Normalmente
sería imposible despegar de delante del espejo a una
chica que ha de
prepararse para su primera cita, pero cuando llegó
la noche del
viernes, la de la escapada a Riverton, Patrice estaba
tan ocupada
mirándose que para el caso podría haberme vestido en la
oscuridad.
Estuvo examinándose la cara y la figura en el espejo de cuerpo
entero,
volviéndose a un lado y al otro, incapaz de encontrar lo que
estuviera
buscando, ya fueran imperfecciones o belleza.
—Estás muy
guapa —dije—. Come algo, ¿vale? Casi te transparentas.
—No queda ni un
mes para el Baile de otoño. Quiero estar estupenda.
—¿Y de qué
sirve ir al Baile de otoño si no puedes disfrutarlo?
—Así lo
disfrutaré más. —Patrice me sonrió. Tenía el don de poder ser
paternalista y
completamente sincera al mismo tiempo—. Algún día lo
entenderás.
No me gustaba
cuando me hablaba de esa manera, con esos aires de
superioridad,
pero ya la consideraba como a una amiga. Patrice me había
prestado un jersey
muy suave de color marfil para mi cita como si fuera el
mayor favor que
alguien pudiera hacer nunca a otra persona. Tal vez
estuviera en lo
cierto. Gracias a ese jersey, mi figura... Vamos, que se
hacía evidente
que tenía una, algo que las sosas faldas plisadas y las
chaquetas de
Medianoche ocultaban al mundo.
—¿Vosotros no
vais a ir? —le pregunté, mientras trataba de hacerme
una trenza
alta. No hacía falta que concretara a quién me refería.
—Erich va a dar
otra fiesta junto al lago. —Patrice se encogió de
hombros.
Todavía llevaba puesta la bata de satén rosa y una cinta que le
retiraba el
pelo de la cara. Si ella ni siquiera había empezado a prepararse,
era señal de
que seguramente la fiesta no empezaría hasta después de
medianoche—. La
mayoría de los profesores estarán en la ciudad haciendo
de acompañantes
y eso nos asegura una noche de primera aquí.
—Me cuesta
mucho imaginar que en la
Academia Medianoche haya
noches de
primera.
—Ni que nos
tuvieran encerrados en una jaula, Bianca. Además, ese
peinado no te
favorece nada.
Suspiré.
—Ya lo sé, ya
lo veo yo sólita.
—Espera.
Patrice se puso
detrás de mí, deshizo las trenzas desiguales que había
conseguido
entretejer con muchos esfuerzos y pasó los dedos entre los
mechones de pelo.
Luego me recogió el cabello en un moño flojo y muy
bajo, y unos
cuantos mechones se soltaron y me cayeron sobre la cara.
Desenfadado,
pero con estilo, como siempre había querido llevarlo. Al ver
la
transformación en el espejo, pensé que casi parecía que me hubieran
arreglado el
pelo por arte de magia.
—¿Cómo lo has
hecho?
—Ya aprenderás
con el tiempo. —Patrice sonrió, más satisfecha de su
trabajo que de
mí—. Tienes un color de pelo precioso, ¿sabes? Tienes que
lucirlo más
cuando te caiga sobre el jersey; mira qué contraste hace con el
color marfil,
¿lo ves?
¿Cuándo aquel
tono rojizo se había convertido en un «color precioso» de
pelo? Le sonreí
a mi reflejo pensando que, partiendo de que Lucas y yo
íbamos a salir
juntos, cualquier milagro era posible.
—Perfecto —dijo
Patrice y, no sé por qué, pero supe que lo decía con
sinceridad.
No por eso el
cumplido dejaba de ser impersonal. Estaba convencida de
que el concepto
de perfección significaba más para ella que para mí, pero
Patrice no lo
habría dicho si no lo pensara de verdad.
Cohibida y
encantada, me quedé mirando mi reflejo en el espejo. Si
Patrice
conseguía encontrarme guapa, entonces tal vez Lucas también lo
haría.
—¡Estás
estupenda! —exclamó Lucas al verme.
Lo saludé con
un gesto de cabeza, intentando no perder el contacto
visual mientras
nos abríamos paso entre los alumnos que iban
apretujándose
en el autobús que nos llevaría a la ciudad. La Academia
Medianoche no
podía tener algo tan ordinario como un autobús escolar
amarillo normal
y corriente, eso por descontado; en vez de eso, nos
esperaba una
pequeña lanzadera de lujo, de las que suelen utilizar los
hoteles de
postín, que seguramente habrían alquilado para la ocasión. Yo
entré a presión
con la primera oleada de estudiantes mientras Lucas
seguía haciendo
lo que podía por acercarse a la puerta. Al menos podía
verlo sonreír
desde la ventanilla.
—De lujo. —Vic
se echó a reír, dejándose caer en el asiento libre que
había a mi
lado. Llevaba un sombrero de fieltro que parecía directamente
sacado de los
cuarenta, y la verdad es que estaba muy guapo, pero aun
así no era la
persona que deseaba como acompañante; y algo debió de
delatar mi
expresión, porque me dio un codazo amistoso—. No te
preocupes, solo
le estoy calentando el asiento a Lucas.
—Gracias.
Si no hubiera
sido por Vic, no podría haberme sentado con Lucas. La
gente se mataba
por subir al autobús y parecía que unas veinte personas
—de hecho, casi
todas las que no encajaban con el típico alumno de
Medianoche—
estaban decididas a ir a Riverton. Teniendo en cuenta lo
aburrida que
era la ciudad, seguramente lo único que deseaban era
alejarse de la
escuela y para eso cualquier lugar valía. Sabía cómo se
sentían.
Vic cedió el
asiento con galantería a Lucas cuando este consiguió llegar
por fin hasta
nosotros, aunque yo no diría que la cita empezó entonces.
Estábamos
completamente rodeados por otros compañeros que no
dejaban de
reír, hablar y gritar, aliviados por poder salir por fin de las
claustrofóbicas
propiedades de la escuela. Raquel se sentaba unas filas
más adelante y
charlaba animadamente con su compañera de cuarto;
debía de haber
aplacado sus temores, al menos por el momento. Hubo
algunos que me
lanzaron miraditas sorprendidas no demasiado amistosas.
Por lo visto
seguía siendo sospechosa de formar parte de los «legítimos»,
algo tan
absurdo que hasta tenía gracia. Vic se arrodilló en el asiento de
delante y se
volvió hacia nosotros con la intención de hablarnos del ampli
que iba a
comprarse en una tienda de música que acababan de abrir en la
ciudad.
—¿Qué vas a
hacer con un ampli? —le pregunté, alzando la voz para
hacerme oír por
encima del bullicio general, a medida que avanzábamos a
trompicones por
la carretera en dirección a la ciudad—. No van a dejarte
tocar la
guitarra eléctrica en la habitación.
Vic se encogió
de hombros, pero no perdió la sonrisa.
—¡Me basta con
poder mirarlo, tío! Y saber que tengo algo tan increíble.
Así iré
contento todos los días.
—Pero si tú
siempre estás contento. Sonríes hasta en sueños.
A pesar del
tono burlón en que Lucas lo había dicho, estaba claro que en
el fondo le
gustaba Vic.
—Es lo que te
mantiene vivo, ¿sabes?
Vic era justo
lo contrario al típico alumno de Medianoche y decidí que a
mí también me
gustaba.
—¿Qué vas a
hacer mientras nosotros estemos en el cine?
—Explorar, dar
una vuelta, sentir la tierra bajo mis pies. —Vic enarcó las
cejas repetidas
veces—. Tal vez conocer a alguna tía buena en la ciudad.
—Entonces será
mejor que compres el ampli después —dijo Lucas—.
Igual te corta
el rollo tener que arrastrar esa cosa contigo.
Vic asintió muy
serio y tuve que cubrirme la boca con la mano para
ocultar una
sonrisa.
Es decir, que
Lucas y yo no estuvimos realmente solos hasta que no nos
encontramos
paseando por la calle principal de Riverton, a una sola
manzana del
cine. Ambos nos alegramos mucho cuando vimos lo que
había anunciado
en la marquesina.
—Sospecha
—leyó—. Dirigida por Alfred Hitchcock, un genio.
—Con Cary
Grant. —Cuando Lucas me miró, añadí—: Tú tienes tus
preferencias y
yo las mías.
Había más
alumnos pululando por el vestíbulo, algo que seguramente
estaba más
relacionado con que Riverton no ofreciera demasiados
entretenimientos
que con un súbito y renovado interés en Cary Grant. Sin
embargo, a
nosotros nos interesaba de verdad, al menos hasta que
comprobamos
quiénes eran los profesores que harían de acompañantes
en el cine.
—Créeme,
estamos tan sorprendidos como tú —dijo mi madre.
—Estábamos
convencidos de que irías a tomarte algo. —Mi padre le
había pasado el
brazo por los hombros a mi madre, como si se tratara de
su cita y no de
la nuestra. Estábamos todos plantados delante del cartel
del vestíbulo y
Joan Fontaine nos miraba fijamente, escandalizada, como si
se enfrentara a
mi dilema en vez de al suyo—. Por eso decidimos
encargarnos del
cine. Ya hay otros encargándose de la cafetería.
—Todavía no es
demasiado tarde para un pastelito —añadió mi madre,
intentando
animarnos—. No nos ofenderemos.
—No os
preocupéis. —En realidad sí que era preocupante tener que
pasar mi
primera cita con mis padres, pero ¿qué iba a decir si no?—.
Resulta que a
Lucas le gustan las películas antiguas, así que... No pasa
nada, ¿no?
—No, no pasa
nada.
Aunque no
parecía precisamente que no pasara nada; daba la impresión
de que Lucas estaba
incluso más disgustado que yo.
—A no ser que
te gusten los pastelitos —dije.
—No. Es
decir..., sí, los pastelitos me gustan, pero me gustan bastante
más las
películas antiguas. —Levantó la barbilla como si estuviera retando
a mis padres a
que intentaran intimidarlo—. Nos quedamos.
Mis padres,
lejos de sentirse intimidados, sonrieron de oreja a oreja.
Les había
contado que Lucas y yo íbamos a ir juntos a Riverton durante
la comida del
domingo anterior. No les di más detalles por miedo a
paralizarlos de
la impresión, pero quedó claro que no les había entrado por
un oído y
salido por el otro. Para mi sorpresa y alivio, no me interrogaron;
de hecho,
primero intercambiaron una mirada, calibrando su reacción
respectiva
delante de mí. Probablemente era extraño que tu «niña
milagro» ya
fuera lo bastante mayor para salir con alguien. Mi padre
mencionó con
calma que Lucas parecía un buen chico y luego me
preguntó si
quería más macarrones con queso.
Resumiendo, no
sé que tipo de exagerada reacción sobreprotectora
estaría
esperando Lucas, pero esta no se produjo.
—En el caso de
que quisierais evitarnos, cosa que no me extrañaría,
nosotros vamos
a ir a la platea, que es donde estarán casi todos los
alumnos —dijo
mi madre.
Mi padre
asintió.
—Las plateas
son poderosas tentaciones y ejercen una intensa atracción
gravitacional
sobre las bebidas sostenidas por manos adolescentes. Yo he
sido testigo.
—Creo haberlo
estudiado en alguna clase de ciencias del instituto —dijo
Lucas, muy
serio.
Mis padres
rieron y yo me dejé arropar por una cálida oleada de alivio.
Lucas les
gustaba y puede que no tardaran mucho en invitarlo a comer
algún domingo.
Ya nos estaba viendo juntos a todas horas y en todas
partes, a mi
lado, amoldado a mi vida.
Lucas no parecía
tan convencido como yo —tenía una mirada cautelosa
al entrar en el
cine—, pero di por hecho que se trataba de la típica
reacción del
chico ante los padres de su pareja.
Escogimos las
butacas que quedaban debajo de la platea, donde era
imposible que
mis padres pudieran vernos. Lucas y yo nos sentamos muy
juntos, con el
cuerpo medio inclinado hacia el otro, de modo que nuestros
hombros y
rodillas se rozaban.
—Nunca había
hecho esto —dijo.
—¿Nunca habías
ido a un cine antiguo? —Miré embelesada las volutas
doradas que
decoraban las paredes y la platea, y el telón de terciopelo
granate—. Son
preciosos.
—No me refiero
a eso. —A pesar de su agresividad innata, a veces
incluso podía
parecer tímido; aunque eso solo ocurría cuando hablaba
conmigo—. Nunca
había llegado a... Salir con una chica.
—¿También es tu
primera cita?
—Cita. ¿La
gente todavía utiliza esa palabra? —Me habría muerto de
vergüenza si
Lucas no me hubiera dado un codazo socarrón—. Me refiero a
que nunca me
había sentido así con nadie, sin presiones ni temiendo tener
que mudarme
otra vez al cabo de un par de semanas.
—Hablas como si
nunca te hubieras sentido como en casa en ningún
sitio.
—Hasta ahora
no.
Lo miré con
escepticismo.
—¿Te sientes
como en casa en Medianoche? Venga ya.
Una leve
sonrisa apareció lentamente en el rostro de Lucas.
—No me refería
a Medianoche.
En ese momento
las luces del cine empezaron a bajar de intensidad, y
menos mal,
porque si no seguramente me habría dado por decir alguna
tontería en vez
de disfrutar del momento.
Sospecha
era una de las películas de Cary Grant que no había visto. La
mujer, Joan
Fontaine, se casaba con Cary a pesar de que él era un
irresponsable y
despilfarraba mucho dinero, pero lo hacía de todos modos
porque se
trataba del macizo de Cary Grant, y eso bien valía quedarse sin
blanca. A Lucas
no pareció convencerle mi razonamiento.
—¿No crees que
es un poco extraño que él investigue sobre venenos? —
me susurró—.
¿Quién estudia los venenos como si se tratara de un
pasatiempo? Al
menos admite que tiene un entretenimiento un poco raro.
—Un hombre con
esa planta no puede ser un asesino —insistí.
—¿Te han dicho
alguna vez que confías en la gente demasiado deprisa?
—Que te calles.
Le di un codazo
y varias palomitas saltaron de la bolsa. Estaba
disfrutando de
la película, pero aún más de estar tan cerca de Lucas. Era
increíble lo
mucho que podíamos decirnos sin abrir la boca, solo
necesitábamos
una divertida mirada de soslayo o el modo natural en que
nuestras manos
se rozaron y él entrelazó sus dedos con los míos. Me
acarició la
palma de la mano con su pulgar, dibujando circulitos y si eso
solo ya fue
suficiente para que se me desbocara el corazón, ¿qué debía de
sentirse entre
sus brazos?
Al final se
demostró que no estaba equivocada: por lo visto Cary
estudiaba los
venenos para suicidarse y así evitar que la pobre Joan
Fontaine
tuviera que cargar con las deudas. Ella insistía en que
encontrarían
una solución y se iban juntos en coche. Lucas sacudió la
cabeza con el
fundido de la última toma.
—No es el
verdadero final, ¿sabes? Hitchcock quería que él fuera el
culpable, pero
el estudio le obligó a salvar a Cary Grant al final para que le
gustara al
público.
—Si se acaba
así, es el verdadero final —insistí. Encendieron las luces
unos momentos,
antes del inicio de la siguiente sesión—. Vamos a otro
sitio, ¿vale?
Todavía queda un buen rato antes de que tengamos que
volver al
autobús.
Lucas echó un
vistazo hacia arriba y adiviné que no le importaba lo más
mínimo alejarse
un poco de los vigilantes paternos.
—Vamos.
Paseamos por la
pequeña calle principal de Riverton, donde daba la
impresión de
que no había tienda o restaurante que no estuviera tomado
al asalto por
los refugiados de la
Academia Medianoche. Lucas y yo
pasamos por
delante en silencio, buscando lo que realmente nos apetecía:
un lugar donde
estar solos. La idea de que Lucas quisiera un poco de
intimidad para
ambos me emocionó e intimidó a la vez. La noche
refrescaba y
las hojas otoñales no dejaban de susurrar mientras
paseábamos por
la acera, lanzándonos miradas disimuladas sin apenas
intercambiar
una palabra.
Por fin, justo
al pasar la estación de autobuses, que delimitaba el final
de la calle
principal, al doblar la esquina encontramos una vieja pizzería
que parecía
intacta desde el día de su inauguración, que había sido en
1961.
En vez de
pedirnos una entera, cogimos unos trozos de pizza solo de
queso y un
refresco y nos fuimos a un compartimento. Nos sentamos uno
enfrente del
otro en una mesa con un mantel a cuadros rojos y blancos y
una botella de
chianti cubierta de cera de vela derretida. En la gramola del
rincón sonaba
una canción de Elton John de antes de que yo hubiera
nacido.
—Me gustan
estos sitios —dijo Lucas—. Parecen de verdad, no como si
un grupo de sondeo
hubiera diseñado hasta el último detalle.
—A mí también.
—Aunque si me lo hubiera pedido hasta le habría dicho
que me gustaba
comer berenjenas en la luna. Sin embargo, en este caso
en concreto
estaba diciendo la verdad—. Aquí puedes relajarte y ser tú
mismo.
—Ser tú
mismo... —Lucas sonrió, aunque de repente parecía estar a
kilómetros de
allí, como si esas palabras le hubieran hecho gracia por algo
que solo él
conocía—. Algo que debería ser más fácil de lo que es en
realidad.
Sabía a qué se
refería.
Estábamos
prácticamente solos en la pizzería. Solo había otra mesa
ocupada, a la
que se sentaban cuatro tipos que parecían haber acabado
de trabajar en
una obra. Tenían las camisetas cubiertas de polvo de yeso y
un par de
jarras de cerveza vacías testimoniaban que ya estaban
borrachos. Se
reían muy alto de sus propios chistes, pero me daba igual.
De hecho, eso
me servía de excusa para inclinarme sobre la mesa y estar
un poco más
cerca de Lucas.
—Así que Cary
Grant... —dijo Lucas, espolvoreando pimienta negra
sobre su trozo
de pizza—. Es tu tipo ideal, ¿eh?
—Hombre, yo
diría que es el rey de los tipos ideales, ¿no? Estoy chiflada
por él desde
que lo vi por primera vez en Vivir para gozar, cuando tenía
cinco o seis
años.
Estaba segura
de que Lucas, el cinefilo, estaría de acuerdo, pero no fue
así.
—La mayoría de
las chicas del insti se pirrarían por estrellas de cine que
todavía
hicieran películas. O por alguien de la tele.
Le di un bocado
a mi trozo de pizza y por unos instantes estuve
demasiado liada
intentando resolver una bochornosa situación relacionada
con unos
alargados hilos de queso.
—Me gustan
muchos actores —farfullé cuando por fin logré meterme la
pizza en la
boca—, pero ¿quién puede decir que Cary Grant no es lo más?
—Aunque estoy
de acuerdo en que es una tragedia, asumámoslo:
mucha gente de
nuestra generación ni siquiera ha oído hablar de Cary
Grant.
—Un crimen.
—Intenté imaginar la cara que pondría la señora Bethany
si le sugiriera
que hiciéramos Historia del cine como asignatura optativa—.
Gracias a mis
padres he visto películas y he leído libros que les gustaban
de antes que yo
naciera.
—Cary Grant fue
muy famoso en los cuarenta, Bianca. Hacía películas
hace setenta
años.
—Que siguen
emitiéndose por televisión. Es fácil encontrar una película
antigua si
buscas un poco.
Lucas me miró
dubitativo y sentí un miedo repentino: la rápida y
urgente
necesidad de cambiar de tema y hablar de otra cosa, de lo que
fuera.
Demasiado tarde, porque Lucas se me adelantó.
—Dijiste que
tus padres te trajeron a Medianoche para que conocieras a
más gente y
tuvieras una perspectiva más amplia del mundo, pero tengo
la sensación de
que han dedicado mucho tiempo a procurar que tu mundo
fuera lo más
pequeño posible.
—¿Disculpa?
—Olvídalo.
—Suspiró profundamente mientras dejaba el reborde de su
trozo de pizza
en el plato—. No debería haber sacado ese tema ahora. Se
supone que
deberíamos pasárnoslo bien.
Tal vez tendría
que haberlo dejado correr porque lo último que deseaba
era discutir
con Lucas la primera noche que salía con él; sin embargo, no
pude evitarlo.
—No, no, ¿a qué
te refieres? ¿Se puede saber qué sabes tú de mis
padres?
—Sé que te
enviaron a Medianoche, prácticamente el último lugar de la
Tierra al que
todavía no ha llegado el siglo XXI: no hay móviles, no hay
inalámbrico,
solo hay Internet en una sala de informática con ¿qué?,
¿cuatro
ordenadores? No hay televisores, apenas se tiene contacto con el
mundo
exterior...
—¡Es un
internado! ¡Se supone que debe estar alejado del mundo
exterior!
—Quieren
separarte del resto del mundo, por eso te han enseñado a
apreciar las
cosas que les gustan a ellos, no lo que se supone que les
gusta a las
chicas de tu edad.
—Soy yo la que
decido lo que me gusta y lo que no. —Sentí que la rabia
me encendía las
mejillas. Normalmente siempre acababa llorando cuando
estaba tan
enfadada, pero esta vez estaba decidida a no derramar ni una
sola lágrima—.
Además, es a ti a quien le gusta Hitchcok y las películas
antiguas.
¿Acaso significa eso que tus padres controlan tu vida?
Lucas se
inclinó sobre la mesa, me cogió la mano con fuerza y me miró
fijamente con
sus ojos verde oscuro. Llevaba toda la noche deseando que
me mirara de
esa manera, pero no en esas circunstancias.
—Intentaste
huir de tu familia y le restaste importancia como si solo
fuera una mala
pasada que quisieras jugarle a alguien.
—Porque no fue
más que eso.
—Pues yo creo
que fue algo más, que no ibas desencaminada respecto
a Medianoche. Y
creo que deberías escuchar más tu propia voz y dejar de
escuchar tanto
la de tus padres.
No era posible
que Lucas estuviera diciéndome aquello. Si mis padres le
oyeran hablar
así... No, no quería ni imaginarlo.
—Que Medianoche
sea una mierda no significa que mis padres sean
malos padres, y
hay que tener morro para criticarlos cuando apenas los
conoces. No
sabes nada de mi familia y, además, ¿a ti qué te importa?
—Me importa
porque... —se interrumpió, como si no se atreviera a
seguir—. Me
importa porque me importas tú.
¿Por qué tuvo
que decirlo en ese momento? De esa forma. Sacudí la
cabeza.
—Lo que dices
no tiene sentido.
—Eh. —Uno de
los obreros de la construcción acababa de pinchar una
de esas
machaconas canciones heavy de los ochenta en la gramola y se
dirigió a
nosotros, tambaleante—. ¿Estás molestando a la señorita?
—No pasa nada
—me apresuré a decir. No había peor momento para
descubrir que
la caballerosidad no se había extinguido—. De verdad, no
pasa nada.
Lucas reaccionó
como si no me hubiera oído.
—No es asunto
tuyo —le espetó, fulminándolo con la mirada.
Fue como dejar
caer una cerilla encendida en un tanque de gasolina. El
tipo se acercó
con paso vacilante y todos sus amigos se levantaron.
—Cuando alguien
trata así a su novia en público, maldita sea, ya lo creo
que es asunto
mío.
—¡No me estaba
molestando! —Seguía enfadada con Lucas, pero la
situación
estaba saliéndose de madre—. Está muy bien que, esto... os
preocupéis por
las mujeres, de verdad, es fantástico, pero no pasa nada.
—No te metas en
esto —dijo Lucas con voz grave. Detecté algo en su
tono de voz que
no había oído antes, una fuerza casi sobrenatural. Un
escalofrío me
recorrió la espalda—. Ella no es asunto vuestro.
—¿Es que crees
que te pertenece o algo así y que por eso puedes
tratarla como
te venga en gana? Me recuerdas al cerdo de mi cuñado. —El
obrero parecía
más enfadado que nunca—. Y si crees que no vas a recibir
lo mismo que
él, tú sueñas, chaval.
Desesperada,
miré a mi alrededor en busca de un camarero o del dueño
del local. O de
mis padres. O de Raquel. En dos palabras, esperaba que
alguien, me
daba igual quién fuera, pusiera fin a aquello antes de que
aquellos
obreros borrachos hicieran papilla a Lucas, porque eran enormes
y eran cuatro y
en esos momentos estaba claro que todos tenían ganas de
pelea.
Aunque jamás
habría imaginado que Lucas sería el primero en empezar.
Se movió con
tanta rapidez que ni lo vi. Pasó junto a mí como una
exhalación y,
segundos después, el obrero caía de espaldas sobre sus
compañeros.
Lucas tenía el brazo extendido y el puño cerrado, pero aun
así necesité
unos segundos para comprender lo que había sucedido. Por
Dios, acababa
de pegarle a alguien.
—Ahora verás.
Uno de los
obreros se abalanzó sobre Lucas, quien lo esquivó con tanta
agilidad que
fue visto y no visto. Se había hecho a un lado, lo que le
permitió
empujar a su adversario con tanta fuerza que creí que acabaría
en el suelo.
—¡Eh! —Un
hombre de unos cuarenta años, con un delantal repleto de
manchas de
tomate, apareció en el salón. Me dio igual si se trataba del
dueño, el
cocinero o el señor Pizza Hut, pero lo cierto es que en mi vida
me había
alegrado tanto de ver a alguien—. ¿Qué está pasando aquí?
—¡No pasa nada!
—Sí, mentí, pero qué más daba. Salí del cubículo y
empecé a
retroceder hacia la puerta—. Nos vamos, ya está.
Los obreros y
Lucas seguían mirándose fijamente, como si quisieran
matarse, pero
gracias a Dios Lucas me siguió. Cuando la puerta se cerró
detrás de
nosotros, oí que el dueño farfullaba algo sobre los crios de esa
maldita
escuela.
Lucas se volvió
hacia mí en cuanto estuvimos en la calle.
—¿Estás bien?
—¡No gracias a
ti! —Eché a andar a toda prisa hacia la calle principal—.
¿Se puede saber
qué pasa contigo? ¡Has empezado una pelea con ese tipo
porque sí!
—¡La empezó él!
—No, él empezó
la discusión, pero tú empezaste la pelea.
—Estaba
protegiéndote.
—El también
creía que me protegía. Puede que estuviera borracho y que
fuera un poco
basto, pero no pretendía hacerle daño a nadie.
—No tienes ni
idea de lo peligroso que es el mundo en realidad, Bianca.
Siempre que
Lucas me había hablado así, como si fuera mucho mayor
que yo y
quisiera enseñarme algo y protegerme, me había hecho sentir
arropada y
feliz, pero en esa ocasión me sacó de quicio.
—¡Te comportas
como si lo supieras todo y luego actúas como un
imbécil y te
pones a pelear con cuatro tíos! Y me he fijado en cómo peleas.
No es la
primera vez.
Lucas caminaba
a mi lado, pero poco a poco fue quedándose atrás,
como si se
hubiera quedado pasmado. Enseguida comprendí que lo que
realmente lo
había sorprendido era que hubiera adivinado algo por el
estilo. Tenía
razón: Lucas ya se había peleado antes, y más de una vez.
—Bianca...
—Ahórratelo.
Levanté una
mano y me dirigí en silencio al autobús alquilado, que ya
estaba rodeado
por los estudiantes que se arremolinaban a su alrededor,
la mayoría de
ellos con bolsas de compra y refrescos en las manos.
Lucas se sentó
junto a mí, como si todavía albergara la esperanza de
poder hablar
conmigo, pero me crucé de brazos y no despegué la mirada
de la
ventanilla. Vic se sentó de un bote en el asiento de delante y se
volvió hacia
nosotros.
—Eh, tíos, ¿qué
pasa? —nos saludó, antes de fijarse en nuestras caras
—. Vale, esto
tiene pinta de ser el momento perfecto para contar una de
mis largas y
liosas historias que no llevan a ninguna parte.
—Genial
—contestó Lucas, sin más.
Fiel a su
palabra, Vic empezó a hablar sin parar de tablas de surf, de
Panic! At The
Disco y de un sueño raro que tuvo una vez, y no paró hasta
que llegamos a
la escuela. Eso me ahorró tener que dirigirle la palabra a
Lucas, quien,
por otro lado, tampoco abrió la boca.
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