jueves, 3 de febrero de 2005

Repetición


No estaba segura de qué demonios estaba haciendo allí.
¿Es que estaba intentando empujarme de nuevo hacia el estado de estupor zombi? ¿Me había vuelto masoquista, había desarrollado una afición a la tortura? Debería haberme ido directamente a La Push. Me sentía mucho, mucho mejor cerca de Jacob. Comportarme de esa manera no era precisamente lo más cuerdo por mi parte.
No obstante, seguí conduciendo lentamente a través del camino zigzagueante lleno de maleza, entre los árboles que se arqueaban sobre mí como un verde túnel vivo. Tanto me temblaban las manos que las apreté con fuerza en torno al volante.
Era consciente de que parte de mi motivación para hacer esto era la pesadilla; ahora que estaba realmente despierta, la vaciedad del sueño me carcomía los nervios, como si fuera un perro jugueteando con un hueso. Había algo que tenía que buscar. Algo imposible e inalcanzable, atemorizador y enajenador, pero estaba allí fuera, en alguna parte. Debía creer que era así.
Por otro lado, estaba esa extraña sensación de repetición que había sentido hoy en el colegio, la coincidencia de fechas. El sentimiento de que estaba empezando de nuevo, de que todo transcurría como si realmente fuera mi primer día en el instituto y yo fuera la persona más rara que había aquella tarde en la cafetería.
Las palabras se precipitaban por mi mente, monótonas, como si las estuviera leyendo y no como si se las estuviera oyendo decir:
Será como si nunca hubiese existido.
Me mentía cuando dividía en dos partes mi argumentación para venir aquí. No quería admitir la motivación más fuerte porque sonaba a perturbación mental.
La verdad es que quería volver a oírle, como le había oído en el extraño delirio del viernes por la noche. Durante aquellos escasos momentos, cuando su voz llegó desde alguna parte de mi inconsciente, cuando sonó perfecta, tan dulce como la miel, mucho mejor que en ese pálido eco que mi memoria era capaz de evocar, pude recordarle sin dolor. Pero no había durado; la pena me había superado, como yo sabía que ocurriría con certeza, y como demostraba esta misión de locos. Sin embargo, los preciosos instantes en los que pudiera volver a oírle eran un señuelo irresistible. Tenía que encontrar el modo de poder repetir la experiencia... o quizás sería más preciso decir «el episodio».
Tenía la esperanza de que esa sensación de déjà vu fuera la clave. Por eso iba a su casa, un lugar donde no había estado desde el día fatídico de mi fiesta de cumpleaños, hacía ya tantos meses.
La densa maleza, casi como una jungla, se deslizaba lentamente por las ventanillas del coche. El camino seguía adelante. Comencé a ir más deprisa, ya que me estaba poniendo nerviosa. ¿Cuánto tiempo llevaba conduciendo? ¿No debería haber llegado ya a la casa? El sendero estaba tan invadido por la espesura que no me parecía familiar.
¿Qué pasaría si no lograba encontrarlo? Me eché a temblar. ¿Y qué ocurriría si no quedaba ninguna prueba tangible en absoluto...?
Entonces apareció el hueco entre los árboles que yo estaba buscando, sólo que no se percibía con tanta facilidad como antes. La vegetación en Forks no tardaba mucho en reclamar cualquier terreno que se quedara baldío. Los altos helechos habían invadido el prado que rodeaba la casa, apretándose en torno a los troncos de los cedros, llegando incluso al amplio porche. Era como si el césped hubiera sido inundado, hasta la altura de la cintura, por verdes olas como plumas.
La casa estaba allí, pero no era la misma. Aunque no creía que nada hubiera cambiado en el exterior, el vacío gritaba desde las ventanas cerradas. Resultaba espeluznante. Por primera vez desde que había visto aquella hermosa casa, me pareció que era una guarida apropiada para vampiros.
Frené en seco mientras miraba alrededor. Tuve miedo de continuar.
Pero no ocurrió nada. No se oía ninguna voz en mi cabeza...
... de modo que dejé el motor en marcha y salté al mar de helechos. Quizás, si avanzaba hacia la casa, como había ocurrido el viernes por la noche...
Me acerqué lentamente hacia la fachada vacía y desnuda mientras sentía el reconfortante rugido del motor de mi coche a mi espalda. Me paré al llegar a las escaleras del porche, porque allí no había nada. Ni el más ligero testimonio de su presencia... de la presencia de él. La casa estaba allá, como un cuerpo sólido, pero eso no significaba nada. Su realidad concreta no llenaría el vacío de mis pesadillas.
Me quedé allí, a unos pasos de la casa. No quería mirar por las ventanas. No estaba segura de qué sería más duro de ver. Si las habitaciones estuvieran vacías, sonando a eco desde el suelo hasta el techo, seguramente me resultaría doloroso. Como ocurrió en el funeral de la abuelita, cuando mi madre insistió en que no entrara a verla y permaneciera fuera. Me dijo que no necesitaba verla en ese estado, que sería mejor recordarla viva y no de esa manera.
Pero ¿no sería aún peor que no hubiera ningún cambio? ¿Que los sofás se encontraran colocados exactamente igual que la última vez, las pinturas en su sitio, y lo más horrible, el piano encima de la pequeña tarima? Eso sería casi tan malo como que la casa entera desapareciera de un golpe. La demostración clara de que no había ninguna posesión física que los atara de ningún modo. Que todo quedaba, intacto y olvidado, tras su paso.
Al igual que yo.
Le volví la espalda a ese enorme vacío y me apresuré hacia mi coche. Iba casi corriendo. Ansiaba alejarme, volver al mundo humano. Me sentía horriblemente vacía y quería ver a Jacob. Quizás estaba desarrollando una nueva clase de enfermedad, otro tipo de adicción, como lo había sido el aturdimiento antes, pero eso no me preocupaba. Conduje el coche lo más rápidamente que pude hasta salir disparada en dirección a mi dosis.
Jacob estaba esperándome. Se me empezó a relajar el pecho conforme lo vi, facilitándome la respiración.
—¡Hola, Bella! —me llamó.
Sonreí aliviada.
—Hola, Jacob —saludé con la mano a Billy, que estaba mirando por la ventana.
—Vamos a ponernos a trabajar —dijo Jacob con una voz baja pero entusiasta.
Yo pude reír sin saber cómo.
—Pero ¿de verdad no estás harto de mí ya? —le pregunté. Seguramente estaría empezando a preguntarse cuán desesperada tenía que estar yo por conseguir compañía.
Jacob encabezó el camino alrededor de la casa en dirección a su garaje.
—Qué va. Todavía no.
—Por favor, hazme saber cuándo empiezo a ponerte de los nervios. No quiero ser una pesada.
—Vale —se rió, y sonó como un gorgoteo—. Aunque, bueno, yo de ti no me preocuparía por eso.
Cuando llegamos al garaje, me quedé de una pieza al encontrarme la motocicleta roja en pie, con aspecto de moto real, más que de una pila de hierros retorcidos.
—Jake, eres sorprendente —jadeé.
Rompió a reír de nuevo.
—Me obsesiono cuando tengo cualquier proyecto entre manos —se encogió de hombros—. Aunque lo habría alargado un poco más si tuviera algo de cerebro.
—¿Por qué?
Miró hacia el suelo, parándose tanto rato que me pregunté si habría escuchado mi pregunta. Finalmente, inquirió:
—Bella, ¿que habrías hecho si te hubiera dicho que no podía arreglar las motos?
Yo tampoco respondí con rapidez, y él levantó la mirada para comprobar mi expresión.
—Te hubiera respondido que... tampoco era para tanto, que seguro que seríamos capaces de encontrar a alguien que pudiera hacerlo. Y si realmente nos hubiéramos sentido desesperados, incluso podríamos haber hecho alguna de las tareas del colegio.
Jacob sonrió y sus hombros se relajaron. Se sentó al lado de la moto y tomó una llave inglesa.
—Entonces, ¿me estás diciendo que seguirás viniendo cuando haya terminado?
—¿A eso es a lo que te referías? —sacudí la cabeza—. Y yo que suponía que me estaba aprovechando de tus poco reconocidas habilidades mecánicas. Estaré aquí tanto tiempo como me dejes seguir viniendo.
—¿Esperando a encontrarte con Quil de nuevo? —bromeó Jacob.
—Me has pillado.
Se rió entre dientes.
—¿De verdad que te gusta pasar el tiempo conmigo? —me preguntó, maravillado.
—Mucho. Muchísimo. Y te lo demostraré. Mañana tengo trabajo, pero el miércoles haremos algo que no tenga que ver con la mecánica.
—¿Como qué?
—No tengo ni idea. Podemos ir a mi casa, así no tendrás la tentación de continuar con tu obsesión. Puedes traerte los deberes del instituto, ya que debes de estar retrasándote, igual que yo.
—Lo de hacer las tareas es una buena idea —hizo una mueca y me pregunté cuántas cosas estaba dejando sin hacer por estar conmigo.
—Sí —asentí—. Tenemos que empezar a comportarnos de una forma responsable, o Billy y Charlie no se lo van a tomar tan bien como hasta ahora —hice un gesto refiriéndome a los dos como una sola entidad, cosa que le gustó porque sonrió abiertamente.
—¿Tareas una vez a la semana? —propuso.
—Mejor que sean dos —sugerí al pensar en la pila de trabajos que acababan de ponerme ese mismo día.
Suspiró pesadamente. Apartó su caja de herramientas y tomó una bolsa de papel de supermercado de donde sacó dos latas de soda. Abrió una y me la pasó. Luego abrió la segunda y la elevó ceremoniosamente.
—De aquí a la responsabilidad —brindó—. Dos veces por semana.
—Y a la imprudencia todos los días que queden —añadí yo con énfasis.
Sonrió e hizo chocar su lata con la mía.


Llegué a casa más tarde de lo planeado y me encontré con que Charlie había preferido encargar una pizza antes que esperarme. No me dejó que me disculpara.
—No importa —me aseguró—. De todos modos te mereces un descanso de la cocina.
Me di cuenta de que lo que realmente ocurría es que se sentía aliviado de que yo siguiera todavía comportándome como una persona normal, y desde luego, él no lo iba a echar a perder.
Comprobé el correo antes de comenzar con mis tareas caseras. Recibí un mensaje bastante largo de Renée. Se había regodeado en cada detalle de lo que le había contado, por lo que le devolví otra descripción exhaustiva de lo que había hecho en el día. Todo, salvo lo de las motos. Incluso la despreocupada Renée se alarmaría por una cosa como ésa.
El martes, en el instituto, tuvo sus momentos buenos y malos. Angela y Mike estaban dispuestos a recibirme de vuelta con los brazos abiertos, haciendo la vista gorda amablemente ante esos meses en los que yo había mostrado un comportamiento aberrante. Jess parecía más reacia. Me pregunté si es que necesitaba una disculpa formal, por escrito, por el incidente de Port Angeles.
Mike estuvo animado y charlatán en el trabajo. Parecía como si hubiera almacenado un semestre de temas de conversación y ahora los estuviera soltando todos. Descubrí que volvía a ser capaz de sonreír y reír con él, aunque no me salía con tanta naturalidad como con Jacob. Lo consideraba bastante inofensivo y una manera de pasar el tiempo.
Mike puso el cartel de cerrado en la ventana mientras yo doblaba mi chaleco y lo ponía bajo el mostrador.
—Lo he pasado muy bien esta noche —dijo Mike contento.
—Cierto —asentí, aunque la verdad es que habría preferido pasar la tarde en el garaje.
—Qué pena que la otra noche tuvieses que salirte de la película.
No entendí bien el camino que seguían sus pensamientos. Me encogí de hombros.
—Es que soy una rajada, me temo.
—Lo que quiero decir es que deberías ir a ver una película mejor, alguna que realmente pudieras disfrutar —me explicó.
—Oh —murmuré, todavía desorientada.
—Podría ser este viernes. Conmigo. Ya sabes, ir a ver algo que no te diera miedo bajo ningún concepto.
Me mordí el labio.
No quería cagarla con Mike, no cuando era una de las pocas personas que estaba dispuesta a perdonarme después de haber perdido la cabeza, pero esto también me pareció muy familiar. Como si el último año nunca hubiera existido. Me habría gustado que Jess me sirviera de excusa esta vez.
—¿Como si fuera una cita? —le pregunté. La honradez era quizás la mejor política llegados a este punto. Mejor enfrentarse a ello.
Él reconoció mi tono de voz.
—Si así lo quieres, pero no tiene por qué ser así.
—No quiero citas —repuse lentamente, dándome cuenta de cuánta verdad encerraba esa afirmación. Todo ese mundo me parecía increíblemente lejano.
—¿Sólo como amigos? —sugirió él. Sus ojos azul claro ya no mostraban entusiasmo. Deseé que él realmente creyera que podríamos ser amigos de alguna manera.
—Suena divertido, pero lo cierto es que tengo ya planes para este viernes, ¿qué tal la semana próxima?
—¿Qué vas a hacer? —preguntó, seguramente con más intención de la que quería mostrar.
—Tareas. Tengo que... estudiar con un amigo.
—Ah, vale. Quizás la semana que viene.
Me acompañó hasta mi coche, menos eufórico que antes. Aquello me trajo recuerdos muy nítidos de mis primeros meses en Forks. Había completado el ciclo y ahora lo sentía todo como un eco vacío, desprovisto del interés que solía tener.
La noche siguiente, Charlie no pareció para nada sorprendido de encontrarnos a Jacob y a mí tirados por el suelo del salón con nuestros libros desparramados alrededor, de modo que deduje que Billy y él habían estado hablando a nuestras espaldas.
—Hola, chicos —dijo mientras desviaba la mirada hacia la cocina donde me había pasado toda la tarde haciendo una lasaña, mientras Jacob miraba y la probaba de vez en cuando. El olor se extendía por el vestíbulo. La había hecho a conciencia, para expiar todas las pizzas que había tenido que pedir.
Jacob se quedó a cenar y se llevó un plato a casa para Billy. Consintió de mala gana en añadirme otro año en nuestras negociaciones sobre la edad por ser una buena cocinera.
El viernes estuvimos en el garaje, y el sábado, después de mi turno en el negocio de los Newton, tocó hacer las tareas en casa otra vez. Charlie confiaba tanto en mi nueva cordura que se pasó el día pescando con Harry. Cuando regresó, ya habíamos terminado todo, lo que, por cierto, nos hizo sentirnos muy maduros y responsables, y estábamos viendo un episodio de Monster Garage en el canal Discovery.
—Quizás debería irme ya —suspiró Jacob—. Es más tarde de lo que pensaba.
—Vale, de acuerdo —rezongué—. Te llevaré a casa.
Pareció agradarle lo reacio de mi expresión, y lanzó una carcajada.
—Mañana, de vuelta al trabajo —le dije, tan pronto como estuvimos a salvo en el coche—. ¿A qué hora quieres que vaya?
Sonrió al responderme con un entusiasmo contenido.
—Te llamaré antes, ¿de acuerdo?
—Bueno.
Torcí el gesto sin dejar de preguntarme qué se traía entre manos. Su sonrisa se ensanchó.


La mañana siguiente me dediqué a limpiar la casa mientras esperaba la llamada de Jacob, a la vez que intentaba sacarme de encima la última pesadilla. El escenario había cambiado. La última noche había estado vagando por un mar de helechos entre los cuales crecían enormes árboles de cicuta. No había allí nada más, y yo me había perdido, vagabundeando sola y sin dirección, sin saber lo que buscaba. Hubiera querido darme de patadas por la estúpida excursión de la última semana. Intenté sacar el sueño de mi mente consciente, esperando que se quedara metido en alguna otra parte y no volviera a escapar de allí.
Charlie estaba fuera lavando el coche patrulla así que, cuando sonó el teléfono, solté la escobilla del baño y corrí escaleras abajo para responder.
—¿Diga? —contesté casi sin aliento.
—Bella —dijo Jacob, con un extraño tono formal de voz.
—Hola, Jake.
—Creo que... tenemos una «cita» —entonó la palabra con segundas intenciones.
Me llevó más de un segundo pillar la indirecta.
—¿Están terminadas? —justo a tiempo. Necesitaba algo que me distrajera de pesadillas y vacíos.
—Sí, andan y todo.
—Jacob eres, sin ningún género de duda, la persona de mayor talento y más maravillosa que conozco. Te concedo diez años sólo por esto.
—¡Guay! Ya soy una persona madura.
Me reí.
—¡Y yo pronto lo conseguiré!
Dejé las cosas del baño en el armarito y tomé la chaqueta.
—Vas a ver a Jake —dijo Charlie al verme pasar a toda velocidad. En realidad, no me lo estaba preguntando.
—Sí —repliqué mientras saltaba al interior de mi coche.
—Luego, me iré a la comisaría —me gritó Charlie cuando ya estaba dentro.
—¡Vale! —grité de vuelta, girando la llave de contacto.
Charlie añadió algo más, pero el rugido del motor impidió que le escuchara con claridad. Me sonó a algo así como: «¿Dónde está el fuego?».
Aparqué el coche en un costado de la casa de los Black, cerca de los árboles, para que resultara más fácil sacar las motos a hurtadillas. Una mancha de colores captó mi atención nada más echar pie a tierra; eran las dos relucientes motos —una roja y otra negra— escondidas debajo de una pícea, lo que las hacía invisibles desde la casa. Jacob se había preparado bien.
Le había puesto un pequeño lazo azul a cada uno de los manillares. Esto me hizo reír mucho y aún seguía riéndome cuando Jacob salió de la casa.
—¿Preparada? —me preguntó en voz baja, con los ojos chispeantes.
Miré por encima de su hombro y no vi ni rastro de Billy.
—De acuerdo —contesté, pero ya no estaba tan entusiasmada como antes; estaba intentando imaginarme a mí misma montada de verdad encima de la moto.
Jacob las metió con facilidad en la parte posterior del coche, y las tumbó de lado de modo que no se vieran.
—Vámonos —me animó, con la voz algo más aguda de lo habitual por la excitación—. Conozco un sitio perfecto; nadie nos verá allí.
Salimos fuera de la ciudad y condujimos en dirección sur. La carretera polvorienta salía y entraba del bosque y algunas veces sólo veíamos árboles. Y de repente, surgió una espectacular panorámica del océano Pacífico que llegaba hasta el horizonte, de color gris oscuro bajo las nubes. Estábamos por encima de la playa, sobre los acantilados que bordeaban la costa y la vista parecía perderse hacia el infinito.
Conduje despacio para poder echar una ojeada de vez en cuando al mar sin correr peligro, especialmente cuando la carretera se ceñía a los acantilados. Jacob hablaba sobre cómo había terminado las motos, pero su descripción era muy técnica para mí, así que no presté demasiada atención.
Fue entonces cuando descubrí cuatro figuras de pie en un saliente rocoso, demasiado cercanas al precipicio. No podía calcular sus edades a semejante distancia, pero supuse que eran varones. A pesar de que el aire era helado, me pareció que únicamente llevaban pantalones cortos.
Mientras los observaba, el más alto dio unos pasos hacia el borde. Disminuí la velocidad automáticamente, con el pie aún dubitativo sobre el pedal de freno.
Entonces, se arrojó por el precipicio.
—¡No! —grité, golpeando el freno con una pisotón.
—¿Qué pasa? —gritó Jacob a su vez, alarmado.
—¡Ese chico... acaba de saltar por el borde del acantilado! ¿Por qué no se lo han impedido? ¡Tenemos que llamar a una ambulancia! —abrí mi puerta de un golpe y salté fuera, aunque eso no tenía ningún sentido. La manera más rápida de llegar a un teléfono consistía en conducir de vuelta a casa de Billy. Pero todavía no me podía creer lo que había visto. Quizás, de modo subconsciente, esperaba ver algo distinto sin tener por medio el cristal del parabrisas.
Jacob se rió y yo me giré con rapidez para mirarle furiosa. ¿Cómo podía demostrar esa insensibilidad y esa crueldad?
—Sólo están haciendo salto de acantilado, Bella. Es un pasatiempo. Ya sabes, La Push no tiene centro comercial —aunque bromeaba, había una extraña entonación irritada en su voz.
—¿Salto de acantilado? —repetí, atónita. Sin podérmelo creer todavía, vi que otra figura se subía al borde, hacía una pausa, y entonces saltaba al espacio vacío de forma airosa. Cayó durante lo que me pareció una eternidad y al final se introdujo con suavidad entre las oscuras olas grises de allá abajo.
—¡Guau! ¡Con lo alto que está...! —volví a deslizarme en mi asiento, aún mirando con los ojos abiertos como platos a los dos saltadores que quedaban—. Deben de ser lo menos treinta metros.
—Bueno, vale, la mayoría saltamos de más abajo, desde esa roca que sobresale del acantilado a mitad de camino entre donde están ellos y el mar —señaló un punto a través de su ventanilla que desde luego parecía una altura mucho más razonable—. Esos chicos están mal de la cabeza. Probablemente lo único que pretenden demostrar es lo duros que son. Lo que quiero decir es que hoy hace mucho frío y el agua no debe de ser ninguna delicia —hizo una mueca de desagrado, como si la proeza le disgustara personalmente. Me sorprendió un poco. Jamás hubiera pensado que habría algo que le enfadara.
—¿Tú también has saltado desde el acantilado? —no se me había escapado ese «nosotros».
—Claro, claro —se encogió de hombros y mostró una amplia sonrisa—. Es divertido. Da un poco de miedo y algo de agobio.
Volví a fijar la mirada en los acantilados, mientras la tercera figura se acercaba al borde. Nunca había sido testigo de algo tan temerario en mi vida. Se me abrieron los ojos de admiración, y sonreí.
—Jake, tienes que llevarme a hacer salto de acantilado.
Volvió el rostro hacia mí, con el ceño fruncido y una expresión de clara desaprobación.
—Bella, te recuerdo que has estado a punto de llamar una ambulancia para Sam —señaló. Me sorprendió que hubiera reconocido quién era a esa distancia.
—Quiero intentarlo —insistí, y me volví para salir de nuevo del coche.
Jacob me agarró de la muñeca.
—Pero no hoy, ¿vale? ¿No podríamos esperar por lo menos a un día más cálido?
—Vale, de acuerdo —asentí, ya que estaba de acuerdo en eso. Al abrir la puerta, la brisa helada me estaba poniendo la carne de gallina—. Pero quiero ir pronto.
—Pronto —puso los ojos en blanco—. Algunas veces te comportas de una manera muy rara, Bella. ¿Lo sabes, no?
Suspiré.
—Sí.
—No saltaremos desde lo más alto.
Miré fascinada la forma en que el tercer chico tomaba carrerilla y se alzaba en el aire a más distancia que los otros dos. Giró sobre sí mismo y dio una voltereta lateral mientras caía, como si estuviera haciendo paracaidismo acrobático. Parecía disfrutar de una libertad absoluta, irreflexiva y completamente irresponsable.
—Vale —acordé—. Al menos, no la primera vez.
Ahora fue Jacob el que suspiró.
—¿Vamos a probar ahora las motos o no? —inquirió.
—Vale, venga —contesté, apartando con dificultad la mirada de la última persona que aguardaba en el acantilado. Me abroché otra vez el cinturón y cerré la puerta. El motor seguía encendido, rugiendo, a pesar de estar al ralentí. Volvimos a la carretera otra vez.
—Bueno, ¿y quiénes eran esos chicos, los locos? —le pregunté.
Él hizo un sonido de disgusto que salió de lo más hondo de su garganta.
—La banda de La Push.
—¿Tenéis una banda? —pregunté. Me di cuenta de que sonaba como si estuviese impresionada por ello.
Mi reacción le dio risa.
—Bueno, no tanto como eso. Te lo juro, son como vigilantes jurados que se hubieran vuelto locos. No arman peleas, se dedican a mantener la paz —bufó—. Por ejemplo, mira lo que pasó con aquel chico que vino de algún sitio cerca de la reserva de Makah, uno bien grande, con una pinta que daba miedo. Bueno, se corrió el rumor de que vendía alcohol a los críos y Sam Uley y sus discípulos le echaron de nuestras tierras. Se pasan todo el día hablando de nuestra tierra, el orgullo de la tribu... Es algo ridículo. Lo peor del asunto es que el consejo los toma en serio. Embry me dijo que el consejo suele mantener reuniones con Sam —sacudió la cabeza con el rostro lleno de resentimiento—. Embry también oyó, porque se lo contó Leah Clearwater, que se llaman a sí mismos «protectores» o algo parecido.
Las manos de Jacob se habían convertido en puños, como si deseara golpear a alguien. Nunca había visto este otro lado suyo.
Me sorprendió escuchar el nombre de Sam Uley. No quería volver a evocar las imágenes de mi pesadilla, así que hice una observación rápida para distraerme.
—A ti no te gustan demasiado.
—¿Se nota mucho? —preguntó sarcásticamente.
—Bueno... no parece que estén haciendo nada malo —intenté suavizárselo, para que volviera a poner buena cara—. Más que una banda, parecen un grupo de irritantes niñatos resabiados.
—Sí, lo de irritantes es una palabra que les va como anillo al dedo. Se pasan todo el día fanfarroneando por ahí, como con lo del salto de acantilado. Ellos actúan... bueno, no sé, como tipos duros. Un día del pasado semestre Quil, Embry y yo estábamos dando una vuelta por la tienda, y Sam se pasó por allí con sus seguidores, Jared y Paul. Quil dijo algo, ya sabes que es un bocazas, y Paul se cabreó. Los ojos se le oscurecieron, y mostró una especie de sonrisa, aunque más que sonreír, lo que hizo fue enseñar los dientes como un poseso, y empezó a temblar o algo parecido. Entonces, Sam le puso la mano en el pecho y sacudió la cabeza. Paul le miró un minuto o así y se calmó. Lo cierto es que era como si Sam le estuviera sujetando, como si Paul hubiera estado dispuesto a hacernos pedazos si Sam no lo hubiera parado —gruñó—, como en las películas malas del oeste. Ya sabes, Sam es un tío muy grande, tiene los veinte bien cumplidos mientras que Paul sólo tiene dieciséis años, como nosotros, es más bajo que yo y no está tan cachas como Quil. Creo que cualquiera de nosotros podría con él sin problemas.
—Chicos duros —asentí, mostrándome de acuerdo. Podía reconstruirlo en mi cabeza tal como él lo había contado y me recordó algo... un trío de hombres altos, morenos, de pie, juntos y muy quietos en el salón de mi padre. Sólo me acordaba de la imagen de refilón, porque mi cabeza estaba apoyada en el sofá mientras el doctor Gerandy y Charlie se inclinaban sobre mí... ¿Eran ellos, la banda de Sam?
Volví a hablar con rapidez para esquivar esos recuerdos tan deprimentes.
—¿Y no es Sam un poco mayor ya para este tipo de cosas?
—Claro. Se suponía que iba a ir a la universidad, pero se ha quedado aquí sin que nadie haya dicho una mierda sobre el tema. Todo el consejo se le echó encima a mi hermana cuando dejó perder una beca parcial y se casó, pero, claro, Sam Uley no mete nunca la pata.
Su rostro mostraba ahora una expresión indignada y además había algo más que no reconocí al principio.
—Realmente todo esto suena irritante y extraño, pero no entiendo por qué te lo tomas de una manera tan personal —le eché una ojeada a la cara, esperando no haberle molestado. Se había tranquilizado de pronto, mirando por la ventanilla lateral.
—Te acabas de pasar la desviación —dijo con voz serena.
Realicé una vuelta en herradura y estuve a punto de chocar contra un árbol, ya que me vi obligada a salirme un buen trozo fuera de la carretera.
—Gracias por el aviso —murmuré al tomar de nuevo el carril correspondiente.
—Perdona, no he prestado atención.
Se quedó inmóvil durante un minuto escaso.
—Puedes pararte por aquí, donde tú quieras —dijo en voz baja y sin mirarme.
Aparqué y apagué el motor. Los oídos me zumbaban en el silencio que siguió. Salimos ambos del coche y Jacob se dirigió a la parte trasera del coche para sacar las motos. Intenté leer su expresión. Había algo más que le molestaba. Había tocado alguna fibra sensible.
Sonrió sin muchas ganas mientras empujaba la moto roja hasta ponerla a mi lado.
—Feliz cumpleaños tardío. ¿Te sientes preparada?
—Eso creo —de repente la moto me intimidaba y me asustaba. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que tendría que montarla.
—Nos lo tomaremos con calma —me prometió. Apoyé la moto con cuidado contra el guardabarros del coche, mientras él iba a recoger la suya.
—Jake... —dudé al hablarle, mientras él caminaba tranquilamente bordeando el coche.
—¿Sí?
—¿Qué es lo que realmente te molesta? Me refiero a lo de Sam... ¿Hay algo más? —observé su rostro. Hizo una mueca, pero no parecía enfadado. Miró hacia el suelo y frotó su zapato contra la rueda delantera de su moto una y otra vez, como si se estuviera tomando tiempo para algo. Suspiró.
—Es sólo... el modo en que me tratan. Me enferma —ahora las palabras se atropellaban unas a otras para salir—. Ya sabes, se supone que el consejo se compone de iguales, pero si hubiera un líder, ése tendría que ser mi padre. Nunca he conseguido averiguar por qué la gente lo trata de la manera en que lo hace ni tampoco por qué su opinión es la que más cuenta. Creo que tiene algo que ver con su padre y su abuelo. Mi bisabuelo, Ephraim Black, fue algo así como el último jefe que tuvimos, y si aún escuchan a Billy, quizás se deba a eso. Pero yo soy como otro cualquiera. Nadie me trata de forma especial..., al menos hasta ahora.
Esto me pilló con la guardia baja.
—¿Sam te trata de forma especial?
—Algo así —asintió, mirándome con ojos preocupados—. Me mira como si estuviese esperando algo..., como si algún día yo fuera a unirme a su estúpida banda. Me presta más atención que a los otros chicos. Le odio.
—Tú no tienes que unirte a nada —mi voz sonó enfadada. Este asunto le estaba molestando de verdad y me enfureció—. ¿Quiénes se creen que son esos «protectores»?
—Eso es —su pie continuó golpeando rítmicamente la rueda.
—¿Qué? —hubiera jurado que había más.
Frunció el ceño y sus cejas se arquearon de un modo que le hacían parecer más triste y preocupado que enfadado.
—Es Embry. Últimamente me evita.
Aunque los pensamientos no parecían guardar conexión alguna entre sí, me pregunté si yo no tendría alguna culpa en los problemas con su amigo.
—Has estado saliendo mucho conmigo —le recordé, sintiéndome egoísta. Le había estado monopolizando.
—No, no es eso. No es sólo a mí. También evita a Quil y a todos. Faltó toda una semana al colegio, pero nunca estaba en casa cuando iba a verle. Y cuando regresó, parecía... parecía flipado. Aterrorizado. Quil y yo intentamos que nos contara qué iba mal, pero no ha querido hablar con ninguno de nosotros.
Miré fijamente a Jacob, mordiéndome el labio inferior con ansiedad, ya que él parecía realmente asustado, pero no me correspondió la mirada. Se limitó a observar su pie golpeando el caucho como si perteneciera a otra persona. El ritmo se incrementó.
—Y entonces esta semana, como si nada, Embry apareció con Sam y los demás. Hoy también estaba en los acantilados —su voz se había atenuado y sonaba tensa.
Finalmente me miró.
—Bella, ellos le han estado rondado todo el tiempo, incluso más que a mí. Embry no quería tener nada que ver con ellos y ahora, de repente, sigue a Sam como si se hubiera unido a una secta.
»Y así es como ocurrió con Paul. Exactamente igual. No era amigo de Sam en absoluto. Después, dejó de venir a la escuela un par de semanas y, cuando volvió, súbitamente pertenecía a Sam. No sé lo que esto significa. No tengo la menor idea y siento que debería hacer algo, ya que Embry es mi amigo y Sam pone cara de burla cuando me mira y... —dejó inacabada la frase.
—¿Has hablado de esto con Billy? —le pregunté. Su miedo se estaba extendiendo hasta alcanzarme. Sentía cómo me recorrían la nuca los escalofríos.
Ahora, la ira afloró a su rostro.
—Sí —bufó—, y sirvió de gran ayuda.
—¿Qué te dijo?
La expresión de Jacob fue sarcástica y, cuando habló, su voz parodió burlonamente la entonación profunda de la voz de su padre.
—No es nada de lo que tengas que preocuparte ahora, Jacob. Dentro de unos años, si tú no... bueno, te lo explicaré más adelante —ahora su voz volvió a ser la suya—. ¿Qué se supone que tengo que entender de esa explicación? ¿Está intentando decirme que es alguna estúpida cosa relativa a la pubertad o algún rito de paso a la edad adulta? Parece algo más. Algo chungo.
Se mordió el labio inferior y se retorció las manos. Parecía a punto de echarse a llorar.
Le abracé de forma instintiva, envolviendo su cintura con mis brazos y presionando mi rostro contra su pecho. Era tan grande que me sentía como una niña abrazando a un adulto.
—¡Oh, Jake, todo va a ir bien! —le prometí—. Si las cosas se ponen peor, puedes venirte a vivir conmigo y con Charlie. ¡No tengas miedo, ya pensaremos en algo!
Se quedó rígido durante un segundo y luego sus largos brazos me envolvieron titubeantes.
—Gracias, Bella —su voz era más hosca de que costumbre.
Estuvimos así un momento y no me molestó; de hecho, el contacto me sirvió de consuelo. No había sentido nada parecido desde la última vez que alguien me habla abrazado así. Esto era amistad. Y Jacob era una persona muy cálida.
Me resultaba extraña esa cercanía a otro ser humano, más desde el punto de vista emocional que del físico, aunque también lo físico me pareciera raro. No era mi estilo habitual. Normalmente no me relacionaba con la gente con tanta facilidad, a un nivel tan básico.
Desde luego, no con seres humanos.
—Si es así como vas a reaccionar siempre, creo que se me va a ir la olla más a menudo —su voz sonó ahora ligera, otra vez normal, y su risa retumbó en mi oído. Me exploró el pelo con los dedos, con suavidad y de forma vacilante.
Bueno, era amistad al menos para mí.
Me retiré con rapidez, riéndome con él, pero decidida a poner las cosas en su sitio de una vez.
—Es difícil de creer que soy dos años mayor que tú —dije, enfatizando la palabra «mayor»—. Me haces sentir como una enana —estando tan cerca de él, realmente tenía que estirar el cuello para verle la cara.
—Se te ha olvidado que ando ya por los cuarenta, claro.
—Oh, claro.
Me dio unos golpecitos en la cabeza.
—Eres como una muñequita —bromeó—. Una muñeca de porcelana.
Puse los ojos en blanco y di un paso hacia atrás.
—Espero que no me salgan grietas blancas.
—En serio, Bella, ¿estás segura de que no las tienes? —apretó su brazo cobrizo contra el mío. La diferencia era estremecedora—. No he visto a nadie más pálido que tú... Bueno, a excepción de... —se interrumpió y yo miré hacia otro lado intentando no dar paso en mi mente a lo que él había estado a punto de decir—. Pero bueno, ¿vamos a montar en las motos, o qué?
—Vamos allá —acordé, con más entusiasmo del que había sentido hacía medio minuto. Su frase inacabada me había recordado el motivo por el que estábamos allí.

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