No fue
necesario esconder las motos, simplemente bastó con colocarlas en el cobertizo
de Jacob. La silla de ruedas de Billy no tenía posibilidades de maniobrar por
el terreno desigual que se extendía hasta la casa.
Jacob
comenzó de inmediato a desmontar en piezas la moto roja, la que sería mía.
Abrió la puerta del copiloto del Golf de modo que pudiera acomodarme en el asiento
en vez de tener que hacerlo en el suelo. Mientras trabajaba, Jacob parloteó
felizmente sin que yo tuviera que esforzarme mucho para mantener viva la
conversación. Me puso al corriente sobre cómo le iban las cosas en su segundo
año de instituto, y me contó todo sobre sus clases y sus dos mejores amigos.
—¿Quil
y Embry? —le interrumpí—. Son nombres bastantes raros.
Jacob
rió entre dientes.
—Quil
es el nombre de una prenda usada y creo que Embry consiguió su nombre de una
estrella de un culebrón. Pero no se les puede decir nada. Se lo toman mal si
mencionas el tema, ¡y se te echan encima después!
—Buenos
amigos, entonces —enarqué una ceja.
—No, sí
que lo son. Sólo que no te metas con sus nombres.
En ese
momento, se escuchó una llamada en la distancia.
—¿Jacob?
—gritó una voz.
—¿Ése
es Billy? —pregunté.
—No
—Jacob dejó caer la cabeza y pareció sonrojarse bajo su piel morena—. Mienta al
diablo —masculló—, y el diablo aparecerá.
—¿Jake?
¿Estás ahí?
La voz
se oyó más cerca.
—¡Sí!
—Jacob devolvió el grito y luego suspiró.
Esperamos
durante un breve lapso de tiempo hasta que dos chicos altos de piel oscura
dieron la vuelta a la esquina y llegaron al cobertizo.
Uno era
enjuto y casi tan alto como Jacob. El pelo negro le llegaba hasta la barbilla y
tenía la raya en medio. Un mechón le caía suelto a un lado de la cara y el otro
lo llevaba remetido detrás de la oreja. El más bajo también era más corpulento.
Su camiseta blanca se ceñía a su pecho bien desarrollado y desde luego se le
notaba lo feliz que eso le hacía. Llevaba el pelo corto, a la moda.
Ambos
se detuvieron de golpe en cuanto me vieron. El chico delgado deslizó la mirada
rápidamente de Jacob a mí, y el más musculoso no dejó de observarme mientras
una sonrisa se extendía lentamente por su rostro.
—Hola,
chicos —Jacob los saludó con pocas ganas.
—Hola,
Jake —contestó el más bajo, sin apartar la vista de mí. Tuve que corresponderle
con otra sonrisa, a pesar de su mueca picara. Cuando lo hice, me guiñó el ojo—.
Hola a todos.
—Quil,
Embry, os presento a mi amiga, Bella.
Todavía
no sabía quién era quién, pero Quil y Embry intercambiaron una mirada
intencionada entre los dos.
—La
hija de Charlie, ¿no? —me preguntó el chico musculoso al tiempo que me tendía
la mano.
—Cierto
—le confirmé, al estrechársela. Su apretón era firme, parecía que estaba
flexionando sus bíceps.
—Yo soy
Quil Ateara —me anunció presuntuosamente, antes de soltarme la mano.
—Encantada
de conocerte, Quil.
—Hola,
Bella. Soy Embry, Embry Call, aunque imagino que ya lo suponías —Embry sonrió
con timidez y me saludó con una mano, que introdujo rápidamente en el bolsillo
de los vaqueros.
Yo
asentí.
—Encantada
de conocerte, también.
—Y
bien, ¿qué estáis haciendo, chicos? —preguntó Quil, sin dejar de mirarme.
—Bella
y yo vamos a reparar estas motos —la explicación de Jacob era poco exacta, pero
motos parecía ser una palabra mágica. Ambos se acercaron para examinar el
trabajo de Jacob, asaeteándole con multitud de preguntas. La mayor parte de las
palabras que usaron eran incomprensibles para mí, y supuse que había que tener
el cromosoma Y para entender realmente todo aquel entusiasmo.
Estaban
todavía inmersos en aquella charla sobre componentes y piezas cuando decidí que
necesitaba regresar a casa antes de que Charlie apareciera por allí. Con un
suspiro, me deslicé fuera del Golf.
Jacob
me lanzó una mirada de disculpa.
—Te
estamos aburriendo, ¿no?
—Qué va
—no era una mentira. Estaba disfrutando—. Lo que pasa es que tengo que hacerle
la cena a Charlie.
—Oh...
Bien, terminaré de desmontar las piezas esta noche y averiguaré qué más
necesito para poder reconstruirlas. ¿Cuándo quieres que volvamos a trabajar en
ellas de nuevo?
—¿Puedo
volver mañana? —los domingos eran la pesadilla de mi existencia. Nunca había
trabajo suficiente para mantenerme ocupada.
Quil le
dio un codazo a Embry e intercambiaron muecas.
Jacob
sonrió encantado.
—¡Eso
es genial!
—Podemos
ir a comprar los componentes si haces una lista —sugerí.
El
rostro de Jacob mostró una ligera decepción.
—Todavía
no estoy seguro de que te vaya a dejar pagarlo todo.
Sacudí
la cabeza.
—Nada
de nada. Yo pondré los fondos para esto. Tú sólo tienes que aportar el trabajo
y la maña.
Embry
puso los ojos en blanco dirigiéndose a Quil.
—No me
parece bien —Jacob sacudió la cabeza.
—Jake,
si las llevo a un mecánico, ¿cuánto me costaría? —le señalé.
Él
sonrió.
—Vale.
—Y eso
sin mencionar las lecciones para aprender a montar —añadí.
Quil
sonrió ampliamente a Embry y le susurró algo que no capté. La mano de Jacob
salió disparada y golpeó la nuca de Quil.
—Ya
está bien, largaos —masculló.
—No, de
verdad, tengo que irme —protesté, dirigiéndome hacia la puerta—. Te veré
mañana, Jacob.
Tan
pronto como estuve fuera de su vista, escuché aullar a Quil y Embry, a coro:
—¡Uauuuuu...!
A lo
que siguió el sonido de una buena refriega, salpicada con unos cuantos quejidos
y gritos de dolor.
—Como a
alguno de vosotros se le ocurra poner el pie por estos lares mañana... —escuché
cómo les amenazaba Jacob.
Su voz
se fue perdiendo conforme me alejaba entre los árboles.
Reí
bajito y en silencio. Oírme a mí misma hizo que se me dilataran las pupilas,
maravillada. Estaba riéndome, riéndome de verdad y allí no había nadie
mirándome. Me sentía ligera, sin peso, tanto que volví a reírme, y esto hizo
que la sensación durara un poco más.
Conseguí
llegar a casa antes que Charlie. Cuando él entró, estaba sacando el pollo frito
de la sartén y apilándolo sobre unas servilletas de papel.
—Hola,
papá —le devolví una sonrisa rápida.
Antes
de que pudiera recomponer su expresión, pude percibir la sorpresa que revoloteó
por su rostro.
—Hola,
cielo —dijo, con la voz insegura—. ¿Te lo pasaste bien con Jacob?
Empecé
a llevar la comida a la mesa.
—Sí,
claro.
—Bueno,
eso está bien —todavía parecía cauteloso—. ¿Qué hicisteis?
Ahora
era el momento de mostrarme prudente.
—Estuve
allí, por el garaje, y le acompañé mientras trabajaba. ¿Sabes que está
remodelando un Volkswagen?
—Ah,
sí, creo que Billy mencionó algo.
Charlie
tuvo que interrumpir el interrogatorio cuando empezó a masticar, pero no dejó
de estudiar mi rostro durante la cena.
Cuando
terminamos, anduve dando vueltas por allí, limpiando la cocina hasta dos veces
y después hice los deberes despacito en la habitación de la entrada, mientras
él veía un partido de hockey. Esperé tanto como pude, pero al final
Charlie me recordó lo tarde que era. Como no le respondí, se levantó, se estiró
y después se marchó, apagando la luz al salir. Le seguí sin muchas ganas.
Mientras
subía las escaleras, esa sensación anormal de bienestar que había experimentado
desde el final de la tarde se fue escurriendo de mi cuerpo, al tiempo que me
iba invadiendo un miedo sordo ante lo que me tocaba pasar a partir de ahora.
Ya no
me sentía aturdida. Esa noche volvería a ser, sin duda, tan terrorífica como la
anterior. Me tumbé en la cama y me acurruqué en una bola, preparándome para el
ataque. Apreté los ojos, bien cerrados y... la siguiente cosa que recuerdo es
que ya era por la mañana.
Miré,
sin podérmelo creer, la pálida luz plateada que se derramaba a través de mi
ventana.
Había
dormido sin soñar ni gritar por primera vez en más de cuatro meses. No podía
decir qué emoción era más fuerte, si el alivio o el estupor.
Me
quedé quieta en la cama unos minutos, esperando a que todo regresara de nuevo.
Porque, sin duda, tenía que ocurrir algo. Si no el dolor, al menos el
aturdimiento. Esperé, pero no pasó nada, y entonces me sentí más relajada de lo
que me había sentido en mucho tiempo.
No
confiaba en que aquello durara mucho. Me balanceaba en un equilibrio precario,
resbaladizo, y no tardaría mucho en caerme. Sólo el hecho de estar mirando mi
habitación con esos ojos súbitamente despejados, notando lo extraña que
parecía, tan ordenada, como si nadie viviera allí, ya era peligroso de por sí.
Deseché
aquel pensamiento y me concentré, mientras me vestía, en el hecho de que ese
día vería a Jacob otra vez. La idea me hizo sentirme casi...
esperanzada. Quizás todo sería como el día anterior. Quizás no tendría que
volver a recordarme a mí misma cómo parecer interesada en las cosas o cómo
asentir y sonreír en los momentos adecuados, del mismo modo que había estado
haciendo durante todo este tiempo. Quizás... Aunque, de todos modos, no
confiaba en que esto durara mucho. Tampoco podía confiar en que las cosas se
desarrollaran como el día anterior, que fuera tan fácil. No me iba a permitir
una decepción así.
Durante
el desayuno, Charlie siguió mostrándose cauteloso e intentó ocultar el examen
al que me sometía. Mantenía la vista fija en sus huevos revueltos mientras
creía que no le miraba.
—¿Qué
tienes previsto para hoy? —me preguntó, observando con insistencia un hilo
suelto del borde de su manga e intentando simular que no prestaba atención a mi
respuesta.
—Creo
que saldré a dar una vuelta con Jacob otra vez.
Asintió
sin levantar la mirada.
—Ah
—comentó.
—¿Te
importa? —fingí preocuparme—. Podría quedarme...
Alzó la
mirada rápidamente, con una chispa de pánico en los ojos.
—No,
no. Sigue con tus planes. De todas formas Harry se vendrá a ver conmigo el
partido.
—Quizás
Harry podría traerse a Billy —sugerí. Cuantos menos testigos, mejor.
—Es una
gran idea.
No
estaba segura de si el partido era la excusa para empujarme a salir, pero desde
luego se le veía bastante entusiasmado. Se encaminó hacia el teléfono mientras
yo recogía mi impermeable. Era perfectamente consciente del peso del talonario
de cheques en el bolsillo de mi chaqueta. Jamás lo había usado hasta ahora.
Fuera,
el agua caía como si se derramara de un cubo. Tuve que conducir a menos
velocidad de la deseada —apenas veía lo que tenía delante de mí—, pero
finalmente conseguí salir de las calles cenagosas en dirección a casa de Jacob.
La puerta principal se abrió antes de que apagara el motor y él salió corriendo
bajo un enorme paraguas negro.
Se
asomó por encima de mi puerta cuando la abrí.
—Ha
llamado Charlie diciendo que estabas en camino —explicó con una sonrisa.
Sin
tener que hacer ningún esfuerzo y sin ninguna orden consciente, los músculos
que rodeaban mis labios se contrajeron y respondieron a su sonrisa con otra que
se extendió por mi rostro. Un extraño sentimiento de calidez me inundó la
garganta, a pesar de la lluvia helada que se estrellaba contra mis mejillas.
—Hola,
Jacob.
—Buena
idea, hacer que invitaran a Billy.
Alzó su
mano para chocar los cinco. Tuve que estirarme tanto para alcanzar su mano que
se rió.
Harry
apareció para llevarse a Billy sólo unos minutos después. Jacob me dio una
vuelta por su pequeña habitación para enseñármela, mientras hacíamos tiempo
para quedarnos a salvo de posibles supervisores.
—Bueno,
¿y adonde vamos, señor Buena Pieza? —inquirí, tan pronto como la puerta se
cerró detrás de Billy.
Jacob
sacó un papel doblado de su bolsillo y lo alisó.
—Empezaremos
primero por el vertedero, a ver si tenemos suerte. Esto puede ser un poco caro
—me avisó—. Esas motos van a necesitar un montón de piezas antes de que podamos
ponerlas en marcha otra vez.
Como mi
rostro no le pareció suficientemente preocupado, continuó:
—Estoy
hablando quizás de más de cien dólares.
Saqué
mi chequera, me abaniqué con ella y puse los ojos en blanco ante su rostro preocupado.
—Creo
que nos alcanzará.
Resultó
ser un día bastante extraño, ya que lo pasé realmente bien, incluso en el
vertedero, bajo la lluvia y el fango que me llegaba hasta los tobillos. Me
pregunté al principio si sólo era resultado de la desaparición del
aturdimiento, pero no me satisfizo del todo la explicación.
Empezaba
a pensar que se debía principalmente a Jacob. No era sólo que siempre estuviese
tan contento de verme o que no me mirara de reojo, a la espera de que hiciera
algo que me hiciese parecer loca o deprimida. No tenía que ver conmigo en
absoluto.
Era el
mismo Jacob. Simplemente, Jacob era esa clase de persona que siempre se muestra
feliz, y que acarrea esa felicidad como un aura, llevándola a toda la gente que
le rodea. Igual que un sol ceñido a la Tierra, sea quien sea el que entre en su
órbita gravitacional, es irremediablemente atraído por su calidez. Para él, era
algo natural, formaba parte de sí mismo. No resultaba tan extraño que estuviera
deseando verle.
Incluso
cuando se refirió al enorme agujero abierto en mi salpicadero, no me inundó el
pánico como tendría que haber sucedido.
—¿Se te
rompió el estéreo? —me preguntó.
—Así es
—le mentí.
Hurgó
un poco en la cavidad.
—¿Quién
se lo llevó? Ha hecho un buen destrozo...
—Fui yo
—admití.
Se echó
a reír.
—Pues
quizá sea mejor que no toques mucho las motos.
—Sin
problemas.
Tal y
como había dicho Jacob, probamos suerte en el vertedero. Se extasió al
encontrar en ese lugar diversas piezas de metal retorcido ennegrecidas por la
grasa. Me impresionó de veras que pudiera identificarlas.
Desde
allí fuimos al Checker Auto Parts que había más abajo, en Hoquiam. Teniendo en
cuenta la velocidad de mi coche, eso suponía más de dos horas de conducción en
dirección sur por la sinuosa autopista, pero el tiempo pasaba cómodamente al
lado de Jacob. Charloteaba sobre sus amigos y el instituto y me sorprendí a mí
misma haciendo preguntas, pero no para disimular, sino realmente curiosa por
saber las respuestas.
—Estoy
llevando yo toda la conversación —se quejó, después de haberme contado una
larga historia acerca de Quil y el problema en el que se habla metido al
pedirle salir a la novia de un chico del último curso—. ¿Por qué no hablas
ahora tú? ¿Qué tal va todo en Forks? Seguro que es más excitante que La Push.
—Qué va
—suspiré—. En realidad, no pasa nada. Tus amigos son mucho más interesantes que
los míos. Me gustan. Quil es muy divertido.
Frunció
el ceño.
—A Quil
también le gustas tú.
Yo me
reí.
—Pues
es un poco joven para mí.
El ceño
de Jacob se acentuó.
—No es
mucho más joven que tú. Sólo un año y unos meses.
Me dio
la sensación de que ya no estábamos hablando de Quil. Mantuve la voz en un tono
ligero, bromista.
—Seguro
que sí. Pero considerando la diferencia de madurez entre chicos y chicas ¿no
tendrías que contarlo en años similares a los de los perros? ¿Y eso qué me
hace, unos doce años mayor?
Se rió
al tiempo que levantaba los ojos al cielo.
—Vale,
pero si te vas a poner picajosa con eso, también tendremos que considerar el
tamaño. Eres tan pequeña que vamos a tener que descontarte diez años del total.
—Uno
sesenta y cuatro está totalmente dentro de la media —bufé—. No es culpa mía que
seas un fenómeno.
Bromeamos
de esta guisa hasta Hoquiam, todavía discutiendo sobre la fórmula correcta para
discernir la edad —perdí dos años más porque no sabía cambiar una rueda, pero
gané uno por ocuparme de las cuentas de la casa— hasta que llegamos al Checker
y Jacob tuvo que concentrarse en nuestro asunto otra vez. Encontró todo lo que
quedaba en la lista y se mostró confiado en hacer grandes progresos con nuestro
botín.
Cuando
llegamos a La Push, yo estaba en los veintitrés y él en los treinta, porque,
desde luego, no paraba de acumular habilidades.
Se me
había olvidado incluso el motivo por el que estábamos haciendo esto. Pero,
aunque me estaba divirtiendo más de lo concebible, no había dejado de ser fiel
a mi deseo original. Todavía quería romper el trato. No tenía sentido, pero en
realidad, no me importaba. Iba a intentar desafiar el peligro todo lo que
pudiera sin salir de Forks. No estaba dispuesta a ser la única que sostuviera
su parte del contrato, un contrato vacío. Aunque sin duda, pasar el tiempo en
compañía de Jacob era un beneficio extra que no había previsto.
Billy
aún no había regresado, así que no tuve que andar mintiendo sobre lo que
habíamos estado haciendo durante el día. Tan pronto como colocamos todo en la
lona de plástico que había al lado de la caja de herramientas, Jacob se puso a
trabajar, sin dejar de charlar y reír mientras sus dedos rastreaban expertamente
entre las distintas piezas que tenía delante.
La
habilidad de Jacob con las manos era fascinante. Parecían demasiado grandes
para lo delicado de las tareas que llevaban a cabo con soltura y precisión.
Cuando trabajaba, tenía un aspecto grácil. No era así cuando lo veías de pie; entonces,
su altura y sus pies enormes le convertían en un ser casi tan patoso como yo.
Quil y
Embry no aparecieron, quizás porque se habían tomado en serio la amenaza de
Jacob.
El día
pasó con excesiva rapidez. Oscureció en los aledaños del garaje antes de lo que
yo esperaba; entonces, escuché cómo nos llamaba Billy.
Salté
para ayudar a Jacob a recoger las cosas, aunque dudaba de qué era lo que podía
tocar.
—Déjalo
ahí —dijo—. Volveré a trabajar con eso más tarde, esta noche.
—No
vayas a dejar de hacer los deberes o cualquier otra cosa que tengas pendiente
—le comenté, sintiéndome algo culpable. No quería que se metiera en problemas,
ya que este plan sólo debía afectarme a mí.
—¿Bella?
Alzamos
bruscamente la cabeza cuando la voz familiar de Charlie nos llegó de entre los
árboles, cerca de nosotros.
—Corre
—murmuré—. ¡Ya vamos! —grité en dirección a la casa.
—Vámonos
—Jacob sonrió, disfrutando con excitación del complot.
Apagó
la luz y por un momento me quedé ciega. Jacob me tomó de la mano y me sacó del
garaje dirigiéndose hacia la casa entre los árboles. Sus pies encontraron con
facilidad el camino. Sentí su mano rugosa, pero muy cálida.
Tropezamos
a menudo en la oscuridad a pesar de caminar por el sendero. Aún nos reíamos
cuando la casa apareció a la vista. No era una risa profunda, sino más bien
ligera y superficial, pero no por eso menos agradable. Estaba segura de que él
no había notado el matiz de histeria que teñía la mía. No estaba acostumbrada a
reír, y me hacía sentir bien y al mismo tiempo muy mal.
Charlie
nos esperaba de pie en el pequeño porche trasero y Billy estaba detrás, sentado
en el umbral.
—Hola,
papá —dijimos los dos a la vez y eso nos hizo romper a reír de nuevo.
Charlie
me miraba con los ojos abiertos de par en par, unos ojos que relampaguearon al
darse cuenta de cómo la mano de Jacob se cerraba sobre la mía.
—Billy
nos ha invitado a cenar —dijo Charlie, en tono distraído.
—Mi
receta ultra secreta para los espaguetis con carne, transmitida de generación
en generación —dijo Billy en tono solemne.
Jacob
bufó.
—La
verdad, dudo que esa receta exista desde hace tanto.
La casa
estaba atestada. También se hallaba allí Harry Clearwater con su familia: su
mujer, Sue, a la que yo recordaba vagamente de mis vacaciones infantiles en
Forks y sus dos hijos. Leah era un año mayor que yo. Hermosa al estilo exótico,
con su piel cobriza perfecta, su cabello negro centelleante y las pestañas como
plumeros; parecía preocupada. Cuando llegamos estaba colgada al teléfono de
Billy y no lo soltó en ningún momento. Seth tenía catorce años y absorbía cada
palabra que dijera Jacob, lo idolatraba con la mirada.
Éramos
demasiados para la mesa de la cocina, así que Charlie y Harry trajeron sillas
del patio y comimos los espaguetis con los platos apoyados en
nuestro regazo, a la luz tenue que salía por la puerta abierta del cuarto de
estar de Billy. Los hombres hablaron del partido; Harry y Charlie hicieron
planes para ir a pescar. Sue le tomó el pelo a su marido con lo del colesterol
e intentó, sin éxito, que consintiera en comer algo de color verde y con hojas.
Jacob habló conmigo sobre todo y Seth le interrumpía rápidamente cada vez que
se sentía en peligro de verse relegado al olvido. Charlie me observaba,
intentando que no se le notara, con ojos complacidos, pero cautos a la vez.
Aquello
era una caótico guirigay en el que todos hablábamos en voz alta a la vez, donde
las carcajadas producidas por cada chiste interrumpían la historia de los
demás. No tuve que hablar con frecuencia, pero sonreí mucho y sólo cuando me
apeteció hacerlo.
No
quería irme.
Sin
embargo, estábamos en el estado de Washington y la inevitable lluvia terminó
con la fiesta. La sala de estar de Billy era demasiado pequeña para permitir
que continuara allí la reunión. Harry había traído a Charlie, por lo que nos
volvimos juntos a casa, en mi coche. Él me preguntó cómo me había ido el día y
le conté casi toda la verdad, que había acompañado a Jacob a comprar unas
piezas y que después le había visto trabajar en su garaje.
—¿Crees
que volverás a visitarle pronto? —me preguntó; intentó que no me diera cuenta
de su interés.
—Mañana
después de clase —admití—. Me llevaré los deberes, no te preocupes.
—Asegúrate
de que sea así —me ordenó, aunque tratando de disimular su satisfacción.
Cuando
nos acercamos a la casa, me puse nerviosa. No quería subir al primer piso. La
calidez de la presencia de Jacob se estaba desvaneciendo y, en su
ausencia, la ansiedad se incrementaba. Estaba segura de que no me iría de
rositas con dos tranquilas noches de sueño seguidas.
Para
retrasar un poco más la hora de acostarme, abrí el correo electrónico; había un
nuevo mensaje de Renée.
Me
contaba cosas sobre su día a día, el nuevo club de lectura que llenaba el hueco
de las clases de meditación que acababa de abandonar, cómo le iba con la
sustitución que estaba haciendo en segundo grado y cuánto echaba de menos a sus
chicos de infantil. También me escribía sobre lo mucho que disfrutaba Phil de
su nuevo trabajo de entrenador y que estaban planeando una segunda luna de miel
en Disney World.
Me di
cuenta de que estaba leyéndolo como si fuera el reportaje de un periódico, más
que como el mensaje que alguien te dirige personalmente. Me inundó el
remordimiento, dejándome un regusto desagradable después. Menuda hija estaba
hecha.
Le
contesté con rapidez, haciendo comentarios de cada una de las partes de su
carta y añadiendo información de mi propia cosecha; le describí la fiesta de
los espaguetis en casa de Billy y cómo me sentí mientras observaba a Jacob
hacer algo útil con unas pequeñas piezas de metal, sobrecogida y algo
envidiosa. No hice mención al cambio que supondría para ella esta carta
respecto a las que había recibido en los últimos meses. Apenas podía recordar
lo que le había escrito, ni siquiera la semana pasada, pero estaba segura de
que no había sido muy comunicativa. Cuanto más pensaba en ello, me sentía más
culpable. Seguramente la había preocupado mucho.
Me
quedé mucho rato esa noche después de escribir, haciendo más tareas de la casa
de las estrictamente necesarias, al suponer que ni la falta de sueño ni el
tiempo pasado con Jacob —siendo casi feliz de una manera superficial—
podrían apartarme de los sueños durante más de dos noches seguidas.
Me
desperté chillando, con el grito sofocado contra la almohada.
Mientras
la tenue luz de la mañana se filtraba a través de la niebla que había en el
exterior de mi ventana, yací en la cama e intenté sacudirme los restos del
sueño. Había una pequeña diferencia en la pesadilla de aquella noche y me
concentré en ella.
No había
estado sola en el bosque. Sam Uley, el hombre que me había recogido del suelo
del bosque aquella noche en la que no podía pensar conscientemente, estaba
allí. Era un cambio extraño, insospechado. Sus ojos oscuros me parecieron
sorprendentemente hostiles, como si contuvieran algún secreto que no deseara
compartir. Le miré tanto como mi frenética búsqueda me permitía, pero me hizo
sentir incómoda el tenerle allí, añadido a todo el pánico que ya me era
habitual. Quizás se debía a que cuando no le miraba directamente, mi visión
periférica percibía la forma en que su silueta parecía temblar y cambiar. A
pesar de todo, no hacía nada más que estar allí de pie y observar. No me
ofreció ayuda, a diferencia del momento en que nos conocimos en la realidad.
Charlie
me examinó durante el desayuno y yo intenté ignorarle. Suponía que me lo había
merecido. No podía esperar que él no se preocupara. Probablemente tendrían que
pasar semanas antes de que él dejara de aguardar a que regresara la zombi y yo
simplemente debería intentar que no me molestara este hecho. Después de todo,
también yo estaba vigilando el regreso de la zombi. Dos días no bastaban ni de
lejos para proclamar mi curación.
En el
instituto era justo lo opuesto. Ahora que yo sí estaba prestando atención, estaba
claro que nadie me observaba.
Recuerdo
el primer día que entré en el instituto de Forks, lo desesperadamente que deseé
volverme de color gris, disolverme en el cemento mojado de la acera como un
camaleón de gran tamaño. Parecía que sólo un año después había conseguido ver
cumplido mi deseo.
Era
como si no estuviera allí. Incluso mis profesores paseaban la vista por mi
asiento como si se encontrara vacío.
Escuché
mucho durante toda la mañana, pendiente una y otra vez de las voces que me
rodeaban. Intenté captar de qué iban las cosas, pero las conversaciones me
llegaban tan deslavazadas que lo dejé.
Jessica
ni siquiera levantó la vista cuando me senté a su lado en mates.
—Hola,
Jess —le dije, con una despreocupación que era puro cuento—. ¿Qué tal te fue el
resto del fin de semana?
Ella me
miró con ojos cargados de sospecha. ¿Estaría todavía enfadada? ¿O simplemente
se sentía demasiado impaciente para tratar con una chalada?
—Divino
—me contestó, volviéndose a su libro.
—Eso
está bien —murmuré.
La
expresión figurada «hacerle el vacío a alguien» parecía tener algo de literal
en sí misma. Podía sentir el aire cálido circular desde los respiraderos, pero
yo seguía teniendo mucho frío. Tomé la chaqueta del respaldo de la silla y me
la puse otra vez.
Salimos
tarde de la cuarta hora de clase y la mesa del almuerzo donde solía sentarme
estaba llena en el momento de mi llegada. Mike estaba allí; también Jessica y
Angela, Conner, Tyler, Eric y Lauren. Katie Webber, la chica pelirroja de
tercer año que vivía al volver la esquina de mi casa, estaba sentada con Eric,
y Austin Marks, el hermano mayor del chico del que obtuve las motos, estaba a su
lado. Me pregunté cuánto tiempo llevaba sentado allí, incapaz de recordar si
hoy era el primer día o algo que se había convertido en una costumbre habitual.
Empezaba
a estar molesta conmigo misma. Parecía que me había pasado todo el último
semestre empaquetada en bolitas de espuma de poliéster.
Nadie
levantó la cabeza cuando me senté al lado de Mike, ni siquiera cuando la
silla chirrió estridentemente contra el suelo de linóleo al apartarla para
sentarme.
Intenté
captar el hilo de la conversación.
Mike y
Conner hablaban de deportes, así que rápidamente dejé de escucharles.
—¿Dónde
está Ben hoy? —le estaba preguntando Lauren a Angela. Esto parecía mejor, por
lo que presté atención. Me pregunté si aquello significaría que Angela y Ben
todavía seguían juntos.
Apenas
reconocí a Lauren. Se había cortado todo su sedoso pelo rubio maíz al estilo
paje, tan corto que tenía la nuca afeitada como la de un chico. ¡Qué cosa tan
horrible! Me pregunté el porqué. ¿Le habían pegado chicle en el pelo? ¿Lo había
vendido? ¿Se habían puesto de acuerdo todas las personas con las que ella se
había portado mal para atraparla en la parte de atrás del gimnasio y afeitarla?
Decidí que no estaba bien juzgarla ahora, en base a mi opinión previa sobre
ella. Por lo que a mí me constaba, podía haberse convertido en una persona
estupenda.
—Ben ha
pillado una gripe estomacal —contestó Angela, con su voz tranquila, calma—. Con
suerte, se le pasará en cosa de veinticuatro horas. Anoche estaba realmente
enfermo.
Angela
también se había cambiado el peinado, porque las capas le habían crecido.
—¿Qué
hicisteis vosotras este fin de semana? —preguntó Jessica, sin que por su tono
de voz pareciera muy interesada en la respuesta. Hubiera apostado que no era
más que un modo de abrir la conversación con el fin de que ella pudiera contar
sus propias historias. Me pregunté si se atrevería a hablar de Port Angeles
estando yo sentada a dos asientos de distancia. ¿Es que me había vuelto tan
invisible que nadie se iba a sentir incómodo hablando de mí estando yo
presente?
—Nosotros
íbamos a ir de excursión el sábado, pero... cambiamos de idea —dijo Angela.
Hubo un matiz peculiar en su voz que captó mi interés.
A Jess,
no tanto.
—Pues
qué pena —dijo, dispuesta a embarcarse en su propia historia. Pero yo no era la
única que estaba prestando atención.
—¿Qué
ocurrió? —preguntó Lauren con curiosidad.
—Bien
—continuó Angela, que parecía dudar más de lo habitual, aunque ella solía ser
reservada por lo general—. Condujimos en dirección norte, hacia las fuentes
termales. Hay un sitio ideal justo a un kilómetro del comienzo del sendero,
pero vimos algo cuando estábamos más o menos a mitad de camino.
—¿Que
visteis algo? ¿El qué? —las pálidas cejas de Lauren se alzaron a la vez.
Incluso Jess parecía estar escuchando ahora.
—No lo
sé —repuso Angela—. Creímos que era un oso. Era negro, pero parecía
demasiado... grande.
Lauren
bufó.
—¡Oh
no, tú también! —sus ojos se volvieron burlones y decidí que no había que
concederle el beneficio de la duda. Obviamente, su personalidad no había
cambiado tanto como su cabello—. Tyler intentó colarme esa historia la semana
pasada.
—Es
imposible ver a un oso tan cerca de un centro turístico —coincidió Jessica,
alineándose con Lauren.
—Pero
es que lo vimos de verdad —protestó Angela con la voz baja y la mirada fija en
la mesa.
Lauren
se rió de ella. Mike aún estaba hablando con Conner, sin prestar atención a las
chicas.
—No, tiene
razón —intervine impaciente—. Precisamente el sábado pasado apareció un
mochilero que también había visto el oso, Angela. Aseguró que era enorme y de
color negro, y que se lo encontró justo en las afueras de la ciudad, ¿a que sí,
Mike?
Hubo un
momento de silencio. Cada par de ojos de los presentes en la mesa se volvió a
mirarme, impresionado. Kate, la chica nueva, Katie, se quedó boquiabierta, como
si hubiese sido testigo de una explosión. Nadie se movió.
—¿Mike?
—murmuré, mortificada—. ¿Te acuerdas del tipo aquel que contó la historia del
oso?
—Se-seguro
—titubeó Mike después de un segundo. No sé por qué me miraba tan extrañado. Yo
hablaba con él en el trabajo, ¿no? ¿O no lo hacía? Yo creía que sí...
Mike se
recobró.
—Eh,
sí, vino un tío que dijo que había visto un gran oso negro justo al comienzo
del sendero, más grande que un oso pardo —confirmó.
—Bah
—Lauren se volvió a Jessica, con los hombros rígidos y, para cambiar el tema de
la conversación, preguntó—: ¿Os han contestado de la USC[1]?
Todos
menos Mike y Angela miraron para otro lado. Ella me sonrió para tantear el
terreno y yo le devolví la sonrisa.
—Así
que, ¿qué hiciste el fin de semana, Bella? —preguntó Mike, curioso, aunque
extrañamente precavido.
Todo el
mundo, salvo Lauren, miró hacia atrás, esperando mi respuesta.
—El viernes por la noche Jessica y yo fuimos
al cine en Port Angeles, y después yo pasé la tarde del sábado y la mayoría del
domingo allí abajo, en La Push.
Las
miradas iban de Jessica a mí y de mí a Jessica. Jess parecía irritada. Me
pregunté si es que no quería que supieran que había salido conmigo o si es que
deseaba ser ella quien contara la historia.
—¿Qué
película visteis? —preguntó Mike, comenzando a sonreír.
—Dead End,
aquella de los
zombis —sonreí para infundirle valor. Quizás todavía podía arreglarse algo del
daño que había hecho en los últimos meses, cuando yo misma me había comportado
como un zombi.
—He
oído que da mucho miedo, ¿es así? —Mike parecía deseoso de continuar la
conversación.
—Bella
se asustó tanto que tuvo que salirse al final —intercaló Jessica con una
sonrisa maliciosa.
Yo
asentí, intentando parecer avergonzada.
—Es que
daba miedo de verdad.
Mike no
paró de hacerme preguntas hasta que se terminó el almuerzo. Poco a poco, los
otros volvieron a continuar sus propias conversaciones, aunque todavía me
miraban mucho. Angela pasó la mayor parte del rato hablando con Mike y conmigo
y, cuando me levanté para tirar los restos de mi bandeja, ella se incorporó
también y me siguió.
—Gracias
—me dijo en voz baja cuando ya estábamos lejos de la mesa.
—¿Por
qué?
—Por
intervenir, por apoyarme.
—No hay
de qué.
Ella me
miró con interés, pero no de forma ofensiva, en plan «se le ha ido la olla».
—¿Estás
bien?
Éste
era el motivo por el que había escogido a Jessica en vez de a Angela para ir al
cine, aunque esta última me gustaba más. Era demasiado perceptiva.
—No del
todo —admití—, pero me encuentro un poco mejor.
—Me
alegro —contestó ella—. Te echaba de menos.
Lauren
y Jessica nos alcanzaron en ese momento y escuché a Lauren susurrar de forma
audible:
—Ay,
qué alegría. Bella ha vuelto.
Angela
puso los ojos en blanco cuando pasaron y me sonrió para darme ánimos.
Suspiré.
Era como si todo volviera a empezar de nuevo.
—¿Qué
día es hoy? —pregunté súbitamente.
—Diecinueve
de enero.
—Mmm.
—¿Qué
pasa? —inquirió Angela.
—Ayer
hizo un año de mi primer día aquí —musité.
—Nada
ha cambiado demasiado —murmuró Angela, mirando en dirección a Lauren y Jessica.
—Ya lo
sé —asentí—. Eso mismo estaba pensando.
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