No
estaba complacido, eso saltaba a la vista sólo con mirarle a la cara, pero me
tomó en brazos sin discutir más y saltó ágilmente desde mi ventana para
aterrizar en el más absoluto silencio, como un gato. Había más altura de la que
pensaba.
—Entonces
de acuerdo —dijo con una voz rabiosa que expresaba su desaprobación—. Sube.
Me
ayudó a encaramarme a su espalda y echó a correr. Me pareció algo habitual
incluso después de haber transcurrido tanto tiempo. Resultaba fácil.
Evidentemente, era algo que nunca se olvidaba, como ir en bici.
Mientras
él atravesaba el bosque corriendo, con la respiración lenta y acompasada, todo
permaneció en calma y a oscuras, tanto que apenas veíamos los árboles cuando
pasábamos como un bólido delante de ellos. Sólo el azote del viento en el
rostro daba verdadera medida de la velocidad a la que íbamos. El aire era
húmedo y no me quemaba los ojos como lo había hecho en la gran plaza, lo cual
suponía un alivio. La negrura me parecía conocida y protectora, igual que el
grueso edredón debajo del cual jugaba de niña.
Me
acordé de cómo solían asustarme aquellas carreras por el bosque, y también de
que cerraba los ojos. Ahora se me antojaba una reacción estúpida. Mantuve los
ojos abiertos y apoyé el mentón en su hombro, rozando su cuello con la mejilla.
La
velocidad resultaba tonificante. Cien veces mejor que la moto.
Volví
mi cara hacia él y apreté los labios sobre la piel —fría como la piedra— de su
cuello.
—Gracias
—dijo mientras dejábamos atrás las vagas siluetas oscuras de los árboles—.
¿Significa eso que has decidido que estás despierta?
Me reí.
Mi risa sonaba fácil, natural, fluida. Sonaba bien.
—En
realidad, no. Más bien, todo lo contrario. Voy a intentar no despertar, al
menos, no esta noche.
—No sé
cómo, pero volveré a ganarme tu confianza —murmuró, en su mayor parte para él—.
Aunque sea lo último que haga.
—Confío
en ti —le aseguré—, pero no en mí.
—Explica
eso, por favor.
Ralentizó
el ritmo hasta limitarse a andar —sólo me di cuenta porque cesó el viento— y
supuse que no debíamos de estar lejos de la casa. De hecho, me pareció
distinguir en medio de la oscuridad el sonido del río mientras fluía en algún
lugar cercano.
—Bueno...
—me devané los sesos para encontrar la forma adecuada de expresarlo—. No confío
en que yo, por mí misma, reúna méritos suficientes para merecerte. No hay nada
en mí capaz de retenerte.
Se
detuvo y se estiró para bajarme de la espalda. Sus manos suaves no me soltaron
después de dejarme en el suelo y me abrazó con fuerza, apretándome contra su
pecho.
—Me
retendrás de forma permanente e inquebrantable —susurró—. Nunca lo dudes.
Ya, pero
¿cómo no iba a tener dudas?
—Al
final no me lo has dicho... —musitó él.
—¿El
qué?
—Cuál
era tu gran problema.
—Te
dejaré que lo adivines —suspiré mientras alzaba la mano para tocarle la punta
de la nariz con el dedo índice.
Asintió
con la cabeza.
—Soy
peor que los Vulturis —dijo en tono grave—. Supongo que me lo merezco.
Puse
los ojos en blanco.
—Lo
peor que los Vulturis pueden hacer es matarme —esperó, tenso—. Tú puedes
dejarme —le expliqué—. Los Vulturis o Victoria no pueden hacer nada en
comparación con eso.
Incluso
en la penumbra, atisbé la angustiada crispación de su rostro. Me recordó la
expresión que adoptó cuando Jane le torturó. Me sentí mal y lamenté haberle
dicho la verdad.
—No
—susurré al tiempo que le acariciaba la cara—, no estés triste.
Curvó
las comisuras de los labios en una sonrisa tan carente de alegría que no llegó
a sus ojos.
—Sólo
hay una forma de hacerte ver que no puedo dejarte —susurró—. Supongo que
no hay otro modo de convencerte que el tiempo.
La idea
del tiempo me agradó.
—Vale
—admití.
Su
rostro seguía martirizado, así que intenté distraerle con tonterías sin
importancia.
—Bueno,
ahora que vas a quedarte, ¿puedo recuperar mis cosas? —le pregunté con el tono
de voz más desenfadado del que fui capaz.
Mi
intento funcionó en gran medida: se rió, pero el sufrimiento no desapareció de
sus ojos.
—Tus
cosas nunca desaparecieron —me dijo—. Sabía que obraba mal, dado que te había
prometido paz sin recordatorio alguno. Era estúpido e infantil,
pero quería dejar algo mío junto a ti. El CD, las fotografías, los billetes de
avión... todo está debajo de las tablas del suelo.
—¿De
verdad?
Asintió.
Parecía levemente reconfortado por mi evidente alegría ante este hecho tan
trivial, aunque no bastó para borrar el dolor de su rostro por completo.
—Creo
—dije lentamente—, no estoy segura, pero me pregunto... Quizá lo he sabido todo
el tiempo.
—¿Qué
es lo que sabías?
Sólo
pretendía alejar el sufrimiento de sus ojos, pero las palabras sonaron más
veraces de lo que esperaba cuando las pronuncié.
—Una parte
de mí, tal vez fuera mi subconsciente, jamás dejó de creer que te seguía
importando que yo viviera o muriera. Ese es el motivo por el que oía las voces.
Se hizo
un silencio absoluto durante un momento.
—¿Voces?
—repitió con voz apagada.
—Bueno,
sólo una, la tuya. Es una larga historia —la desconfianza de sus facciones me
hizo desear no haber sacado el tema a colación. ¿Pensaría él, como todos los
demás, que estaba loca? ¿Tenían razón en ese punto? Pero al menos desapareció
de su rostro la expresión de que algo iba a arder.
—Tengo
tiempo de sobra —repuso de forma forzada, pero sin alterar la voz.
—Es
bastante patético.
Esperó.
No
estaba segura de cuál podía ser la mejor forma de explicárselo.
—¿Recuerdas
lo que dijo Alice sobre los deportes de alto riesgo?
Pronunció
las palabras sin inflexión ni énfasis de ningún tipo:
—Saltaste
desde un acantilado por diversión.
—Esto...
Cierto, y antes que eso, monté en moto...
—¿En
moto? —inquirió. Conocía su voz lo bastante bien para detectar cuándo se cocía
algo detrás de su calma aparente.
—Supongo
que no le conté a Alice esa parte.
—No.
—Bueno,
sobre eso... Mira, descubrí que te recordaba con mayor claridad cuando hacía
algo estúpido o peligroso... —le confesé, sintiéndome completamente chiflada—.
Recordaba cómo sonaba tu voz cuando te enfadabas. La escuchaba como si
estuvieras a mi lado. En general, intentaba no pensar en ti, pero en momentos
como aquéllos no me dolía mucho, era como si volvieras a protegerme, como si no
quisieras que resultara herida.
»Y
bueno, me preguntaba si la razón de que te oyera con tal nitidez no sería que,
debajo de todo eso, siempre supe no habías dejado de quererme...
Tal y
como había ocurrido antes, las palabras cobraron poder de convicción a medida
que las pronunciaba. Eran sinceras. Una fibra en lo más sensible de mi
ser supo que yo decía la verdad.
—Tú...
arriesgabas la... vida... para oírme... —dijo con voz sofocada.
—Calla
—le atajé—. Espera un segundo. Creo que estoy teniendo una epifanía en estos
momentos...
Pensé
en la noche de mi primer delirio, la que había pasado en Port Angeles. Había
planteado dos opciones —locura o deseo de sentirme realizada— sin ver la
tercera alternativa.
Pero
¿qué ocurriría si...?
¿Qué
ocurriría si hubiera creído sinceramente que algo era cierto, aunque estuviera
totalmente equivocada? ¿Qué sucedería si hubiera estado tan empecinadamente
segura de que tenía razón que no me hubiera detenido a considerar la verdad?
¿Qué habría hecho la verdad? ¿Permanecer en silencio o intentar abrirse camino?
La
tercera opción era que Edward me amaba. El vínculo establecido entre nosotros
dos era de los que ni la ausencia ni la distancia ni el tiempo podían romper, y
no importaba que él pudiera ser más especial, guapo, brillante o perfecto que
yo, él estaba tan irremediablemente atado como yo, y si yo le iba a pertenecer
siempre, eso significaba que él siempre iba a ser mío.
¿Era
eso lo que había estado intentado decirme a mí misma?
—¡Vaya!
—¿Bella?
—Ya,
vale. Lo entiendo.
—¿En
qué consiste tu epifanía...? —me preguntó con voz tensa.
—Tú me
amas —dije maravillada. La sensación de convicción y certeza me invadió de
nuevo.
Aunque
la ansiedad continuó presente en sus ojos, la sonrisa torcida que más me
gustaba se extendió por su rostro.
—Con
todo mi ser.
Mi
corazón se hinchó de tal modo que estuvo a punto de romperme las costillas.
Ocupó mi pecho por completo y me obstruyó la garganta dejándome sin habla.
Me
quería de verdad igual que yo a él, para siempre. Era sólo el miedo a que yo
perdiera mi alma y las demás cosas propias de una existencia humana, eso fue lo
que le llevó a intentar con tanta desesperación que yo siguiera siendo una
mortal. Comparado con el miedo a que no me quisiera, ese obstáculo —mi alma—
casi parecía una menudencia.
Me tomó
el rostro entre sus manos heladas y me besó hasta que sentí tal vértigo que el
bosque empezó a dar vueltas. Entonces, inclinó su frente sobre la mía y supe
que yo no era la única que respiraba más agitadamente de lo normal.
—¿Sabes?
Se te da mejor que a mí —me dijo.
—¿El
qué?
—Sobrevivir.
Al menos, tú lo intentaste. Te levantabas por las mañanas, procurabas llevar
una vida normal por el bien de Charlie, y seguiste tu camino. Yo era un
completo inútil cuando no estaba rastreando. No podía estar cerca de mi familia
ni de nadie más. Me avergüenza admitir que me acurrucaba y dejaba que el
sufrimiento se apoderara de mí —esbozó una sonrisa turbada—. Fue mucho más
patético que oír voces.
Me
sentía profundamente aliviada de que pareciera comprenderlo, me reconfortaba
que todo aquello tuviera sentido para él. En todo caso, no me miraba como si
estuviera loca. Me miraba como... si me amara.
—Sólo
una voz —le corregí.
Se echó
a reír y me apretó con fuerza a su costado derecho antes de guiarme hacia
delante.
—Por
cierto, que en este asunto tan sólo te estoy siguiendo la corriente —hizo un
amplio movimiento de mano que abarcaba la negrura de delante, donde se alzaba
algo pálido e inmenso; entonces comprendí que se refería a la casa—. Lo que
ellos digan no me importa lo más mínimo.
—Ahora,
esto también les afecta a ellos.
Se
encogió de hombros con indiferencia.
Me guió
al interior de la casa a oscuras por la puerta del porche —que estaba abierta—
y encendió las luces. La estancia estaba tal y como la recordaba: el piano, los
sofás tapizados de blanco y la imponente escalera de color claro. No había
polvo ni sábanas blancas.
Edward
los llamó por sus nombres sin hablar más alto que en una conversación normal:
—¿Carlisle?
¿Esme? ¿Rosalie? ¿Emmett? ¿Jasper? ¿Alice?
Le
oirían.
De
pronto, Carlisle estaba junto a mí. Parecía que llevara allí un buen rato.
—Bienvenida
otra vez, Bella —sonrió—. ¿Qué podemos hacer por ti en plena madrugada? A
juzgar por la hora, supongo que no se trata de una simple visita de cortesía,
¿verdad?
Asentí.
—Me
gustaría hablar con todos vosotros enseguida si os parece bien. Se trata de
algo importante.
No pude
evitar alzar los ojos para ver el rostro de Edward mientras hablaba. Su
expresión era crítica, pero resignada. Al volver los ojos hacia Carlisle, vi
que también él observaba a Edward.
—Por
supuesto —dijo Carlisle—. ¿Por qué no hablamos en la otra habitación?
Carlisle
abrió la marcha por el luminoso cuarto de estar y dobló la esquina hacia el
comedor al tiempo que encendía las luces. Las paredes eran blancas y los techos
altos, igual que el cuarto de estar. En el centro de la habitación, debajo de
una araña que pendía a baja altura, había una gran mesa oval de madera lustrada
con ocho sillas a su alrededor. Carlisle me ofreció una en la cabecera de la
mesa.
Jamás
había visto a los Cullen usar la mesa del comedor, era... puro atrezo. Nunca
comían en casa.
Vi que
no estaba sola en cuanto me di la vuelta para sentarme en la silla. Esme había
seguido a Edward, y detrás de ella entró en fila india toda la familia.
Carlisle
se sentó a mi derecha y Edward a la izquierda. Todos tomaron asiento en
silencio. Alice, que ya estaba en el ajo, me sonreía. Emmett y Jasper parecían
curiosos y Rosalie me dirigió una sonrisa disimulada para tantear el terreno.
Le respondí con otra igualmente tímida. Me iba a llevar algún tiempo
acostumbrarme.
Carlisle
hizo un gesto con la cabeza en mi dirección y dijo:
—Tienes
el uso de la palabra.
Tragué
saliva. Sus intensas miradas me pusieron nerviosa. Edward me tomó de la mano
por debajo de la mesa. Le miré de soslayo, pero él observaba a los demás con
rostro repentinamente fiero.
—Bueno,
espero que Alice os haya contado cuanto sucedió en Volterra —hice una pausa.
—Todo
—me aseguró Alice.
Le
dirigí una mirada elocuente.
—¿Y lo
que está a punto de ocurrir?
—Eso
también.
Asintió
con la cabeza y yo suspiré aliviada.
—Perfecto;
entonces, estamos todos al corriente.
Esperaron
pacientemente mientras intentaba ordenar mis ideas.
—Bueno,
tengo un problema —comencé—. Alice prometió a los Vulturis que me convertiría
en uno de vosotros. Van a enviar a alguien a comprobarlo y estoy segura de que
eso es malo, algo que debemos evitar.
»Ahora,
esto os afecta a todos —contemplé sus hermosos rostros, dejando el más bello de
todos para el final. Una mueca curvaba los labios de Edward—. No voy a
imponerme por la fuerza si no me aceptáis, con independencia de que Alice esté
o no dispuesta a convertirme.
Esme
abrió la boca para intervenir, pero alcé un dedo para detenerla.
—Dejadme
terminar, por favor. Todos vosotros sabéis lo que quiero y estoy segura de que
también conocéis la opinión de Edward al respecto. Creo que la única forma
justa de decidir esto es que todo el mundo vote. Si decidís no aceptarme,
bueno, en tal caso, supongo que tendré que volver sola a Italia. No puedo
permitir que vengan aquí.
Arrugué
la frente al considerar dicha expectativa. Oí el ruido sordo de un gruñido en
el pecho de Edward, pero le ignoré.
—Así
pues, tened en cuenta que en modo alguno os voy a poner en peligro. Quiero que
votéis sí o no sólo al asunto de convertirme en vampira.
Esbocé
un atisbo de sonrisa al pronunciar la palabra e hice un gesto a Carlisle para
que empezara, pero Edward me interrumpió.
—Un
momento.
Le miré
con los ojos entrecerrados. Alzó las cejas mientras me estrechaba la mano.
—Tengo
algo que añadir antes de que votemos.
Suspiré.
—No
creo que debamos ponernos demasiado nerviosos —prosiguió— por el peligro al que
se refiere Bella.
Su
expresión se animó más. Apoyó la mano libre sobre la mesa reluciente y se
inclinó hacia delante.
—Veréis
—explicó sin dejar de recorrer la mesa con la mirada mientras hablaba—, había
más de una razón por la que no quería estrechar la mano de Aro al final del
todo. Se les pasó una cosa por alto y no quería ponerles sobre la pista.
Esbozó
una gran sonrisa.
—¿Y qué
es? —le instó Alice. Estaba segura de que mi expresión era tan escéptica como
la suya.
—Los
Vulturis están demasiado seguros de sí mismos, y por un buen motivo. En
realidad, no tienen ningún problema para encontrar a alguien cuando así lo
deciden —bajó los ojos para mirarme—. ¿Os acordáis de Demetri?
Me
estremecí. Él lo tomó como una afirmación.
—Encuentra
a la gente, ése es su talento, la razón por la que le mantienen a su lado.
—Ahora
bien, estuve hurgando en sus mentes para obtener la máxima información posible todo
el tiempo que estuvimos con ellos. Buscaba algo, cualquier cosa que pudiera
salvarnos. Así fue cómo me enteré de la forma en que funciona el don de
Demetri. Es un rastreador, un rastreador mil veces más dotado que James. Su
habilidad guarda una cierta relación con lo que Aro o yo hacemos. Capta el...
gusto... No sé cómo describirlo. .. La clave, la esencia de la mente de una
persona y entonces la sigue. Funciona incluso a enormes distancias.
—Pero
después de los pequeños experimentos de Aro, bueno...
Edward
se encogió de hombros.
—Crees
que no va a ser capaz de localizarme —concluí con voz apagada.
—Estoy
convencido. El confía ciegamente en ese don —Edward se mostraba muy pagado de
sí mismo—. Si eso no funciona contigo, en lo que a ti respecta, se han quedado
ciegos.
—¿Y qué
resuelve eso?
—Casi
todo, obviamente. Alice será capaz de revelarnos cuando planean hacernos una
visita. Te esconderemos. Quedarán impotentes —dijo con fiero entusiasmo—. Será
como buscar una aguja en un pajar.
Él y
Emmett intercambiaron una mirada y una sonrisita de complicidad.
Aquello
no tenía ni pies ni cabeza.
—Te
pueden encontrar a ti —le recordé.
Emmett
se rió, extendió el brazo sobre la mesa y le tendió el puño a su hermano.
—Un
plan estupendo, hermano —dijo con entusiasmo.
—No
—masculló Rosalie.
—En
absoluto —coincidí.
—Estupendo
—comentó Jasper, elogioso.
—Idiotas
—murmuró Alice.
Esme se
limitó a mirar a Edward.
Me
erguí en la silla para atraer la atención de todos. Aquélla era mi reunión.
—En tal
caso, de acuerdo. Edward ha sometido una alternativa a vuestra consideración
—dije con frialdad—. Votemos.
En este
segundo intento empecé por Edward. Sería mejor descartar cuanto antes su
opinión.
—¿Quieres
que me una a tu familia?
—No de
esa forma —me miró con ojos duros y negros como el pedernal—. Quiero que sigas
siendo humana.
Asentí
una vez con cara de no sentirme afectada por su actitud, y luego continué:
—¿Alice?
—Sí.
—Jasper?
—Sí
—respondió con voz grave. Me sorprendió un poco. No estaba muy segura de cuál
iba a ser el sentido de su voto, pero contuve mi reacción y proseguí—.
¿Rosalie?
Ella
vaciló mientras se mordía la parte inferior de su labio carnoso.
—No
—mantuve el rostro impertérrito y volví levemente la cabeza para seguir, pero
ella alzó las manos con las palmas por delante—. Déjame explicarme —rogó—.
Quiero decir que no tengo ninguna aversión hacia ti como posible hermana, es
sólo que... Esta no es la clase de vida que hubiera elegido para mí misma. Me
hubiera gustado que en ese momento alguien hubiera votado «no» por mí.
Asentí
lentamente y me volví hacia Emmett.
—¡Rayos,
sí! —esbozó una sonrisa ancha—. Ya encontraremos otra forma de provocar una
lucha con ese Demetri.
No
había borrado la mueca de mi cara cuando miré a Esme.
—Sí,
por supuesto, Bella. Ya te considero parte de mi familia.
—Gracias,
Esme —murmuré, y me volví hacia Carlisle.
De
pronto, me puse nerviosa y me arrepentí de no haberle pedido que votara el
primero. Estaba segura de que su voto era el de mayor valía, el que importaba
más que cualquier posible mayoría.
Carlisle
no me miraba a mí.
—Edward
—dijo él.
—No
—refunfuñó Edward con los dientes apretados y retrajo los labios hasta enseñar
los dientes.
—Es la
única vía que tiene sentido —insistió Carlisle—. Has elegido no vivir sin ella,
y eso no me deja alternativa.
Edward
me soltó la mano y se apartó de la mesa. Se marchó del comedor muy indignado
sin decir palabra, refunfuñando para sí mismo.
—Supongo
que ya conoces el sentido de mi voto —concluyó Carlisle con un suspiro.
Mi
mirada aún seguía detrás de Edward.
—Gracias
—murmuré.
Un
estrépito ensordecedor resonó en la habitación contigua.
Me
estremecí y añadí rápidamente.
—Es
todo lo que necesitaba. Gracias por querer que me quede. Yo también siento lo
mismo por todos vosotros.
Al
final de la frase, la voz se me quebró a causa de la emoción. Esme estuvo a mi
lado en un abrir y cerrar de ojos y me abrazó con sus fríos brazos.
—Me
querida Bella —musitó.
Le
devolví el abrazo. Con el rabillo del ojo me percaté de que Rosalie mantenía la
vista clavada en la mesa al comprender que mis palabras admitían una doble
interpretación.
—Bueno,
Alice —dije cuando Esme me soltó—. ¿Dónde quieres que lo hagamos?
Ella me
miró fijamente con los ojos dilatados de pánico.
—¡No! ¡No!
¡NO! —bramó Edward que entró como un ciclón en la estancia. Lo tenía en mi
cara antes de hubiera tenido tiempo de pestañear, inclinado sobre mí, con el
rostro distorsionado por la cólera—. ¿Estás loca? ¿Has perdido el juicio?
Retrocedí
con las manos en los oídos.
—Eh...
Bella, no me parece que yo esté lista para esto —terció Alice con una
nota de ansiedad en la voz—. Necesito prepararme...
—Lo
prometiste —le recordé ante la mirada de Edward.
—Lo sé,
pero... Bella, de verdad, no sé cómo hacerlo sin matarte.
—Puedes
hacerlo —le alenté—. Confío en ti.
Edward
gruñó furioso.
Alice
negó de inmediato con la cabeza. Parecía atemorizada.
—¿Carlisle?
Me
volví para mirarle.
Edward
me agarró el rostro con una mano y me obligó a mirarle mientras alargaba la
otra mano, extendida hacia Carlisle para detenerle, pero éste hizo caso omiso
del gesto y respondió a mi pregunta.
—Soy
capaz de hacerlo —me hubiera gustado poder ver su expresión—. No corres
peligro de que yo pierda el control.
—Suena
bien.
Esperaba
que Carlisle hubiera podido entenderme. Resultaba difícil hablar con claridad
dada la fuerza con que Edward me sujetaba la mandíbula.
—Espera
—me pidió entre dientes—. No tiene por qué ser ahora.
—No hay
razón alguna para que no pueda ser ahora —repuse, aunque las palabras
resultaron incomprensibles.
—Se me
ocurren unas cuantas.
—Naturalmente
que sí —contesté con acritud—. Ahora, aléjate de mí.
Me
soltó la cara y se cruzó de brazos.
—Charlie
va a venir a buscarte aquí dentro de tres horas. No me extrañaría que trajera a
sus ayudantes.
—Vendrá
con los tres.
Fruncí
el ceño.
Ésa era
siempre la parte más dura. Charlie, Renée y ahora también Jacob. La gente que
iba a perder, las personas a quienes iba a hacer daño. Deseaba que hubiera
alguna forma de ser yo la única que sufriera, pero sabía que era del todo
imposible.
Por
otra parte, les iba a causar más daño permaneciendo humana: al poner en peligro
constante a Charlie a causa de nuestra proximidad, a Jacob, ya que iba a
arrastrar a sus enemigos a la tierra que él se sentía llamado a proteger, y a
Renée... Ni siquiera podía arriesgarme a visitar a mi propia madre por miedo a
llevar conmigo mis mortíferos problemas.
Sin
duda yo era un imán para el peligro. Lo tenía más que asumido.
Una vez
aceptado esto, era consciente de mi necesidad de ser capaz de cuidarme por mí
misma y proteger a quienes amaba, incluso aunque eso supusiera no estar con
ellos. Debía ser fuerte.
—Sugiero
que pospongamos esta conversación en aras de seguir pasando desapercibidos
—dijo Edward, que seguía hablando con los dientes apretados, pero ahora se
dirigía a Carlisle—. Al menos, hasta que Bella termine el instituto y se marche
de casa de Charlie.
—Es una
petición razonable, Bella —señaló Carlisle.
Pensé
en la reacción de mi padre al despertarse por la mañana, después de lo que
había sufrido con la pérdida de Harry, cuando también yo se las había hecho
pasar canutas al desaparecer sin dar explicaciones. Encontraría mi cama
vacía... Charlie se merecía algo mejor y sólo se trataba de retrasarlo un poco
más, ya que la graduación no estaba lejana...
Fruncí
los labios.
—Lo
consideraré.
Edward
se relajó y dejó de apretar los dientes.
—Lo
mejor sería que te llevara a casa —dijo, ahora más sereno, pero se veía claro
que tenía prisa por sacarme de allí—. Sólo por si Charlie se despierta pronto.
Miré a
Carlisle.
—¿Después
de la graduación?
—Tienes
mi palabra.
Respiré
hondo, sonreí y me volví hacia Edward.
—Vale,
puedes llevarme a casa.
Edward
me sacó de la casa antes de que Carlisle pudiera prometerme nada más. Me sacó
de espaldas, por lo que no conseguí ver qué se había roto en el comedor.
El
viaje de regreso fue silencioso. Me sentía triunfal y un poco pagada de mí
misma. También estaba muerta de miedo, por supuesto, pero intenté no pensar en
esa parte. No hacía ningún bien preocupándome por el dolor —físico o
emocional—, así que no lo hice. No hasta que fuera totalmente necesario.
Edward
no se detuvo al llegar a mi casa. Subió la pared a toda pastilla y entró por mi
ventana en una fracción de segundo. Luego, retiró mis brazos de su cuello y me
depositó en la cama.
Creí
que me hacía una idea bastante aproximada de lo que pensaba, pero su expresión
me sorprendió, ya que era calculadora en vez de iracunda. En silencio, paseó
por mi habitación de un lado para otro como una fiera enjaulada mientras yo le
miraba con creciente recelo.
—Sea lo
que sea lo que estés maquinando, no va a funcionar —le dije.
—Calla.
Estoy pensando.
—¡Bah!
—me quejé mientras me dejaba caer sobre la cama y me ponía el edredón por
encima de la cabeza.
No se
oyó nada, pero de pronto estaba ahí. Retiró el edredón de un tirón para poderme
ver. Se tendió a mi lado y extendió la mano para acariciarme el pelo desde la
mejilla.
—Si no
te importa, preferiría que no ocultaras la cara debajo de las mantas. He vivido
sin ella tanto como podía soportar; y ahora, dime una cosa.
—¿Qué?
—pregunté poco dispuesta a colaborar.
—Si te
concedieran lo que más quisieras de este mundo, cualquier cosa, ¿qué pedirías?
Sentí
el escepticismo en mis ojos.
—A ti.
Sacudió
la cabeza con impaciencia.
—Algo
que no tengas ya.
No
estaba segura de adonde me quería conducir, por lo que le di muchas vueltas
antes de responder. Ideé algo que fuera verdad y al mismo tiempo bastante
improbable.
—Me
gustaría que no tuviera que hacerlo Carlisle... Desearía que fueras tú quien me
transformara.
Observé
su reacción con cautela mientras esperaba otra nueva dosis de la ira demostrada
en su casa. Me sorprendía que mantuviera impertérrito el ademán. Su expresión
seguía siendo cavilosa y calculadora.
—¿Qué
estarías dispuesta a dar a cambio de eso?
No pude
dar crédito a mis oídos. Me quedé boquiabierta al ver su rostro sereno y solté
la respuesta a bocajarro antes de pensármelo:
—Cualquier
cosa.
Sonrió
ligeramente y frunció los labios.
—¿Cinco
años?
Mi
rostro se crispó en una mueca que entremezclaba desilusión y miedo a un tiempo.
—Dijiste
«cualquier cosa» —me recordó.
—Sí,
pero vas a usar el tiempo para encontrar la forma de escabullirte. He de
aprovechar la ocasión ahora que se presenta. Además, es demasiado peligroso ser
sólo un ser humano, al menos para mí. Así que, cualquier cosa menos eso.
Puso
cara de pocos amigos.
—¿Tres
años?
—¡No!
—¿Es
que no te merece la pena?
Pensé
en lo mucho que había deseado aquello, pero decidí poner cara de póquer y no
permitir que se diera cuenta de lo mucho que significaba para mí. Eso me daría
más ventaja.
—¿Seis
meses?
Puso
los ojos en blanco.
—No es
bastante.
—En ese
caso, un año —dije—. Ése es mi límite.
—Concédeme
dos al menos.
—Ni
loca. Voy a cumplir diecinueve, pero no pienso acercarme ni una pizca a los
veinte. Si tú vas a tener menos de veinte para siempre, entonces yo también.
Se lo
pensó durante un minuto.
—De
acuerdo. Olvídate de los límites de tiempo. Si quieres que sea yo quien lo
haga, tendrás que aceptar otra condición.
—¿Condición?
—pregunté con voz apagada—. ¿Qué condición?
Había
cautela en su mirada y habló despacio.
—Casarte
conmigo primero.
—...
—le miré, a la espera—. Vale, ¿cuál es el chiste?
Él
suspiró.
—Hieres
mi ego, Bella. Te pido que te cases conmigo y tú piensas que es un chiste.
—Edward,
por favor, sé serio.
—Hablo
completamente en serio —no había el menor atisbo de broma en su rostro.
—Oh,
vamos —dije con una nota de histeria en la voz—. Sólo tengo dieciocho años.
—Bueno,
estoy a punto de cumplir los ciento diez. Va siendo hora de que siente la
cabeza.
Miré
hacia otro lado, en dirección a la oscura ventana, tratando de controlar el
pánico antes de que fuera demasiado tarde.
—Verás,
el matrimonio no figura precisamente en la lista de mis prioridades, ¿sabes?
Fue algo así como el beso de la muerte para Renée y Charlie.
—Interesante
elección de palabras.
—Sabes
a qué me refiero.
Respiré
hondo.
—Por
favor, no me digas que tienes miedo al compromiso —espetó con incredulidad, y
entendí qué quería decir.
—No es
eso exactamente —repuse a la defensiva—. Temo... la opinión de Renée. Tiene
convicciones muy profundas contra eso de casarse antes de los treinta.
—Preferiría
que te convirtieras en una eterna maldita antes que en una mujer casada —se rió
de forma sombría.
—Te
crees muy gracioso.
—Bella,
no hay comparación entre el nivel de compromiso de una unión marital y
renunciar a tu alma a cambio de convertirte en vampiro para siempre —meneó la
cabeza—. Si no tienes valor suficiente para casarte conmigo, entonces...
—Bueno
—le interrumpí—. ¿Qué pasaría si lo hiciera? ¿Y si te dijera que me llevaras a
Las Vegas ahora mismo? ¿Sería vampiro en tres días?
Sonrió
y los dientes le relampaguearon en la oscuridad.
—Seguro
—contestó poniéndome en evidencia—. Voy a por mi coche.
—¡Caray!
—murmuré—. Te daré dieciocho meses.
—No hay
trato —repuso con una sonrisa—. Me gusta esta condición.
—Perfecto.
Tendré que conformarme con Carlisle después de la graduación.
—Si es
eso lo que realmente quieres... —se encogió de hombros y su sonrisa se tornó
realmente angelical.
—Eres
imposible —refunfuñé—, un monstruo.
Se rió
entre dientes.
—¿Es
por eso por lo que no quieres casarte conmigo?
Volví a
refunfuñar.
Se
reclinó sobre mí. Sus ojos, negros como la noche, derritieron, quebraron e
hicieron añicos mi concentración.
—Bella,
¿por favor... ?—susurró.
Durante
un momento se me olvidó respirar. Sacudí la cabeza en cuanto me recobré en un
intento de aclarar de golpe la mente obnubilada.
—¿Saldría
esto mejor si me dieras tiempo para conseguir un anillo?
—¡No!
¡Nada de anillos! —dije casi a voz en grito.
—Vale,
ya le has despertado —cuchicheó.
—¡Huy!
—Charlie
se está levantando. Será mejor que me vaya —dijo Edward con resignación.
Mi
corazón dejó de latir.
Evaluó
mi expresión durante un segundo.
—Bueno,
entonces, ¿sería muy infantil por mi parte que me escondiera en tu armario?
—No
—musité con avidez—. Quédate, por favor.
Edward
sonrió y desapareció.
Hervía
de indignación mientras esperaba a que Charlie acudiera a mi habitación para
controlarme. Edward sabía exactamente qué estaba haciendo y yo me inclinaba a
creer que todo aquel presunto agravio formaba parte de un ardid. Por supuesto,
aún me quedaba el cartucho de Carlisle, pero al saber que existía la
posibilidad de que fuera él quien me transformara, lo deseé con verdadera
desesperación. ¡Menudo tramposo!
Mi
puerta se abrió con un chirrido.
—Buenos
días, papá.
—Ah,
hola, Bella —pareció avergonzado al verse sorprendido—. No sabía que estabas
despierta.
—Sí.
Estaba esperando a que te despertaras para ducharme —hice ademán de levantarme.
—Espera
—me detuvo mientras encendía la luz. Parpadeé bajo la repentina luminosidad y
procuré mantener la vista lejos del armario—. Hablemos primero un minuto.
No
conseguí reprimir una mueca. Había olvidado pedirle a Alice que se inventara
una buena excusa.
—Estás
metida en un lío, ya lo sabes.
—Sí, lo
sé.
—Estos
tres últimos días he estado a punto de volverme loco. Vine del funeral de Harry
y tú habías desaparecido. Jacob sólo pudo decirme que te habías ido pitando con
Alice Cullen y que pensaba que tenías problemas. No me dejaste un número ni
telefoneaste. No sabía dónde estabas ni cuándo ibas a volver, si es que ibas a
volver. ¿Tienes alguna idea de cómo... ? —fue incapaz de terminar la frase.
Respiró hondo de forma ostensible y prosiguió—: ¿Puedes darme algún motivo por el
que no deba enviarte a Jacksonville este trimestre?
Entrecerré
los ojos. Bueno, de modo que aquello iba a ir de amenazas, ¿no? A ese juego
podían jugar dos. Me incorporé y me arropé con el edredón.
—Porque
no quiero ir.
—Aguarda
un momento, jovencita...
—Espera,
papá, acepto completamente la responsabilidad de mis actos y tienes derecho a
castigarme todo el tiempo que quieras. Haré las tareas del hogar, la colada y
fregaré los platos hasta que pienses que he aprendido la lección; y supongo que
estás en tu derecho de ponerme de patitas en la calle, pero eso no hará que
vaya a Florida.
El
rostro se le puso bermejo. Respiró profundamente varias veces, antes de
responder:
—¿Te
importaría explicar dónde has estado?
Ay,
mierda.
—Hubo...
una emergencia.
Enarcó
las cejas a la espera de una brillante aclaración. Llené de aire los carrillos
y lo expulsé ruidosamente.
—No sé
qué decirte, papá. En realidad, todo fue un gran malentendido. Él dijo, ella
dijo, y las cosas se salieron de madre.
Aguardó
con expresión recelosa.
—Verás,
Alice le dijo a Rosalie que yo practicaba salto de acantilado... —intenté
desesperadamente hacerlo bien y me ceñí lo máximo posible a la verdad para que
mi incapacidad para mentir de forma convincente no sonara a pretexto, pero
antes de continuar, la expresión de Charlie me recordó que él no sabía nada de
lo del acantilado.
¡Huy,
huy, huy! Como si las cosas no estuvieran bastante caldeadas...
—Supongo
que no te comenté nada de eso —proseguí con voz estrangulada—. No fue nada,
sólo para pasar el rato, nadar con Jacob... En cualquier caso, Rosalie se lo
dijo a Edward, que se alteró mucho. Ella pareció dar a entender de forma
involuntaria que yo intentaba suicidarme o algo por el estilo. Como él no
respondía al teléfono, Alice me llevó hasta... esto... Los Ángeles para
explicárselo en persona.
Me
encogí de hombros mientras albergaba el desesperado deseo de que mi «caída» no
le hubiera distraído tanto que se hubiera perdido la brillante explicación que
le había proporcionado.
Charlie
se había quedado helado.
—¿Intentabas
suicidarte, Bella?
—No,
por supuesto que no. Sólo me estaba divirtiendo con Jake practicando salto de
acantilado. Los chicos de La Push lo hacen continuamente. Lo que te dije, no
fue nada.
El
rostro de Charlie volvió a caldearse y pasó del helado pasmo a la calurosa
furia.
—De
todos modos, ¿qué importa Edward Cullen? —bramó—. Te ha dejado aquí tirada todo
este tiempo sin decirte ni una palabra.
—Otro
malentendido —le atajé.
Su
rostro volvió a ponerse cárdeno.
—Pero,
entonces, ¿va a volver?
—No
estoy segura de lo que planean, pero creo que regresan todos.
Sacudió
la cabeza mientras le palpitaba la vena de la frente.
—Quiero
que te mantengas lejos de él, Bella. No confío en él. No te conviene. No quiero
que vuelva a arruinarte la vida de ese modo.
—Perfecto
—repuse de manera cortante.
Charlie
se removió inquieto y retrocedió. Después de unos segundos, espiró de forma
ostensible a causa de la sorpresa.
—Pensé
que te ibas a poner difícil.
—Y así
es —le miré a los ojos-—. Lo que pretendía decir es: «Perfecto. Me iré de
casa».
Los
ojos se le saltaron de las órbitas y se puso morado. Mi resolución flaqueó a
medida que empezaba a preocuparme por su salud. No era más joven que Harry...
—Papá,
no deseo irme de casa —le dije en tono más suave—. Te quiero y sé que estás
preocupado, pero en esto vas a tener que confiar en mí. Y tomarte las cosas con
más calma en lo que respecta a Edward, si quieres que me quede.
¿Quieres o no quieres que viva aquí?
—Eso no
es justo, Bella. Sabes que quiero que te quedes.
—Entonces,
pórtate bien con Edward, ya que él va a estar donde yo esté —dije con firmeza.
La convicción que me proporcionaba mi epifanía seguía siendo fuerte.
—No
bajo este techo —bramó.
Suspiré
con fuerza.
—Mira,
no voy a darte ningún ultimátum más esta noche, bueno, más bien esta mañana.
Piénsatelo durante un par de días, ¿vale? Pero ten siempre presente que Edward
y yo vamos en el mismo paquete, es un acuerdo global.
—Bella...
—Tú
sólo piénsatelo —insistí—, y mientras lo haces, ¿te importaría darme un poquito
de intimidad? De verdad, necesito una ducha.
El
rostro de Charlie adquirió un extraño tono purpúreo. Se fue dando un portazo al
salir y le oí bajar pisando furiosamente las escaleras.
Me
sacudí de encima el edredón. Edward ya estaba allí, meciéndose en la silla,
como si hubiera estado presente durante toda la conversación.
—Lamento
esto —susurré.
—Como
si no me mereciera algo peor... —musitó—. No la tomes con Charlie por mi causa,
por favor.
—No te
preocupes por eso —repuse con un hilo de voz mientras recogía mis cosas para el
baño y un juego de ropa limpio—. Haré todo lo que sea necesario y nada más. ¿O
intentas decirme que no tengo ningún lugar adonde acudir?
Abrí
los ojos desmesuradamente a la vez que simulaba una gran inquietud.
—¿Te
mudarías a una casa llena de vampiros?
—Probablemente,
ése es el lugar más seguro de todos para alguien como yo —le dediqué una gran
sonrisa—. Además, no hay necesidad de apurar el plazo de la graduación si
Charlie me pone de patitas en la calle, ¿a que no?
Permaneció
con la mandíbula fuertemente apretada y masculló:
—Menudas
ganas tienes de condenarte eternamente...
—Sabes
que en realidad no crees lo que dices.
—¿Ah,
no? —bufó.
—No.
Me
fulminó con la mirada y empezó a hablar, pero yo le interrumpí:
—Si de
verdad hubieras creído que habías perdido el alma, entonces, cuando te encontré
en Volterra, hubieras comprendido de inmediato lo que sucedía, en vez de pensar
que habíamos muerto juntos. Pero no fue así... Dijiste: «Asombroso. Carlisle
tenía razón» —le recordé triunfal—. Después de todo, sigues teniendo la
esperanza.
Por una
vez, Edward se quedó sin habla.
—De
modo que los dos vamos a ser optimistas, ¿vale? —sugerí—. No es importante. No
necesito el cielo si tú no puedes ir a él.
Se
levantó lentamente, se acercó y me rodeó el rostro con las manos antes de
mirarme fijamente a los ojos.
—Para
siempre —prometió de forma un poco teatral.
—No te
pido más —le dije.
Me puse
de puntillas para poder apretar sus labios contra los míos.
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