jueves, 3 de febrero de 2005

capitulo 3


No te han hecho el uniforme a medida, ¿verdad? —comentó Patrice,
alisándose la falda mientras nos preparábamos para el primer día
de clase. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Las alumnas «legítimas» de
Medianoche habían enviado sus uniformes a un sastre para que les
metiera a las camisas por aquí o a las faldas por allá y conseguir que
quedaran elegantes y favorecedores en vez de ramplones y asexuales.
Como el mío.
—No, no se me ocurrió.
—Pues nunca lo olvides —dijo Patrice—. La ropa a medida es un mundo
a parte. Ninguna mujer debería descuidar su aspecto.
Ya me había dado cuenta de lo mucho que le gustaba dar consejos y
demostrar lo sofisticada e inteligente que era, algo que me habría
fastidiado bastante de no ser porque tenía toda la razón del mundo. Lancé
un suspiro y seguí con lo mío: intentar que el cabello no me quedara
abultado detrás de la cinta. Tarde o temprano vería a Lucas y quería tener
el mejor aspecto posible, o al menos el mejor posible con aquella piltrafa
de uniforme.
Después de hacer una larga cola en el gran vestíbulo, recogimos el
listado de las asignaturas que nos habían asignado. Nos iban entregando
una hoja de papel de uno en uno, tal como se había hecho durante cientos
de años. Los alumnos que iban acercándose armaban bastante menos
escándalo que los de mi antigua escuela en su misma situación. Parecía
que todo el mundo conocía el funcionamiento.
Aunque tal vez lo del silencio solo fueran imaginaciones mías. Era como
si mi ansiedad engullera el sonido y lo enmudeciera todo, hasta tal punto
que empecé a preguntarme si alguien me oiría en el caso de ponerme a
gritar.
Patrice no se separó de mí la primera hora, pero solo porque íbamos
juntas a la primera clase, la asignatura de Historia estadounidense que
impartía mi madre, el único pariente que tendría por profesor. En vez de la
clase de Biología de mi padre, un tal profesor Iwerebon sería el encargado
de darme Química. Me sentía incómoda caminando junto a Patrice sin
saber qué decir, aunque tampoco tenía nada mejor que hacer... hasta que
vi a Lucas. La luz que se colaba a través del cristal escarchado de los
pasillos bañaba de bronce su cabello castaño dorado. Al principio creí que
nos había visto, pero siguió caminando sin perder paso.
Esbocé una sonrisa.
—Nos vemos luego, ¿vale? —le dije a Patrice, alejándome de ella.
Patrice se encogió de hombros mientras buscaba otras amigas con
quienes pasear—. Lucas —lo llamé.
Ni siquiera pareció oírme. No quería ponerme a gritar, así que apreté el
paso para darle alcance. Iba en dirección contraria a la mía —por lo visto
no estaría en la clase de mi madre—, pero estaba dispuesta a correr el
riesgo de llegar tarde.
—¡Lucas! —insistí, esta vez más alto.
Se volvió lo justo para ver quién lo llamaba y luego miró a su alrededor,
como si le preocupara que alguien nos oyera.
—Eh, ¿qué tal?
¿Dónde estaba mi protector del bosque? El chico que tenía delante no
se comportaba como si se preocupara por mí, sino como si no me
conociera. Aunque en realidad no me conocía, ¿verdad? Habíamos hablado
una sola vez y en el bosque, cuando había intentado salvarme la vida y yo
se lo había agradecido haciéndole callar. Solo porque yo creyera que eso
era el inicio de algo no significaba que lo fuera.
De hecho, daba la impresión de que no me conocía de absolutamente
nada. Lucas volvió la cabeza un segundo, me saludó fugazmente con la
mano y un gesto de cabeza, como cuando alguien saluda a un conocido
cualquiera, y siguió caminando hasta que desapareció entre la multitud.
Ahí estaba, me acababan de dar calabazas. Me pregunté cómo era
posible que entendiera a los chicos aún menos de lo que creía.
El lavabo de las chicas de esa planta estaba cerca, así que me colé en
uno de los compartimentos y me rehice como pude en vez de echarme a
llorar. ¿Qué había hecho mal? A pesar de lo extraño que había sido nuestro
primer encuentro, Lucas y yo habíamos acabado manteniendo una
conversación tan íntima como las que tenía con mis mejores amigas. Tal
vez no supiera mucho de chicos, pero estaba convencida de que habíamos
conectado. Me había equivocado. Volvía a estar sola en Medianoche y me
sentía mucho peor que antes.
Cuando por fin me hube calmado, salí corriendo hacia la clase de mi
madre, a la que por poco llego tarde. Ella me fulminó con la mirada y yo
me encogí de hombros y me apoltroné en uno de los pupitres de la última
fila. Entonces pasó de inmediato del modo madre al modo profesora.
—Veamos, ¿quién sabría decirme algo sobre la guerra de la
Independencia? —Juntó las manos y miró expectante a sus alumnos. Me
arrellané en el asiento, aunque sabía que no me preguntaría en la primera
clase. Únicamente quería que supiera cómo me sentía al respecto. Un
chico que se sentaba a mi lado levantó la mano para alivio de todos los
demás. Mi madre sonrió levemente—. ¿Y usted es el señor...?
—Moore. Balthazar Moore.
Lo primero que debería saberse de él es que tenía el aspecto de alguien
que podía llevar el nombre de «Balthazar» sin que nadie se burlara. Le
quedaba bien. Parecía muy tranquilo por lo que mi madre pudiera
preguntarle, pero sin la insolencia de la mayoría de los chicos de la clase;
solo parecía seguro de sí mismo.
—Bien, señor Moore, si tuviera que resumir las causas de la guerra de la
Independencia, ¿qué diría?
—Que las cargas impositivas establecidas por el Parlamento británico
fueron la gota que colmó el vaso. —Hablaba con facilidad, sin prisas.
Balthazar era grande y fornido, tanto que apenas cabía en el viejo pupitre
de madera. Su postura convertía la incomodidad en elegancia, como si
prefiriera mil veces estar repantingado que sentarse derecho—. Aunque a
la gente también le preocupaba la libertad política y de religión, por
descontado.
Mi madre enarcó una ceja.
—De modo que, Dios y la política son poderosos pero, como siempre, el
dinero es el motor del mundo. —Se oyeron tímidas risitas por toda la clase
—. Hace cincuenta años, ningún profesor de instituto estadounidense
habría mencionado los impuestos. Hace un siglo, la conversación habría
girado en torno a la religión. Hace ciento cincuenta años, la respuesta
habría dependido del lugar de residencia. En el norte, os habrían hablado
de la libertad política. En el sur, os habrían enseñado sobre la libertad
económica, la cual, claro está, era impensable sin la esclavitud. —A Patrice
se le escapó un bufido desdeñoso—. Y por descontado, en Gran Bretaña
habría quien hubiera descrito a Estados Unidos como un estrambótico
experimento intelectual condenado al fracaso.
Risas de nuevo: comprendí que mi madre se había ganado a toda la
clase. Incluso Balthazar esbozó una sonrisa, tan encantadora que casi
consiguió hacerme olvidar a Lucas.
De acuerdo, no. Pero esa sonrisa zalamera le hacía ganar muchos
puntos.
—Y eso, más que cualquier otra cosa, es lo que quisiera que
aprendierais sobre la historia. —Mi madre se remangó la chaqueta de
punto y escribió en la pizarra: «Interpretaciones evolutivas»—. La idea que
la gente tiene del pasado cambia tanto como lo hace el presente. La
imagen en el retrovisor cambia a cada instante. Para comprender la
historia, no es suficiente con conocer los nombres, las fechas y los lugares.
Estoy convencida de que muchos de vosotros ya os los sabéis. Sin
embargo, debéis aprender a distinguir las distintas interpretaciones que se
le han dado a los acontecimientos históricos a lo largo de los siglos. Ese es
el único modo de tener una perspectiva que resista el paso del tiempo, y
es en eso en lo que este año centraremos gran parte de nuestros
esfuerzos.
La gente se inclinó hacia delante, abrió sus libros y miró a mi madre
completamente fascinada. En ese momento, comprendí que más me valía
ponerme a tomar apuntes, como todos los demás. Puede que me quisiera
más que a nadie, pero no dudaría en catearme la primera si tenía que
hacerlo.
La hora pasó volando. Los alumnos no dejaban de hacerle preguntas
para ponerla a prueba y las respuestas les convencieron. Mientras
tomaban apuntes, sus plumas se movían a una velocidad que nunca
hubiera creído posible y, en más de una ocasión, sentí que me entraba
rampa en los dedos. Hasta ese momento no había caído en lo
competitivos que iban a ser mis compañeros. No, no es del todo cierto, era
evidente que eran competitivos en cuanto a la ropa, las posesiones y las
pretensiones amorosas. Esa voracidad pendía en el aire que los envolvía.
En lo que no había caído era que también iban a serlo en clase. Daba igual
de lo que se tratara, en Medianoche todo el mundo quería ser el mejor en
todo.
En fin, un poco de presión de nada...
—Tu madre es fantástica —me dijo Patrice, emocionada, en el pasillo,
después de clase—. Tiene una visión global, ¿sabes a qué me refiero? Que
no es nada estrecha de miras. La verdad, hay muy poca gente así.
—Sí, bueno... Espero parecerme a ella. Algún día.
En ese momento Courtney dobló la esquina. Llevaba el cabello rubio
recogido en una coleta muy tirante que le hacía arquear las cejas con un
aire aún más desdeñoso. Patrice se puso tensa. Por lo visto, aceptarme a
su lado no implicaba tener que defenderme delante de Courtney, así que
me preparé para recibir su arrogante comentario de turno. Sin embargo,
podría decirse que me sonrió, aunque era evidente que Courtney pensaba
que estaba siendo mucho más atenta conmigo de lo que me merecía.
—Este finde, fiesta —dijo—. El sábado. Junto al lago. Dejaremos pasar
una hora después del toque de queda.
—Perfecto.
Patrice encogió un solo hombro, como si le importara tres pimientos que
la invitaran a la que probablemente sería la mejor fiesta de Medianoche de
ese semestre, al menos hasta el Baile de otoño. ¿O los bailes formales no
molaban? Mis padres me lo habían pintado como el mayor acontecimiento
del año, aunque ya había quedado claro que sus opiniones acerca de
Medianoche y las mías distaban bastante.
La duda que me asaltó sobre los bailes me había impedido responder a
Courtney, quien no me quitaba ojo, claramente molesta por no haberme
deshecho en agradecimientos.
—¿Y bien?
Si hubiera sido un poco más atrevida, le habría dicho que era una
pedante y una pelmaza y que tenía mejores cosas que hacer que ir a su
fiesta.
—Esto... Sí, genial, será genial —fue lo único que conseguí decir, en
cambio.
Patrice me dio un ligero codazo mientras Courtney se alejaba por el
pasillo muy digna, al compás del balanceo de su coleta rubia.
—¿Lo ves? Te lo dije. La gente te aceptará porque eres... Bueno, porque
eres su hija.
¿Qué tipo de desgracia humana había que ser para ascender en el
ranking de popularidad del instituto gracias a tus padres? Sin embargo,
tampoco podía permitirme despreciar la aceptación que me ganara,
viniera de donde viniera.
—Por cierto, ¿de qué tipo de fiesta se trata? Es decir, ¿se va a hacer en
los alrededores? ¿Y de noche?
—Tú ya has ido a alguna fiesta antes, ¿verdad?
A veces Patrice no se diferenciaba tanto de Courtney.
—Claro —contesté, pensando en las fiestas de cumpleaños de cuando
era pequeña, aunque Patrice no tenía por qué saberlo—. Solo me
preguntaba si... Iba a haber bebida.
Patrice se echó a reír como si hubiera dicho algo gracioso.
—Por favor, Bianca, madura.
Echó a andar hacia la biblioteca y me dio la impresión de que no quería
que la siguiera, así que me volví sola a nuestro dormitorio.
No sabía cómo, pero todos pensaban que mis padres molaban. ¿Es que
eso se saltaba una generación?
Mis padres me habían dicho que pronto me acostumbraría a la rutina y
que, cuando lo hiciera, Medianoche empezaría a gustarme. Bueno,
después de la primera semana, comprendí que estaban en lo cierto al
cincuenta por ciento.
Las clases estaban bien, al menos la mayoría. A mi madre se le escapó
en cierto momento que yo era su hija y enseguida añadió: «Ni Bianca ni yo
volveremos a mencionar este hecho nunca más. Y vosotros tampoco
deberíais hacerlo». Todo el mundo se echó a reír. Los tenía comiendo de la
palma de la mano. ¿Cómo lo hacía? Y lo más importante: ¿por qué no me
había enseñado a hacerlo a mí también?
Me costó acostumbrarme a otros profesores y echaba de menos la
informalidad y la cercanía de mi antiguo colegio. Aquí los maestros me
intimidaban y era impensable que alguien no pudiera cumplir sus altas
expectativas. Toda una vida pasada en la biblioteca, donde ocultarme del
mundo, me había preparado para trabajar duro y además le dediqué más
tiempo a mis estudios que nunca antes. La única clase que me
preocupaba era la de Lengua inglesa, porque era la que impartía la señora
~36~
Claudia Gray Medianoche
Bethany. Había algo en ella, en el modo en que se mantenía erguida o en
que ladeaba la cabeza antes de que alguien contestara una pregunta en
clase que, en fin, que me intimidaba.
Sin embargo, los profesores no serían un problema, estaba segura. En
cambio, mi vida social era otra historia.
Courtney y otros alumnos de Medianoche habían decidido que yo no
merecía su desprecio; mis muy apreciados padres me habían ganado el
bendito derecho a ser ignorada, pero a nada más. Sin embargo, las
«nuevas admisiones» me miraban con recelo. Por lo visto, compartir
dormitorio con Patrice era razón suficiente para asumir que jamás me
pondría en su contra o en contra de sus amigos. Los grupos se habían
formado de un día para otro y yo me vi atrapada justo en medio.
La única «marginada» a la que conseguí aproximarme fue a Raquel
Vargas, la chica del pelo corto. Nos habíamos pasado una mañana
protestando por la cantidad de deberes de trigonometría que teníamos y
aquello había sido casi el único contacto social que habíamos tenido. Tenia
la impresión de que a Raquel le costaba hacer amigos. Parecía una chica
solitaria, recluida en sí misma. En realidad no se diferenciaba mucho de
mí, aunque parecía más desamparada.
Y los demás alumnos se aseguraban de que así fuera.
—El mismo jersey negro, los mismos pantalones negros —comentó
Courtney con sonsonete un día que pasaba junto a Raquel— y la misma
pulsera negra. Me apuesto lo que quieras a que mañana volveremos a
verlos.
—No todo el mundo puede permitirse el uniforme en todas sus
variantes, ¿sabes? —se defendió Raquel.
—No, eso es evidente —intervino Erich, un chico moreno, de cara afilada
y ovalada, que solía seguir a Courtney a todas partes—. Solo la gente que
realmente es de aquí.
Courtney y todos sus amigos se echaron a reír. Raquel se puso roja
como un tomate, pero se limitó a dar media vuelta y a irse con paso
airado, al tiempo que las risas se convertían en carcajadas. Nuestras
miradas se encontraron al pasar por mi lado. Intenté expresarle sin
palabras que me sentía mal por ella, pero creo que eso solo hizo que se
sintiera peor. Por lo visto, odiaba que la compadecieran.
Estaba segura de que si hubiera conocido a Raquel en cualquier otro
sitio, habríamos descubierto que teníamos mucho en común. Sin embargo,
con lo mal que me sentía por ella, dudaba que fuera a hacerme ningún
bien estar con alguien más deprimido que yo.
Aunque también estaba convencida de que yo no estaría ni la mitad de
hundida de lo que estaba si hubiera conseguido comprender qué había
sucedido entre Lucas y yo.
Íbamos juntos a la clase de Química del profesor Iwerebon, pero nos
sentábamos uno en cada punta del aula. Cuando no estaba concentrada
intentando descifrar el cerrado acento nigeriano del profesor, me dedicaba
a lanzarle miraditas disimuladas. Nuestros ojos jamás se encontraban ni
antes ni después de clase, y él nunca se dirigía a mí. Lo más extraño de
todo era que Lucas no tenía ningún problema en hablar con nadie. Y no se
cortaba un pelo a la hora de pararle los pies en cualquier momento a
quien se pusiera gallito, pedante o grosero, es decir, prácticamente todos
los que encajaban en el prototipo Medianoche.
Por ejemplo, un día en los prados, dos chicos empezaron a reírse de una
chica que evidentemente no pertenecía al prototipo Medianoche, a quien
se le había caído la bolsa con la que casi había tropezado. Lucas se acercó
a ellos con paso decidido.
—Qué irónico —dijo.
—¿El qué? —preguntó Erich, uno de los chicos que estaba riéndose—.
¿Que ahora también dejen entrar a pardillos en esta escuela?
La chica a la que se le había caído la bolsa se sonrojó.
—Aunque fuera cierto, eso no sería una ironía —señaló Lucas—. Ironía
es el contraste entre lo que se dice y lo que ocurre.
Erich hizo una mueca.
—Pero ¿qué dices?
—Os habéis reído de ella por haber tropezado justo antes de que
vosotros os dierais de morros.
No tengo ni idea de cómo le puso la zancadilla, pero sé que lo hizo antes
de ver a Erich despatarrado en el suelo. Hubo gente que se echó a reír,
pero la mayoría de los amigos de Courtney fulminaron a Lucas con la
mirada, como si salir en defensa de aquella chica no hubiera estado bien.
—¿Ves? Eso es una ironía —dijo Lucas, y siguió su camino.
Si hubiera tenido la oportunidad, le habría dicho que pensaba que había
hecho lo correcto y no me habría importado que Erich, Courtney y los
demás estuvieran mirando. Sin embargo, no tuve ocasión de hacerlo:
Lucas pasó por mi lado como si me hubiera vuelto invisible.
Erich odiaba a Lucas. Courtney odiaba a Lucas. Patrice odiaba a Lucas.
Por lo que yo sabía, prácticamente todo el mundo en la Academia
Medianoche odiaba a Lucas salvo el surfero graciosito en que me había
fijado el primer día... y yo. De acuerdo, Lucas era un poco macarra, pero
también era valiente y honesto, cualidades que a más de uno le faltaban
en aquella escuela.
Sin embargo, por lo visto tendría que admirar a Lucas de lejos. Por el
momento, seguía sola.
—¿Todavía no estás lista? —Patrice se encaramó al alféizar de la
ventana. Su esbelto cuerpo se recortaba contra la noche, grácil incluso a
punto de saltar hasta la rama más cercana del árbol—. Los monitores
pasarán enseguida.
Los monitores de pasillo vigilaban la academia todas las noches, aunque
mis padres eran los únicos profesores a los que todavía no había visto
merodeando por los corredores, agazapados para abalanzarse sobre quien
pretendiera saltarse las normas. Aquella razón era suficiente para salir
cuanto antes, pero seguí intentando arreglarme delante del espejo.
«Arreglarse» era la palabra clave. Con unos pantalones de sport
ajustados y un jersey rosa claro que hacía resaltar su piel resplandeciente,
Patrice tenía una elegancia natural. En cambio yo... Ya tenía bastante con
intentar que unos téjanos y una camiseta negra me quedaran pasables.
Sin demasiado éxito, debería añadir.
—Bianca, vamos. —A Patrice se le había acabado la paciencia—. Yo me
voy ya. ¿Vienes o no?
—Voy, voy.
De todas formas, ¿qué más daba la pinta que tuviera? Solo iba a ir a la
fiesta porque no había tenido agallas para negarme.
Patrice saltó hasta la rama del árbol y luego se dejó caer al suelo con un
aterrizaje tan controlado como la salida de una gimnasta de las barras
paralelas. La seguí como pude y acabé raspándome las manos con la
corteza. El miedo a que nos descubrieran aguzó mi oído y presté atención
a todos los sonidos que nos envolvían: risas en un dormitorio, el susurro
de las primeras hojas del otoño en el suelo, el ulular de otra lechuza
saliendo de caza...
El frío aire nocturno me hizo estremecer al cruzar los prados a la carrera
en dirección al bosque. Patrice sabía abrirse camino entre la maleza sin
hacer ruido, una habilidad que le envidié. Tal vez algún día llegaría a tener
esa coordinación, pero me costaba imaginarlo.
Por fin vimos la hoguera. Habían encendido un fuego a la orilla del lago,
lo bastante pequeño para no llamar la atención, pero suficientemente
grande para emitir una luz fantasmagórica y vacilante y poder calentarnos
a su alrededor. Los alumnos se juntaban en grupos desperdigados,
inclinándose para hablar entre susurros o cuando se echaban a reír. Me
pregunté si serían las mismas risas que había oído la noche del picnic.
A primera vista, no se diferenciaban de cualquier otro grupo de
adolescentes que hubiera salido a divertirse, pero algo vibraba en el aire
que agudizaba mis sentidos, algo que añadía tensión a sus movimientos y
crueldad a la mayoría de las sonrisas. En ese momento, recordé lo que
había pensado al conocer a Lucas en el bosque durante nuestro primer y
aterrador encuentro: al mirar a ciertas personas, a veces se percibe algo
salvaje bajo la superficie. Pues eso mismo era lo que sentía allí.
Alguien había puesto música en su radio, hipnotizante y suave. No
conocía al cantante y no cantaban en inglés. Patrice no tardó en
desaparecer entre su círculo de amistades, así que me quedé allí plantada
y sola, sin saber qué hacer con las manos.
«¿Me las meto en los bolsillos? No, así tendré pinta de imbécil. ¿Pongo
los brazos en jarras? Venga ya, ¿cómo si estuviera enfadada o algo así?
No. Vale, incluso pensar en esto es patético.»
—Eh, hola —me saludó Balthazar.
Se me había acercado por la espalda, por eso no lo había visto venir.
Llevaba una chaqueta negra de ante y una botella en la mano. La hoguera
le bañaba el rostro con una luz cálida. Tenía el cabello rizado, una
mandíbula cuadrada y cejas gruesas. Parecía un tipo duro, un matón,
alguien más familiarizado con los puños que con las palabras. Sin
embargo, su mirada lo hacía accesible e incluso atractivo, porque en sus
ojos se adivinaba la inteligencia y también el ingenio. Además, su sonrisa
carecía de crueldad.
—¿Quieres una cerveza? Todavía quedan.
—No, así está bien. —A pesar de lo oscuro que estaba, seguro que se
dio cuenta de que me sonrojaba—. No tengo la edad.
¿Que no tenía la edad? Como si allí fuera a importarle a alguien. Debería
haberme colgado al cuello un cartel que dijera «rarita», para ahorrarles
trabajo.
Balthazar sonrió, pero no parecía estar riéndose de mí.
—Antes, los niños solían beber vino con sus padres durante las comidas.
Y los médicos recomendaban a las mujeres cuyos hijos no mamaban lo
suficiente que les dieran un poco de cerveza como alimentación
suplementaria.
—Eso era antes.
—Tienes razón. —No insistió y me di cuenta de que no estaba nada
borracho. Empecé a relajarme. A pesar de su corpulencia y su más que
evidente fortaleza física, Balthazar tenía un don para conseguir que la
gente se sintiera cómoda—. Desde el primer día que tengo ganas de
hablar contigo.
—¿De verdad? —dije, confiando en que no se me escapara un chillido.
—Te lo advierto, voy detrás de algo. —Balthazar debió de ver la cara que
puse porque se echó a reír, una risotada grave y estentórea—. Tu madre
dijo que ya te había dado clases antes, por eso quería que me dieras unos
cuantos consejos, para saber de qué pie cojea. Tengo que averiguar los
secretos de mi profesora.
Decidí que a mi madre no le importaría que se los contara.
—Pues no estaría mal que prestaras atención cuando se balancea sobre
los pies.
—¿Cuando se balancea?
—Sí, eso suele significar que está emocionada, que hay algo que le
interesa mucho. Y si a ella le interesa, cree que también debería
interesarte a ti.
—Lo que significa que saldrá en el examen.
—Exacto.
Volvió a reír. Tenía un hoyuelo en la barbilla que le daba un aire travieso.
Fijarme en lo guapo que estaba Balthazar casi me hizo sentir que
traicionaba a Lucas, pero es que saltaba a la vista. Después del modo en
que Lucas me había ignorado durante toda la semana, no estaba segura
de seguir debiéndole lealtad. Además, no estaba nada mal que un chico
guapísimo se interesara por una.
Balthazar se acercó un poco más.
—Veo que no voy a arrepentirme de habernos conocido.
Le devolví la sonrisa y durante tres segundos, ni uno más ni uno menos,
tuve la sensación de que la fiesta iba a estar bien... Hasta que Courtney
hizo acto de presencia. Llevaba una falda negra muy, muy corta y una
camisa blanca abierta casi hasta el ombligo. No tenía muchas curvas, pero
lo compensaba pasando del sostén, algo bastante obvio en esos
momentos.
—Balthazar, me alegro de que tengamos la oportunidad de ponernos al
día.
—Ya estamos al día.
Balthazar parecía aún menos entusiasmado que yo de verla; sin
embargo, Courtney no pareció darse cuenta o al menos eso fingió.
—Parece que hayan pasado siglos desde que salíamos juntos. Bueno, ha
pasado demasiado tiempo. La última vez que nos vimos fue en Londres,
¿no?
—San Petersburgo —la corrigió.
Balthazar dijo el nombre de la ciudad como quien no quiere la cosa. Por
lo visto era lo bastante audaz y experimentado para cruzar el océano sin
pensárselo dos veces.
Courtney deslizó las manos con suavidad sobre la chaqueta de
Balthazar, perfilando su poderoso físico con el movimiento de los dedos.
La envidié. No por su aspecto de estrella, ni por sus viajes continentales,
sino por su descaro. Si en el bosque hubiera sido la mitad de lanzada con
Lucas, si lo hubiera tocado o utilizado el comentario sobre la «niña buena»
para tontear con él, tal vez no se comportaría como si fuéramos dos
extraños. La voz de Courtney se abrió paso entre mis fantasías.
—No estás haciendo nada, ¿no, Balthazar?
—Estoy hablando con Bianca.
Courtney se volvió para mirarme. El largo cabello rubio, que suelto le
llegaba a la cintura, se onduló al ladear la cabeza.
—¿Tienes algo interesante que compartir, Bianca?
—Yo... —¿Qué se suponía que debía decir? Aunque cualquier cosa habría
sido mejor que lo que dije—: Pues no.
—Entonces no te importará que me lo lleve un rato, ¿verdad?
Empezó a tirar de él sin esperar una respuesta. Balthazar me miró con
intención y comprendí que si yo decía algo, aunque fuera una sola
palabra, él se detendría. Sin embargo, me quedé allí plantada como un
pasmarote viendo cómo se iban.
Un par de personas ahogaron una risita. Miré a un lado y vi a Erich, y a
pesar de las sombras vacilantes que proyectaba la luz de la hoguera,
pondría la mano en el fuego que estaba señalándome.
Me aparté de allí con la intención de desaparecer del mapa hasta
encontrar a Patrice o a alguien que pudiera considerar mínimamente
cordial. Sin embargo, cada paso que me alejaba de los demás me hacía
sentir mejor y, antes de darme cuenta, ya me había ido de la fiesta.
Si no me hubiera escabullido después del toque de queda, habría
corrido hasta la puerta y habría subido al dormitorio, pero me detuve a
tiempo al recordar que en esos momentos estaba fuera de la ley. Así que
me dirigí al cenador, al oeste de los terrenos del internado, para
tranquilizarme y planear la entrada.
Estaba subiendo los escalones cuando vi a alguien, aunque al principio
no reconocí quién era. Fuera quien fuese, tenía unos binoculares colocados
delante de la cara. Lo identifiqué cuando la luna iluminó su cabello
cobrizo.
—¿Lucas?
—Eh, hola, Bianca. —Todavía tardó unos segundos en apartar los
binoculares y sonreírme—. Bonita noche para una fiesta.
Me quedé mirando los prismáticos.
—¿Qué haces?
—¿Tú qué crees? Estoy espiando a los de la fiesta —me espetó casi con
la misma brusquedad que en el pasillo, hasta que me miró a la cara. Debí
de parecerle muy desolada, porque me preguntó con mayor suavidad—:
¿Estás bien?
—Sí, no pasa nada. Soy una pringada, pero estoy bien.
Lucas se echó a reír.
—Ya he visto que te ha faltado tiempo para irte. ¿Te ha molestado
alguien?
—No, la verdad es que no, pero es que estaba un poco... agobiada. Ya
sabes lo que me pasa con los extraños.
—Pues has hecho bien, no pegas con ellos.
—No me digas. —Me quedé mirando los prismáticos. Solo alguien con
una visión nocturna excelente podía utilizarlos para ver algo, aunque
supuse que la luz de la hoguera ayudaría un poco—. ¿Por qué estás
vigilando la fiesta?
—Estoy controlando que nadie se emborrache, se ponga tontorrón o le
dé por ir a pasear al bosque.
—¿Es que ahora eres el monitor de pasillo de la señora Bethany o qué?
—Ni de coña. —Lucas bajó los prismáticos. Iba vestido para confundirse
con las sombras: pantalones negros y una camiseta de manga larga que
hacía resaltar sus brazos y su pecho musculosos. Era más delgado y
estaba más fibrado que Balthazar, pero también era más bajo. Había algo
casi agresivamente masculino en él—. Me preguntaba qué narices hacían
esos tíos cuando no están metiéndose con los demás, pavoneándose o
haciéndole la pelota a alguien. —Me lanzó una mirada curiosa—. Parece
que te gustan.
—¡¿Qué?!
Se encogió de hombros.
—Siempre andas con esa gente.
—¡Eso es mentira! Patrice es mi compañera de habitación, por eso paso
tiempo con ella, y sus amigos vienen a visitarla cada dos por tres, no
puedo ignorarlos. Es decir, hay un par que se salvan, pero a los demás les
tengo pavor.
—No se salva ni uno, créeme.
Se me ocurrió que podría romper una lanza a favor de Balthazar, pero
en esos momentos no me apetecía hablar de él. También me di cuenta de
que Lucas me había hecho poner a la defensiva y de que no tenía derecho
a hacerlo.
—Un momento, ¿por eso te has mostrado tan frío conmigo? ¿Por qué te
comportas como si no nos conociéramos?
—No quería quedarme a ver cómo caías en las garras de esa gente, una
chica tan dulce como tú. Sobre todo sin poder hacer nada al respecto. —
Me sorprendió el sentimiento con que lo dijo. Todavía nos separaban unos
cuantos metros, pero nunca había tenido la sensación de estar tan cerca
de alguien—. Cuando te vi salir corriendo, comprendí que no todo estaba
perdido.
—Créeme, no formo parte de ese grupo —insistí—. Creo que me
invitaron a la fiesta solo para reírse de mí. Únicamente he ido porque,
bueno, porque digo yo que tarde o temprano tendré que conocer gente. Tú
eras el único amigo que tenía y creía que te había perdido.
Lucas unió las manos alrededor de uno de los adornos en forma de
volutas del cenador y yo hice otro tanto, de modo que quedamos el uno al
lado del otro. Nos enroscábamos con las volutas, como la enredadera.
—He herido tus sentimientos, ¿verdad?
—Más o menos —admití con un hilo de voz—. Es decir... Ya sé que solo
hemos hablado una vez...
—Pero para ti fue importante. —Nuestras miradas se encontraron
apenas un instante—. También lo fue para mí, pero no me había dado
cuenta de que... Bueno, creía que solo me había pasado a mí.
¿Lucas no se había dado cuenta de que a mí también me gustaba él?
Nunca en la vida conseguiría comprender a los hombres.
—Pero si me acerqué a hablar contigo el primer día de clase...
—Sí, y justo antes de eso andabas paseando y charlando con Patrice
Devereaux, que no puede ser más de aquí. Los de su clase y los de la
mía... Admitámoslo, no se mezclan. —Pareció disgustado unos segundos—.
Me dijiste que apenas hablabas con extraños, por eso pensé que debíais
de ser muy amigas.
—Es mi compañera de cuarto. Más me vale ser capaz de comunicarme
con ella si quiero ir tirando.
—Vale, me equivoqué. Lo siento.
Tuve la sensación de que no era del todo sincero conmigo, pero Lucas
parecía verdaderamente arrepentido de haber sacado conclusiones
precipitadas y con eso me bastaba. Mi protector no había dejado de
preocuparse por mí, aunque yo no lo supiera, y esa certeza me hizo sentir
cálidamente reconfortada, como si me hubieran echado un abrigo sobre
los hombros para resguardarme del frío.
El silencio se instaló entre nosotros, aunque no fue incómodo. A veces
encuentras gente con la que puedes estar callada sin tener la sensación
de que necesitas rellenar el silencio con charlas insustanciales. Solo me
había sentido así de a gusto con un par de personas, en mi pueblo, y
siempre había pensado que se necesitaban años para llegar a compartir
esa complicidad. Sin embargo, ya me ocurría con Lucas.
Recordé el descaro de Courtney y decidí que yo también podía ser,
como mínimo, la mitad de lanzada que ella. Aunque nunca se me había
dado bien entablar conversación, lo intenté:
—¿Te llevas bien con tu compañero de habitación?
—¿Con Vic? —Lucas esbozó una ligera sonrisa—. No está mal, como
compañero de habitación al menos. Un poco inconsciente. Un payaso. Pero
es un tío legal.
La palabra «payaso» me hizo pensar que sabía a quién se refería.
—Vic es el chico que lleva camisas hawaianas, ¿verdad?
—Ese mismo.
—No hemos hablado, pero parece simpático.
—Lo es. Igual podríamos salir un día todos juntos.
El corazón me dio un vuelco.
—No estaría mal, pero... Preferiría pasar más tiempo contigo —me
lancé.
Nuestras miradas se encontraron y tuve la sensación de que habíamos
cruzado algún tipo de línea. ¿Eso era bueno o era malo?
—Podríamos... Pero... —¿Por qué vacilaba Lucas?— Bianca, espero que
seamos amigos. Me gustas, pero no es buena idea que pases demasiado
tiempo conmigo. Ya has visto que no soy precisamente el chico más
popular del campus. No estoy aquí para hacer amigos.
—¿Y estás para hacer enemigos? Por cómo os peleáis Erich y tú, a veces
lo parece.
—¿Preferirías que fuera amigo de Erich?
Erich era un imbécil de marca mayor y ambos lo sabíamos.
—No, claro que no. Solo es que a veces parece que, no sé, que vayas
buscando pelea. Es decir, ¿de verdad los odias tanto? No es que a mí me
gusten, pero es que a ti... Es como si ni siquiera pudieras soportar respirar
el mismo aire.
—Confío en mi instinto.
No iba a discutírselo.
—Es mejor no tenerlos en contra si puedes evitarlo.
—Bianca, si tú y yo... Si nosotros...
Si nosotros ¿qué? Imaginé miles de respuestas a esa pregunta y me
gustaron casi todas. Nuestras miradas se entrelazaron con tanta fuerza
que parecía imposible desprenderlas. Si la pasión de Lucas era arrolladora
incluso cuando no iba dirigida hacia mí, cuando yo era su objetivo —como
en esos momentos, mientras estudiaba hasta el último centímetro de mi
cara, sopesando sus palabras antes de pronunciarlas en voz alta— me
cortaba la respiración.
—No podría soportar que te hicieran la vida imposible por mi culpa —
consiguió decir al fin Lucas—. Y habrían acabado haciéndolo.
¿Estaba protegiéndome? De no haber sido una soberana estupidez,
habría resultado enternecedor.
—¿Sabes? No creo que tenga ninguna credibilidad social que puedas
echar por tierra.
—No estés tan segura.
—No seas tan tozudo.
Nos quedamos unos instantes en silencio. La luz de la luna se colaba
entre las hojas de la enredadera. Lucas estaba lo bastante cerca para
poder reconocer su fragancia, algo que me recordó a cedro y pino, como el
bosque que nos envolvía, como si de algún modo él formara parte de ese
oscuro lugar.
—Lo he enredado todo, ¿verdad? —Lucas parecía casi tan azorado como
yo—. No estoy acostumbrado.
—¿A hablar con chicas? —pregunté, enarcando una ceja.
Con el aspecto que tenía Lucas, me costaba mucho creerle. Sin
embargo, no cabía duda de su sinceridad cuando asintió con la cabeza. El
brillo travieso había desaparecido de su mirada.
—He pasado muchos años yendo de aquí para allá, viajando de un lugar
a otro. Siempre que le cogía cariño a alguien, desaparecía de mi lado de
repente. Creo que he aprendido a mantener las distancias con la gente.
—Me hiciste sentir como una imbécil por haber confiado en ti.
—No te sientas así. El problema es mío y no soportaría que también
fuera tuyo.
Siempre había creído que el hecho de haber pasado toda mi vida en un
pueblecito había contribuido a no saber cómo comportarme delante de
extraños. Sin embargo, después de oír a Lucas comprendí que una
existencia ambulante podía tener el mismo efecto: el aislamiento y la
introversión que convertían la comunicación con los demás en lo más
difícil del mundo.
Tal vez su rabia se pareciera a mi timidez. Era una señal que ambos nos
sintiéramos tan solos, y quizá no tuviéramos por qué seguir estándolo
demasiado tiempo.
—¿No estás cansado de esconderte? —pregunté, en voz baja—. Yo sí.
—Yo no me escondo—repuso Lucas, pero enseguida se quedó en
silencio, meditando—. Bueno, mierda.
—Podría equivocarme.
—No te equivocas. —Lucas siguió mirándome, y justo cuando empecé a
pensar que no tendría que haber sido tan franca, añadió—: No debería
hacer esto.
—¿El qué?
Sentí que el corazón empezaba a latirme con fuerza. Lucas sacudió la
cabeza y sonrió. La mirada picara había regresado a sus ojos.
—Cuando la cosa se complique, no digas que no te avisé.
—Tal vez la complicada sea yo.
El comentario ensanchó su sonrisa.
—Ya veo que esto va a llevarnos un rato. —Me quedé atontada cuando
me sonrió como lo hizo y deseé que el tiempo no pasara en el cenador. Sin
embargo, en ese momento Lucas ladeó la cabeza—. ¿Has oído eso?
—¿El qué? —Entonces lo oí: la puerta de entrada de la escuela se abría
y se cerraba repetidamente a lo lejos y hubo pasos en el camino principal
—. ¡Van a hacer una redada en la fiesta!
—No me gustaría ser Courtney —dijo Lucas—. Esto nos da la
oportunidad de volver dentro.
Atravesamos el césped a la carrera, atentos a las voces que procedían
del lugar de la fiesta, e intercambiamos una amplia sonrisa al cruzar la
puerta principal sin que nos pillaran.
—Hasta pronto —me susurró Lucas cuando me soltó el brazo y se dirigió
a su pasillo.
Esa palabra siguió resonando en mis oídos de camino a mi habitación y
a mi cama: pronto.

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