una respuesta. Balthazar me miró con
intención y
comprendí que si yo decía algo, aunque fuera una sola
palabra, él se
detendría. Sin embargo, me quedé allí plantada como un
pasmarote
viendo cómo se iban.
Un par de
personas ahogaron una risita. Miré a un lado y vi a Erich, y a
pesar de las
sombras vacilantes que proyectaba la luz de la hoguera,
pondría la mano
en el fuego que estaba señalándome.
Me aparté de
allí con la intención de desaparecer del mapa hasta
encontrar a
Patrice o a alguien que pudiera considerar mínimamente
cordial. Sin
embargo, cada paso que me alejaba de los demás me hacía
sentir mejor y,
antes de darme cuenta, ya me había ido de la fiesta.
Si no me
hubiera escabullido después del toque de queda, habría
corrido hasta
la puerta y habría subido al dormitorio, pero me detuve a
tiempo al
recordar que en esos momentos estaba fuera de la ley. Así que
me dirigí al
cenador, al oeste de los terrenos del internado, para
tranquilizarme
y planear la entrada.
Estaba subiendo
los escalones cuando vi a alguien, aunque al principio
no reconocí
quién era. Fuera quien fuese, tenía unos binoculares colocados
delante de la
cara. Lo identifiqué cuando la luna iluminó su cabello
cobrizo.
—¿Lucas?
—Eh, hola,
Bianca. —Todavía tardó unos segundos en apartar los
binoculares y
sonreírme—. Bonita noche para una fiesta.
Me quedé
mirando los prismáticos.
—¿Qué haces?
—¿Tú qué crees?
Estoy espiando a los de la fiesta —me espetó casi con
la misma
brusquedad que en el pasillo, hasta que me miró a la cara. Debí
de parecerle
muy desolada, porque me preguntó con mayor suavidad—:
¿Estás bien?
—Sí, no pasa
nada. Soy una pringada, pero estoy bien.
Lucas se echó a
reír.
—Ya he visto
que te ha faltado tiempo para irte. ¿Te ha molestado
alguien?
—No, la verdad
es que no, pero es que estaba un poco... agobiada. Ya
sabes lo que me
pasa con los extraños.
—Pues has hecho
bien, no pegas con ellos.
—No me digas.
—Me quedé mirando los prismáticos. Solo alguien con
una visión
nocturna excelente podía utilizarlos para ver algo, aunque
supuse que la
luz de la hoguera ayudaría un poco—. ¿Por qué estás
vigilando la
fiesta?
—Estoy
controlando que nadie se emborrache, se ponga tontorrón o le
dé por ir a
pasear al bosque.
—¿Es que ahora
eres el monitor de pasillo de la señora Bethany o qué?
—Ni de coña.
—Lucas bajó los prismáticos. Iba vestido para confundirse
con las
sombras: pantalones negros y una camiseta de manga larga que
hacía resaltar
sus brazos y su pecho musculosos. Era más delgado y
estaba más
fibrado que Balthazar, pero también era más bajo. Había algo
casi
agresivamente masculino en él—. Me preguntaba qué narices hacían
esos tíos
cuando no están metiéndose con los demás, pavoneándose o
haciéndole la
pelota a alguien. —Me lanzó una mirada curiosa—. Parece
que te gustan.
—¡¿Qué?!
Se encogió de
hombros.
—Siempre andas
con esa gente.
—¡Eso es
mentira! Patrice es mi compañera de habitación, por eso paso
tiempo con
ella, y sus amigos vienen a visitarla cada dos por tres, no
puedo
ignorarlos. Es decir, hay un par que se salvan, pero a los demás les
tengo pavor.
—No se salva ni
uno, créeme.
Se me ocurrió
que podría romper una lanza a favor de Balthazar, pero
en esos
momentos no me apetecía hablar de él. También me di cuenta de
que Lucas me
había hecho poner a la defensiva y de que no tenía derecho
a hacerlo.
—Un momento,
¿por eso te has mostrado tan frío conmigo? ¿Por qué te
comportas como
si no nos conociéramos?
—No quería
quedarme a ver cómo caías en las garras de esa gente, una
chica tan dulce
como tú. Sobre todo sin poder hacer nada al respecto. —
Me sorprendió
el sentimiento con que lo dijo. Todavía nos separaban unos
cuantos metros,
pero nunca había tenido la sensación de estar tan cerca
de alguien—.
Cuando te vi salir corriendo, comprendí que no todo estaba
perdido.
—Créeme, no
formo parte de ese grupo —insistí—. Creo que me
invitaron a la
fiesta solo para reírse de mí. Únicamente he ido porque,
bueno, porque
digo yo que tarde o temprano tendré que conocer gente. Tú
eras el único
amigo que tenía y creía que te había perdido.
Lucas unió las
manos alrededor de uno de los adornos en forma de
volutas del
cenador y yo hice otro tanto, de modo que quedamos el uno al
lado del otro.
Nos enroscábamos con las volutas, como la enredadera.
—He herido tus
sentimientos, ¿verdad?
—Más o menos
—admití con un hilo de voz—. Es decir... Ya sé que solo
hemos hablado
una vez...
—Pero para ti
fue importante. —Nuestras miradas se encontraron
apenas un
instante—. También lo fue para mí, pero no me había dado
cuenta de
que... Bueno, creía que solo me había pasado a mí.
¿Lucas no se
había dado cuenta de que a mí también me gustaba él?
Nunca en la
vida conseguiría comprender a los hombres.
—Pero si me
acerqué a hablar contigo el primer día de clase...
—Sí, y justo
antes de eso andabas paseando y charlando con Patrice
Devereaux, que
no puede ser más de aquí. Los de su clase y los de la
mía...
Admitámoslo, no se mezclan. —Pareció disgustado unos segundos—.
Me dijiste que
apenas hablabas con extraños, por eso pensé que debíais
de ser muy amigas.
—Es mi
compañera de cuarto. Más me vale ser capaz de comunicarme
con ella si
quiero ir tirando.
—Vale, me
equivoqué. Lo siento.
Tuve la
sensación de que no era del todo sincero conmigo, pero Lucas
parecía
verdaderamente arrepentido de haber sacado conclusiones
precipitadas y
con eso me bastaba. Mi protector no había dejado de
preocuparse por
mí, aunque yo no lo supiera, y esa certeza me hizo sentir
cálidamente
reconfortada, como si me hubieran echado un abrigo sobre
los hombros
para resguardarme del frío.
El silencio se
instaló entre nosotros, aunque no fue incómodo. A veces
encuentras
gente con la que puedes estar callada sin tener la sensación
de que
necesitas rellenar el silencio con charlas insustanciales. Solo me
había sentido
así de a gusto con un par de personas, en mi pueblo, y
siempre había
pensado que se necesitaban años para llegar a compartir
esa
complicidad. Sin embargo, ya me ocurría con Lucas.
Recordé el
descaro de Courtney y decidí que yo también podía ser,
como mínimo, la
mitad de lanzada que ella. Aunque nunca se me había
dado bien
entablar conversación, lo intenté:
—¿Te llevas
bien con tu compañero de habitación?
—¿Con Vic?
—Lucas esbozó una ligera sonrisa—. No está mal, como
compañero de
habitación al menos. Un poco inconsciente. Un payaso. Pero
es un tío
legal.
La palabra
«payaso» me hizo pensar que sabía a quién se refería.
—Vic es el
chico que lleva camisas hawaianas, ¿verdad?
—Ese mismo.
—No hemos
hablado, pero parece simpático.
—Lo es. Igual
podríamos salir un día todos juntos.
El corazón me
dio un vuelco.
—No estaría
mal, pero... Preferiría pasar más tiempo contigo —me
lancé.
Nuestras
miradas se encontraron y tuve la sensación de que habíamos
cruzado algún
tipo de línea. ¿Eso era bueno o era malo?
—Podríamos...
Pero... —¿Por qué vacilaba Lucas?— Bianca, espero que
seamos amigos.
Me gustas, pero no es buena idea que pases demasiado
tiempo conmigo.
Ya has visto que no soy precisamente el chico más
popular del
campus. No estoy aquí para hacer amigos.
—¿Y estás para
hacer enemigos? Por cómo os peleáis Erich y tú, a veces
lo parece.
—¿Preferirías
que fuera amigo de Erich?
Erich era un
imbécil de marca mayor y ambos lo sabíamos.
—No, claro que
no. Solo es que a veces parece que, no sé, que vayas
buscando pelea.
Es decir, ¿de verdad los odias tanto? No es que a mí me
gusten, pero es
que a ti... Es como si ni siquiera pudieras soportar respirar
el mismo aire.
—Confío en mi
instinto.
No iba a
discutírselo.
—Es mejor no
tenerlos en contra si puedes evitarlo.
—Bianca, si tú
y yo... Si nosotros...
Si nosotros
¿qué? Imaginé miles de respuestas a esa pregunta y me
gustaron casi
todas. Nuestras miradas se entrelazaron con tanta fuerza
que parecía
imposible desprenderlas. Si la pasión de Lucas era arrolladora
incluso cuando
no iba dirigida hacia mí, cuando yo era su objetivo —como
en esos
momentos, mientras estudiaba hasta el último centímetro de mi
cara, sopesando
sus palabras antes de pronunciarlas en voz alta— me
cortaba la
respiración.
—No podría
soportar que te hicieran la vida imposible por mi culpa —
consiguió decir
al fin Lucas—. Y habrían acabado haciéndolo.
¿Estaba
protegiéndome? De no haber sido una soberana estupidez,
habría
resultado enternecedor.
—¿Sabes? No
creo que tenga ninguna credibilidad social que puedas
echar por
tierra.
—No estés tan
segura.
—No seas tan
tozudo.
Nos quedamos
unos instantes en silencio. La luz de la luna se colaba
entre las hojas
de la enredadera. Lucas estaba lo bastante cerca para
poder reconocer
su fragancia, algo que me recordó a cedro y pino, como el
bosque que nos
envolvía, como si de algún modo él formara parte de ese
oscuro lugar.
—Lo he enredado
todo, ¿verdad? —Lucas parecía casi tan azorado como
yo—. No estoy
acostumbrado.
—¿A hablar con
chicas? —pregunté, enarcando una ceja.
Con el aspecto
que tenía Lucas, me costaba mucho creerle. Sin
embargo, no
cabía duda de su sinceridad cuando asintió con la cabeza. El
brillo travieso
había desaparecido de su mirada.
—He pasado
muchos años yendo de aquí para allá, viajando de un lugar
a otro. Siempre
que le cogía cariño a alguien, desaparecía de mi lado de
repente. Creo
que he aprendido a mantener las distancias con la gente.
—Me hiciste
sentir como una imbécil por haber confiado en ti.
—No te sientas
así. El problema es mío y no soportaría que también
fuera tuyo.
Siempre había
creído que el hecho de haber pasado toda mi vida en un
pueblecito
había contribuido a no saber cómo comportarme delante de
extraños. Sin
embargo, después de oír a Lucas comprendí que una
existencia
ambulante podía tener el mismo efecto: el aislamiento y la
introversión
que convertían la comunicación con los demás en lo más
difícil del
mundo.
Tal vez su
rabia se pareciera a mi timidez. Era una señal que ambos nos
sintiéramos tan
solos, y quizá no tuviéramos por qué seguir estándolo
demasiado
tiempo.
—¿No estás
cansado de esconderte? —pregunté, en voz baja—. Yo sí.
—Yo no me
escondo—repuso Lucas, pero enseguida se quedó en
silencio,
meditando—. Bueno, mierda.
—Podría
equivocarme.
—No te equivocas.
—Lucas siguió mirándome, y justo cuando empecé a
pensar que no
tendría que haber sido tan franca, añadió—: No debería
hacer esto.
—¿El qué?
Sentí que el
corazón empezaba a latirme con fuerza. Lucas sacudió la
cabeza y
sonrió. La mirada picara había regresado a sus ojos.
—Cuando la cosa
se complique, no digas que no te avisé.
—Tal vez la
complicada sea yo.
El comentario
ensanchó su sonrisa.
—Ya veo que
esto va a llevarnos un rato. —Me quedé atontada cuando
me sonrió como
lo hizo y deseé que el tiempo no pasara en el cenador. Sin
embargo, en ese
momento Lucas ladeó la cabeza—. ¿Has oído eso?
—¿El qué?
—Entonces lo oí: la puerta de entrada de la escuela se abría
y se cerraba
repetidamente a lo lejos y hubo pasos en el camino principal
—. ¡Van a hacer
una redada en la fiesta!
—No me gustaría
ser Courtney —dijo Lucas—. Esto nos da la
oportunidad de
volver dentro.
Atravesamos el
césped a la carrera, atentos a las voces que procedían
del lugar de la
fiesta, e intercambiamos una amplia sonrisa al cruzar la
puerta
principal sin que nos pillaran.
—Hasta pronto
—me susurró Lucas cuando me soltó el brazo y se dirigió
a su pasillo.
Esa palabra
siguió resonando en mis oídos de camino a mi habitación y
a mi cama:
pronto.
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