Lo hemos
conseguido —dije, al derrumbarme en el asiento del autobús,
tan cansada que
hasta las piernas me temblaban. Lucas negó con la cabeza.
—Todavía no.
El autobús se
puso en marcha con una sacudida y enfiló la carretera
lentamente.
Habíamos sido los últimos pasajeros en subir. Tres minutos
más y habríamos
perdido la oportunidad de escapar.
—Sé que mis
padres son rápidos, pero no creo que puedan atrapar un
autobús en la
autopista.
Una mujer
mayor, sentada unas cuantas filas por delante de nosotros,
se volvió para
mirarnos con evidente curiosidad por saber de qué narices
estábamos
hablando. Lucas le dedicó la más encantadora de sus sonrisas,
a la que ella respondió
con otra, flanqueada por unos hoyuelos, antes de
volver a
concentrarse en su novela. A continuación, Lucas me tomó de la
mano y me
condujo hacia la parte de atrás del autobús, casi vacío, donde
pudiéramos
hablar con total libertad sin peligro de que algún pasajero nos
oyera charlar
sobre vampiros.
Lucas ocupó el
asiento de la ventanilla. Creía que iba a estrecharme
entre sus
brazos, pero permaneció tenso, mirando fijamente el cristal
enturbiado por
el agua.
—No lo habremos
conseguido hasta que crucemos el paso elevado, el
que está a casi
cinco kilómetros del pueblo.
No sabía de qué
estaba hablando. Estaba claro que Lucas había hecho
un
reconocimiento táctico de la zona mucho más profundo que el mío.
—¿Qué crees que
harían? ¿Plantarse en medio de la carretera para
parar el
autobús?
—La señora
Bethany no es tonta —contestó, sin apartar la vista de la
ventanilla. Las
luces de la carretera que íbamos pasando proyectaban
sobre él una
suave luz azulada, que se desvanecía al dejarlas atrás y
volvían a recluirnos
entre las sombras—. Sí, puede que me hayan seguido
hasta el
pueblo, pero también puede que hayan adivinado que iba a tomar
un autobús y,
si es así, su expedición de caza estará esperándome en ese
paso a nivel.
Irrumpirán en el autobús, me sacarán a la fuerza y que la poli
se las apañe
luego para explicar lo sucedido a los pasajeros.
—¡Como van a
hacer una cosa así!
—¿Para detener
a un cazador de la Cruz
Negra? Ya puedes apostarte lo
que quieras.
—Si estás con
esa Cruz Negra, ¿por qué viniste a la Academia
Medianoche?
—Me enviaron
para que me infiltrara en la escuela. Era mi misión y las
misiones de la Cruz Negra no se
rechazan. O la cumples o mueres en el
intento.
La desanimada
convicción con que Lucas lo dijo me preocupó tanto
como todo lo
que había oído sobre los vampiros.
—¿Acabáis de
descubrir el internado?
—La Cruz Negra conoce la
existencia de Medianoche casi desde que se
fundó. Los
lugares a los que acuden los vampiros...
—Perdona,
acudimos.
—Da igual.
Suelen ser los lugares donde los vampiros apenas atacan.
Nadie quiere
montar escenas o que la gente de los alrededores sospeche,
por eso los
vampiros siempre se controlan en esas zonas. No cazan y no
causan
problemas. Si los vampiros se comportaran así siempre, la Cruz
Negra no
tendría razón de ser.
—La mayoría de
los vampiros no cazan —insistí.
El autobús dio
una sacudida al encontrar un bache y todos nos
zarandeamos.
Solté un grito ahogado empujada por el miedo. Lucas me
puso una mano
en la rodilla para tranquilizarme, pero volvió a mirar por la
ventanilla de
inmediato. Ya casi habíamos salido de Riverton y cada vez
quedaba menos
para llegar al paso a nivel.
—¿Recuerdas lo
que me has dicho en la tienda de antigüedades? —
murmuró—. Lo de
que se lo digan a Erich. Iba a por Raquel.
¿Cómo podía
hacérselo entender? Intenté encontrar un ejemplo que
sirviera.
—Te gustan las
hamburguesas, ¿no?
—Deberíamos
hablar seriamente de cuándo es el momento adecuado y
cuándo no para
las charlas triviales. Durante la cena: bien. Cinco minutos
antes de una
emboscada de vampiros: mal.
—Escúchame. ¿Te
comerías una hamburguesa si hubiera la posibilidad
de que te diera
un puñetazo?
—¿Cómo va a
darme un puñetazo una hamburguesa?
—Imagínate que
puede. —No era el momento para ponerse quismiquis
con las
metáforas—. ¿Perderías el tiempo intentando hincarle el diente o
preferirías
comer otra cosa?
Lucas lo pensó
un par de segundos.
—Dejando a un
lado el esfuerzo de imaginación que se necesita para
ver una
hamburguesa al ataque, que ya te digo que es mucho, no, creo
que no me la
comería.
—Por eso la
mayoría de los vampiros no atacan a los humanos, porque
los humanos
responden, gritan, vomitan, llaman a la policía por el móvil...
De un modo u
otro, los humanos crean más problemas que otra cosa. Es
mucho más fácil
comprar sangre en la carnicería o alimentarse de
animales
pequeños. La mayoría de la gente escoge el camino fácil, Lucas.
Sé que crees
que las personas solemos movernos por motivaciones
egoístas, por
eso debería resultarte fácil entenderlo.
—Aséptico y
lógico. Seguro que me lo estás contando tal como te lo
contaron tus
padres, pero todavía no te he oído decir que matar a alguien
esté mal.
Me fastidió que
hubiera adivinado que la explicación procedía de mis
padres y no de
mí. Y me fastidió no contar con ninguna otra versión a
parte de la que
ellos me habían ofrecido.
—Eso no hace
falta decirlo.
—Pues muchos
vampiros no opinan lo mismo. Lo que dices tiene
sentido, pero
no es tan tranquilizador como crees. Uno de los dos se
equivoca acerca
de cuántos vampiros matan, pero yo sé que muere
mucha gente. Lo
he visto, ¿y tú?
—No, nunca. Mis
padres... No son así. Ellos nunca le harían daño a
nadie.
—Que no lo
hayas visto no significa que no haya ocurrido.
—¿Acaso lo has
visto tú? —lo reté.
Se me cayó el
alma a los pies al ver que asentía con la cabeza y fue
peor aún al oír
lo que dijo a continuación.
—Mataron a mi
padre.
—Oh, Dios.
Lucas clavó la
mirada en la ventanilla con mayor intensidad que antes.
Teníamos que
estar muy cerca del paso a nivel.
—Yo no estaba.
Era muy pequeño, de hecho apenas me acuerdo de él.
Pero he visto
vampiros atacando a gente y he visto los cuerpos que dejan
detrás. Bianca,
es horrible, más de lo que creo que puedas llegar a
comprender,
incluso de lo que puedas llegar a imaginar. Tus padres solo te
han enseñado la
cara amable, pero también existe una que no lo es tanto.
—¿Y si eres tú
el que solo ha visto la cara desagradable? ¿Y si eres tú el
que no entiende
el verdadero equilibrio? —Tenía el estómago revuelto y
mis dedos se
hundieron en el respaldo del asiento vacío que tenía delante.
¿Estábamos a
punto de tener que luchar por nuestras vidas?—. Si mis
padres me han
ocultado la verdad, quizá tu madre también haya hecho lo
mismo contigo.
—Mi madre no
suele dulcificar las cosas. Créeme. —Lucas soltó un
suspiro—.
Prepárate.
El autobús tomó
una curva cerrada y los pasajeros se vieron
zarandeados de
un lado al otro. Vi que se acercaban las luces del paso a
nivel a través
de la cortina de lluvia y escudriñé en la oscuridad tratando
de adivinar
siluetas o algo en movimiento, cualquier señal de que la
señora Bethany
pudiera estar esperándonos.
Lucas inspiró
hondo.
—Te quiero.
—Yo también te
quiero.
Dos segundos
más y el autobús pasó con estruendo bajo las barreras
del paso a
nivel. No ocurrió nada. Al final, la señora Bethany había
conducido la
expedición al pueblo.
—Lo hemos
conseguido —susurré.
Me acogió en su
pecho. Al tiempo que Lucas se relajaba sobre mi
hombro, me di
cuenta de lo cansado que estaba y de la presión a la que
había estado
sometido. Pasé los dedos por su cabello húmedo para
tranquilizarlo.
Ya habría tiempo para discutir luego, para hablar de
Medianoche y de
la Cruz Negra
y de todo lo que nos separaba. Por el
momento, lo único
que importaba era que estábamos a salvo.
No había estado
en Boston desde que era muy pequeña, por lo que
recordaba muy
vagamente qué era estar en una ciudad y no en el campo:
ruido y basura,
asfalto y señales de tráfico en vez de tierra y árboles, y
luces por todas
partes, tan potentes que conseguían ocultar las estrellas.
Aunque me
preparé para el inevitable ataque de pánico que me veía venir,
ya era bastante
tarde y estábamos rendidos cuando llegamos a nuestro
destino, una
zona en las afueras de la ciudad y, por lo que se veía, una de
las más
deprimidas. Sin embargo, no tenía miedo, solo estaba aturdida.
—Deberíamos
pensar en lo que vamos a hacer esta noche. —Esas
fueron las
primeras palabras que Lucas me dijo cuando bajamos del
autobús.
Echamos a andar con las manos entrelazadas con fuerza,
intentando
evitar a la gente, de aspecto furtivo. Llevaban ropa que les iba
demasiado
grande, reían demasiado alto y miraban fijamente todos los
coches que
doblaban la esquina—. Nadie vendrá a recogernos hasta
mañana por la
mañana.
—¿A recogernos?
¿Quién va a venir a recogernos?
—Alguien de la Cruz Negra. Los llamé
por teléfono cuando entré en la
tienda de
antigüedades y les dejé el mensaje de que me dirigía hacia aquí.
Volveré a
llamarles para decirles dónde pueden venir a recogernos cuando
lo sepamos.
—No me gustaría
seguir dando muchas vueltas por este barrio.
Miré de soslayo
una ventanilla rota de un coche.
—Bianca,
piensa. —Se detuvo en seco y, por primera vez en toda la
noche, volví a
reconocer al Lucas tenso de siempre—. ¿Quién crees que
debería tener
miedo? ¿Ellos o nosotros?
«¿Por qué iba a
tenerme miedo esta gente?» Y la respuesta acudió a mí
de repente,
como si mi vida fuera un chiste y la respuesta el remate:
«Porque soy un
vampiro».
Empecé a reírme
tontamente y Lucas se contagió. Cuando perdí el
control y los
ojos se me empezaron a llenar de lágrimas, me envolvió en
sus brazos y me
estrechó con fuerza.
«Soy un
vampiro. Todo el mundo me tiene miedo. A mí. ¿Y Lucas? Es la
única persona a
la que temen los vampiros. Si toda esta gente de aspecto
amenazador lo
supiera... Saldrían corriendo para ponerse a salvo.»
Cuando conseguí
volver a respirar, me aparté un poco de Lucas e
intenté evaluar
nuestra situación con calma, aunque me resultó difícil
pensar en algo
que no fuera él y lo desamparados que estábamos. La luz
fluorescente de
las farolas absorbía el brillo dorado del cabello de Lucas,
que solo
parecía castaño, sin más. Tal vez el cansancio tuviera la culpa de
su palidez y de
su aspecto demacrado, por lo que no quería saber qué
pinta tendría
yo.
—Casi es
medianoche. ¿Dónde vamos a dormir?
Se me
encendieron las mejillas de inmediato al pensar en lo que había
dicho: sonaba a
una invitación a pasar la noche juntos. Aunque, ¿acaso no
nos habíamos
escapado? Tal vez para él fuera lo más normal del mundo
asumir que
acabaríamos acostándonos. Y quizá también lo habría sido
para mí
—además, no podía negar que en alguna ocasión había deseado
estar con él
hasta tal punto que no podía dormir—, pero esa noche,
después de todo
lo que había pasado, la perspectiva me hizo sentir
violenta y me
puso nerviosa.
Lucas pareció
darse cuenta de nuestra delicada situación al mismo
tiempo que yo.
—No llevo la
tarjeta de crédito, creo que me la he olvidado con las
prisas, y nos
hemos gastado todo el dinero que llevaba suelto.
—Lo único que
yo traigo es una linterna. —Las señales demasiado
luminosas de
algunas tiendas me hacían daño a los ojos—. Nos habría ido
mejor con un
tirachinas y unas galletas.
La tormenta que
se había abatido sobre Riverton no había llegado hasta
allí, así que
no debíamos preocuparnos por mojarnos mientras seguíamos
dando vueltas
intentando pensar qué íbamos a hacer.
Estábamos tan
empapados, cansados y desorientados, que
disimulábamos
muy mal cuando intentábamos comportarnos con
naturalidad,
dejando atrás casas de empeño y licorerías. Pasar la noche
ovillados en
bancos diferentes en un parque destartalado no era un
panorama
demasiado alentador.
Para
tranquilizarme, me llevé la mano al jersey, justo por debajo de la
clavícula,
donde había prendido el broche aquella misma mañana, aunque
era como si
hiciera mil años. El broche seguía allí; sentí el frío de los
bordes afilados
de los pétalos azabache contra mis dedos.
En ese momento
pasamos junto a una casa de empeños con tres
círculos
dorados de neón sobre la puerta, y comprendí lo que debía hacer.
—Bianca, no
—protestó Lucas cuando tiré de él para entrar en la sórdida
tiendecilla.
Las estanterías estaban abarrotadas de trastos dejados al azar,
cosas de las
que la gente había tenido que desprenderse, como abrigos de
piel de colores
vistosos, gafas de sol de montura metálica y caros equipos
electrónicos
que probablemente eran robados—. Podemos volver a la
estación de autobuses.
—No, no
podemos. —Me desabroché el prendedor del jersey, intentando
no mirarlo. El
mínimo atisbo de las perfectas flores negras haría que me
arrepintiera—.
No se trata de estar cómodo o no, Lucas, se trata de estar a
salvo y de
encontrar un sitio donde poder hablar y...
«Y
despedirnos», pensé, aunque no pude decirlo.
Lucas lo meditó
unos segundos antes de asentir con un gesto.
Seguramente
parecíamos dos almas en pena cuando nos acercamos al
prestamista,
pero al tendero no pareció importarle lo más mínimo, un
hombre enjuto
con camisa de poliéster que apenas reparó en nosotros.
—¿Qué es esto?
¿Es de plástico o algo así?
—Es auténtico
—me apresuré a contestar—. Es azabache de Whitby.
—No sé de qué
Whitby me hablas. —El prestamista tamborileó los dedos
contra las
hojas labradas—. Esto está bastante pasado de moda.
—Eso es porque
es antiguo —dijo Lucas.
—Es lo que
dicen todos —suspiró el prestamista—. Cien dólares. Lo
tomas o lo
dejas.
—¡Cien dólares!
¡Pero si cuesta el doble! —protesté.
Además, valía
mucho más que el dinero. Lo había llevado prácticamente
todos los días
desde hacía meses como el símbolo material del amor que
sentía por
Lucas. ¿Cómo podía mirarlo con tanta frialdad?
—La gente no
viene aquí porque les dan los mejores intereses, guapita;
la gente viene
aquí porque necesita pasta. ¿Quieres la pasta? Ya sabes la
oferta, si no,
no me hagas perder el tiempo, ya sabes donde está la
puerta.
Lucas estaba
decidido a recuperar el broche en vez de desprenderse de
él por una
cantidad tan inferior a su precio real; lo sabía por la tensión de
la mandíbula.
Empezaba a darme cuenta de que Lucas solía hacer lo que
más le seducía,
aunque no fuera lo más acertado, y en nuestro caso
quedarnos con
el broche no era lo más acertado.
—Pues cien
dólares —dije con resolución, tendiéndole la mano abierta.
A cambio de
nuestro sacrificio, recibimos cinco billetes de veinte y un
resguardo de
papel con el que reclamar el broche más adelante, si por una
de esas cosas
dábamos con una fortuna en un par de días.
—Conseguiré el
dinero —prometió Lucas al salir y dirigirnos al único
motel que
habíamos visto—. Lo recuperaré para ti.
—Cuando me
regalaste el broche, me dijiste que eras rico. ¿Es verdad?
—Eh...
Enarqué una
ceja.
—¿No mucho?
—Tengo acceso a
los fondos de la Cruz Negra,
y no están nada mal, pero
se supone que
debo utilizarlo para abastecerme. Para cosas necesarias. —
Se encogió de
hombros—. No joyas.
—Te metiste en
líos por comprármelo.
Lucas se metió
los puños en los bolsillos, de mal humor.
—Lo que vine a
decirles es que trabajo para ellos, pero teniendo en
cuenta que no
recibo un salario o una paga por peligrosidad, en lo que a
mí respecta,
están en deuda conmigo. Y eso es lo que pienso decirles
exactamente
cuando les explique que voy a recuperar el broche. Porque el
broche es tuyo,
Bianca. Te pertenece y punto.
—Te creo
—sujeté su cara entre mis manos—, pero eso no es lo más
importante, ¿de
acuerdo? Lo más importante es que estamos a salvo y
que tenemos la
oportunidad de resolver la situación.
—Sí. —Noté el
calor que desprendía su cabello empapado y despeinado
entre mis dedos
cuando se lo retiré hacia atrás. Lucas cerró los ojos—.
Busquemos un
sitio donde pasar la noche.
Tuvimos que
caminar un par de manzanas más antes de encontrar un
hotel barato.
En la recepción, una estancia pequeña que olía a cerveza y
tabaco, Lucas
pidió que le dieran una habitación con dos camas, lo que
hizo que la
recepcionista nos mirara divertida desde detrás de la pantalla
antibalas.
Intenté no pensar en el precioso broche que acababa de vender
para pagar una
noche en una habitación pequeña con una par de camas
desvencijadas
con colchas de lana azul oscuro y una única lamparita de
noche de
porcelana con la que vernos. A pesar de que ni nos rozamos al
entrar a la
habitación, de que ni siquiera nos dimos la mano, era muy
consciente de
que estábamos solos en un dormitorio. Lucas encendió la
lamparita que
había entre las camas, aunque eso no me relajó; al
contrario, me
descubrí muy interesada en cómo se le pegaba al cuerpo la
camisa blanca
empapada de agua. El algodón casi transparente perfilaba
los músculos de
su espalda.
—¿Quieres
desnudarte en el cuarto de baño? —preguntó Lucas, con
delicadeza—. Me
meteré en la cama y apagaré la luz. Así no veré nada
cuando salgas.
Me eché a reír,
aliviada y nerviosa al mismo tiempo.
—Ahora tienes
algunos de nuestros poderes y hay quien puede ver en la
oscuridad.
—Yo, no. Lo
juro —dijo, con una sonrisa torcida.
Entré en el
diminuto cuarto de baño y me quité la ropa empapada de
agua, prenda
por prenda. Al menos la camiseta y la ropa interior estaban
bastante secas.
Me lavé la cara y me hice una trenza con el pelo húmedo
y encrespado.
Oí hablar a Lucas al otro lado de la puerta, brevemente, y
luego que
colgaba el teléfono. Estaba claro que acababa de dejar un
mensaje para
informar a la Cruz Negra
de dónde podía encontrarnos.
Me miré en el
espejo. No es que antes no le hubiera prestado atención a
mi cuerpo, pero
nunca me había mirado y me había preguntado cómo me
vería otra
persona. Y Lucas iba a verme en cualquier momento. ¿Me
encontraría
guapa? Descubrí que al menos yo me sentía así y que quería
que Lucas me
viera. Me pasé las manos por el vientre y luego por las
caderas y los
muslos, despertando a los sentidos de mi propio tacto. Y
mientras tanto,
Lucas estaba al otro lado de la puerta. Desvistiéndose.
Esperándome.
El resquicio de
luz que se colaba por debajo de la puerta del baño
desapareció.
Respiré hondo, apagué la luz y salí del lavabo. El débil
resplandor de
las luces de la ciudad, filtrado por la cortina, iluminaba
nuestra
habitación. Escudriñando entre la oscuridad, vi a Lucas en la
penumbra. Había
elegido la cama más alejada del baño y ya estaba bajo
las mantas,
aunque con un brazo fuera.
Inspiré
profundamente un par de veces y luego me acerqué a la cama
de Lucas. Él me
miró, incrédulo, pero levantó la colcha para invitarme a
entrar.
—Solo para
dormir —dije en un susurro.
El corazón me
latía desbocado y el hilo de voz que había usado me sonó
extraño incluso
a mí. Ardía por dentro, sentía calor hasta entre los dedos
de las manos y
los pies.
—Solo para
dormir —prometió él.
No estaba
segura de si creer a ninguno de los dos.
Me metí en su
cama y Lucas nos cubrió a ambos con la manta.
Descansé la
cabeza sobre la almohada, a apenas unos centímetros de la
suya. La cama
era tan pequeña que era inevitable que nos tocáramos; mis
piernas
desnudas acariciaron las suyas, noté la tela tosca de sus
calzoncillos
contra mis muslos, y mis pechos quedaban lo bastante cerca
para sentir el
calor corporal que desprendía su torso desnudo.
Lucas no apartó
la mirada de mí.
—Necesito saber
que crees que estoy haciendo lo correcto.
Lo medité unos
instantes.
—Creo que estás
haciendo lo que crees que es correcto.
—Es más o menos
lo mismo —dijo, cansado.
—Te quiero.
—Yo también te
quiero.
En ese momento,
deseé atraerlo hacia mí para perdernos el uno en el
otro y olvidar
todo lo demás. Me daba igual si estábamos a salvo, si
volveríamos a
vernos, incluso que hubiera sido mi primera vez. Sin
embargo, antes
de que pudiera dar el siguiente paso, Lucas encerró mis
manos entre las
suyas con la misma solemnidad de alguien a punto de
ponerse a
rezar.
—No podemos
dejarnos llevar —murmuró.
Le ardía la
mirada, como si no hubiera nada en el mundo que deseara
más que dejarse
llevar.
—¿Por qué no?
—me atreví a decir, con voz temblorosa.
Sus manos se
cerraron aún más sobre las mías y algo me sacudió por
dentro como
toda respuesta. Sin embargo, Lucas no se acercó para
besarme.
—Porque no
podemos —contestó, como si al tiempo que intentaba
convencerme a
mí también intentara convencerse a él—. Ahora mismo,
ambos estamos
demasiado cerca de convertirnos en vampiros. Si alguno
de los dos
pierde el control... Si lo hacemos ambos... Sabes que podría
suceder,
Bianca.
—¿Y eso sería
tan malo?
—Sí, creo que
sí. —Antes de enzarzarnos en una nueva discusión acerca
de lo que los
vampiros eran y dejaban de ser, quiénes eran los malos y
quiénes los
buenos, Lucas añadió—: Además, mañana vamos a reunimos
con un grupo de
cazadores de vampiros; tal vez no sea el mejor momento
para
transformarse en uno.
Vale, aquello
tenía sentido, aunque eso no significaba que tuviera que
gustarme.
—Muy bien
—murmuré—. Pero, Lucas...
—¿Qué?
—Algún día...
—Algún día —repitió
Lucas con voz ronca.
Cerré los ojos
y bajé la cabeza hasta que sus dedos tocaron mi mejilla.
Ahora ya podía
dormir. Ya podía creer que todo iba a salir bien. Tal vez no
fuera más que
otro sueño, pero estábamos en el lugar donde se nos
permitía soñar.
—¿Lucas?
Oí una voz de
mujer como a través de la bruma. Al principio me
pregunté por
qué Patrice estaría llamando a Lucas, pero luego comprendí
que no era
Patrice la que hablaba.
Asustada, me
incorporé en la cama. Los sucesos de la noche anterior
acudieron a mi
memoria en un torrente, aturdiéndome mientras
parpadeaba ante
la súbita luz que inundaba la habitación. En vez de
despertarme en
mi dormitorio, estaba en la cama con Lucas, quien estaba
desperezándose
y pasándome una mano por el pelo alborotado... y había
una mujer de
unos cuarenta años plantada en la puerta de nuestra
habitación de
motel, mirándonos fijamente.
Lucas tragó
saliva y luego sonrió.
—Hola, mamá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario