—Bella,
¿por qué no lo dejas ya? —sugirió Mike al tiempo que desviaba su mirada para
evitar la mía. Me pregunté cuánto llevaría comportándose de ese modo sin que yo
lo hubiera notado.
Era una
tarde sin mucha actividad en el local de los Newton. En ese momento sólo había
dos clientes en la tienda, unos excursionistas verdaderamente aficionados a
juzgar por su conversación. Mike había pasado con ellos la última hora
examinando los pros y los contras de dos marcas de mochilas ligeras, pero se
habían tomado un respiro mientras examinaban los precios y comentaban las
últimas historias de sus viajes con cierto afán competitivo. Mike aprovechó la
distracción para escapar.
—No me
importa quedarme solo —me dijo. Aún no había conseguido hundirme en la concha
protectora del aturdimiento y todo me resultaba extrañamente cercano y ruidoso,
como si me hubiera quitado un algodón de los oídos. Intenté dejar de escuchar a
los risueños mochileros sin éxito.
—Como
te iba diciendo —relataba uno de ellos, un hombre fornido de barba pelirroja
que contrastaba mucho con su pelo castaño oscuro—, he visto osos pardos
bastante cerca de Yellowstone, pero no eran nada en comparación con esta
bestia.
Tenía
el cabello enmarañado y apelmazado, y parecía llevar puesta la misma ropa desde
hacía varios días. Posiblemente acababa de llegar de las montañas.
—Imposible.
Los osos negros no alcanzan ese tamaño. Lo más probable es que esos osos pardos
que viste fueran oseznos.
El
segundo tipo era alto y enjuto, con el rostro curtido y gastado por el viento
hasta el punto de parecer una impresionante costra de cuero.
—De
verdad, Bella, tan pronto como se vayan ésos, echo el cierre —murmuró Mike.
—Si
quieres que me vaya... —me encogí de hombros.
—Pero
si a gatas es más alto que tú —insistió el hombre con barba, mientras yo
recogía mis cosas—. Grande como una casa y negro como la tinta. Voy a ver si se
lo digo al guarda forestal. Se debería avisar a la gente, porque no estaba
arriba en la montaña, ¿sabes?, sino a unos pocos kilómetros de donde arranca la
senda.
El
hombre de rostro de color cuero puso los ojos en blanco.
—Déjame
adivinar, ¿estabas allí de camino? No has tomado comida de verdad o has dormido
en el suelo más de una semana, ¿a que sí?
—Eh,
Mike —el barbudo miró hacia nuestra posición y le llamó—. ¿Ya?
—Te
veré el lunes —murmuré.
—Sí,
señor —replicó Mike al tiempo que se volvía.
—Dime,
¿habéis avistado recientemente por aquí osos negros?
—No,
señor, pero es buena idea mantener las distancias y almacenar la comida
correctamente. ¿Ha visto los nuevos botes a prueba de osos? Sólo pesan un
kilo...
Las
puertas se deslizaron hasta abrirse del todo y dejarme fuera, expuesta al
chaparrón. Me acurruqué bajo la chaqueta mientras salía disparada hacia el
coche. La lluvia que martilleaba sobre el capó sonaba inusualmente fuerte
también, pero el rugido del motor no tardó en ahogar todo lo demás.
No
quería volver a la casa vacía de Charlie. La última noche había sido
particularmente espantosa y no me apetecía hallarme de nuevo en el escenario de
tanto sufrimiento, ya que aquello no terminaba ni siquiera cuando la pena
aminoraba lo suficiente para dejarme dormir. Entonces venían las pesadillas, tal
como le había dicho a Jessica después de la película.
Siempre
había tenido pesadillas, pero ahora las sufría cada noche. No eran pesadillas
en general —en plural—; en realidad, era siempre la misma pesadilla. Cualquiera
hubiera pensado que habría terminado aburriéndome después de tantos meses, que
me habría inmunizado, pero el sueño me aterraba siempre y sólo terminaba cuando
me despertaba entre gritos. Charlie ya no venía para ver qué iba mal o para
asegurarse de que no había ningún intruso estrangulándome ni nada similar; se
había acostumbrado.
Es
probable que mi pesadilla no hubiera asustado a nadie más. No había nada que
saltara y gritase «¡buuu!». No había zombis ni fantasmas ni psicópatas. En
realidad, no había nada, sólo un vacío, un interminable laberinto de árboles
cubiertos de musgo, tan calmo, que el silencio se convertía en una presión
incómoda sobre mis oídos. Estaba oscuro, como en el crepúsculo de un día
nublado, con la luz justa para distinguir que no había nada a la vista. Siempre
estoy corriendo a través de la penumbra sin una dirección definida, busca que
te busca. Me pongo más y más frenética a medida que pasa el tiempo e intento
moverme más deprisa. Parezco torpe a pesar de la velocidad. .. Entonces,
llegaba a aquel punto de mi sueño. Sabía con antelación que iba a llegar a él,
pero, a pesar de ello, no era capaz de despertarme antes. Era ese momento en el
que me daba cuenta de que no había nada que buscar, nada que encontrar, que
nunca había habido otra cosa que no fuera ese bosque vacío y lóbrego y que
nunca habría ninguna otra cosa para mí... nada de nada.
Por lo
general, empezaba a gritar en ese momento.
No me
fijaba por dónde iba, me limitaba a vagar por las calles vacías y mojadas.
Evitaba cualquier camino que pudiera llevarme a casa al no tener ningún otro
lugar adonde dirigirme.
Me
hubiera gustado volver a sentirme aturdida, pero no recordaba cómo me las había
arreglado para lograrlo antes. Seguía sin olvidar la pesadilla ni todo aquello
que me dañaba. No quería acordarme del bosque. Los ojos se me llenaban de
lágrimas incluso aunque diera cabezazos hasta sacarme esas imágenes de la
cabeza, y el dolor daba comienzo en los bordes del agujero de mi pecho. Retiré
una mano del volante y rodeé mi torso con el brazo libre para intentar mantenerlo
todo de una pieza.
Será
como si nunca hubiese existido. Las palabras atravesaban mi mente, pero sin la claridad perfecta que
había tenido la alucinación del día anterior. Sólo eran palabras, sin sonido,
como las letras impresas en una página. Sólo palabras, aunque rasgaran y
mantuvieran el hueco del pecho bien abierto. Me salí de la vía principal de
forma brusca, en una zona ancha que se abría a mi derecha. Era consciente de
que no podría conducir en aquel estado de incapacitación.
Me
encogí, presioné el rostro contra el volante e intenté respirar a pesar de mis
pulmones.
Me
pregunté cuánto más podría durar esto. Quizás algún día, dentro de unos años,
si el dolor disminuía hasta el punto de ser soportable, me sentiría capaz de
volver la vista atrás hacia esos pocos meses que siempre consideraría los
mejores de mi vida.
Y ese
día, estaba segura de que me sentiría agradecida por todo aquel tiempo que me
había dado, más de lo que yo había pedido y más de lo que merecía. Quizá algún
día fuera capaz de verlo de este modo.
Pero ¿y
qué ocurriría si este agujero no llegaba a cerrarse nunca? ¿Y si las heridas en
carne viva jamás se curaban? ¿Y si el daño era permanente, irreversible?
Me
rodeé el cuerpo con los brazos y apreté con fuerza. Como si nunca hubiese
existido, pensé con desesperación. ¡Cómo había sido capaz de hacer una
afirmación tan estúpida y tan absurda! Podía haber robado mis fotos y haberse
llevado sus regalos, pero aun así, nunca podría devolver las cosas al mismo
lugar donde habían estado antes de que le conociera. La evidencia física era la
parte más significativa de la ecuación. Yo había cambiado, mi interior se había
alterado hasta el punto de no ser reconocible. Incluso mi exterior parecía
distinto, tenía el rostro cetrino, a excepción de las ojeras malvas que las
pesadillas habían dejado bajo mis ojos, unos ojos bastante oscuros en contraste
con mi piel pálida; tanto, que si yo hubiera sido hermosa y si se me miraba
desde una cierta distancia, podría pasar ahora por un vampiro. Pero yo no era
hermosa, y probablemente guardaba más parecido con un zombi.
Como
si nunca hubiese existido. Menuda locura. Aquélla fue una promesa que él no podía mantener, una
promesa que se rompió tan pronto como la hizo.
Golpeé
la cabeza contra el volante mientras intentaba apartar la mente de ese dolor
tan intenso.
Pensar
en todo esto me hizo sentir bastante tonta por haberme preocupado de mantener
mi promesa. ¿Dónde estaba la lógica de querer mantener un acuerdo que la otra
parte ya había violado? ¿A quién le importaba si yo era estúpida y temeraria?
No había razón para evitar la temeridad, ninguna razón por la que yo no debería
ser estúpida.
Me reí
sin ganas para mis adentros, todavía luchando por inhalar aire. La idea de
buscar el peligro en Forks me parecía algo con bastante poco futuro.
Sin
embargo ese estado de ánimo negativo me distrajo y la distracción disminuyó el
dolor. Mejoró mi respiración y pude reclinarme contra el respaldo del asiento.
Aunque hacía un día frío, tenía la frente perlada de sudor.
Me pareció
más oportuno concentrarme en el sentimiento de desesperanza en vez de
sumergirme en unos recuerdos que eran aún más horribles. Había que ser muy
creativo para poner en peligro la vida en una comunidad como Forks, más de lo
que yo lo era, pero me habría gustado hallar alguna vía... Lo más probable es
que me sintiera mejor si no respetara un pacto incumplido de forma unilateral.
Si al menos yo también fuera capaz de romper la promesa... Pero ¿cómo podría
hacerlo en esta pequeña ciudad sin peligros aparentes? Forks nunca había estado
tan segura como lo estaba ahora, cuando realmente era lo que siempre había
parecido ser. Segura y aburrida.
Miré
fijamente a través del parabrisas durante un buen rato, y mis pensamientos se
mecieron con lentitud; parecía que no conseguiría hacerles ir a ninguna parte.
Paré el motor, que gruñía de manera penosa después de haber estado al ralentí
tanto rato, y salté afuera, hacia la llovizna.
El agua
fría se entremezcló con mi pelo y desde allí se deslizó por mis mejillas como
lágrimas de agua dulce. Esto me ayudó a aclarar la mente. Me restañé el agua de
los ojos y continué mirando de forma inexpresiva hacia la carretera.
Reconocí
el lugar donde me encontraba al cabo de un minuto de observación. Había
aparcado en mitad de la calle que estaba al norte de la avenida
Russell. Estaba enfrente de la casa de los Cheney, y mi coche bloqueaba el
acceso a su vivienda. Al otro lado vivían los Marks. Sabía que debía mover el
coche y después marcharme a casa. No estaba bien andar vagabundeando como lo
estaba haciendo, absorta y herida, convertida en una amenaza suelta por las
calles de Forks. Además, pronto alguien se daría cuenta y se lo contaría a
Charlie.
Inspiré
profundamente mientras me preparaba para ponerme en movimiento cuando un cartel
en el patio de los Marks captó mi atención. Era sólo un gran trozo de cartulina
inclinado contra su buzón, con unas letras mayúsculas negras garabateadas.
A
veces, la voluntad divina se cumple.
¿Era
una coincidencia? ¿Era lo que parecía ser? Lo ignoraba, pero me parecía una
sandez creer que las motocicletas desechadas de los Marks —que se herrumbraban
en el patio delantero tras un cartel escrito a mano que rezaba «SE VENDEN TAL COMO ESTÁN»— estuvieran
predestinadas a servir a algún propósito superior simplemente por el hecho de
estar allí, justo donde yo necesitaba que estuvieran.
Aunque
tal vez no fuera la voluntad divina, sino simplemente que había montones de
maneras de arriesgarse y lo único que tenía que hacer era abrir los ojos
para verlas.
Temerarias
y estúpidas. Esas eran las dos palabras favoritas de Charlie para referirse a
las motocicletas.
El
trabajo de Charlie no conllevaba una gran cantidad de acción comparado con el
de los policías de ciudades más grandes, pero los accidentes de tráfico le ocupaban
mucho tiempo. Este tipo de eventos no escaseaban en un lugar donde se sucedían
largos tramos mojados de autopista que se retorcían y daban vueltas a través de
un bosque continuo, acumulando ángulos muertos uno tras otro. La gente solía
evitar esos lugares, con todos aquellos enormes camiones que transportaban
troncos escondidos entre las curvas. Las excepciones a la regla eran las motos
y Charlie había visto demasiadas víctimas —jóvenes en su mayoría—, tiradas por
la autopista. Antes de cumplir los diez años me hizo prometerle que nunca me
montaría en una moto. Incluso a esa edad, no tuve que pensármelo dos veces para
prometérselo. ¿A quién le iba a apetecer montar en moto en Forks? Sería como
darse un baño a noventa por hora.
Había
mantenido tantas promesas...
Ambas
ideas prendieron en mi mente. Quería convertirme en alguien estúpido y osado y
también quería romper promesas. ¿Por qué pararme en una?
Esto
fue todo lo que tardé en pensármelo. Chapoteé a través de la lluvia hacia la
puerta principal de los Marks y toqué el timbre.
Me
abrió uno de los chicos, el más joven, el estudiante novato. Su pelo arenoso
apenas me llegaba al hombro. No me acordaba de su nombre.
Él no
tuvo problema alguno para recordar el mío.
—¿Bella
Swan? —preguntó sorprendido.
—¿Cuánto
queréis por una moto? —jadeé, agitando el pulgar sobre mi hombro en dirección a
la exhibición en venta.
—¿Hablas
en serio? —me preguntó.
—Pues
claro.
—No
funcionan.
Suspiré
impaciente, ya que eso era algo que podía deducirse del cartel.
—¿Cuánto
valen?
—Si de
verdad quieres una, llévatela. Mi madre ha hecho que mi padre las saque a la
calle para que las recojan con la basura.
Miré
las motos de nuevo y vi que estaban al lado de una pila de hierba cortada y
ramas rotas.
—¿Estás
seguro?
—Seguro,
¿quieres preguntarle a ella?
Probablemente
sería mejor no implicar a adultos que podrían mencionárselo a Charlie.
—No, te
creo.
—¿Quieres
que te ayude? —me ofreció—. Pesan bastante.
—Gracias.
De todas formas sólo necesito una.
—Mejor
si te llevas las dos —dijo el niño—. Quizá puedas aprovechar las piezas de la
que no uses.
Me
siguió bajo el aguacero y me ayudó a cargar las dos pesadas motos en la parte
trasera del vehículo. Parecía deseoso de desprenderse de ellas, así que no
discutí.
—De
todas formas, ¿qué vas a hacer con ellas? —me preguntó—. No han funcionado en
años.
—Eso me
había parecido —repuse al tiempo que me encogía de hombros. Mi capricho, fruto
de la inspiración del momento, no había llegado a convertirse aún en un plan
completo—. Tal vez deba llevarlas a Dowling.
Él
resopló.
—Dowling
te cobrará más por ponerlas en marcha de lo que realmente valen.
No
podía rebatir eso. John Dowling se había granjeado una mala reputación a causa
de sus altos precios, tanto que nadie acudía a él salvo en caso de una auténtica
emergencia. La mayoría de la gente, si su coche lo permitía, prefería conducir
hasta Port Angeles. Había tenido mucha suerte en ese sentido, aunque al
principio me preocupé cuando Charlie me regaló mi coche, porque, al ser tan
antiguo, pensaba que no me sería posible mantenerlo en funcionamiento. Pero
jamás me había dado ningún problema, salvo por el ruido insoportable del motor
y por el hecho de que tenía el límite de velocidad en ochenta kilómetros por
hora. Jacob Black lo había mantenido en buena forma mientras había pertenecido
a su padre, Billy...
La
repentina inspiración me alcanzó como un rayo, lo cual no era un absurdo si se
tenía en cuenta la tormenta reinante.
—¿Sabes
qué? No hay problema. Conozco a alguien que reconstruye coches.
—Ah,
vale. Eso es estupendo —sonrió aliviado.
Se
despidió con la mano sin borrar la sonrisa de los labios mientras yo me
marchaba. Era un chico agradable.
Regresé
deprisa y con determinación, a fin de evitar la remota posibilidad de que
Charlie apareciera antes que yo si, por alguna casualidad altamente improbable,
le diera por salir más temprano del trabajo. Me apresuré a atravesar la casa
hasta llegar al teléfono, con las llaves aún en la mano.
—Con el
jefe Swan, por favor —dije cuando me contestó al teléfono su ayudante—. Soy
Bella.
—Ah,
hola, Bella —me respondió el ayudante Steve afablemente—. Voy en su busca.
Esperé.
—¿Pasa
algo, Bella? —inquirió Charlie tan pronto como sostuvo el auricular.
—¿Es
que no puedo llamarte al trabajo sin que haya una emergencia?
Se
quedó callado un momento.
—Nunca
lo has hecho antes. ¿Es que hay alguna emergencia?
—No,
sólo quería que me indicaras cómo llegar a la casa de los Black. No estoy
segura de recordar el lugar exacto. Quiero visitar a Jacob, hace meses que no
le veo.
Cuando
volví a escuchar la voz de Charlie, sonaba mucho más feliz.
—Es una
gran idea, Bella. ¿Tienes un bolígrafo?
Las
indicaciones que me dio eran muy simples. Le aseguré que estaría de vuelta para
la hora de la cena, aunque me insistió en que no me diera prisa en regresar.
Quería reunirse conmigo en La Push aunque eso a mí no me venía nada bien.
Así que
atravesé a gran velocidad las calles de la ciudad oscurecidas por la tormenta,
teniendo en cuenta que tenía una hora límite. Esperaba poder encontrar solo a
Jacob. Billy seguramente le iría con el cuento a Charlie si sospechaba lo que
me proponía.
Mientras
conducía, pensé que, además, me preocupaba un poco cuál sería la reacción de
Billy al verme, si se mostraría excesivamente complacido. En la mente de aquel
hombre, sin duda, todo había funcionado mucho mejor de lo que se hubiera
atrevido a desear. Su placer y su alivio sólo servirían para recordarme a esa
persona a la que él no soportaba. Por favor, otra vez hoy no, rogué
mentalmente. Estaba reventada.
La casa
de los Black me resultaba vagamente familiar; era pequeña, de madera, con
ventanas estrechas y pintada un color rojo mate que la asemejaba a un granero
diminuto. La cabeza de Jacob asomó por una ventana antes incluso de que yo
saliera del coche. No cabía duda de que el peculiar rugido del motor le había
alertado de mi proximidad. Jacob le estaba muy agradecido a Charlie por haberme
comprado el coche, ya que de este modo le había salvado a él de tener que
conducirlo cuando cumpliera la edad legal para sacarse el carné. A mi padre le
gustaba mucho mi coche, pero al parecer, para Jacob, la restricción en la
velocidad era un serio inconveniente.
Nos
encontramos a mitad de camino de la casa.
—¡Bella!
—una sonrisa entusiasta se extendió veloz por su rostro, y sus dientes brillantes
contrastaron vividamente con el rojizo intenso de su piel. Nunca había visto
antes su pelo fuera de la habitual cola de caballo, pero ahora caía a ambos
lados de su cara como dos negras cortinas de satén.
Jacob
había desarrollado durante los últimos ocho meses buena parte de su potencial
físico. Había superado ya ese punto en que los blandos músculos de la infancia
se endurecen hasta alcanzar la complexión sólida, pero desgarbada, de un
adolescente. Las venas y los tendones sobresalían de su piel de color marrón
rojizo en sus brazos y sus manos. Su rostro no había perdido la dulzura que yo
recordaba, aunque también se había endurecido: los pómulos y la mandíbula
estaban más cuadrados. Había perdido toda la suavidad restante de la infancia.
—¡Hola,
Jacob! —sentí una desconocida oleada de entusiasmo ante su sonrisa. Fui
consciente de lo mucho que me alegraba de volver a verle y esta idea me
sorprendió.
Le
devolví la sonrisa y algo se encajó silenciosamente en su lugar con un clic,
como si fueran dos piezas que se acoplan en un puzzle. Había olvidado
cuánto me gustaba Jacob Black.
Se
detuvo a unos cuantos pasos de distancia y le miré sorprendida, inclinando mi
cabeza hacia atrás a través de la lluvia que caía a mares por mi rostro.
—¡Has
vuelto a crecer! —le acusé asombrada.
Se echó
a reír y su sonrisa se ensanchó hasta lo inverosímil.
—Uno
noventa —proclamó con gran satisfacción. Su voz se había vuelto más grave,
aunque conservaba el tono ronco que yo recordaba.
—¿Es
que no vas a parar nunca? —sacudí la cabeza con incredulidad—. Te has puesto
enorme.
—La
verdad es que estoy hecho un espárrago —hizo una mueca—. ¡Entra! Te estás
poniendo perdida.
Me
indicó el camino y, mientras lo hacía, retorcía su pelo entre sus enormes
manos. Sacó una goma del bolsillo de la cadera y se hizo una coleta.
—Hola,
papá —llamó al traspasar la puerta frontal—. Mira quién se ha pasado por aquí.
Billy
estaba en la pequeña sala de estar cuadrada, con un libro en sus manos. Lo dejó
en su regazo e impulsó su silla de ruedas hacia nosotros cuando me vio.
—¡Vaya,
pero esto qué es! Cuánto me alegro de verte, Bella.
Nos
dimos la mano y la mía se perdió en su apretón.
—¿Qué
te trae por aquí? ¿Todo va bien con Charlie?
—Sí,
fenomenal. Sólo quería saludar a Jacob, hacía mucho que no le veía.
Los
ojos de Jacob relumbraron al oír mis palabras. Sonreía tanto que parecía que
terminaría rompiéndose las mejillas con el esfuerzo.
—¿Podrás
quedarte a cenar? —Billy también se mostraba entusiasmado.
—No, he
de hacer la cena para Charlie, ya sabes.
—Puedo
llamarle —sugirió Billy—. Él siempre está invitado.
Sonreí
para esconder mi incomodidad.
—No es
que no nos vayamos a volver a ver. Te prometo que estaré pronto de vuelta,
tanto que terminarás harto de mí —después de todo, si Jacob conseguía arreglarme
la moto, alguien tendría que enseñarme a montarla.
Billy
rió entre dientes en respuesta.
—Vale,
quizás la próxima vez.
—Bueno,
Bella, ¿qué quieres que hagamos? —me preguntó Jacob.
—Lo que
quieras. ¿Qué hacías antes de que te interrumpiera? —me sorprendió sentirme tan
cómoda allí. Era un lugar cercano, aunque de una forma distante. No había
recuerdos dolorosos del pasado reciente.
Jacob
dudó.
—Me
dirigía justo ahora a trabajar en mi coche, pero podemos hacer cualquier otra
cosa...
—¡No,
eso es perfecto! —le interrumpí—. Me encantaría ver tu coche.
—De
acuerdo —contestó él, aunque no muy convencido—. Está allí fuera, atrás, en el
garaje.
Mucho
mejor, dije
para mis adentros. Saludé a Billy con la mano.
—Luego
te veo.
Un
grupo espeso de árboles y malezas ocultaba el garaje a la vista de la casa. El
recinto en sí estaba formado por un par de grandes cobertizos prefabricados que
habían sido adosados, tirando al suelo las paredes interiores. Bajo esta
cubierta, alzado sobre unos bloques de hormigón ligero, se encontraba lo que a
mí me pareció un automóvil completo. Al menos, reconocí el símbolo de la
parrilla delantera.
—¿Qué
clase de Volkswagen es éste? —pregunté.
—Es un
viejo Golf de 1986, un clásico.
—¿Y
cómo van los arreglos?
—Está
casi terminado —dijo él alegremente, y luego su voz descendió a un tono más
bajo—. Mi padre mantuvo su promesa de la primavera pasada.
—Ah
—contesté.
Pareció
comprender mi resistencia a tratar el asunto. Intenté no recordar el baile de
graduación del último mayo. El padre de Jacob le había sobornado con dinero y
las piezas faltantes del coche para que me diera un mensaje
durante el baile. Billy quería que yo guardara una distancia de seguridad con
la persona que más me importaba en la vida. Al final, todo su interés fue
innecesario. Ahora no cabía duda de que estaba totalmente a salvo.
Pero yo
iba a ver qué podía hacer para cambiar eso.
—Jacob,
¿sabes algo de motos? —le pregunté.
Se
encogió de hombros.
—Algo.
Mi amigo Embry tiene una porquería de moto; a veces trabajamos juntos en ella.
¿Por qué?
—Bien...
—fruncí los labios mientras lo consideraba. No estaba segura de que mantuviera
el pico cerrado, pero lo cierto es que tampoco tenía muchas otras opciones—.
Hace poco adquirí un par de motos, y no están en muy buenas condiciones. Me
preguntaba si serías capaz de ponerlas en marcha.
—Guay
—pareció sentirse realmente halagado por el reto. Su rostro resplandecía—. Les
echaré una ojeada.
Levanté
un dedo, avisándole.
—La
cosa es —le expliqué— que a Charlie no le gustan las motos. Francamente, le
dará un ataque si se entera de esto. Así que no se lo puedes decir a Billy.
—De
acuerdo, vale —sonrió Jacob—. Me hago cargo.
—Te
pagaré —continué.
Eso le
ofendió.
—No.
Quiero ayudarte. No admitiré que me pagues.
—Bien...
¿y qué tal si hacemos un trato? —iba improvisando sobre la marcha, aunque me
parecía razonable—. Yo solamente necesito una moto, y también me hará falta
recibir lecciones. ¿Qué podemos hacer al respecto? Podría darte la otra moto a
cambio de que me enseñes.
—Ge-nial
—dividió la palabra en dos sílabas.
—Espera
un minuto, ¿tienes ya la edad legal? ¿Cuándo es tu cumpleaños?
—Te lo
perdiste —se burló él, estrechando sus ojos con un cierto resentimiento
burlón—. Tengo ya dieciséis.
—No es
que la edad te lo haya impedido antes —murmuré—. Siento lo de tu cumpleaños.
—No te
preocupes por eso. También yo olvidé el tuyo. ¿Cuántos has cumplido, cuarenta?
Resoplé
con desdén.
—Cerca.
—Podríamos
hacer una fiesta compartida para celebrarlo.
—Suena
como una cita.
Sus
ojos chispearon ante la palabra.
Necesitaba
controlar mi entusiasmo a fin de no infundirle una idea equivocada, pero lo
cierto es que me resultaba difícil ya que hacía mucho tiempo que no me sentía
tan ligera y optimista.
—Quizás
cuando terminemos las motos, que serán una especie de autorregalo —añadí.
—Trato
hecho. ¿Cuándo me las traerás?
Me
mordí el labio, avergonzada.
—Las
tengo en mi coche —admití.
—Genial
—parecía decirlo sinceramente.
—¿Las
verá Billy si las traemos aquí?
Me
guiñó el ojo.
—Seremos
astutos.
Nos
acercamos desde el este y caminamos pegados a los árboles cuando nos quedamos a
la vista de la casa, simulando un paso casual, como de ir de paseo, sólo por si
acaso. Jacob descargó las motos con rapidez desde la plataforma trasera del
coche y las llevó una por una a la maleza, donde nos escondimos.
Le
resultó muy fácil, y yo pensé que las motos pesaban mucho más de lo que
parecía, viéndole actuar.
—No
están tan mal —dictaminó Jacob mientras las empujaba hasta ponerlas a cubierto
bajo los árboles—. Esta de aquí tal vez llegue a valer algo cuando acabe con
ella. Es una Harley Sprint.
—Ésa
entonces para ti.
—¿Estás
segura?
—Totalmente.
—Esta
otra, sin embargo, va a costar algo de pasta —sentenció mientras torcía el
gesto al examinar el metal oxidado y ennegrecido—. Tendremos que ahorrar para
comprar algunos componentes primero.
—Nosotros,
no —disentí—. Compraré todo lo necesario si tú haces esto sin cobrar.
—No lo
sé... —murmuró.
—Tengo
algún dinero ahorrado. Ya sabes, mi fondo para la universidad.
A la
porra la universidad, dije para mis adentros. No había ahorrado lo bastante para ir a un
lugar realmente bueno, y además, de todos modos, no tenía intención de
marcharme de Forks. ¿Qué diferencia habría si lo descargaba un poco?
Jacob
se limitó a asentir. Aquello le parecía perfectamente coherente.
Me
regodeé en mi suerte mientras avanzábamos disimuladamente hacia el garaje
prefabricado. Sólo un adolescente hubiera estado de acuerdo en engañar a
nuestros respectivos padres para reparar unos vehículos peligrosos con el
dinero destinado para mi educación universitaria. Él no había encontrado nada
malo en esto. Jacob era un regalo de los dioses.
No hay comentarios:
Publicar un comentario