jueves, 3 de febrero de 2005

El engaño



—Bella, ¿por qué no lo dejas ya? —sugirió Mike al tiempo que desviaba su mirada para evitar la mía. Me pregunté cuánto llevaría comportándose de ese modo sin que yo lo hubiera notado.
Era una tarde sin mucha actividad en el local de los Newton. En ese momento sólo había dos clientes en la tienda, unos excursionistas verdaderamente aficionados a juzgar por su conversación. Mike había pasado con ellos la última hora examinando los pros y los contras de dos marcas de mochilas ligeras, pero se habían tomado un respiro mientras examinaban los precios y comentaban las últimas historias de sus viajes con cierto afán competitivo. Mike aprovechó la distracción para escapar.
—No me importa quedarme solo —me dijo. Aún no había conseguido hundirme en la concha protectora del aturdimiento y todo me resultaba extrañamente cercano y ruidoso, como si me hubiera quitado un algodón de los oídos. Intenté dejar de escuchar a los risueños mochileros sin éxito.
—Como te iba diciendo —relataba uno de ellos, un hombre fornido de barba pelirroja que contrastaba mucho con su pelo castaño oscuro—, he visto osos pardos bastante cerca de Yellowstone, pero no eran nada en comparación con esta bestia.
Tenía el cabello enmarañado y apelmazado, y parecía llevar puesta la misma ropa desde hacía varios días. Posiblemente acababa de llegar de las montañas.
—Imposible. Los osos negros no alcanzan ese tamaño. Lo más probable es que esos osos pardos que viste fueran oseznos.
El segundo tipo era alto y enjuto, con el rostro curtido y gastado por el viento hasta el punto de parecer una impresionante costra de cuero.
—De verdad, Bella, tan pronto como se vayan ésos, echo el cierre —murmuró Mike.
—Si quieres que me vaya... —me encogí de hombros.
—Pero si a gatas es más alto que tú —insistió el hombre con barba, mientras yo recogía mis cosas—. Grande como una casa y negro como la tinta. Voy a ver si se lo digo al guarda forestal. Se debería avisar a la gente, porque no estaba arriba en la montaña, ¿sabes?, sino a unos pocos kilómetros de donde arranca la senda.
El hombre de rostro de color cuero puso los ojos en blanco.
—Déjame adivinar, ¿estabas allí de camino? No has tomado comida de verdad o has dormido en el suelo más de una semana, ¿a que sí?
—Eh, Mike —el barbudo miró hacia nuestra posición y le llamó—. ¿Ya?
—Te veré el lunes —murmuré.
—Sí, señor —replicó Mike al tiempo que se volvía.
—Dime, ¿habéis avistado recientemente por aquí osos negros?
—No, señor, pero es buena idea mantener las distancias y almacenar la comida correctamente. ¿Ha visto los nuevos botes a prueba de osos? Sólo pesan un kilo...
Las puertas se deslizaron hasta abrirse del todo y dejarme fuera, expuesta al chaparrón. Me acurruqué bajo la chaqueta mientras salía disparada hacia el coche. La lluvia que martilleaba sobre el capó sonaba inusualmente fuerte también, pero el rugido del motor no tardó en ahogar todo lo demás.
No quería volver a la casa vacía de Charlie. La última noche había sido particularmente espantosa y no me apetecía hallarme de nuevo en el escenario de tanto sufrimiento, ya que aquello no terminaba ni siquiera cuando la pena aminoraba lo suficiente para dejarme dormir. Entonces venían las pesadillas, tal como le había dicho a Jessica después de la película.
Siempre había tenido pesadillas, pero ahora las sufría cada noche. No eran pesadillas en general —en plural—; en realidad, era siempre la misma pesadilla. Cualquiera hubiera pensado que habría terminado aburriéndome después de tantos meses, que me habría inmunizado, pero el sueño me aterraba siempre y sólo terminaba cuando me despertaba entre gritos. Charlie ya no venía para ver qué iba mal o para asegurarse de que no había ningún intruso estrangulándome ni nada similar; se había acostumbrado.
Es probable que mi pesadilla no hubiera asustado a nadie más. No había nada que saltara y gritase «¡buuu!». No había zombis ni fantasmas ni psicópatas. En realidad, no había nada, sólo un vacío, un interminable laberinto de árboles cubiertos de musgo, tan calmo, que el silencio se convertía en una presión incómoda sobre mis oídos. Estaba oscuro, como en el crepúsculo de un día nublado, con la luz justa para distinguir que no había nada a la vista. Siempre estoy corriendo a través de la penumbra sin una dirección definida, busca que te busca. Me pongo más y más frenética a medida que pasa el tiempo e intento moverme más deprisa. Parezco torpe a pesar de la velocidad. .. Entonces, llegaba a aquel punto de mi sueño. Sabía con antelación que iba a llegar a él, pero, a pesar de ello, no era capaz de despertarme antes. Era ese momento en el que me daba cuenta de que no había nada que buscar, nada que encontrar, que nunca había habido otra cosa que no fuera ese bosque vacío y lóbrego y que nunca habría ninguna otra cosa para mí... nada de nada.
Por lo general, empezaba a gritar en ese momento.
No me fijaba por dónde iba, me limitaba a vagar por las calles vacías y mojadas. Evitaba cualquier camino que pudiera llevarme a casa al no tener ningún otro lugar adonde dirigirme.
Me hubiera gustado volver a sentirme aturdida, pero no recordaba cómo me las había arreglado para lograrlo antes. Seguía sin olvidar la pesadilla ni todo aquello que me dañaba. No quería acordarme del bosque. Los ojos se me llenaban de lágrimas incluso aunque diera cabezazos hasta sacarme esas imágenes de la cabeza, y el dolor daba comienzo en los bordes del agujero de mi pecho. Retiré una mano del volante y rodeé mi torso con el brazo libre para intentar mantenerlo todo de una pieza.
Será como si nunca hubiese existido. Las palabras atravesaban mi mente, pero sin la claridad perfecta que había tenido la alucinación del día anterior. Sólo eran palabras, sin sonido, como las letras impresas en una página. Sólo palabras, aunque rasgaran y mantuvieran el hueco del pecho bien abierto. Me salí de la vía principal de forma brusca, en una zona ancha que se abría a mi derecha. Era consciente de que no podría conducir en aquel estado de incapacitación.
Me encogí, presioné el rostro contra el volante e intenté respirar a pesar de mis pulmones.
Me pregunté cuánto más podría durar esto. Quizás algún día, dentro de unos años, si el dolor disminuía hasta el punto de ser soportable, me sentiría capaz de volver la vista atrás hacia esos pocos meses que siempre consideraría los mejores de mi vida.
Y ese día, estaba segura de que me sentiría agradecida por todo aquel tiempo que me había dado, más de lo que yo había pedido y más de lo que merecía. Quizá algún día fuera capaz de verlo de este modo.
Pero ¿y qué ocurriría si este agujero no llegaba a cerrarse nunca? ¿Y si las heridas en carne viva jamás se curaban? ¿Y si el daño era permanente, irreversible?
Me rodeé el cuerpo con los brazos y apreté con fuerza. Como si nunca hubiese existido, pensé con desesperación. ¡Cómo había sido capaz de hacer una afirmación tan estúpida y tan absurda! Podía haber robado mis fotos y haberse llevado sus regalos, pero aun así, nunca podría devolver las cosas al mismo lugar donde habían estado antes de que le conociera. La evidencia física era la parte más significativa de la ecuación. Yo había cambiado, mi interior se había alterado hasta el punto de no ser reconocible. Incluso mi exterior parecía distinto, tenía el rostro cetrino, a excepción de las ojeras malvas que las pesadillas habían dejado bajo mis ojos, unos ojos bastante oscuros en contraste con mi piel pálida; tanto, que si yo hubiera sido hermosa y si se me miraba desde una cierta distancia, podría pasar ahora por un vampiro. Pero yo no era hermosa, y probablemente guardaba más parecido con un zombi.
Como si nunca hubiese existido. Menuda locura. Aquélla fue una promesa que él no podía mantener, una promesa que se rompió tan pronto como la hizo.
Golpeé la cabeza contra el volante mientras intentaba apartar la mente de ese dolor tan intenso.
Pensar en todo esto me hizo sentir bastante tonta por haberme preocupado de mantener mi promesa. ¿Dónde estaba la lógica de querer mantener un acuerdo que la otra parte ya había violado? ¿A quién le importaba si yo era estúpida y temeraria? No había razón para evitar la temeridad, ninguna razón por la que yo no debería ser estúpida.
Me reí sin ganas para mis adentros, todavía luchando por inhalar aire. La idea de buscar el peligro en Forks me parecía algo con bastante poco futuro.
Sin embargo ese estado de ánimo negativo me distrajo y la distracción disminuyó el dolor. Mejoró mi respiración y pude reclinarme contra el respaldo del asiento. Aunque hacía un día frío, tenía la frente perlada de sudor.
Me pareció más oportuno concentrarme en el sentimiento de desesperanza en vez de sumergirme en unos recuerdos que eran aún más horribles. Había que ser muy creativo para poner en peligro la vida en una comunidad como Forks, más de lo que yo lo era, pero me habría gustado hallar alguna vía... Lo más probable es que me sintiera mejor si no respetara un pacto incumplido de forma unilateral. Si al menos yo también fuera capaz de romper la promesa... Pero ¿cómo podría hacerlo en esta pequeña ciudad sin peligros aparentes? Forks nunca había estado tan segura como lo estaba ahora, cuando realmente era lo que siempre había parecido ser. Segura y aburrida.
Miré fijamente a través del parabrisas durante un buen rato, y mis pensamientos se mecieron con lentitud; parecía que no conseguiría hacerles ir a ninguna parte. Paré el motor, que gruñía de manera penosa después de haber estado al ralentí tanto rato, y salté afuera, hacia la llovizna.
El agua fría se entremezcló con mi pelo y desde allí se deslizó por mis mejillas como lágrimas de agua dulce. Esto me ayudó a aclarar la mente. Me restañé el agua de los ojos y continué mirando de forma inexpresiva hacia la carretera.
Reconocí el lugar donde me encontraba al cabo de un minuto de observación. Había aparcado en mitad de la calle que estaba al norte de la avenida Russell. Estaba enfrente de la casa de los Cheney, y mi coche bloqueaba el acceso a su vivienda. Al otro lado vivían los Marks. Sabía que debía mover el coche y después marcharme a casa. No estaba bien andar vagabundeando como lo estaba haciendo, absorta y herida, convertida en una amenaza suelta por las calles de Forks. Además, pronto alguien se daría cuenta y se lo contaría a Charlie.
Inspiré profundamente mientras me preparaba para ponerme en movimiento cuando un cartel en el patio de los Marks captó mi atención. Era sólo un gran trozo de cartulina inclinado contra su buzón, con unas letras mayúsculas negras garabateadas.
A veces, la voluntad divina se cumple.
¿Era una coincidencia? ¿Era lo que parecía ser? Lo ignoraba, pero me parecía una sandez creer que las motocicletas desechadas de los Marks —que se herrumbraban en el patio delantero tras un cartel escrito a mano que rezaba «SE VENDEN TAL COMO ESTÁN»— estuvieran predestinadas a servir a algún propósito superior simplemente por el hecho de estar allí, justo donde yo necesitaba que estuvieran.
Aunque tal vez no fuera la voluntad divina, sino simplemente que había montones de maneras de arriesgarse y lo único que tenía que hacer era abrir los ojos para verlas.
Temerarias y estúpidas. Esas eran las dos palabras favoritas de Charlie para referirse a las motocicletas.
El trabajo de Charlie no conllevaba una gran cantidad de acción comparado con el de los policías de ciudades más grandes, pero los accidentes de tráfico le ocupaban mucho tiempo. Este tipo de eventos no escaseaban en un lugar donde se sucedían largos tramos mojados de autopista que se retorcían y daban vueltas a través de un bosque continuo, acumulando ángulos muertos uno tras otro. La gente solía evitar esos lugares, con todos aquellos enormes camiones que transportaban troncos escondidos entre las curvas. Las excepciones a la regla eran las motos y Charlie había visto demasiadas víctimas —jóvenes en su mayoría—, tiradas por la autopista. Antes de cumplir los diez años me hizo prometerle que nunca me montaría en una moto. Incluso a esa edad, no tuve que pensármelo dos veces para prometérselo. ¿A quién le iba a apetecer montar en moto en Forks? Sería como darse un baño a noventa por hora.
Había mantenido tantas promesas...
Ambas ideas prendieron en mi mente. Quería convertirme en alguien estúpido y osado y también quería romper promesas. ¿Por qué pararme en una?
Esto fue todo lo que tardé en pensármelo. Chapoteé a través de la lluvia hacia la puerta principal de los Marks y toqué el timbre.
Me abrió uno de los chicos, el más joven, el estudiante novato. Su pelo arenoso apenas me llegaba al hombro. No me acordaba de su nombre.
Él no tuvo problema alguno para recordar el mío.
—¿Bella Swan? —preguntó sorprendido.
—¿Cuánto queréis por una moto? —jadeé, agitando el pulgar sobre mi hombro en dirección a la exhibición en venta.
—¿Hablas en serio? —me preguntó.
—Pues claro.
—No funcionan.
Suspiré impaciente, ya que eso era algo que podía deducirse del cartel.
—¿Cuánto valen?
—Si de verdad quieres una, llévatela. Mi madre ha hecho que mi padre las saque a la calle para que las recojan con la basura.
Miré las motos de nuevo y vi que estaban al lado de una pila de hierba cortada y ramas rotas.
—¿Estás seguro?
—Seguro, ¿quieres preguntarle a ella?
Probablemente sería mejor no implicar a adultos que podrían mencionárselo a Charlie.
—No, te creo.
—¿Quieres que te ayude? —me ofreció—. Pesan bastante.
—Gracias. De todas formas sólo necesito una.
—Mejor si te llevas las dos —dijo el niño—. Quizá puedas aprovechar las piezas de la que no uses.
Me siguió bajo el aguacero y me ayudó a cargar las dos pesadas motos en la parte trasera del vehículo. Parecía deseoso de desprenderse de ellas, así que no discutí.
—De todas formas, ¿qué vas a hacer con ellas? —me preguntó—. No han funcionado en años.
—Eso me había parecido —repuse al tiempo que me encogía de hombros. Mi capricho, fruto de la inspiración del momento, no había llegado a convertirse aún en un plan completo—. Tal vez deba llevarlas a Dowling.
Él resopló.
—Dowling te cobrará más por ponerlas en marcha de lo que realmente valen.
No podía rebatir eso. John Dowling se había granjeado una mala reputación a causa de sus altos precios, tanto que nadie acudía a él salvo en caso de una auténtica emergencia. La mayoría de la gente, si su coche lo permitía, prefería conducir hasta Port Angeles. Había tenido mucha suerte en ese sentido, aunque al principio me preocupé cuando Charlie me regaló mi coche, porque, al ser tan antiguo, pensaba que no me sería posible mantenerlo en funcionamiento. Pero jamás me había dado ningún problema, salvo por el ruido insoportable del motor y por el hecho de que tenía el límite de velocidad en ochenta kilómetros por hora. Jacob Black lo había mantenido en buena forma mientras había pertenecido a su padre, Billy...
La repentina inspiración me alcanzó como un rayo, lo cual no era un absurdo si se tenía en cuenta la tormenta reinante.
—¿Sabes qué? No hay problema. Conozco a alguien que reconstruye coches.
—Ah, vale. Eso es estupendo —sonrió aliviado.
Se despidió con la mano sin borrar la sonrisa de los labios mientras yo me marchaba. Era un chico agradable.
Regresé deprisa y con determinación, a fin de evitar la remota posibilidad de que Charlie apareciera antes que yo si, por alguna casualidad altamente improbable, le diera por salir más temprano del trabajo. Me apresuré a atravesar la casa hasta llegar al teléfono, con las llaves aún en la mano.
—Con el jefe Swan, por favor —dije cuando me contestó al teléfono su ayudante—. Soy Bella.
—Ah, hola, Bella —me respondió el ayudante Steve afablemente—. Voy en su busca.
Esperé.
—¿Pasa algo, Bella? —inquirió Charlie tan pronto como sostuvo el auricular.
—¿Es que no puedo llamarte al trabajo sin que haya una emergencia?
Se quedó callado un momento.
—Nunca lo has hecho antes. ¿Es que hay alguna emergencia?
—No, sólo quería que me indicaras cómo llegar a la casa de los Black. No estoy segura de recordar el lugar exacto. Quiero visitar a Jacob, hace meses que no le veo.
Cuando volví a escuchar la voz de Charlie, sonaba mucho más feliz.
—Es una gran idea, Bella. ¿Tienes un bolígrafo?
Las indicaciones que me dio eran muy simples. Le aseguré que estaría de vuelta para la hora de la cena, aunque me insistió en que no me diera prisa en regresar. Quería reunirse conmigo en La Push aunque eso a mí no me venía nada bien.
Así que atravesé a gran velocidad las calles de la ciudad oscurecidas por la tormenta, teniendo en cuenta que tenía una hora límite. Esperaba poder encontrar solo a Jacob. Billy seguramente le iría con el cuento a Charlie si sospechaba lo que me proponía.
Mientras conducía, pensé que, además, me preocupaba un poco cuál sería la reacción de Billy al verme, si se mostraría excesivamente complacido. En la mente de aquel hombre, sin duda, todo había funcionado mucho mejor de lo que se hubiera atrevido a desear. Su placer y su alivio sólo servirían para recordarme a esa persona a la que él no soportaba. Por favor, otra vez hoy no, rogué mentalmente. Estaba reventada.
La casa de los Black me resultaba vagamente familiar; era pequeña, de madera, con ventanas estrechas y pintada un color rojo mate que la asemejaba a un granero diminuto. La cabeza de Jacob asomó por una ventana antes incluso de que yo saliera del coche. No cabía duda de que el peculiar rugido del motor le había alertado de mi proximidad. Jacob le estaba muy agradecido a Charlie por haberme comprado el coche, ya que de este modo le había salvado a él de tener que conducirlo cuando cumpliera la edad legal para sacarse el carné. A mi padre le gustaba mucho mi coche, pero al parecer, para Jacob, la restricción en la velocidad era un serio inconveniente.
Nos encontramos a mitad de camino de la casa.
—¡Bella! —una sonrisa entusiasta se extendió veloz por su rostro, y sus dientes brillantes contrastaron vividamente con el rojizo intenso de su piel. Nunca había visto antes su pelo fuera de la habitual cola de caballo, pero ahora caía a ambos lados de su cara como dos negras cortinas de satén.
Jacob había desarrollado durante los últimos ocho meses buena parte de su potencial físico. Había superado ya ese punto en que los blandos músculos de la infancia se endurecen hasta alcanzar la complexión sólida, pero desgarbada, de un adolescente. Las venas y los tendones sobresalían de su piel de color marrón rojizo en sus brazos y sus manos. Su rostro no había perdido la dulzura que yo recordaba, aunque también se había endurecido: los pómulos y la mandíbula estaban más cuadrados. Había perdido toda la suavidad restante de la infancia.
—¡Hola, Jacob! —sentí una desconocida oleada de entusiasmo ante su sonrisa. Fui consciente de lo mucho que me alegraba de volver a verle y esta idea me sorprendió.
Le devolví la sonrisa y algo se encajó silenciosamente en su lugar con un clic, como si fueran dos piezas que se acoplan en un puzzle. Había olvidado cuánto me gustaba Jacob Black.
Se detuvo a unos cuantos pasos de distancia y le miré sorprendida, inclinando mi cabeza hacia atrás a través de la lluvia que caía a mares por mi rostro.
—¡Has vuelto a crecer! —le acusé asombrada.
Se echó a reír y su sonrisa se ensanchó hasta lo inverosímil.
—Uno noventa —proclamó con gran satisfacción. Su voz se había vuelto más grave, aunque conservaba el tono ronco que yo recordaba.
—¿Es que no vas a parar nunca? —sacudí la cabeza con incredulidad—. Te has puesto enorme.
—La verdad es que estoy hecho un espárrago —hizo una mueca—. ¡Entra! Te estás poniendo perdida.
Me indicó el camino y, mientras lo hacía, retorcía su pelo entre sus enormes manos. Sacó una goma del bolsillo de la cadera y se hizo una coleta.
—Hola, papá —llamó al traspasar la puerta frontal—. Mira quién se ha pasado por aquí.
Billy estaba en la pequeña sala de estar cuadrada, con un libro en sus manos. Lo dejó en su regazo e impulsó su silla de ruedas hacia nosotros cuando me vio.
—¡Vaya, pero esto qué es! Cuánto me alegro de verte, Bella.
Nos dimos la mano y la mía se perdió en su apretón.
—¿Qué te trae por aquí? ¿Todo va bien con Charlie?
—Sí, fenomenal. Sólo quería saludar a Jacob, hacía mucho que no le veía.
Los ojos de Jacob relumbraron al oír mis palabras. Sonreía tanto que parecía que terminaría rompiéndose las mejillas con el esfuerzo.
—¿Podrás quedarte a cenar? —Billy también se mostraba entusiasmado.
—No, he de hacer la cena para Charlie, ya sabes.
—Puedo llamarle —sugirió Billy—. Él siempre está invitado.
Sonreí para esconder mi incomodidad.
—No es que no nos vayamos a volver a ver. Te prometo que estaré pronto de vuelta, tanto que terminarás harto de mí —después de todo, si Jacob conseguía arreglarme la moto, alguien tendría que enseñarme a montarla.
Billy rió entre dientes en respuesta.
—Vale, quizás la próxima vez.
—Bueno, Bella, ¿qué quieres que hagamos? —me preguntó Jacob.
—Lo que quieras. ¿Qué hacías antes de que te interrumpiera? —me sorprendió sentirme tan cómoda allí. Era un lugar cercano, aunque de una forma distante. No había recuerdos dolorosos del pasado reciente.
Jacob dudó.
—Me dirigía justo ahora a trabajar en mi coche, pero podemos hacer cualquier otra cosa...
—¡No, eso es perfecto! —le interrumpí—. Me encantaría ver tu coche.
—De acuerdo —contestó él, aunque no muy convencido—. Está allí fuera, atrás, en el garaje.
Mucho mejor, dije para mis adentros. Saludé a Billy con la mano.
—Luego te veo.
Un grupo espeso de árboles y malezas ocultaba el garaje a la vista de la casa. El recinto en sí estaba formado por un par de grandes cobertizos prefabricados que habían sido adosados, tirando al suelo las paredes interiores. Bajo esta cubierta, alzado sobre unos bloques de hormigón ligero, se encontraba lo que a mí me pareció un automóvil completo. Al menos, reconocí el símbolo de la parrilla delantera.
—¿Qué clase de Volkswagen es éste? —pregunté.
—Es un viejo Golf de 1986, un clásico.
—¿Y cómo van los arreglos?
—Está casi terminado —dijo él alegremente, y luego su voz descendió a un tono más bajo—. Mi padre mantuvo su promesa de la primavera pasada.
—Ah —contesté.
Pareció comprender mi resistencia a tratar el asunto. Intenté no recordar el baile de graduación del último mayo. El padre de Jacob le había sobornado con dinero y las piezas faltantes del coche para que me diera un mensaje durante el baile. Billy quería que yo guardara una distancia de seguridad con la persona que más me importaba en la vida. Al final, todo su interés fue innecesario. Ahora no cabía duda de que estaba totalmente a salvo.
Pero yo iba a ver qué podía hacer para cambiar eso.
—Jacob, ¿sabes algo de motos? —le pregunté.
Se encogió de hombros.
—Algo. Mi amigo Embry tiene una porquería de moto; a veces trabajamos juntos en ella. ¿Por qué?
—Bien... —fruncí los labios mientras lo consideraba. No estaba segura de que mantuviera el pico cerrado, pero lo cierto es que tampoco tenía muchas otras opciones—. Hace poco adquirí un par de motos, y no están en muy buenas condiciones. Me preguntaba si serías capaz de ponerlas en marcha.
—Guay —pareció sentirse realmente halagado por el reto. Su rostro resplandecía—. Les echaré una ojeada.
Levanté un dedo, avisándole.
—La cosa es —le expliqué— que a Charlie no le gustan las motos. Francamente, le dará un ataque si se entera de esto. Así que no se lo puedes decir a Billy.
—De acuerdo, vale —sonrió Jacob—. Me hago cargo.
—Te pagaré —continué.
Eso le ofendió.
—No. Quiero ayudarte. No admitiré que me pagues.
—Bien... ¿y qué tal si hacemos un trato? —iba improvisando sobre la marcha, aunque me parecía razonable—. Yo solamente necesito una moto, y también me hará falta recibir lecciones. ¿Qué podemos hacer al respecto? Podría darte la otra moto a cambio de que me enseñes.
—Ge-nial —dividió la palabra en dos sílabas.
—Espera un minuto, ¿tienes ya la edad legal? ¿Cuándo es tu cumpleaños?
—Te lo perdiste —se burló él, estrechando sus ojos con un cierto resentimiento burlón—. Tengo ya dieciséis.
—No es que la edad te lo haya impedido antes —murmuré—. Siento lo de tu cumpleaños.
—No te preocupes por eso. También yo olvidé el tuyo. ¿Cuántos has cumplido, cuarenta?
Resoplé con desdén.
—Cerca.
—Podríamos hacer una fiesta compartida para celebrarlo.
—Suena como una cita.
Sus ojos chispearon ante la palabra.
Necesitaba controlar mi entusiasmo a fin de no infundirle una idea equivocada, pero lo cierto es que me resultaba difícil ya que hacía mucho tiempo que no me sentía tan ligera y optimista.
—Quizás cuando terminemos las motos, que serán una especie de autorregalo —añadí.
—Trato hecho. ¿Cuándo me las traerás?
Me mordí el labio, avergonzada.
—Las tengo en mi coche —admití.
—Genial —parecía decirlo sinceramente.
—¿Las verá Billy si las traemos aquí?
Me guiñó el ojo.
—Seremos astutos.
Nos acercamos desde el este y caminamos pegados a los árboles cuando nos quedamos a la vista de la casa, simulando un paso casual, como de ir de paseo, sólo por si acaso. Jacob descargó las motos con rapidez desde la plataforma trasera del coche y las llevó una por una a la maleza, donde nos escondimos.
Le resultó muy fácil, y yo pensé que las motos pesaban mucho más de lo que parecía, viéndole actuar.
—No están tan mal —dictaminó Jacob mientras las empujaba hasta ponerlas a cubierto bajo los árboles—. Esta de aquí tal vez llegue a valer algo cuando acabe con ella. Es una Harley Sprint.
—Ésa entonces para ti.
—¿Estás segura?
—Totalmente.
—Esta otra, sin embargo, va a costar algo de pasta —sentenció mientras torcía el gesto al examinar el metal oxidado y ennegrecido—. Tendremos que ahorrar para comprar algunos componentes primero.
—Nosotros, no —disentí—. Compraré todo lo necesario si tú haces esto sin cobrar.
—No lo sé... —murmuró.
—Tengo algún dinero ahorrado. Ya sabes, mi fondo para la universidad.
A la porra la universidad, dije para mis adentros. No había ahorrado lo bastante para ir a un lugar realmente bueno, y además, de todos modos, no tenía intención de marcharme de Forks. ¿Qué diferencia habría si lo descargaba un poco?
Jacob se limitó a asentir. Aquello le parecía perfectamente coherente.
Me regodeé en mi suerte mientras avanzábamos disimuladamente hacia el garaje prefabricado. Sólo un adolescente hubiera estado de acuerdo en engañar a nuestros respectivos padres para reparar unos vehículos peligrosos con el dinero destinado para mi educación universitaria. Él no había encontrado nada malo en esto. Jacob era un regalo de los dioses.

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