El
tiempo pasa incluso aunque parezca imposible, incluso a pesar de que cada
movimiento de la manecilla del reloj duela como el latido de la sangre al
palpitar detrás de un cardenal. El tiempo transcurre de forma desigual, con
saltos extraños y treguas insoportables, pero pasar, pasa. Incluso para mí.
Charlie
pegó un puñetazo en la mesa.
—¡Ya
vale, Bella! Te voy a enviar a casa.
Levanté
la vista del bol de cereales —encima del cual cavilaba más que comía— y
contemplé horrorizada a Charlie. No había atendido a la conversación, más bien,
ni siquiera era consciente de que estuviéramos teniendo una, y no estaba muy
segura de lo que me decía.
—Ya
estoy en casa —murmuré, confusa.
—Voy a
enviarte con Renée, a Jacksonville —aclaró él.
Charlie
me miró, exasperado, mientras yo intentaba comprender el sentido de sus
palabras, con lentitud.
—¿Qué
quieres que haga? —vi cómo se crispaba su rostro.
Me
sentí fatal. Mi comportamiento había sido irreprochable durante los últimos
cuatro meses. Después de aquella primera semana, que ninguno de los dos mencionaba
jamás, no había faltado un solo día a la escuela ni al trabajo. Mis notas eran
magníficas. Nunca había roto el toque de queda, aunque no había ningún toque de
queda que romper si se tenía en cuenta que no salía a ninguna parte y eran
raras las ocasiones en que trabajaba en la tienda fuera de mi horario.
Charlie
me contempló con cara de pocos amigos.
—Es que
no haces nada. Ése es el problema. Que nunca haces nada.
—¿Acaso
quieres que me meta en problemas? —le pregunté al tiempo que alzaba las cejas con
perplejidad. Hice un esfuerzo para prestar atención, pero no era fácil. Estaba
tan acostumbrada a mantenerme aparte de todo que mis oídos se aturullaban.
—¡Tener
problemas sería mejor que... que este arrastrarse de un lado para otro todo el
tiempo!
El comentario
me dolió un poco. Me había esforzado en evitar cualquier manifestación de
taciturnidad, y eso incluía lo de no arrastrarse.
—No me
arrastro.
—Palabra
equivocada —concedió de mala gana—. Arrastrarse sería mucho mejor, porque ya
sería hacer algo... Es sólo que estás... sin vida, Bella. Quizá ésa sea la
expresión adecuada.
Esta
vez la acusación dio en el blanco. Suspiré e intenté imprimir una cierta
animación a mi respuesta.
—Lo
siento, papá —mi disculpa sonó algo inexpresiva, incluso para mí. Pensaba que
estaba consiguiendo engañarle. El único motivo de aquel intento era evitar que
Charlie sufriera. Era deprimente descubrir que el esfuerzo había sido en vano.
—No
quiero que te disculpes.
Suspiré.
—Entonces,
dime qué quieres que haga.
—Bella,
cariño... —vaciló antes de seguir hablando mientras evaluaba mi reacción ante
sus próximas palabras—. No eres la única persona que ha pasado por esto, ya
sabes.
—Lo sé
—la mueca que acompañó mi respuesta fue desganada e inexpresiva.
—Escucha,
cielo. Creo que... que quizás necesites algún tipo de ayuda.
—¿Ayuda?
Hizo
una pausa para volver a elegir las palabras adecuadas.
—Cuando
tu madre se fue —comenzó al tiempo que torcía el gesto— y te llevó con ella...
Bueno, realmente fue una mala época para mí —respiró hondo.
—Lo sé,
papá —musité.
—Sin
embargo, me sobrepuse —señaló—. Cariño, tú no lo estás haciendo. He esperado
pensando que mejorarías con el tiempo —me miró fijamente y luego bajó los ojos
con rapidez—. Pero creo que los dos sabemos que esto no está yendo a mejor.
—Estoy
bien.
Me
ignoró.
—Quizás...
Bueno, tal vez si hablaras del tema con alguien..., con un profesional...
—¿Quieres
que me vea un loquero? —mi voz se iba volviendo más aguda conforme veía hacia
dónde quería ir.
—Podría
ayudar.
—Y
también podría no servir para nada.
No
sabía mucho sobre psicoanálisis, pero estaba bastante segura de que no
funcionaba a menos que el paciente fuera relativamente sincero, y estaba segura
de que me iba a pasar el resto de la vida en una celda acolchada si contaba la
verdad.
Examinó
mi expresión obstinada y eligió otra línea de ataque.
—No
está en mis manos, Bella. Quizás tu madre...
—Mira
—le dije con voz inexpresiva—. Saldré esta noche si quieres. Llamaré a Jess o a
Angela.
—Eso no
es lo que yo quiero —protestó, frustrado—. No creo que pueda soportar ver cómo
intentas esforzarte aún más. No he visto a nadie intentarlo tanto. Duele verlo.
Fingí
no haberle entendido y clavé la vista en la mesa.
—No te
entiendo, papá. Primero te enfadas porque no hago nada y luego me dices que no
quieres que salga.
—Quiero
que seas feliz. No, ni siquiera eso. Sólo quiero que no te sientas tan
desgraciada, y creo que te resultará más fácil lejos de Forks.
Mis
ojos llamearon con la primera pequeña chispa de sentimiento que él había
contemplado en mucho tiempo.
—No
pienso irme —dije.
—¿Por
qué no? —inquirió.
—Es mi
último semestre en la escuela, lo fastidiaría todo.
—Eres
una buena estudiante, lo resolverás de alguna manera.
—No
quiero agobiar a mamá y a Phil.
—Tu
madre se muere por tenerte de vuelta.
—En
Florida hace demasiado calor.
Volvió
a golpear la mesa con el puño.
—Los
dos sabemos lo que está pasando aquí, Bella, y no es bueno para ti —tomó una
gran bocanada de aire—. Han pasado meses. No ha habido llamadas ni cartas ni
ningún tipo de contacto. No puedes seguir esperándole.
Le
fulminé con la mirada. El arrebol estuvo a punto de llegar hasta mi rostro,
pero sólo a punto. Había pasado mucho tiempo desde que había enrojecido a
consecuencia de alguna emoción.
Ese
asunto estaba terminantemente prohibido, como él sabía muy bien.
—No
estoy esperando nada ni a nadie —musité con un tono monocorde.
—Bella...
—comenzó Charlie con voz sorda.
—Tengo
que ir al instituto —le atajé. Me incorporé, retiré mi desayuno intacto de la
mesa y metí el bol en el fregadero sin detenerme a lavarlo. No podía soportar
más aquella conversación.
—Haré
planes con Jessica —dije sin volverme para evitar su mirada mientras me ponía
el bolso en bandolera—. Quizás no vuelva para cenar. Me gustaría ir a Port
Angeles a ver una película.
Salí
por la puerta principal antes de que tuviera tiempo para reaccionar.
Impelida
por la urgencia de huir de Charlie, acabé llegando al instituto la primera de
todos. Eso tenía una parte buena, podía conseguir la mejor plaza de
aparcamiento, y otra mala, disponía de tiempo libre en abundancia, y yo
intentaba no tener tiempo libre a toda costa.
Rápidamente,
antes de que pudiera empezar a pensar en las acusaciones de Charlie, saqué el
libro de Cálculo. Lo hojeé hasta la parte que íbamos a empezar ese día e
intenté comprender el sentido de lo que leía. Leer matemáticas es todavía peor
que escucharlas en clase, pero había conseguido mejorar en esto. En los últimos
meses, había necesitado dedicar a la asignatura diez veces más tiempo de lo que
era habitual en mí. Como resultado, había conseguido mantenerme en el nivel de
un sobresaliente raspado. Sabía que el señor Varner consideraba que mi mejoría
se debía a sus superiores métodos de enseñanza. Si esto le hacía sentirse
feliz, no iba a reventarle la burbuja.
Me
esforcé al máximo hasta que se llenó el aparcamiento, y al final tuve que
apresurarme con los deberes de Lengua y Literatura. Estábamos leyendo Rebelión
en la granja. No me importaba analizar el tema del comunismo, era bastante
fácil y un cambio bienvenido después de las agotadoras novelas románticas que
habían formado parte del plan de estudios. Me acomodé en mi asiento, satisfecha
por esta agradable novedad en las lecturas del señor Berty.
El
tiempo pasó demasiado rápido hasta que llegó la hora de entrar en clase. El
timbre sonó y empecé a recoger, una a una, las cosas en mi bolso.
—¿Bella?
Reconocí
la voz de Mike y adiviné sus palabras antes de que las pronunciara:
—¿Trabajas
mañana?
Levanté
la mirada. Se había inclinado sobre el pasillo que separaba los pupitres con
expresión ansiosa. Me preguntaba lo mismo todos los viernes sin tener en
consideración que no había faltado ni un solo día. Bueno, con una excepción,
hacía algunos meses, pero no tenía motivos para mostrarse tan preocupado. Era
una empleada modelo.
—Mañana
es sábado, ¿no? —repuse. Tal como Charlie me acababa de señalar, me di cuenta
de que mi voz sonaba realmente apagada, sin vida.
—Sí,
así es —asintió—. Te veré en Español.
Se
despidió con la mano antes de darme la espalda. No volvería a molestarme otra
vez acompañándome a clase.
Recorrí
cansinamente y con gesto sombrío el camino que me llevaba al aula de
Matemáticas. Ésa era la clase en la que me sentaba al lado de Jessica.
Habían
pasado semanas, quizá meses, desde que Jess había dejado de saludarme cuando
nos encontrábamos en el pasillo. Sabía que la había ofendido con mi
comportamiento antisocial, y estaba enfurruñada conmigo. No iba a ser fácil
hablar con ella ahora, sobre todo para pedirle que me hiciera un favor. Sopesé
cuidadosamente mis opciones mientras holgazaneaba delante de la puerta,
pensando en dejarlo para otro día.
Sin
embargo, no quería enfrentarme de nuevo con Charlie sin poder contarle que
había emprendido algún tipo de contacto social. Sabía que no podría mentirle,
aunque resultaba muy tentadora la posibilidad de conducir sola hasta Port
Angeles, ida y vuelta, asegurándome de que el cuentakilómetros reflejara los
kilómetros exactos por si lo comprobaba. Pero la madre de Jessica era la
cotilla más grande del pueblo y teniendo en cuenta que Charlie iría al
establecimiento de la señora Stanley antes o después, no podía arriesgarme a
que mencionara el viaje en ese momento. La mentira era un lujo que no podía
permitirme.
Suspiré
antes de abrir la puerta de un empujón.
El
señor Varner me miró con mala cara, ya que había empezado la clase. Me apresuré
a sentarme en mi pupitre. Jessica no levantó la vista cuando me senté a su lado
y yo estaba contenta de contar con al menos cincuenta y cinco minutos para
prepararme mentalmente.
La clase
se me pasó aún más deprisa que la de Lengua y Literatura. Buena parte de esa
sensación se debió a que esa mañana había realizado en el coche una preparación
modélica de la clase, aunque en su mayor parte tenía que ver con el hecho de
que el tiempo siempre se me pasaba rapidísimo cuando me aguardaba algo
desagradable.
Hice
una mueca cuando el señor Varner finalizó la clase cinco minutos antes. Sonrió
además como si tuviéramos que estar contentos por ello.
—¿Jess?
—se me arrugó la nariz de puro agobio mientras esperaba que se diera la vuelta
hacia mí.
Ella se
giró en su asiento para enfrentarse conmigo y me miró con incredulidad.
—¿Me
estás hablando a mí, Bella?
—Claro
—abrí mucho los ojos intentando mostrar un aspecto inocente.
—¿Qué
pasa? ¿Necesitas ayuda con las mates? —el tono de su voz era bastante amargo.
—No
—sacudí la cabeza—. En realidad, quería saber si te apetecería ir a ver una
película conmigo esta noche... Ya sabes, una salida sólo de chicas —el discurso
sonó acartonado, como si fueran unas líneas recitadas por una mala actriz, y
ella me miró con suspicacia.
—¿Por
qué me lo pides? —me preguntó, todavía con desagrado.
—Eres
la primera persona en la que siempre pienso cuando me apetece una salida de
chicas —sonreí con la esperanza de parecer sincera. En realidad, tal vez fuera
cierto. Al menos, ella era la primera persona en la que se me ocurría pensar
cuando quería evitar a Charlie. Lo cual era algo parecido.
Pareció
aplacarse un poco.
—Bueno,
no sé.
—¿Has
hecho algún plan?
—No...
Creo que podré ir contigo. ¿Qué quieres ver?
—No
estoy segura de qué ponen —intenté evadir la cuestión porque ésa era la parte
difícil. Me devané los sesos en busca de una pista, ¿había oído a alguien
hablar hacía poco de alguna película? ¿Había visto algún cartel?—. ¿Qué tal esa
de una mujer presidenta?
Me miró
de una forma rara.
—Bella,
hace siglos que quitaron esa película del cine.
—Vaya
—fruncí el ceño—. ¿Hay algo que quieras ver?
La
exuberancia natural de Jessica comenzó a mostrarse a pesar de sí misma,
conforme pensaba en voz alta.
—Bueno,
hay una nueva comedia romántica que está teniendo muy buenas críticas. Me
apetece verla. Y mi padre acaba de ver Dead End y
dice que le ha gustado de verdad.
Yo me
aferré a ese título por parecer de lo más prometedor.
—¿Y de
que va ésa?
—De
zombis o algo así. Dice que es la cosa que más miedo le ha dado desde hace
años.
—Eso
suena perfecto —prefería tratar con auténticos zombis antes que ver un filme
romántico.
—De
acuerdo —había un tono de sorpresa en su respuesta. Intenté recordar si me
gustaban las películas de terror, pero no estaba segura—. ¿Quieres que te
recoja después de la escuela? —me ofreció.
—De
acuerdo.
Jessica
me dedicó una sonrisa vacilante antes de irse. Se la devolví con cierto
retraso, pero pensé que la había visto.
El
resto del día transcurrió rápidamente y mis pensamientos se concentraron en
planear la salida de esa noche. Sabía por experiencia que una vez que Jessica
comenzara a hablar, yo podría evadirme con unas pocas respuestas murmuradas en
los momentos oportunos. Sólo haría falta una mínima interacción. A veces, me
confundía la espesa neblina que emborronaba mis días. Me sorprendía al
encontrarme en mi habitación, sin recordar con claridad haber conducido desde
la escuela a casa o incluso haber abierto la puerta de la calle. Pero eso no
importaba. Lo más elemental que le pedía a la vida era precisamente perder la
noción del tiempo.
No
luché contra esa neblina mientras me volvía hacia el armario. El aturdimiento
era más necesario en algunos sitios que en otros. Apenas me di cuenta de lo que
miraba al abrir la puerta y dejar al descubierto la pila de basura del lado
izquierdo del armario, debajo de unas ropas que nunca me ponía.
Mis
ojos no se dirigieron hacia la bolsa negra de basura con los regalos de mi
último cumpleaños ni vieron la forma del estéreo que se transparentaba en el
plástico negro; tampoco pensé en la masa sanguinolenta en que se convirtieron
mis uñas cuando terminé de sacarlo del salpicadero...
Tiré
del viejo bolsito que usaba muy de vez en cuando hasta descolgarlo del gancho
donde solía ponerlo y empujé la puerta hasta cerrarla.
En ese
preciso momento oí unos bocinazos de claxon. En un santiamén pasé el billetero
de la mochila del instituto al bolso. Tenía prisa, y deseé que eso hiciera que
la noche pasara más rápido.
Me miré
en el espejo del vestíbulo antes de abrir la puerta y compuse con cuidado la
mejor cara posible. Esbocé una sonrisa e intenté conservarla a toda costa.
—Gracias
por venir conmigo esta noche —le dije a Jess mientras me aupaba para entrar por
la puerta del copiloto; procuré infundir el adecuado agradecimiento al tono de
mi voz.
Había
pasado mucho tiempo sin detenerme a pensar sobre lo que le podía decir a
cualquiera que no fuera Charlie. Jess era más difícil. No estaba segura de cuáles
serían las emociones apropiadas que tendría que fingir.
—Claro,
pero ¿a qué viene esto? —se preguntó Jess mientras conducía calle abajo.
—¿A qué
viene qué?
—¿Por
qué has decidido tan repentinamente... que salgamos? —parecía haber cambiado la
pregunta conforme la formulaba.
Me
encogí de hombros.
—Simplemente
necesitaba un cambio.
Entonces
reconocí la canción de la radio y busqué el dial rápidamente.
—¿Te
importa? —pregunté.
—No,
cámbiala.
Busqué
las distintas emisoras hasta localizar una que fuera inofensiva. Espié la
expresión de Jess a hurtadillas mientras la nueva música llenaba el coche.
Parpadeó.
—¿Desde
cuando te gusta el rap?
—No sé
—contesté—. Algunas veces lo oigo.
—Pero...
¿te gusta de verdad? —preguntó dubitativa.
—Claro
que sí.
Iba a
ser demasiado difícil mantener una conversación normal con Jessica si además
debía controlar la música. Asentí con la cabeza, deseando que estuviera
llevando bien el ritmo.
—De
acuerdo... —miró hacia fuera del parabrisas con los ojos como platos.
—¿Qué
tal te va con Mike ahora? —le pregunté con rapidez.
—Tú le
ves más que yo.
No
había empezado a cotorrear ante mi pregunta, tal y como yo esperaba, por lo que
lo intenté de nuevo.
—Es
difícil hablar de nada cuando estás trabajando —mascullé—. ¿Has salido con
alguien últimamente?
—En
realidad, no. Salgo algunas veces con Conner, y también salí con Eric hace dos
semanas —puso los ojos en blanco y sospeché que detrás había una larga
historia, así que aproveché la oportunidad.
—¿Eric
Yorkie? ¿Quién se lo pidió a quién?
Ella
refunfuñó, más animada ya.
—Pues
él, ¡claro! Y yo no encontré una manera amable de negarme.
—¿Adonde
te llevó? —le pregunté. Sabía que ella interpretaría mi entusiasmo como
interés—. Cuéntamelo todo.
Se
embarcó en la narración de su historia y yo me acomodé en mi asiento, más
relajada ahora. Le presté la atención justa, murmurando palabras de simpatía
cuando era oportuno y conteniendo el aliento horrorizada cuando correspondía.
Cuando acabó con su historia sobre Eric, continuó comparándolo con Conner sin
necesidad de más estímulos.
La
película empezaba pronto, por lo que a Jess se le ocurrió que podíamos
aprovechar la tarde viendo primero la película y yéndonos a cenar luego. Yo
estaba feliz con cualquier cosa que me propusiera; después de todo, había conseguido
lo que quería: sacarme de encima a Charlie.
Mantuve
a Jess charlando continuamente mientras ponían los tráilers, y así pude
ignorarlos más fácilmente, pero me puse nerviosa cuando comenzó la película.
Dos jóvenes caminaban de la mano por una playa mientras hablaban de sus
sentimientos mutuos con una falsedad empalagosa. Resistí la necesidad de
cubrirme las orejas y empezar a tararear. No había contado con que hubiera un
idilio en el largometraje.
—Creí
que habíamos escogido la película de zombis —susurré a Jessica.
—Ésta
es la película de los zombis.
—¿Y
cómo es que no se comen a nadie? —pregunté con desesperación.
Me miró
con los ojos dilatados, casi diría que alarmados.
—Estoy
segura de que pronto vendrá esa parte —murmuró.
—Voy a
buscar palomitas. ¿Quieres?
—No,
gracias.
Alguien
nos mandó callar desde las filas de atrás.
Me tomé
el tiempo que quise en el mostrador del puesto de palomitas; miré el reloj y le
estuve dando vueltas a qué porcentaje de una película de noventa minutos se
llevaría la parte romántica. Decidí que bastaría con diez minutos, pero me
detuve justo delante de las puertas del cine para asegurarme. Llegué a oír
gritos terroríficos retumbando por los altavoces, así que me di cuenta de que
había esperado lo suficiente.
—Te lo
has perdido todo —murmuró Jessica cuando me deslicé en mi asiento—. Casi todos
son zombis ya.
—Pues
sí que ha ido rápido —le ofrecí las palomitas. Tomó un puñado.
El
resto de la película consistió en truculentos ataques de zombis y chillidos
interminables por parte de los pocos humanos que quedaban vivos, aunque su
número se reducía con rapidez. No se me había ocurrido que nada de eso me
alterase, pero me sentí incómoda, sin que al principio supiera la razón.
No me
di cuenta de dónde estaba el problema hasta casi al final, cuando salió un
zombi demacrado que caminaba arrastrando los pies en pos del último
superviviente tembloroso. La escena alternaba el rostro horrorizado de la
heroína con la cara muerta e inexpresiva de su perseguidor, e iba de uno a otro
mientras se acortaba la distancia entre ellos.
Me di
cuenta de a cuál de los dos me parecía más.
Me
levanté.
—¿Dónde
vas? —susurró Jess—. Quedan por los menos dos minutos.
—Necesito
una bebida —mascullé mientras me lanzaba hacia la salida.
Me
senté en el banco que había junto a la puerta del cine y con todas mis fuerzas
intenté no pensar en lo irónico de la situación, pues era una pura ironía que,
al final, hubiera terminado convirtiéndome en una zombi. Eso no me lo hubiera
imaginado jamás.
No es
que no me hubiera imaginado alguna vez a mí misma convirtiéndome en un monstruo
mitológico, pero desde luego, nunca en un grotesco cadáver animado. Sacudí la
cabeza para desechar esa línea de pensamiento, porque empezaba a inundarme el
pánico. No soportaba recordar lo que había llegado a soñar una vez.
Era
deprimente comprobar que ya no sería nunca más la heroína, que mi historia
había terminado.
Jessica
salió por las puertas del cine y dudó. Debía de estar pensando cuál sería el
sitio más probable para encontrarme. Pareció aliviada al verme, pero sólo
durante un momento. Luego se mostró más bien irritada.
—¿Tanto
miedo te ha dado la película? —me preguntó.
—Sí —le
di la razón—. Me da la sensación de que soy bastante cobarde.
—Esto
sí que es divertido —torció el gesto—. No me pareció que estuvieras asustada.
La que ha gritado todo el rato he sido yo, y a ti no te he oído ni un solo
chillido. Así que no sé por qué te has marchado.
Me
encogí de hombros.
—Me he
asustado.
Ella se
relajó un poco.
—Creo
que ésta ha sido la película que más miedo me ha dado de cuantas he visto. Te
apuesto a que esta noche vamos a tener pesadillas.
—Eso ni
lo dudes —repuse al tiempo que intentaba controlar la voz para que sonara
normal. Era inevitable que yo tuviera pesadillas, aunque no fueran sobre zombis.
Sus ojos se paseaban nerviosos por mi cara, así que supuse que después de todo,
quizás no se me había dado tan mal lo de simular una voz normal.
—¿Dónde
quieres cenar? —preguntó Jess.
—Me da
igual.
—De
acuerdo.
Jess
comenzó a hablar sobre el protagonista masculino de la película mientras
caminábamos. Asentí cuando ella se deshacía en elogios sobre lo buenísimo que
estaba, aunque era incapaz de recordar ninguna otra cosa que no fueran zombis
por todos lados.
No me
di cuenta de hacia dónde me llevaba Jessica. Sólo era vagamente consciente de
que todo estaba más oscuro y más tranquilo. Me llevó más rato de lo debido el
darme cuenta del porqué de esa tranquilidad. Jessica había parado de
charlotear. La miré con ganas de disculparme, con la esperanza de no haber
herido sus sentimientos.
No
obstante, Jessica no me miraba a mí, sino delante de ella. Su rostro estaba
tenso y caminaba a buen paso. Cuando me giré para observarla, vi que sus ojos
se desplazaban rápidamente a la derecha, a través de la calle, y luego volvían
con la misma rapidez.
Eché
una ojeada a mi alrededor por primera vez.
Estábamos
atravesando un corto tramo poco iluminado de una acera. Las tiendas pequeñas
alineadas a ambos lados de la calle cerraban de noche y los escaparates estaban
a oscuras. Las luces de la calle volvían a alumbrar medio bloque más adelante y
pude ver, allí, a lo lejos, los brillantes arcos dorados del McDonald's hacia
el que se dirigía Jess.
Sólo
había un negocio abierto en la otra acera. Las ventanas tenían las cortinas
echadas por dentro y justo encima brillaba un rótulo con luces de neón que
anunciaba distintos tipos de cerveza. El letrero más grande, uno de un
brillante color verde, era el nombre del bar: Pete el Tuerto. Me pregunté si
sería una cervecería temática de piratas, aunque no se veía nada desde el
exterior. La puerta de la calle se abrió de pronto; había poca luz en el
interior, y un prolongado murmullo de muchas voces y el sonido del tintineo de
los hielos en los vasos invadieron la calle. Había cuatro hombres apoyados
contra la pared de al lado.
Me
volví a mirar a Jessica. Tenía los ojos fijos en el camino de delante y se
movía con brusquedad. No parecía asustada, sólo cautelosa, y procuraba no
atraer la atención de esos tipos sobre ella.
Me
detuve y volví la vista atrás para mirar a aquellos hombres sin pensarlo dos
veces. Experimenté una fuerte sensación de déjà vu. Ésta era una calle diferente,
una noche distinta, pero la escena se parecía mucho. También uno de ellos había
sido bajo y moreno. Cuando me paré y me volví, fue el que me observó con
interés.
Le
devolví la mirada con fijeza, paralizada en la acera.
—¿Bella?
—me susurró Jess—. ¿Qué haces?
Sacudí
la cabeza, sin saber qué decir.
—Creo
que los conozco... —murmuré.
¿Qué
estaba haciendo? Debería rehuir ese recuerdo lo más deprisa posible, apartar de
mi mente la imagen de aquellos hombres recostados contra la pared y usar el
aturdimiento —sin el cual era incapaz de funcionar— para protegerme. ¿Por qué
estaba dando un paso hacia la calle, como alelada?
Sin
embargo, parecía una coincidencia demasiado evidente que estuviera en una calle
oscura de Port Angeles con Jessica. Fijé la mirada en el tipo bajo y comparé
sus facciones con las de aquel que me había amenazado aquella noche, hacía casi
un año. Me pregunté si había alguna manera de que pudiera reconocerle, de saber
si era él. Tenía un recuerdo muy vago precisamente de esa parte de la noche en
particular. Mi cuerpo lo recordaba mejor que mi mente; las mismas piernas en
tensión mientras intentaba decidir si correr o permanecer quieta, la
misma sequedad en la garganta mientras luchaba por producir un grito lo
suficientemente fuerte, la tirantez de mis nudillos mientras cerraba las manos
en un puño, los escalofríos que me bajaban por la nuca mientras aquel hombre de
pelo negro me llamaba «nena»...
Había
una especie de amenaza implícita e indefinida en esos tipos, que no guardaba
relación alguna con aquella otra noche. Tenía más que ver con el hecho de que
eran desconocidos, la zona estaba a oscuras y nos superaban en número, aunque
sólo en eso. Pero bastó para que la voz de Jessica sonara llena de pánico
cuando me llamó.
—¡Bella,
vuelve aquí!
La
ignoré y eché a andar hacia delante despacio, sin haber tomado la decisión
consciente de mover los pies. No entendía por qué, pero la nebulosa amenaza que
suponían esos hombres me empujaba hacia ellos. Era un impulso sin sentido, mas
yo no había sentido ningún tipo de impulso durante mucho tiempo... así que lo
seguí.
Algo
poco familiar estalló en mis venas. La adrenalina, ausente tanto tiempo de mi
cuerpo, aceleró mi pulso con rapidez y me obligó a luchar contra la ausencia de
sensaciones. Era extraño, ¿a qué se debía esa explosión de adrenalina si no
tenía miedo? Aquello parecía un eco de la última vez que me había encontrado en
esa situación, en una calle oscura de Port Angeles, rodeada de extraños.
No veía
ninguna razón para sentir miedo. No podía imaginar que quedara nada en el mundo
que pudiera darme miedo, al menos, no físicamente. Esa era una de las ventajas
de haberlo perdido todo.
Ya
estaba en la mitad de la calle cuando Jess me alcanzó y me agarró del brazo.
—¡Bella!
¡No puedes entrar en un bar! —masculló.
—No voy
a entrar —dije como ausente, sacudiéndome su mano de encima—. Sólo quiero ver
algo...
—¿Estás
loca? —susurró ella—. ¿Quieres suicidarte?
Esa
pregunta me llamó la atención, y mis ojos la enfocaron.
—No, no
quiero.
Mi voz
sonó a la defensiva, pero era verdad. No quería suicidarme. No lo consideré ni
siquiera al principio a pesar de que la muerte hubiese supuesto un alivio para
mí, sin duda alguna. Le debía mucho a Charlie. Sentía también mucha
responsabilidad respecto a Renée, y tenía que pensar en ellos.
Además,
había hecho la promesa de no hacer nada que fuera estúpido o temerario. Si
respiraba aún, era por todas esas razones.
Precisamente
al recordar esa promesa, sentí un respingo de culpa, pero lo cierto es que lo
que estaba haciendo no era exactamente eso. No era como tomar una cuchilla y
abrirme las venas.
Jess se
había quedado boquiabierta y abría desmesuradamente los ojos. Comprendí
demasiado tarde que su pregunta sobre el suicidio había sido meramente
retórica.
—Vete a
comer —la empujé hacia la hamburguesería, despidiéndola con la mano. No me
gustaba cómo me miraba—. Te alcanzo en un minuto.
Le di
la espalda y me volví hacia los hombres que nos observaban con ojos curiosos y
divertidos.
¡Bella, deja esto ahora mismo!
Se me
agarrotaron los músculos, paralizándome donde estaba, ya que no era la voz de
Jessica la que me reñía ahora. Conocía esa voz furiosa, una voz hermosa, suave
como el terciopelo incluso aunque sonara airada.
Era su
voz. Evité pensar en su nombre, pero me sorprendió que su sonido no me hiciera
caer de rodillas y acurrucarme en el pavimento por la tortura
de la pérdida. No sentí ninguna pena, ninguna en absoluto.
Todo se
me aclaró por completo en el momento en que escuché su voz. Como si mi cabeza
hubiera emergido repentinamente de algún pozo oscuro. Era más consciente de
todo, la vista, el sonido, la sensación del aire frío que no había notado que
estuviera soplando cortándome la cara, los olores que procedían de la puerta
abierta del bar.
Miré a
mi alrededor en estado de shock.
Vete
con Jessica,
ordenó la misma
voz adorada, todavía furiosa. Me prometiste no hacer nada estúpido.
Estaba
sola. Jessica permanecía quieta a unos pasos de mí, mirándome con ojos
atemorizados. Los extraños me observaban, confundidos, apoyados contra la
pared, al tiempo que se preguntaban qué hacía yo parada en mitad de la calle.
Sacudí
la cabeza en un intento de comprender la situación. Sabía que él no estaba
allí, pero a pesar de eso, lo sentía imposiblemente cerca, cerca por primera
vez desde... desde el final. La ira de su voz expresaba interés, la misma ira
que antes me fue tan familiar, algo que no había vuelto a oír en lo que parecía
toda una vida.
Mantén
tu promesa. La
voz se iba desvaneciendo como si alguien bajara el volumen de la radio.
Empecé
a sospechar que había sufrido alguna especie de alucinación. Seguramente
propiciada por el recuerdo, por la sensación del déjà vu, por la extraña familiaridad que
me había producido la situación.
Analicé
rápidamente todas las posibilidades en mi mente.
Primera
opción: me había vuelto loca. Al menos ésa es la palabra que vulgarmente se
aplica a aquellos que oyen voces en sus cabezas.
Entraba
dentro de lo posible.
Opción
dos: Mi subconsciente me proporcionaba aquello que yo quería oír. Era la
satisfacción de un deseo, es decir, un alivio momentáneo de la pena al
aferrarme a la idea incorrecta de que a él le preocupaba que yo viviera o
muriera. Una proyección de lo que él habría dicho si a) estuviera aquí, b) le
afectara de alguna manera que me pasara algo malo.
Era
probable.
No
imaginaba una tercera opción, de modo que sólo me cabía la esperanza de que
fuera la segunda opción la correcta, que se tratara de un desvarío del
subconsciente en vez de algo que exigiera mi hospitalización.
Quizás
mi reacción no fue demasiado cuerda, pero lo cierto es que me sentí...
agradecida. Lo que más temía perder era precisamente el sonido de su voz y
aplaudí a mi subconsciente el que hubiera sido capaz de recuperar aquel sonido
mucho mejor que mi mente consciente.
No me
permitía casi nunca pensar en él, e intentaba mostrarme estricta a ese
respecto. Era humana, y a veces fallaba, desde luego, pero había mejorado tanto
que en aquel momento ya podía eludir la pena varios días, pero la consecuencia
era ese aturdimiento infinito. Entre la pena y la nada, había decidido escoger
la nada.
Y
ahora, al salir de mi embotamiento, el dolor resurgiría de un momento a otro.
Después de morar tantos meses en la niebla, mis sensaciones eran
sorprendentemente intensas. Sin embargo, el dolor normal no apareció. Lo único
que sí podía sentir era la decepción que me causaba el desvanecimiento de su
voz.
Hubo un
segundo de vacilación.
Lo más
inteligente, sin duda, sería huir de ese camino potencialmente destructivo,
además de que me llevaría hacia una segura inestabilidad mental. Era
una estupidez estimular las alucinaciones.
Pero su
voz se desvanecía.
Avancé
otro paso para probar.
Bella,
da media vuelta, gruñó.
Suspiré
aliviada. Era su ira lo que yo quería oír, aunque fuera falsa y un dudoso
regalo de mi subconsciente, que me hacía creer que yo le importaba.
Mientras
yo llegaba a todas estas conclusiones, habían pasado apenas unos cuantos
segundos. Mi pequeño público observaba, curioso. Probablemente parecía como si
yo vacilara entre acercarme a ellos o no. ¿Cómo podrían ellos saber que yo
estaba allí disfrutando de un inesperado momento de locura?
—¡Eh!
—me saludó uno de aquellos hombres, con un tono confiado y un poco sarcástico.
Era rubio y de tez blanca, y estaba allí de pie con la suficiencia de alguien
que se sabe bastante bien parecido. Realmente no podría decir si lo era o no.
Tenía demasiados prejuicios.
La voz
en mi mente respondió con un exquisito rugido. Yo sonreí, y el hombre,
confiado, lo tomó como un estímulo por mi parte.
—¿Te
puedo ayudar en algo? Parece que te has perdido —sonrió y me guiñó un ojo.
Puse un
pie con cuidado sobre la alcantarilla, que corría en la oscuridad con agua que
parecía negra.
—No, no
me he perdido.
Ahora
que estaba más cerca y mis ojos volvieron a enfocar con detenimiento, analicé
el rostro del hombre bajo y moreno. No me resultó nada familiar. Sufrí una
cierta desilusión porque no era aquel hombre terrible que había intentado
hacerme daño hacía ya casi un año.
La voz
de mi mente se había quedado callada.
El
hombre bajo advirtió mi mirada.
—¿Puedo
invitarte a beber algo? —me ofreció, nervioso, un poco halagado porque hubiera
sido a él a quien hubiera distinguido con mi atención.
—Soy
demasiado joven —le contesté de inmediato.
Se
quedó desconcertado, preguntándose por qué me había acercado a ellos. Sentí la
necesidad de explicarme.
—Desde
el otro lado de la calle, me había parecido que era usted alguien a quien
conocía. Lo siento, me he equivocado.
La
amenaza que me había impulsado a cruzar la calle se había evaporado. Éstos no
eran aquellos hombres peligrosos que yo recordaba. Incluso posiblemente fueran
buenos chicos. Estaba a salvo, así que perdí interés.
—Bueno
—repuso el rubio, tan seguro de sí mismo—, quédate a pasar el rato con
nosotros.
—Gracias,
pero no puedo —Jessica estaba dudando en mitad de la calle, con los ojos
dilatados por la ira y la situación en la que la había metido.
—Venga,
sólo unos minutos.
Negué
con la cabeza y me volví para reunirme con Jessica.
—Vámonos
a comer —sugerí sin mirarla apenas. Aunque por el momento, pareciera haberme
liberado de la abducción zombi, continuaba igual de distante. Mi mente seguía
preocupada. El aturdimiento falto de vida donde me sentía segura no terminaba
de volver y me encontraba más llena de ansiedad con cada minuto que se
retrasaba su llegada.
—¿En
qué estabas pensando? —me reprochó Jessica—. ¡No los conocías, podían haber
sido unos psicópatas!
Me
encogí de hombros, deseando que ella dejara pasar el asunto.
—Es
sólo que creí conocer a uno de los chicos.
—Estás
muy rara, Bella Swan. Me da la impresión de no saber quién eres.
—Lo
siento.
No
sabía qué otra cosa responder a eso.
Anduvimos
en silencio hasta el McDonald's. En mi fuero interno, aposté que Jess se
arrepentía de no haber ido en el coche en vez de recorrer a pie aquel corto
trecho desde el cine. Ahora era ella quien tenía unas ganas locas de que
terminara aquella noche, tantas como había tenido yo en un principio.
Intenté
iniciar una conversación varias veces durante la cena, pero Jessica no estaba
por la labor. Debía de haberla ofendido de verdad.
Cuando
regresamos al coche, conectó la radio en su emisora favorita y puso el volumen
lo bastante alto como para impedir cualquier intento de conversación.
Ahora
no tuve que luchar con la intensidad habitual para ignorar la música. Tenía
demasiadas cosas en qué pensar —ya que, al fin, mi mente no estaba tan
cuidadosamente vacía y aturdida— como para fijarme en las letras.
Esperé
a ver si regresaban el aturdimiento o el dolor, sabedora de que este último
volvería antes o después. Había roto mis propias reglas. Me había acercado a
los recuerdos, había ido a su encuentro, en vez de rehuirlos. Había oído la voz
de Edward con una total nitidez y, por tanto, estaba segura de que lo iba a
pagar caro, en especial si no era capaz de que regresar a la neblina para
protegerme. Me sentía demasiado viva, y eso me asustaba.
Pero la
emoción más fuerte que en estos momentos recorría mi cuerpo era el alivio, un
alivio que surgía de lo más profundo de mi ser.
A pesar
de lo mucho que pugnaba por no pensar en él, sin embargo, tampoco intentaba
olvidarle. De noche, a última hora, cuando el agotamiento por la falta de sueño
derribaba mis defensas, me preocupaba el hecho de que todo pareciera estar
desvaneciéndose, que mi mente fuera al final un colador incapaz de recordar el
tono exacto del color de sus ojos, la sensación de su piel fría o la textura de
su voz. No podía pensar en todo esto, pero debía recordarlo.
Bastaba
con que creyera que él existía para que yo pudiera vivir. Podría soportar todo
lo demás mientras supiera que existía Edward.
Ésa era
la razón por la que me hallaba más atrapada en Forks de lo que lo había estado
nunca con anterioridad, y ése era el motivo de que me opusiera a Charlie cuando
sugería cualquier cambio. En realidad, no importaba, sabía que él nunca iba a
regresar a este lugar.
Mas en
caso de irme a Jacksonville o a cualquier otro sitio igual de soleado y poco
familiar, ¿cómo podría estar segura de que él había sido real? Mi certeza
flaquearía en un lugar donde no fuera capaz de concebirlo, y no iba a poder
vivir con eso.
Era una
forma muy dura de vivir: prohibiéndome recordar y aterrorizada por el olvido.
Me
sorprendí cuando Jessica aparcó el coche enfrente de mi casa. El viaje no había
sido muy largo, pero aun así, nunca hubiera pensado que Jessica fuera capaz de
pasarlo entero sin hablar.
—Gracias
por haber salido conmigo, Jess —dije mientras abría la puerta—. Ha sido...
divertido —esperaba que la palabra «divertido» le pareciera apropiada.
—Seguro
—masculló.
—Siento
mucho lo de... después de la película.
—Da
igual, Bella —clavó la vista en el parabrisas en vez de mirarme a mí. Parecía
que su enfado iba en aumento en lugar de disminuir.
—¿Nos
vemos el lunes?
—Sí,
claro. Adiós.
Entré y
cerré la puerta a mi espalda. Ella se marchó sin mirarme siquiera.
La
había olvidado del todo en cuanto estuve dentro de casa.
Charlie
me esperaba plantado en el centro del vestíbulo, con los brazos cruzados con
fuerza sobre el pecho y los puños apretados.
—Hola,
papá —dije con la mente en otra cosa mientras pasaba por su lado de camino
hacia las escaleras. Había estado pensando en Edward durante demasiado tiempo y
quería estar en el piso de arriba cuando aquello se me cayese encima.
—¿Dónde
has estado? —me preguntó Charlie.
Miré a
mi padre, sorprendida.
—Fui al
cine con Jessica, a Port Angeles, tal como te dije esta mañana.
—Mmm
—gruñó él.
—¿No te
parece bien?
Estudió
mi rostro mientras abría los ojos, sorprendido de haber encontrado algo
inesperado.
—Vale,
de acuerdo. ¿Te lo pasaste bien?
—Sí,
claro —contesté—. Estuvimos viendo a unos zombis comerse a la gente. Estuvo muy
bien.
Entrecerró
los ojos.
—Buenas
noches, papá.
Me dejó
pasar y yo me apresuré hacia mi habitación.
Poco
después me tumbé en la cama, resignada a que el dolor finalmente hiciera acto
de presencia.
Resultó
algo atroz. Tenía la sensación de que me habían practicado una gran abertura en
el pecho a través de la cual me habían extirpado los principales órganos
vitales y me habían dejado allí, rajada, con los profundos cortes sin curar y
sangrando y palpitando a pesar del tiempo transcurrido. Racionalmente, sabía
que mis pulmones tenían que estar intactos, ya que jadeaba en busca de aire y
la cabeza me daba vueltas como si todos esos esfuerzos no sirvieran para nada.
Mi corazón también debía seguir latiendo, aunque no podía oír el sonido de mi
pulso en los oídos e imaginaba mis manos azules del frío que sentía. Me
acurrucaba y me abrazaba las costillas para sujetármelas. Luché por recuperar
el aturdimiento, la negación, pero me eludía.
Y sin
embargo, me di cuenta de que iba a sobrevivir. Estaba alerta, sentía el
sufrimiento, aquel vacío doloroso que irradiaba de mi pecho y enviaba
incontrolables flujos de angustia hacia la cabeza y las extremidades. Pero
podía soportarlo. Podría vivir con él. No me parecía que el dolor se hubiera
debilitado con el transcurso del tiempo, sino que, por el contrario, más bien
era yo quien me había fortalecido lo suficiente para soportarlo.
Fuera
lo que fuera lo que hubiese ocurrido esa noche, tanto si la responsabilidad era
de los zombis, de la adrenalina o de las alucinaciones, lo cierto es que me
había despertado.
Por
primera vez en mucho tiempo, no sabía lo que me depararía la mañana siguiente.
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