viernes, 4 de febrero de 2005

Capitulo 17


Lo hemos conseguido —dije, al derrumbarme en el asiento del autobús,
tan cansada que hasta las piernas me temblaban. Lucas negó con la cabeza.
—Todavía no.
El autobús se puso en marcha con una sacudida y enfiló la carretera
lentamente. Habíamos sido los últimos pasajeros en subir. Tres minutos
más y habríamos perdido la oportunidad de escapar.
—Sé que mis padres son rápidos, pero no creo que puedan atrapar un
autobús en la autopista.
Una mujer mayor, sentada unas cuantas filas por delante de nosotros,
se volvió para mirarnos con evidente curiosidad por saber de qué narices
estábamos hablando. Lucas le dedicó la más encantadora de sus sonrisas,
a la que ella respondió con otra, flanqueada por unos hoyuelos, antes de
volver a concentrarse en su novela. A continuación, Lucas me tomó de la
mano y me condujo hacia la parte de atrás del autobús, casi vacío, donde
pudiéramos hablar con total libertad sin peligro de que algún pasajero nos
oyera charlar sobre vampiros.
Lucas ocupó el asiento de la ventanilla. Creía que iba a estrecharme
entre sus brazos, pero permaneció tenso, mirando fijamente el cristal
enturbiado por el agua.
—No lo habremos conseguido hasta que crucemos el paso elevado, el
que está a casi cinco kilómetros del pueblo.
No sabía de qué estaba hablando. Estaba claro que Lucas había hecho
un reconocimiento táctico de la zona mucho más profundo que el mío.
—¿Qué crees que harían? ¿Plantarse en medio de la carretera para
parar el autobús?
—La señora Bethany no es tonta —contestó, sin apartar la vista de la
ventanilla. Las luces de la carretera que íbamos pasando proyectaban
sobre él una suave luz azulada, que se desvanecía al dejarlas atrás y
volvían a recluirnos entre las sombras—. Sí, puede que me hayan seguido
hasta el pueblo, pero también puede que hayan adivinado que iba a tomar
un autobús y, si es así, su expedición de caza estará esperándome en ese
paso a nivel. Irrumpirán en el autobús, me sacarán a la fuerza y que la poli
se las apañe luego para explicar lo sucedido a los pasajeros.
—¡Como van a hacer una cosa así!
—¿Para detener a un cazador de la Cruz Negra? Ya puedes apostarte lo
que quieras.
—Si estás con esa Cruz Negra, ¿por qué viniste a la Academia
Medianoche?
—Me enviaron para que me infiltrara en la escuela. Era mi misión y las
misiones de la Cruz Negra no se rechazan. O la cumples o mueres en el
intento.
La desanimada convicción con que Lucas lo dijo me preocupó tanto
como todo lo que había oído sobre los vampiros.
—¿Acabáis de descubrir el internado?
—La Cruz Negra conoce la existencia de Medianoche casi desde que se
fundó. Los lugares a los que acuden los vampiros...
—Perdona, acudimos.
—Da igual. Suelen ser los lugares donde los vampiros apenas atacan.
Nadie quiere montar escenas o que la gente de los alrededores sospeche,
por eso los vampiros siempre se controlan en esas zonas. No cazan y no
causan problemas. Si los vampiros se comportaran así siempre, la Cruz
Negra no tendría razón de ser.
—La mayoría de los vampiros no cazan —insistí.
El autobús dio una sacudida al encontrar un bache y todos nos
zarandeamos. Solté un grito ahogado empujada por el miedo. Lucas me
puso una mano en la rodilla para tranquilizarme, pero volvió a mirar por la
ventanilla de inmediato. Ya casi habíamos salido de Riverton y cada vez
quedaba menos para llegar al paso a nivel.
—¿Recuerdas lo que me has dicho en la tienda de antigüedades? —
murmuró—. Lo de que se lo digan a Erich. Iba a por Raquel.
¿Cómo podía hacérselo entender? Intenté encontrar un ejemplo que
sirviera.
—Te gustan las hamburguesas, ¿no?
—Deberíamos hablar seriamente de cuándo es el momento adecuado y
cuándo no para las charlas triviales. Durante la cena: bien. Cinco minutos
antes de una emboscada de vampiros: mal.
—Escúchame. ¿Te comerías una hamburguesa si hubiera la posibilidad
de que te diera un puñetazo?
—¿Cómo va a darme un puñetazo una hamburguesa?
—Imagínate que puede. —No era el momento para ponerse quismiquis
con las metáforas—. ¿Perderías el tiempo intentando hincarle el diente o
preferirías comer otra cosa?
Lucas lo pensó un par de segundos.
—Dejando a un lado el esfuerzo de imaginación que se necesita para
ver una hamburguesa al ataque, que ya te digo que es mucho, no, creo
que no me la comería.
—Por eso la mayoría de los vampiros no atacan a los humanos, porque
los humanos responden, gritan, vomitan, llaman a la policía por el móvil...
De un modo u otro, los humanos crean más problemas que otra cosa. Es
mucho más fácil comprar sangre en la carnicería o alimentarse de
animales pequeños. La mayoría de la gente escoge el camino fácil, Lucas.
Sé que crees que las personas solemos movernos por motivaciones
egoístas, por eso debería resultarte fácil entenderlo.
—Aséptico y lógico. Seguro que me lo estás contando tal como te lo
contaron tus padres, pero todavía no te he oído decir que matar a alguien
esté mal.
Me fastidió que hubiera adivinado que la explicación procedía de mis
padres y no de mí. Y me fastidió no contar con ninguna otra versión a
parte de la que ellos me habían ofrecido.
—Eso no hace falta decirlo.
—Pues muchos vampiros no opinan lo mismo. Lo que dices tiene
sentido, pero no es tan tranquilizador como crees. Uno de los dos se
equivoca acerca de cuántos vampiros matan, pero yo sé que muere
mucha gente. Lo he visto, ¿y tú?
—No, nunca. Mis padres... No son así. Ellos nunca le harían daño a
nadie.
—Que no lo hayas visto no significa que no haya ocurrido.
—¿Acaso lo has visto tú? —lo reté.
Se me cayó el alma a los pies al ver que asentía con la cabeza y fue
peor aún al oír lo que dijo a continuación.
—Mataron a mi padre.
—Oh, Dios.
Lucas clavó la mirada en la ventanilla con mayor intensidad que antes.
Teníamos que estar muy cerca del paso a nivel.
—Yo no estaba. Era muy pequeño, de hecho apenas me acuerdo de él.
Pero he visto vampiros atacando a gente y he visto los cuerpos que dejan
detrás. Bianca, es horrible, más de lo que creo que puedas llegar a
comprender, incluso de lo que puedas llegar a imaginar. Tus padres solo te
han enseñado la cara amable, pero también existe una que no lo es tanto.
—¿Y si eres tú el que solo ha visto la cara desagradable? ¿Y si eres tú el
que no entiende el verdadero equilibrio? —Tenía el estómago revuelto y
mis dedos se hundieron en el respaldo del asiento vacío que tenía delante.
¿Estábamos a punto de tener que luchar por nuestras vidas?—. Si mis
padres me han ocultado la verdad, quizá tu madre también haya hecho lo
mismo contigo.
—Mi madre no suele dulcificar las cosas. Créeme. —Lucas soltó un
suspiro—. Prepárate.
El autobús tomó una curva cerrada y los pasajeros se vieron
zarandeados de un lado al otro. Vi que se acercaban las luces del paso a
nivel a través de la cortina de lluvia y escudriñé en la oscuridad tratando
de adivinar siluetas o algo en movimiento, cualquier señal de que la
señora Bethany pudiera estar esperándonos.
Lucas inspiró hondo.
—Te quiero.
—Yo también te quiero.
Dos segundos más y el autobús pasó con estruendo bajo las barreras
del paso a nivel. No ocurrió nada. Al final, la señora Bethany había
conducido la expedición al pueblo.
—Lo hemos conseguido —susurré.
Me acogió en su pecho. Al tiempo que Lucas se relajaba sobre mi
hombro, me di cuenta de lo cansado que estaba y de la presión a la que
había estado sometido. Pasé los dedos por su cabello húmedo para
tranquilizarlo. Ya habría tiempo para discutir luego, para hablar de
Medianoche y de la Cruz Negra y de todo lo que nos separaba. Por el
momento, lo único que importaba era que estábamos a salvo.
No había estado en Boston desde que era muy pequeña, por lo que
recordaba muy vagamente qué era estar en una ciudad y no en el campo:
ruido y basura, asfalto y señales de tráfico en vez de tierra y árboles, y
luces por todas partes, tan potentes que conseguían ocultar las estrellas.
Aunque me preparé para el inevitable ataque de pánico que me veía venir,
ya era bastante tarde y estábamos rendidos cuando llegamos a nuestro
destino, una zona en las afueras de la ciudad y, por lo que se veía, una de
las más deprimidas. Sin embargo, no tenía miedo, solo estaba aturdida.
—Deberíamos pensar en lo que vamos a hacer esta noche. —Esas
fueron las primeras palabras que Lucas me dijo cuando bajamos del
autobús. Echamos a andar con las manos entrelazadas con fuerza,
intentando evitar a la gente, de aspecto furtivo. Llevaban ropa que les iba
demasiado grande, reían demasiado alto y miraban fijamente todos los
coches que doblaban la esquina—. Nadie vendrá a recogernos hasta
mañana por la mañana.
—¿A recogernos? ¿Quién va a venir a recogernos?
—Alguien de la Cruz Negra. Los llamé por teléfono cuando entré en la
tienda de antigüedades y les dejé el mensaje de que me dirigía hacia aquí.
Volveré a llamarles para decirles dónde pueden venir a recogernos cuando
lo sepamos.
—No me gustaría seguir dando muchas vueltas por este barrio.
Miré de soslayo una ventanilla rota de un coche.
—Bianca, piensa. —Se detuvo en seco y, por primera vez en toda la
noche, volví a reconocer al Lucas tenso de siempre—. ¿Quién crees que
debería tener miedo? ¿Ellos o nosotros?
«¿Por qué iba a tenerme miedo esta gente?» Y la respuesta acudió a mí
de repente, como si mi vida fuera un chiste y la respuesta el remate:
«Porque soy un vampiro».
Empecé a reírme tontamente y Lucas se contagió. Cuando perdí el
control y los ojos se me empezaron a llenar de lágrimas, me envolvió en
sus brazos y me estrechó con fuerza.
«Soy un vampiro. Todo el mundo me tiene miedo. A mí. ¿Y Lucas? Es la
única persona a la que temen los vampiros. Si toda esta gente de aspecto
amenazador lo supiera... Saldrían corriendo para ponerse a salvo.»
Cuando conseguí volver a respirar, me aparté un poco de Lucas e
intenté evaluar nuestra situación con calma, aunque me resultó difícil
pensar en algo que no fuera él y lo desamparados que estábamos. La luz
fluorescente de las farolas absorbía el brillo dorado del cabello de Lucas,
que solo parecía castaño, sin más. Tal vez el cansancio tuviera la culpa de
su palidez y de su aspecto demacrado, por lo que no quería saber qué
pinta tendría yo.
—Casi es medianoche. ¿Dónde vamos a dormir?
Se me encendieron las mejillas de inmediato al pensar en lo que había
dicho: sonaba a una invitación a pasar la noche juntos. Aunque, ¿acaso no
nos habíamos escapado? Tal vez para él fuera lo más normal del mundo
asumir que acabaríamos acostándonos. Y quizá también lo habría sido
para mí —además, no podía negar que en alguna ocasión había deseado
estar con él hasta tal punto que no podía dormir—, pero esa noche,
después de todo lo que había pasado, la perspectiva me hizo sentir
violenta y me puso nerviosa.
Lucas pareció darse cuenta de nuestra delicada situación al mismo
tiempo que yo.
—No llevo la tarjeta de crédito, creo que me la he olvidado con las
prisas, y nos hemos gastado todo el dinero que llevaba suelto.
—Lo único que yo traigo es una linterna. —Las señales demasiado
luminosas de algunas tiendas me hacían daño a los ojos—. Nos habría ido
mejor con un tirachinas y unas galletas.
La tormenta que se había abatido sobre Riverton no había llegado hasta
allí, así que no debíamos preocuparnos por mojarnos mientras seguíamos
dando vueltas intentando pensar qué íbamos a hacer.
Estábamos tan empapados, cansados y desorientados, que
disimulábamos muy mal cuando intentábamos comportarnos con
naturalidad, dejando atrás casas de empeño y licorerías. Pasar la noche
ovillados en bancos diferentes en un parque destartalado no era un
panorama demasiado alentador.
Para tranquilizarme, me llevé la mano al jersey, justo por debajo de la
clavícula, donde había prendido el broche aquella misma mañana, aunque
era como si hiciera mil años. El broche seguía allí; sentí el frío de los
bordes afilados de los pétalos azabache contra mis dedos.
En ese momento pasamos junto a una casa de empeños con tres
círculos dorados de neón sobre la puerta, y comprendí lo que debía hacer.
—Bianca, no —protestó Lucas cuando tiré de él para entrar en la sórdida
tiendecilla. Las estanterías estaban abarrotadas de trastos dejados al azar,
cosas de las que la gente había tenido que desprenderse, como abrigos de
piel de colores vistosos, gafas de sol de montura metálica y caros equipos
electrónicos que probablemente eran robados—. Podemos volver a la
estación de autobuses.
—No, no podemos. —Me desabroché el prendedor del jersey, intentando
no mirarlo. El mínimo atisbo de las perfectas flores negras haría que me
arrepintiera—. No se trata de estar cómodo o no, Lucas, se trata de estar a
salvo y de encontrar un sitio donde poder hablar y...
«Y despedirnos», pensé, aunque no pude decirlo.
Lucas lo meditó unos segundos antes de asentir con un gesto.
Seguramente parecíamos dos almas en pena cuando nos acercamos al
prestamista, pero al tendero no pareció importarle lo más mínimo, un
hombre enjuto con camisa de poliéster que apenas reparó en nosotros.
—¿Qué es esto? ¿Es de plástico o algo así?
—Es auténtico —me apresuré a contestar—. Es azabache de Whitby.
—No sé de qué Whitby me hablas. —El prestamista tamborileó los dedos
contra las hojas labradas—. Esto está bastante pasado de moda.
—Eso es porque es antiguo —dijo Lucas.
—Es lo que dicen todos —suspiró el prestamista—. Cien dólares. Lo
tomas o lo dejas.
—¡Cien dólares! ¡Pero si cuesta el doble! —protesté.
Además, valía mucho más que el dinero. Lo había llevado prácticamente
todos los días desde hacía meses como el símbolo material del amor que
sentía por Lucas. ¿Cómo podía mirarlo con tanta frialdad?
—La gente no viene aquí porque les dan los mejores intereses, guapita;
la gente viene aquí porque necesita pasta. ¿Quieres la pasta? Ya sabes la
oferta, si no, no me hagas perder el tiempo, ya sabes donde está la
puerta.
Lucas estaba decidido a recuperar el broche en vez de desprenderse de
él por una cantidad tan inferior a su precio real; lo sabía por la tensión de
la mandíbula. Empezaba a darme cuenta de que Lucas solía hacer lo que
más le seducía, aunque no fuera lo más acertado, y en nuestro caso
quedarnos con el broche no era lo más acertado.
—Pues cien dólares —dije con resolución, tendiéndole la mano abierta.
A cambio de nuestro sacrificio, recibimos cinco billetes de veinte y un
resguardo de papel con el que reclamar el broche más adelante, si por una
de esas cosas dábamos con una fortuna en un par de días.
—Conseguiré el dinero —prometió Lucas al salir y dirigirnos al único
motel que habíamos visto—. Lo recuperaré para ti.
—Cuando me regalaste el broche, me dijiste que eras rico. ¿Es verdad?
—Eh...
Enarqué una ceja.
—¿No mucho?
—Tengo acceso a los fondos de la Cruz Negra, y no están nada mal, pero
se supone que debo utilizarlo para abastecerme. Para cosas necesarias. —
Se encogió de hombros—. No joyas.
—Te metiste en líos por comprármelo.
Lucas se metió los puños en los bolsillos, de mal humor.
—Lo que vine a decirles es que trabajo para ellos, pero teniendo en
cuenta que no recibo un salario o una paga por peligrosidad, en lo que a
mí respecta, están en deuda conmigo. Y eso es lo que pienso decirles
exactamente cuando les explique que voy a recuperar el broche. Porque el
broche es tuyo, Bianca. Te pertenece y punto.
—Te creo —sujeté su cara entre mis manos—, pero eso no es lo más
importante, ¿de acuerdo? Lo más importante es que estamos a salvo y
que tenemos la oportunidad de resolver la situación.
—Sí. —Noté el calor que desprendía su cabello empapado y despeinado
entre mis dedos cuando se lo retiré hacia atrás. Lucas cerró los ojos—.
Busquemos un sitio donde pasar la noche.
Tuvimos que caminar un par de manzanas más antes de encontrar un
hotel barato. En la recepción, una estancia pequeña que olía a cerveza y
tabaco, Lucas pidió que le dieran una habitación con dos camas, lo que
hizo que la recepcionista nos mirara divertida desde detrás de la pantalla
antibalas. Intenté no pensar en el precioso broche que acababa de vender
para pagar una noche en una habitación pequeña con una par de camas
desvencijadas con colchas de lana azul oscuro y una única lamparita de
noche de porcelana con la que vernos. A pesar de que ni nos rozamos al
entrar a la habitación, de que ni siquiera nos dimos la mano, era muy
consciente de que estábamos solos en un dormitorio. Lucas encendió la
lamparita que había entre las camas, aunque eso no me relajó; al
contrario, me descubrí muy interesada en cómo se le pegaba al cuerpo la
camisa blanca empapada de agua. El algodón casi transparente perfilaba
los músculos de su espalda.
—¿Quieres desnudarte en el cuarto de baño? —preguntó Lucas, con
delicadeza—. Me meteré en la cama y apagaré la luz. Así no veré nada
cuando salgas.
Me eché a reír, aliviada y nerviosa al mismo tiempo.
—Ahora tienes algunos de nuestros poderes y hay quien puede ver en la
oscuridad.
—Yo, no. Lo juro —dijo, con una sonrisa torcida.
Entré en el diminuto cuarto de baño y me quité la ropa empapada de
agua, prenda por prenda. Al menos la camiseta y la ropa interior estaban
bastante secas. Me lavé la cara y me hice una trenza con el pelo húmedo
y encrespado. Oí hablar a Lucas al otro lado de la puerta, brevemente, y
luego que colgaba el teléfono. Estaba claro que acababa de dejar un
mensaje para informar a la Cruz Negra de dónde podía encontrarnos.
Me miré en el espejo. No es que antes no le hubiera prestado atención a
mi cuerpo, pero nunca me había mirado y me había preguntado cómo me
vería otra persona. Y Lucas iba a verme en cualquier momento. ¿Me
encontraría guapa? Descubrí que al menos yo me sentía así y que quería
que Lucas me viera. Me pasé las manos por el vientre y luego por las
caderas y los muslos, despertando a los sentidos de mi propio tacto. Y
mientras tanto, Lucas estaba al otro lado de la puerta. Desvistiéndose.
Esperándome.
El resquicio de luz que se colaba por debajo de la puerta del baño
desapareció. Respiré hondo, apagué la luz y salí del lavabo. El débil
resplandor de las luces de la ciudad, filtrado por la cortina, iluminaba
nuestra habitación. Escudriñando entre la oscuridad, vi a Lucas en la
penumbra. Había elegido la cama más alejada del baño y ya estaba bajo
las mantas, aunque con un brazo fuera.
Inspiré profundamente un par de veces y luego me acerqué a la cama
de Lucas. Él me miró, incrédulo, pero levantó la colcha para invitarme a
entrar.
—Solo para dormir —dije en un susurro.
El corazón me latía desbocado y el hilo de voz que había usado me sonó
extraño incluso a mí. Ardía por dentro, sentía calor hasta entre los dedos
de las manos y los pies.
—Solo para dormir —prometió él.
No estaba segura de si creer a ninguno de los dos.
Me metí en su cama y Lucas nos cubrió a ambos con la manta.
Descansé la cabeza sobre la almohada, a apenas unos centímetros de la
suya. La cama era tan pequeña que era inevitable que nos tocáramos; mis
piernas desnudas acariciaron las suyas, noté la tela tosca de sus
calzoncillos contra mis muslos, y mis pechos quedaban lo bastante cerca
para sentir el calor corporal que desprendía su torso desnudo.
Lucas no apartó la mirada de mí.
—Necesito saber que crees que estoy haciendo lo correcto.
Lo medité unos instantes.
—Creo que estás haciendo lo que crees que es correcto.
—Es más o menos lo mismo —dijo, cansado.
—Te quiero.
—Yo también te quiero.
En ese momento, deseé atraerlo hacia mí para perdernos el uno en el
otro y olvidar todo lo demás. Me daba igual si estábamos a salvo, si
volveríamos a vernos, incluso que hubiera sido mi primera vez. Sin
embargo, antes de que pudiera dar el siguiente paso, Lucas encerró mis
manos entre las suyas con la misma solemnidad de alguien a punto de
ponerse a rezar.
—No podemos dejarnos llevar —murmuró.
Le ardía la mirada, como si no hubiera nada en el mundo que deseara
más que dejarse llevar.
—¿Por qué no? —me atreví a decir, con voz temblorosa.
Sus manos se cerraron aún más sobre las mías y algo me sacudió por
dentro como toda respuesta. Sin embargo, Lucas no se acercó para
besarme.
—Porque no podemos —contestó, como si al tiempo que intentaba
convencerme a mí también intentara convencerse a él—. Ahora mismo,
ambos estamos demasiado cerca de convertirnos en vampiros. Si alguno
de los dos pierde el control... Si lo hacemos ambos... Sabes que podría
suceder, Bianca.
—¿Y eso sería tan malo?
—Sí, creo que sí. —Antes de enzarzarnos en una nueva discusión acerca
de lo que los vampiros eran y dejaban de ser, quiénes eran los malos y
quiénes los buenos, Lucas añadió—: Además, mañana vamos a reunimos
con un grupo de cazadores de vampiros; tal vez no sea el mejor momento
para transformarse en uno.
Vale, aquello tenía sentido, aunque eso no significaba que tuviera que
gustarme.
—Muy bien —murmuré—. Pero, Lucas...
—¿Qué?
—Algún día...
—Algún día —repitió Lucas con voz ronca.
Cerré los ojos y bajé la cabeza hasta que sus dedos tocaron mi mejilla.
Ahora ya podía dormir. Ya podía creer que todo iba a salir bien. Tal vez no
fuera más que otro sueño, pero estábamos en el lugar donde se nos
permitía soñar.
—¿Lucas?
Oí una voz de mujer como a través de la bruma. Al principio me
pregunté por qué Patrice estaría llamando a Lucas, pero luego comprendí
que no era Patrice la que hablaba.
Asustada, me incorporé en la cama. Los sucesos de la noche anterior
acudieron a mi memoria en un torrente, aturdiéndome mientras
parpadeaba ante la súbita luz que inundaba la habitación. En vez de
despertarme en mi dormitorio, estaba en la cama con Lucas, quien estaba
desperezándose y pasándome una mano por el pelo alborotado... y había
una mujer de unos cuarenta años plantada en la puerta de nuestra
habitación de motel, mirándonos fijamente.
Lucas tragó saliva y luego sonrió.
—Hola, mamá.

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