Llegué a mi
cuarto justo a tiempo de meterme bajo las sábanas antes
de que entrara
Patrice acompañada de la señora Bethany. La figura
de la directora
se recortó contra la débil luz del pasillo, por lo que
solo pude
distinguir su silueta.
—Ya conoces las
normas, Patrice —dijo en voz baja, aunque
indudablemente
seria. Decir que intimidaba sería quedarse corto, y eso
que ni siquiera
era yo a la que reprendía—. Debes comprender que las
normas están
para obedecerlas. No podemos andar corriendo por el
campo en plena
noche. ¿Qué diría la gente? Los alumnos se desmadrarían
y podría
ocurrir una tragedia. ¿Está claro?
Patrice asintió
y la puerta se cerró de golpe. Me enderecé.
—¿Ha ido muy
mal? —le pregunté en un susurro.
—No, solo un
poco —gruñó Patrice mientras empezaba a desnudarse.
Llevábamos una
semana cambiándonos en la misma habitación, pero a mí
seguía dándome
vergüenza. A ella no. De hecho, ni siquiera dejó de
mirarme
mientras se quitaba la camisa precipitadamente—. ¡Pero si
todavía vas
vestida!
—Ah, sí.
—Creía que te
habías ido de la fiesta.
—Lo hice,
pero... No pude entrar en la escuela. Estaban de patrulla.
Luego se dieron
cuenta de dónde estabais y salieron pitando. He llegado
tres minutos
antes que tú.
Patrice se
encogió de hombros al agacharse para recoger el pijama. Yo
hice lo que
pude para cambiarme sin volverme. La conversación se había
terminado y yo
había mentido con éxito a mi compañera de cuarto por
primera vez.
Tal vez debería
haberle explicado por qué me había retrasado. La
mayoría de las
chicas se morirían por contarle a todo el mundo que
acababan de
ligar con un chico guapísimo, pero quería que siguiera siendo
un secreto, me
gustaba. En cierto modo, el hecho de que yo fuera la única
en saberlo lo
hacía más especial. «Yo le gusto a él y él me gusta a mí. Tal
vez pronto
estemos juntos.»
Mientras volvía
a meterme bajo las sábanas, recapacité y decidí que
quizá estaba
echando las campanas al vuelo. Los pensamientos se
atropellaban en
mi cabeza y me impedían dormir. Le sonreí a la almohada.
«Es mío.»
—He oído que
anoche hubo una fiesta —dijo mi padre, dejando delante
de mí una
hamburguesa y patatas fritas; estábamos sentados a la mesa
de mi familia.
—Hum...
—contesté con la boca llena de patatas. Acabé de tragar y
mascullé—: Es
decir, eso me han dicho.
Mis padres
intercambiaron una mirada y tuve la impresión de que
incluso les
hacía gracia. Qué alivio.
Sería la
primera de las muchas cenas semanales de los domingos. Todo
el tiempo que
pudiera pasar con mi familia en los alojamientos del
profesorado en
vez de rodeada de alumnos de Medianoche, para mí era
tiempo bien
invertido. Aunque intentaban actuar de la manera más
informal
posible, era fácil adivinar que mis padres me habían echado de
menos tanto
como yo a ellos. Duke Ellington sonaba en el equipo de
música y, a
pesar del interrogatorio paterno, el mundo volvía a recuperar
su orden.
—No os
desmadrasteis mucho, ¿verdad? —Por lo visto mi madre había
decidido pasar
por alto el hecho de que yo hubiera negado mi asistencia a
dicha fiesta—.
Solo hubo cerveza y música, por lo que me han dicho.
—No sé nada del
asunto —contesté, sin negarlo. Es decir, yo solo estuve
unos quince
minutos en la fiesta.
—Da igual que
solo se tratara de unas cervezas —dijo mi padre
sacudiendo la
cabeza, en dirección a mi madre—. Las normas están para
cumplirlas,
Celia. Una cosa es el terreno de la escuela, pero ¿y si la
semana que
viene les da por ir a la ciudad? Bianca no me preocupa, pero
algunos de los
otros...
—No estoy en
contra de las normas, pero es normal que los alumnos de
mayor edad se
rebelen contra ellas de vez en cuando. Es mejor tener
algún que otro
desliz sin importancia de vez en cuando que incidentes
más graves. —Mi
madre se volvió hacia mí—. ¿Cuál es tu asignatura
preferida hasta
ahora?
—La tuya, ¿cuál
va a ser? —respondí, y la miré como queriendo decir si
de verdad creía
que iba a ser tan tonta como para responder otra cosa. Se
echó a reír.
—Además de la
mía. —Mi madre descansó la barbilla en la mano,
saltándose a la
torera la norma de no poner los codos sobre la mesa—.
¿Tal vez
Inglés? Siempre te ha gustado mucho.
—No con la
señora Bethany.
El comentario
no me granjeó ninguna simpatía.
—Pues atiende a
lo que te diga —dijo mi padre con severidad. Dejó las
gafas sobre la
mesa de roble con brusquedad, de un porrazo—. Tómatela
muy en serio.
Qué tonta había
sido, pero si era su jefa. ¿Qué ocurriría si corría la voz
de que su hija
iba por ahí hablando mal de la directora? Tal vez debería
dejar de pensar
solo en mí para variar.
—Me esforzaré
—le prometí.
—Sé que lo
harás.
Mi madre cubrió
mi mano con la suya.
El lunes entré
en la clase de Inglés decidida a hacer borrón y cuenta
nueva. Hacía
poco que habíamos empezado a hablar de la mitología y el
folclore en la
literatura, dos temas que siempre me habían gustado. Si
había algún
área en que poder demostrarle mis aptitudes a la señora
Bethany, era
precisamente esa.
Aunque estaba
visto que no iba a poder demostrarle nada.
—Supongo que
relativamente pocos de ustedes habrán leído nuestro
siguiente libro
de estudio —dijo, a medida que iba repartiendo por la clase
una pila de
libros de tapa blanda. La señora Bethany siempre olía a
lavanda.
Femenino, pero muy penetrante—. Sin embargo, imagino que
prácticamente
todos habrán oído hablar de él.
Los libros
llegaron hasta mi escritorio y cogí un ejemplar de Drácula, de
Bram Stoker.
—¿Vampiros? —oí
que Raquel murmuraba en la fila de enfrente.
Nada más
pronunciar esas palabras, el aire pareció cargarse de
electricidad.
—¿Tiene algún
problema con el libro, señorita Vargas? —le espetó la
señora Bethany,
clavando su brillante mirada de ave rapaz en Raquel,
quien daba la
impresión de haber preferido morderse la lengua antes de
abrir la boca.
Le estaban saliendo bolas al único jersey de la escuela que
tenía, al que
también se le estaban gastando los codos.
—No, señora.
—Pues no lo
parece. Por favor, señorita Raquel, ilumínenos. —La señora
Bethany se
cruzó de brazos, encantada con el modo de conducir la
situación.
Tenía unas uñas gruesas y extrañamente surcadas—. Si
encuentra que
las sagas escandinavas sobre monstruos gigantes son
merecedoras de
su atención, ¿por qué no las novelas sobre vampiros?
Raquel estaba
perdida respondiera lo que respondiera. Ella intentaría
contestar y la
profesora echaría por tierra su argumento, cualquiera que
fuera, y así
podíamos tirarnos casi toda la hora. Ese era el modo de
entretenimiento
que la señora Bethany había escogido durante sus clases:
elegía a
alguien a quien torturar, por lo general para deleite de los
alumnos por
cuyas poderosas familias sentía una obvia predilección. Lo
más sensato
habría sido guardar silencio y dejar que ese día Raquel fuera
la cabeza de
turco de la señora Bethany, pero no pude resistirme.
Levanté la
mano, tímidamente. La señora Bethany apenas me miró.
—¿Sí, señorita
Olivier?
—Con todo,
Drácula no es un libro muy bueno, ¿no? —Todos me miraron
desconcertados,
sorprendidos de que alguien además de Raquel se
hubiera
atrevido a contradecir a la señora Bethany—. Tiene un lenguaje
muy florido y
muchas cartas dentro de otras cartas.
—Ya veo que
alguien desaprueba el estilo epistolar que tantos autores
distinguidos
emplearon durante los siglos XVIII y XIX. —El repiqueteo de
los tacones de
los zapatos de la señora Bethany sobre el suelo
embaldosado
resonó con fuerza extraordinaria al encaminar sus pasos
hacia mí,
olvidando a Raquel. El aroma a lavanda se intensificó—. ¿Lo
encuentra
anticuado? ¿Desfasado?
¿Quién me
mandaría levantar la mano?
—Es que no se
trata de un libro que se lea rápido, nada más.
—La velocidad,
claro, el criterio por el cual se ha de juzgar toda la
literatura.
—Las risitas ahogadas que recorrieron el aula me hicieron
encoger de
vergüenza en mi asiento—. Tal vez querría que sus
compañeros de
clase se preguntaran si vale la pena estudiarlo.
—Estamos
estudiando folclore —intervino Courtney—. Y los vampiros
son un elemento
común al folclore mundial.
No había salido
en mi ayuda, únicamente estaba presumiendo. Me
pregunté si lo
haría para hacerme quedar mal o para que Balthazar se
fijara en ella.
Hacía días que procuraba que la falda le quedara lo más
corta posible
para lucir las piernas al máximo cada vez que se sentaba,
pero hasta el
momento no parecía haber surtido ningún efecto en él. La
señora Bethany
se limitó a asentir en dirección a Courtney.
—En la cultura
moderna occidental no hay ningún vampiro más famoso
que Drácula.
¿Por dónde empezar mejor?
—Otra
vuelta de tuerca —contesté, sorprendiendo a todo el mundo, a mí
incluida.
—¿Disculpe?
La señora
Bethany enarcó las cejas. Nadie parecía saber a qué me
refería salvo
Balthazar, quien era evidente que se estaba mordiendo el
labio para no
echarse a reír.
—Otra
vuelta de tuerca. La novela de Henry James sobre fantasmas, al
menos en un
principio. —No iba a iniciar el viejo debate sobre si el
personaje
principal estaba loco o no. Los fantasmas siempre me habían
parecido
aterradores, pero eran más fáciles de afrontar en la ficción que a
una señora
Bethany de carne y hueso—. Los fantasmas son incluso más
universales en
el folclore que los vampiros. Y Henry James es mejor
escritor que
Bram Stoker.
—Señorita
Olivier, cuando sea usted quien programe las clases, podrá
empezar por los
fantasmas. —La voz afilada de la profesora podría haber
cortado el
cristal. Tuve que reprimir un estremecimiento al verla cernerse
sobre mí más
imperturbable que una gárgola—. Aquí se empezará por los
vampiros.
Aprenderemos de qué modo los han percibido diferentes
culturas a lo
largo de la historia, desde tiempos remotos hasta el día de
hoy. Si lo
encuentra aburrido, anímese, no tardaremos mucho en llegar a
los fantasmas,
avanzaremos bastante rápido, incluso para usted.
Después de eso
aprendí a estarme calladita.
Al acabar la
clase, ya en el pasillo, temblorosa por culpa de esa extraña
debilidad que
siempre acompaña a la humillación, fui abriéndome paso
lentamente
entre los bulliciosos alumnos. Parecía como si todo el mundo
tuviera un
amigo con quién pasar el rato menos yo. Raquel y yo podríamos
habernos
consolado mutuamente, pero ella ya había desaparecido.
—Otra lectora
de Henry James —oí que decía alguien.
Me volví y vi a
Balthazar, que había apretado el paso para darme
alcance. No
estaba segura de si se había acercado para transmitirme su
apoyo o para
evitar a Courtney, pero en cualquier caso me alegré de ver
una cara amiga.
—Bueno, yo solo
he leído Otra vuelta de tuerca y Daisy
Miller, nada
más.
—Pues lee Retrato
de una dama, creo que te gustará.
—¿De verdad?
¿Por qué?
Supuse que
Balthazar diría algo sobre lo bueno que era el libro, pero me
sorprendió.
—Va de una
mujer que quiere definirse a sí misma en vez de permitir
que otra gente
la defina a ella. —Se iba abriendo paso entre la gente sin
ningún esfuerzo
y sin apartar la vista de mí. El único chico que en algún
momento me
había mirado con aquella intensidad era Lucas—. Tuve el
presentimiento
de que te interesaría el tema.
—Puede que
tengas razón —dije—. Lo buscaré en la biblioteca. Y...
gracias. Por la
recomendación.
Y por pensar
tanto en mí.
—De nada.
—Balthazar sonrió de oreja a oreja, luciendo ese hoyuelo de
la barbilla,
pero entonces ambos oímos reír a Courtney, no demasiado
lejos, y él
puso una cara de pánico fingido que me hizo reír—. Hora de salir
corriendo.
—¡Rápido! —le
susurré al tiempo que él se escabullía por el pasillo que
le quedaba más
cerca.
Aunque el apoyo
de Balthazar me había levantado el ánimo, seguía
sintiéndome
fatal después del enfrentamiento con la señora Bethany, así
que decidí dar
un paseo cortito por los jardines en busca de un poco de
aire fresco y
tranquilidad antes de comer. Tal vez podría disfrutar de unos
minutos a
solas.
Por desgracia,
no fui la única a la que se le había ocurrido la misma
idea: fuera
había varios alumnos paseándose mientras escuchaban música
o charlaban.
Reparé en un grupo de chicas sentadas a la sombra. Por lo
visto ninguna
de ellas volvía a su dormitorio para comer y, mientras las
veía cuchichear
entre las sombras proyectadas por uno de los viejos
olmos, se me
ocurrió que seguramente estarían a dieta, pensando en el
Baile de otoño.
Solo había una
persona allí fuera a quien me apetecía ver. Lo recordé
del primer día
y lo reconocí por la descripción de Lucas.
—Vic —lo llamé.
Vic me sonrió.
—¡Eh!
Cualquiera
diría que éramos viejos amigos en vez de ser la primera vez
que hablábamos.
Su suave cabello de color castaño dorado asomaba por
debajo de la
gorra de los Phillies y llevaba un mp3 con una carcasa
estampada de
espirales de color naranja y verde.
—Hola, ¿has
visto a Lucas? —le pregunté, cuando se acercó a mí al trote
y se quitó los
auriculares
—Ese tío es un
zumbao. —En el mundo de Vic, «estar zumbado» por lo
visto era un
cumplido—. Iba a pirárselas de la sala de estudio cuando voy
y le digo:
«¿Oye, qué haces?». Y él va y me dice que si le puedo cubrir y
eso, ¿no?
Bueno, pues eso hacía hasta ahora, pero tú no vas a delatarlo,
tú eres legal.
Teniendo en
cuenta que Vic y yo nunca habíamos hablado antes, ¿cómo
podía saber si
yo era legal o no? Pero entonces me pregunté si Lucas no le
habría hablado
de mí, y la idea me hizo sonreír.
—¿Sabes dónde
está?
—Si me lo
preguntara un profe, no sé nada, pero ya que eres tú... Yo
miraría por la
cochera.
La cochera, que
quedaba al norte, cerca del lago, era donde antaño se
guardaban los
caballos y las calesas. Con el tiempo se había transformado
en las oficinas
administrativas de la
Academia Medianoche y en la
residencia de
la señora Bethany. ¿Qué estaría haciendo Lucas allí?
—Creo que voy a
darme un paseo por allí —dije—. Solo voy a caminar
un rato, ¿eh?
No voy a hacer nada en particular.
—Tope —contestó
Vic, asintiendo con la cabeza como si yo hubiera
dicho algo
realmente inteligente—. Lo has pillado.
Mientras me
dirigía con toda parsimonia hacia la cochera, como quien
no quiere la
cosa, iba pensando en que Vic no era precisamente un
lumbrera,
aunque parecía un chico majo. Por lo menos no era el típico
alumno de
Medianoche. Nadie se fijó en mí cuando me alejé de los demás;
eso era lo
bueno de parecer invisible, que podías desaparecer como si lo
fueras.
En aquella
parte no había bosque en el que poder cobijarme, solo el
extenso césped
de los prados, lleno de tréboles y varios árboles
dispuestos a
intervalos regulares que seguramente fueron plantados
mucho tiempo
atrás para proporcionar sombra. Atisbé entre la maleza el
cuerpo de una
ardilla muerta, apenas un testimonio marchito de lo que
había sido; el
viento le erizaba la cola tristemente. Arrugué la nariz e
intenté
ignorarla para concentrarme en lo que andaba buscando. Aminoré
el paso y
presté más atención con la esperanza de oír a Lucas.
La cochera era
un edificio alargado y blanco, de una sola planta. Supuse
que un segundo
piso no habría tenido sentido si los inquilinos iban a ser
unos caballos.
Estaba rodeado por árboles altos que lo envolvían todo en
unas sombras
tan densas que casi parecía de noche, y solo unos cuantos
rayos
vacilantes de luz alcanzaban el suelo. Me acerqué a la parte trasera
de puntillas,
asomé la cabeza al llegar a la esquina y vi a Lucas saliendo
por la ventana
de la señora Bethany. Aterrizó con ligereza y cerró los
batientes con
cuidado detrás de él.
En ese momento,
se volvió y me vio. Nos quedamos mirándonos
fijamente un
segundo eterno y tuve la sensación de haber sido yo la
pillada in fraganti
haciendo algo que no debía en vez de al contrario.
—Eh —balbucí.
En vez de
intentar justificar su comportamiento, Lucas sonrió.
—Eh, ¿por qué
no estás comiendo?
Su caminar
despreocupado al acercarse a mí me dejó claro que Lucas
pretendía
fingir que no había ocurrido nada, que yo no había visto nada
fuera de lo
normal. ¿O acaso yo le había dado pie a que creyera algo así al
saludarlo en
vez de preguntarle qué estaba haciendo?
—Creo que no
tengo hambre.
—No es propio
de ti pasarlo por alto.
—¿La comida?
—Hombre, yo me
referiría antes a por qué no me has preguntado qué
estaba haciendo
en la oficina de la señora Bethany.
Solté un
suspiro de alivio y ambos nos echamos a reír.
—Vale, si estás
dispuesto a decírmelo, entonces no puede ser tan malo.
—Mi madre no
deja de decir que solo firmará la autorización para que
pueda ir a
Riverton los sábados si saco un excelente en los exámenes
parciales, pero
tuve el presentimiento de que ya la había firmado y
Química no la
llevo muy bien, así que decidí comprobar si la autorización
estaba en mi
expediente. Como ya te dije: las normas y yo no acabamos
de congeniar.
—Ya, claro.
—Aunque no estuviera bien lo que había hecho, tampoco era
tan terrible,
¿no? Era muy fácil confiar en Lucas—. ¿La has encontrado?
—Sí. —Lucas
exageró su autocomplacencia para hacerme sonreír. Y lo
consiguió—. Soy
libre como un pájaro aunque saque un notable.
—¿Por qué son
tan importantes los fines de semana libres? En verano
estuve en la
ciudad antes de que llegarais vosotros y, créeme, no hay
mucho que ver.
Paseamos entre
las sombras y fuimos avanzando con cuidado por uno
de los lados
hacia Medianoche, hasta que acabamos mezclándonos con los
demás
estudiantes sin ser observados. A los dos se nos daba bastante
bien lo de
andar con sigilo.
—Se me ha
ocurrido que podría ser un buen lugar donde poder pasar un
tiempo juntos.
Lejos de Medianoche. ¿Qué te parece?
Dada la
conversación que habíamos mantenido en el cenador, la
sorpresa no
debería haberme dejado tan patidifusa, pero lo hizo, y fue una
sensación
aterradora a la vez que, en cierto modo, maravillosa.
—Sí. Es decir,
que me gusta la idea.
—A mí también.
Después de eso,
los dos seguimos callados. Deseaba que me diera la
mano, aunque yo
todavía no me sintiera lo bastante lanzada para cogerle
la suya.
Rebusqué febrilmente entre mis recuerdos algo divertido que
pudiera hacerse
en Riverton, una ciudad más grande que Arrowwood, pero
incluso más
aburrida. Al menos había un cine donde a veces proyectaban
películas
clásicas antes de las sesiones normales.
—¿Te gustan las
películas antiguas? —me atreví a preguntarle.
A Lucas se le
iluminó la mirada.
—Me encantan
las pelis, las antiguas, las de ahora, todas. Desde John
Ford a Quentin
Tarantino.
Le sonreí
aliviada. Tal vez era cierto que todo iba a salir bien.
Esa misma
semana, la estación cambió de la noche a la mañana. El frío
fue el primero
en despertarme con las primeras luces y lo noté en los
huesos.
Me arrebujé
entre las mantas, pero no sirvió de nada. El otoño ya había
adornado los
cristales con escarcha. No tendría más remedio que bajar el
pesado edredón
del estante superior de mi armario más tarde. A partir de
ese momento,
iba a ser más complicado no morirme de frío.
La luz seguía
siendo tenue y alborada y supe que hacía un rato que
había
amanecido. Refunfuñando, me enderecé y me resigné a estar
despierta.
Podría haber sacado el edredón y haber intentado arañar unas
cuantas horas
de sueño, pero tenía que terminar de darle un último repaso
al trabajo
sobre Drácula o enfrentarme una vez más a la ira de la señora
Bethany. Así
que me puse la bata y pasé de puntillas junto a Patrice, que
dormía
profundamente, como si el frío no pudiera penetrar la fina sábana
que la cubría.
Los baños de
Medianoche habían sido construidos en otra época, en un
tiempo en que
los alumnos probablemente daban gracias por no tener que
salir fuera
para utilizar el lavabo como para ponerse tiquismiquis con
cosas como las
instalaciones: insuficientes cubículos, sin comodidades tipo
vaciado
eléctrico de las cisternas o espejos, y grifos distintos para el agua
fría y caliente
en los lavamanos diminutos... Les había cogido manía desde
el primer día.
Al menos ya había aprendido a acumular un poco de agua
helada en la
palma de la mano antes de abrir el grifo del agua caliente,
que salía
ardiendo. De ese modo podía lavarme la cara sin escaldarme los
dedos. Noté el
suelo tan frío bajo los pies descalzos, que me obligué a
recordar
ponerme calcetines cuando me fuera a la cama, como mínimo
hasta la
primavera.
En cuanto cerré
los grifos, oí algo, un débil sollozo. Me sequé la cara con
mi toalla y me
acerqué al lugar del que procedía el gemido.
—¿Hola? ¿Hay
alguien ahí?
Los lamentos
cesaron. Estaba empezando a pensar que me había
metido donde no
me llamaban cuando la cara de Raquel asomó por uno
de los
cubículos. Llevaba puesto el pijama y la pulsera de cuero entretejido
de la que
estaba visto que no se separaba nunca. Tenía los ojos
enrojecidos.
—¿Bianca?
—susurró.
—Sí. ¿Estás
bien?
Raquel negó con
la cabeza y se secó las mejillas.
—Estoy atacada,
no puedo dormir.
—Ha empezado a
hacer frío de golpe, ¿verdad?
No pude
sentirme más idiota al decir aquello. Sabía tan bien como
Raquel que no
estaba llorando en el baño de madrugada porque hubieran
bajado las
temperaturas.
—Tengo que
decirte algo. —La mano de Raquel se cerró sobre mi
muñeca y la
apretó con una fuerza que nunca le hubiera imaginado.
Estaba muy
pálida y tenía la nariz enrojecida de tanto llorar—. Necesito
que me digas si
crees que estoy volviéndome loca.
Una petición
bastante rara indistintamente de quién la hiciera, cuándo,
dónde o cómo.
—¿Crees que
estas volviéndote loca? —le pregunté, con cautela.
—¿Quizá?
A Raquel se le
escapó una risita entrecortada y eso me dio confianza: si
era capaz de
verle un lado divertido, entonces era probable que no le
pasara nada
grave. Eché una mirada a mi alrededor, pero el baño estaba
vacío. A esas
horas, podíamos estar seguras de que tendríamos los
lavabos para
nosotras solas durante un buen rato.
—¿Tienes
pesadillas o algo así?
—Vampiros,
capas negras, colmillos y toda la pesca. —Fingió que se reía
—. Nadie diría
que a alguien que ya no va a parvulario pudieran seguir
dándole miedo
los vampiros, pero en mis sueños... Bianca, son horribles.
—La noche
anterior a que empezaran las clases tuve una pesadilla
sobre una flor
marchita —dije. Quería distraerla para que dejara de pensar
en sus
pesadillas y creí que tal vez ayudaría en algo compartir las mías,
aunque me
sintiera un poco tonta comentándola en voz alta—. Era una
orquídea, o un
lirio o algo así que se marchitaba en medio de una
tormenta. Me
dio tanto repelús, que no pude sacármela de la cabeza en
todo el día.
—Yo tampoco
puedo quitármelos de la cabeza. Esas manos muertas,
apresándome...
—Solo piensas
en esas cosas por el trabajo de Drácula —dije—. La
semana que
viene ya habremos acabado con Bram Stoker, ya lo verás.
—Ya lo sé, no
soy tonta, pero tendré pesadillas con otras cosas. Nunca
me siento
segura. Es como si siempre hubiera una persona, una presencia,
alguien, algo
que se cierne sobre mí. Algo espantoso. —Raquel se inclinó
hacia mí y me
susurró—: ¿Nunca has tenido la sensación de que en esta
escuela hay
algo... malo?
—Courtney, a
veces —contesté, intentando bromear.
—No me refiero
a ese tipo de maldad, sino a la de verdad —le temblaba
la voz—. ¿Crees
en el Mal?
Nadie me había
hecho jamás esa pregunta, pero sabía la respuesta.
—Sí.
Oí que Raquel
tragaba saliva y nos quedamos mirándonos un momento
sin saber qué
decir. Sabía que debía seguir animándola, pero la intensidad
de su miedo me
obligó a prestarle atención.
—Aquí siempre
tengo la sensación de que me observan —comentó—. A
todas horas.
Incluso cuando estoy sola. Sé que parece de locos, pero es
verdad. A veces
tengo la sensación de que las pesadillas continúan
aunque esté
despierta. Oigo cosas ya entrada la noche, arañazos y golpes
en el tejado.
Cuando miro por la ventana, te juro que a veces veo una
sombra
adentrándose en el bosque. Y las ardillas... Las has visto, ¿no? Hay
ardillas
muertas por todas partes.
—He visto un
par.
Tal vez fuera
el frío otoñal del ventilado y antiguo baño lo que hizo que
me
estremeciera, pero también pudo haber sido el miedo de Raquel.
—¿Alguna vez te
has sentido segura aquí?
—No me siento
segura, pero no creo que sea nada raro —contesté entre
balbuceos.
Aunque, claro, «raro» significaba cosas distintas para según
quién—. Es esta
escuela, este sitio. Las gárgolas, el edificio de piedra, el
frío... Y el
ambiente. Todo eso me hace sentir fuera de lugar. Sola. Y
asustada.
—Medianoche te
chupa la vida. —Raquel se rió débilmente—. ¿Lo ves?
Chupar la vida.
Como los vampiros.
—Lo que tú
necesitas es descansar —dije con firmeza, recordándome a
mi madre—. Algo
de descanso y cambiar de lecturas.
—Lo de
descansar no suena mal. ¿Crees que la enfermera de la escuela
me daría
pastillas para dormir?
—No creo que
aquí haya enfermería. —Raquel arrugó la nariz,
contrariada—.
Pero seguramente podrás comprarlas en el drugstore
cuando vayamos a
Riverton —sugerí.
—Supongo. En
cualquier caso es una buena idea. —Hizo una pausa y
luego me
sonrió, con los ojos llorosos—. Gracias por escucharme. Ya sé
que parece de
locos.
Sacudí la
cabeza.
—En absoluto.
Como ya te he dicho, Medianoche pone los pelos de
punta.
—El drugstore
—dijo Raquel en voz baja, recogiendo sus cosas para
volver a su
dormitorio—. Pastillas para dormir. Así dormiré a pesar de todo.
—¿A pesar de
qué?
—Aunque
continúe habiendo ruidos en el tejado. —Estaba muy seria,
había adoptado
la expresión de una persona mucho mayor de lo que
correspondería
a su edad—. Porque de noche hay alguien ahí arriba. Lo
oigo. Eso no
forma parte de la pesadilla, Bianca. Es real.
Bastante tiempo
después de que Raquel regresara a su cama, yo seguía
sola en el lavabo,
temblando.
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